Parte primera ❦ Edad antigua
Libro II ❦ España bajo la República romana
Capítulo II
Viriato
Desde 130 antes de J. C. a 140
Quién era Viriato.– Lo que le movió a salir a campaña.– Elígenle por jefe los lusitanos.– Burla al pretor Vetilio.– Primer ardid de guerra. -Derrota y muerte del pretor.– Otros triunfos de Viriato.– Condúcese ya con la prudencia de un consumado general.– Vence a otros dos pretores.– El cónsul Fábio Máximo Emiliano.– Vicisitudes de la guerra.– El cónsul Metelo.– El cónsul Serviliano.– Singular táctica de Viriato.– Ofrece la paz al cónsul cuando le tenía vencido.– Paz entre Roma y Viriato.– El cónsul Cepión.– Escandalosa violación del tratado, y renovación de la guerra.– Muere Viriato traidoramente asesinado.– Carácter y virtudes de este héroe.– Sométense los lusitanos.
Entre los pocos lusitanos que habían logrado escapar de la matanza villanamente ordenada por el pretor Galba, hallábase un hombre de complexión recia, de corazón grande, y de un alma tan elevada cuanto era su condición humilde, porque había sido pastor de oficio. Este hombre se llamaba Viriato.
Habíanse derramado por el país él y los demás que milagrosamente salvaron la vida, pregonando la infame traición de que habían sido víctimas tantos millares de compañeros suyos, y excitando a un levantamiento general para tomar venganza, no ya del pretor aleve, que pronto se marchó a Roma, sino de la aborrecida tiranía romana. Sus acentos hallaron eco en el país, y no tardaron en reunirse hasta diez mil lusitanos, poseídos todos del mismo espíritu de indignación, todos ansiosos de vengar tamaño ultraje. Nombraron jefe y caudillo suyo a aquel Viriato, sin duda por ser entre ellos conocidos ya su valor y su capacidad para grandes cosas. Pronto mostraron los sucesos que había recaído la elección de aquellas gentes en quien era digno de mandarlas.
Hizo Viriato una irrupción en la Turdetania hacia el estrecho de Cádiz, donde el pretor Vetilio, que había sucedido a Galba, le obligó a entretenerse por algún tiempo en lugares ásperos y fragosos. Como el hambre llegase a apretar ya a sus soldados, comenzaron algunos de ellos a mover pláticas de paz. Entendido que fue por Viriato, recordóles con energía la abominable conducta de Galba, la mala fe de los romanos que tantas veces habían experimentado, lo poco que había que fiar de sus palabras, y que entregarse a ellos era entregar las gargantas al cuchillo: que si querían seguirle y ejecutar lo que les mandara él sabría sacarlos del peligro a salvo y con la honra que a hombres tan esforzados correspondía. Reanimó a todos este discurso, sintiéronse inflamados de ardor hasta los más pusilánimes, y todos a una voz juraron ejecutar sus disposiciones. Satisfecho Viriato de tan buena resolución, púsolos en orden de batalla, previniéndoles que cuando le vieran montar a caballo, se desbandaran a un tiempo, y por diferentes caminos que les señaló fueran a reunírsele en Tríbola. Hiciéronlo así, y sorprendido el pretor con tan extraña maniobra no sabía qué hacer ni a qué resolverse. Últimamente determinó perseguir a Viriato y a los jinetes que le acompañaban, pero el astuto lusitano, fingiendo por un momento hacer rostro al enemigo para dar tiempo a que su infantería estuviese a salvo, de repente mandó picar espuelas y las pico él mismo, y partiendo al galope por desusadas sendas dejó de nuevo burlados a los romanos, que ni conocían el terreno ni por lo pesado de sus armas podían darles alcance{1}.
Ganó Viriato con este primer ardid tanta fama con los suyos como enojo causó al pretor Vetilio: el cual, queriendo vengar la pesada burla, encaminóse con su ejército a Tríbola, donde supo se hallaba el lusitano. Salió éste a recibirle; hizo ademán de aceptar el combate; pero vuelve luego espaldas como quien huye temeroso, hasta atraer el ejército romano orillas de un bosque donde había dejado emboscada su gente. Entonces Viriato revuelve repentinamente contra el enemigo, la muchedumbre sale de la celada, cae como una nube sobre los romanos, que acosados por todas partes, sin poderse apenas mover en terreno estrecho y fangoso, se dejan degollar hasta cuatro mil, entre ellos el mismo pretor, que yendo a buscar venganza encontró la muerte.
Seis mil hombres que habían quedado vivos se refugiaron a Tarteso. Desde allí el cuestor pidió auxilio a los titios y belos sus aliados. Acudieron de ellos cinco mil, pero salioles al camino Viriato, dio sobre ellos con tal ímpetu que ni uno solo quedó con vida; no hubo, dice Appiano{2}, quien pudiera llevar al cuestor la noticia del desastre. Permaneció aquel en Tarteso esperando socorros de Roma (147).
Vino el pretor Plancio en ocasión que Viriato recorría la Carpetania. Allí le fue a buscar el nuevo pretor; halláronse frente a frente el español y el romano. La misma astucia que había empleado Viriato con Vetilio en Tríbola usó con Plancio en las orillas del Tajo: el éxito casi el mismo; cerca de otros cuatro mil romanos perecieron. Después de esto Viriato repasa el Tajo, y va a campar a un monte de olivos no lejos de Ébora{3}, donde espera a los romanos. El pretor, escarmentado ya, llevó allí todo su ejército. Empeñóse un combate formal en la llanura: larga y brava fue la pelea; aquello tuvo ya todas las condiciones de una batalla. La victoria quedó también por los lusitanos. Viriato desplegó allí ya las dotes, no de un capitán de bandidos, como le llamaban en Roma, sino de un general experto, prudente y atrevido a la vez, que vencía en batallas campales. Ya Plancio no se atrevió a medir más con él sus fuerzas, y aunque era el medio del estío mantúvose encerrado en las ciudades amuralladas.
De los dos pretores que al año siguiente vinieron a España, Unimano y Nigidio, el primero halló pronto la muerte en las armas lusitanas en los campos de la que es hoy Ourique en Portugal; sus insignias pretoriales sirvieron de trofeo en los montes, junto con los estandartes romanos que en poder de Viriato cayeron. El segundo sufrió cerca de Viséo una derrota vergonzosa (146). Los triunfos de Viriato se iban contando por el número de pretores.
El primero que comenzó a quebrantar algo sus fuerzas fue Cayo Lelio, llamado en Roma el Prudente. Desplegando este romano su acreditada habilidad y experiencia, logró hacer cambiar la faz de la guerra, o por lo menos la sostuvo sin reveses, hasta que Roma, penetrada de que aquella lucha que en un principio llamaba guerra de ladrones, no era sino una guerra seria y formal, no poco comprometida y grave para la república, envió a España con extraordinarios refuerzos a Quinto Fabio Máximo Emiliano, que acababa de ser nombrado cónsul, hijo también de Paulo Emilio, y hermano de aquel Escipión Emiliano, que por este tiempo destruía a Cartago{4}.
Contaba Fabio con el ejército de Lelio, contaba con el suyo que de refresco venia. ¿Cómo podían resistir a tan imponentes fuerzas aquellas manadas de rústicos montañeses conducidas por un hombre también rústico, cualquiera que pudiese ser el valor de aquel capitán improvisado?
Con estos pensamientos, estableció el cónsul sus reales en Urso (hoy Osuna), y reuniendo allí los dos ejércitos, el de Lelio y el suyo, pasó a ofrecer sacrificios al templo de Hércules Gaditano. Pero mientras él se ocupaba en hacerse propicios a los dioses, Viriato daba buena cuenta de las tropas consulares, que mandadas por el lugar-teniente de Fabio habían hecho una salida contra los lusitanos, que ya en busca de sus enemigos se aproximaban (145). Con la noticia de aquel descalabro, apresuróse Fabio a incorporarse a su ejército. La confianza del cónsul había bajado grandemente de punto. En lugar de emprender pronto la campaña a que le provocaba Viriato, dejó trascurrir todo el año en preparativos; siguiendo el prudente sistema que el otro Fabio Máximo había seguido en Italia con Aníbal{5}, como si por otro Aníbal tuviese a Viriato el Fabio Máximo Emiliano. Así dejó espirar el tiempo de su gobierno, pero no hallando el senado quien reuniese las cualidades necesarias para hacer la guerra en España, prorrogó a Fabio los poderes.
A juzgar por los resultados, no fueron infructuosos los preparativos del cónsul, pues comenzando la nueva campaña venció a Viriato y le rechazó hasta Bécor (144), obligándole luego el pretor a retirarse hasta las cercanías de Évora. Pero nada bastó a desalentar al intrépido lusitano. No tardó en congregar nuevas tropas, y mientras el cónsul hacia cuarteles de invierno en Córdoba, Viriato excitaba a los arevacos, a los triccios, a los vacceos y a los celtíberos a una alianza y general confederación contra el común enemigo, exhortándolos a unirse en derredor de un solo estandarte nacional, habiendo sido de este modo Viriato el primero que indicó a sus compatriotas el pensamiento de una nacionalidad, y la idea de una patria común. Acudiéronle unos con gentes, otros con armas y dinero, y si su proyecto no llegó a realizarse, por lo menos no fue su voz desoída.
Después de algunos pretores, de quienes no nos han quedado hechos señalados, vino a España el cónsul Q. Cecilio Metelo, llamado el Macedónico, por haber subyugado la Macedonia (142). Andaban ya alterados los arevacos y celtíberos: Metelo los sujetó, tomando algunas ciudades, entre ellas Contrebia, no sin resistencia porfiada, y puso cerco a Nertobriga. Cuéntase de aquel cónsul en el sitio de esta ciudad un acto generoso de aquellos que honran siempre al hombre, y que nosotros nos complacemos en aplaudir sin mirar si el que los ejecuta es amigo o enemigo. Jugaban ya los arietes contra la muralla: hallábanse dentro de la ciudad los hijos de un español que militaba en las filas romanas en clase de centurión: indignados los habitantes de la traición de su compatricio, colocaron a sus hijos en el lugar más peligroso del muro, donde deberían perecer los primeros. Informado el cónsul del caso, quiso más levantar el sitio que tomar la ciudad a costa de aquellos inocentes. Proceder tan generoso y humano le valió la amistad de muchos pueblos; que tal era la índole de los españoles{6}.
Hacía entretanto la guerra contra Viriato en la Lusitania el pretor Quincio con fortuna varia. Sucedióle el cónsul Fabio Serviliano, hermano adoptivo de Fabio Máximo Emiliano. Con el numeroso ejército que él trajo y con un refuerzo de caballos y elefantes que le envió de África el rey Micipsa, hijo de Masinisa, acometió a Viriato, y le venció en el primer combate. Pero usando luego el lusitano de una de las sagaces maniobras de su táctica, revolvió sobre él con su acostumbrada rapidez e impetuosidad, mató tres mil consulares y forzó a Serviliano a abrigarse en Ituccia, ciudad de la Bética. No daba reposo Viriato a los enemigos: desde la aspereza de los bosques donde se escondía, desprendíase como un funesto meteoro, se desgajaba al modo de una exhalación, y tenía a los romanos en perpetua alarma y rebato, hasta que la falta de mantenimiento le obligaba a retirarse a su país natal, donde se reparaba y daba nuevo ánimo a los suyos. De una de estas ausencias se aprovechó el cónsul Serviliano para apoderarse de la Beturia y del país de los cinesios o cuneos, donde hizo cuarteles de invierno.
Conócese que los españoles, aunque al principio no habían sido sordos a la voz de unión, levantada por Viriato, no se habían agrupado en derredor de aquel heroico jefe como les hubiera convenido. Porque ni vemos unidad y acuerdo entre los españoles en las operaciones de esta guerra, ni a pesar de las pocas derrotas y de los muchos triunfos que Viriato alcanzara, observamos que engrosaran sus bandas lo que había sido de esperar, ni hacia más que pelear brava pero aisladamente como en el principio de la campaña. El espíritu de localidad predominaba todavía en aquellos españoles, para quienes parecía ser la más difícil de las obras la unión.
Mas ni por eso Viriato reposaba ni era posible a los romanos reposar con él. Apenas pasado el invierno, reapareció el infatigable lusitano, y tomó cuatro ciudades, Gemela, Escadia, Obólcola y Baccia (que acaso son Martos, Escua, Porcuna y Baeza). Manteníase por él Erisana{7}. Sitióla el cónsul Serviliano (141). Pero el astuto Viriato halló medio de introducirse en ella de noche y a las calladas, sin ser visto ni sentido. A la mañana siguiente hace una salida tan impetuosa como inesperada, se arroja sobre los sitiadores, los pone en precipitada fuga, los sigue, los acosa, logra encerrarlos en la estrecha garganta de una montaña, en un desfiladero sin salida. Fácil le era a Viriato acabar con todo el ejército consular; pero el magnánimo guerrero español quiso más pedir la paz al pueblo romano cuando era vencedor, que aceptarla cuando fuese vencido{8}. Entonces convidó con la paz a Serviliano. ¡Admirable contraste el de la generosidad del guerrero español con la matanza aleve del romano que le movió a emprender la guerra!
No era ocasión para que dejara de admitir el cónsul una paz que ciertamente en su apurada situación no esperaría. Concertóse pues que los romanos conservarían lo adquirido, obligándose solemnemente a no pasar adelante, y que habría paz y amistad entre el pueblo romano y Viriato. Confirmado el convenio por el senado y el pueblo de Roma, esta paz debía ser sagrada para la república. Pero faltábale al nombre romano una mancha que acabara de hacerle abominable en España, y llegó este caso ignominioso para el pueblo-rey.
Confió el senado el gobierno de la España Ulterior a Quinto Servilio Cepión, hermano de Fabio. No podía haberse elegido un hombre ni más inepto como guerrero, ni más malvado como hombre. Este hombre ambicioso, pérfido y avaro, sin mirar que la letra del tratado estaba reciente todavía, que había sido pactado por su hermano mismo, y que había sido debido a la magnanimidad del vencedor, persuadió al senado la necesidad de romper de nuevo la guerra contra Viriato, so pretexto de que era indigna de la majestad del pueblo romano aquella paz. Decía verdad en esto, pero era una paz solemnemente aprobada; bien que el senado mismo se alegró acaso de encontrar un hombre tan desleal como Cepión; y accediendo a su propuesta, dio otro testimonio más de que la fe romana no rendía parias a la fe púnica, y de que Roma no marchaba por más noble senda que Cartago.
Descansaba Viriato confiado y tranquilo en una ciudad de lo interior de la Lusitania, cuando supo con sorpresa que Cepión, faltando a todos los derechos divinos y humanos, había renovado la guerra y se encaminaba a buscarle. Salió Viriato a recibirle con las escasas gentes que pudo reunir. No fue grande hazaña en el cónsul el obligarle a hacer una retirada; pero proporcionándose luego algunos socorros entre los celtíberos sus amigos, todavía acreditó a Cepión en un encuentro que era el mismo Viriato, y con una de sus estratagemas le dejó tan burlado como en el principio de su campaña había dejado a Vetilio y a Plancio.
Entonces resolvió el cobarde cónsul deshacerse por medio de una traición del mismo a quien no podía vencer con las armas. Vínole bien que Viriato, acaso con el fin de libertar a su patria de los horrores y devastaciones que por todas partes Cepión cometía, le enviara tres embajadores recordándole el tratado concluido con su hermano. El perverso cónsul sobornó con dádivas y promesas a los tres legados, los cuales tuvieron la flaqueza, indigna también de pechos españoles, de comprometerse a dar muerte a su propio general. Volvieron los enviados al campo lusitano, y entrando en la tienda de Viriato a hora muy avanzada de la noche, en su mismo lecho donde le encontraron dormido le cosieron a puñaladas (140).
Así pereció el gran Viriato, uno de los capitanes más ilustres que España ha producido: así pereció para baldón perpetuo de Roma el que por tantos años hizo frente a su poder y humilló tantas veces sus legiones. Los historiadores romanos no pudieron dejar de reconocer su mérito y sus virtudes. «Viriato, dice Appiano, en medio de los bárbaros se distinguió por las virtudes de un general: no hubo una sola sedición entre sus tropas; nadie fue más equitativo que él en la distribución del botín.» «Viriato, dice Floro, de cazador se hizo bandido, y de bandido general, y si la fortuna le hubiera ayudado, hubiera sido el Rómulo de España.» Sus mismos enemigos le hicieron justicia. Todos convienen en que era humano, afable, benéfico, generoso, fiel observador de los tratos: sencillo en el vestir, frugal en el comer, despreciador de las comodidades, del lujo y del regalo, su vida, su porte, su traje, eran los de un simple soldado de aquel tiempo: ni las adversidades le quebrantaban, ni las prosperidades le envanecían, ni el alto puesto al que se elevó le ensoberbeció nunca: los despojos de la guerra repartíalos entre sus compañeros de armas, sin reservar nada para sí, porque al revés de los cónsules y pretores, a quienes combatía, jamás pensó en enriquecerse. Cuéntase que el día que se celebraron sus bodas con la hija de un principal español, mientras los convidados se entregaban a los placeres del festín, él ni soltó la lanza ni tomó más sustento que el ordinario, que se reducía a carne y pan; y que terminada la fiesta de familia, tomó a su esposa, la subió en su mismo caballo, y la condujo a los montes, donde ya sus secuaces le aguardaban.
En otro país que no fuera la España, apenas se comprendería que un hombre, desde el humilde oficio de pastor de ganados, y después soldado de montaña, llegara a hacerse, sin otra escuela ni instrucción que su genio y el ejercicio práctico de las armas, un general temible a la más poderosa de las repúblicas, hasta el punto de hacerla pactar como de poder a poder. La historia nos enseñará cuán fecundo ha sido siempre nuestro suelo en hombres que dejando la esteva o el cayado para empuñar la espada, han sabido hacerse con su valor y sus hazañas un renombre ilustre{9}.
Cuando los asesinos de Viriato se atrevieron a reclamar el premio de su inicua acción, respondióles que Roma no acostumbraba a premiar a los soldados que asesinaban a su jefe. A Cepión le fue negado el triunfo: el senado adquirió el fácil mérito de desaprobar su conducta.
Sucedió a Viriato un hombre llamado Tántalo. Pero un héroe no es fácil de reemplazar. El nuevo caudillo capituló luego con los romanos: los lusitanos depusieron las armas, y el mismo Cepión les dio tierras que pudiesen cultivar tranquilamente: con lo que se dio por terminada aquella famosa guerra.
{1} Appian. De Bell. Hisp.
{2} Appian. De Bell. Hisp. página 490.
{3} Mariana le nombra el monte de Venus.
{4} Vamos a referir sucintamente la ruina y destrucción de Cartago, de esta célebre ciudad competidora de Roma, a los 732 años de su existencia.
Por un motivo más extraño que justo declaró Roma a Cartago una tercera guerra, que se llamó tercera guerra púnica, y que dio principio en el mismo año que la de Viriato en España (150). Aunque por expresa condición de un tratado solemne la ciudad había de ser tratada con todo miramiento, los cónsules romanos, con insigne mala fe, resolvieron la destrucción de la ciudad, alegando que Civitas no significaba las habitaciones, sino los habitantes. Indignados los cartagineses de tan pérfida superchería, adoptaron la resolución, desarmados como estaban, de no abandonar su patria y sus hogares. Todo se convirtió de repente en fábricas y talleres de armas. Elaborábanse cada día cien escudos, trescientas espadas, quinientas lanzas y mil dardos. Hasta las mujeres cortaban sus cabelleras para hacer de ellas cuerdas. Tres años se defendió todavía con el valor de la desesperación la ciudad de los Hannón, de los Asdrúbal y de los Aníbal. Otro Asdrúbal, el séptimo de este nombre, sostenía el sitio, pero la victoria, dice oportunamente un erudito historiador, parecía estar fatalmente ligada al nombre de Escipión en todas las guerras púnicas. Escipión Emiliano, el mismo que había venido a España a pelear contra Viriato, fue enviado a destruir la ciudad africana en el mismo año que su hermano Fabio Emiliano vino a nuestra Península contra el héroe de la Lusitania (146). Escipión tomó por asalto a Cartago, no sin defenderse sus moradores por espacio de seis días y seis noches de calle en calle y de casa en casa. Asdrúbal se echó a los pies del vencedor: su mujer con más heroicidad, por no caer prisionera del romano ni implorar su clemencia, se arrojó a las llamas con sus hijos. Diez y siete días estuvo ardiendo aquella inmensa ciudad, y las moradas de setecientos mil habitantes se convirtieron en cenizas y escombros. Escipión hizo pasar el arado en derredor de las antiguas murallas, pronunciando imprecaciones en nombre del senado y del pueblo romano contra los que quisieran habitar en el recinto en que había estado Cartago. Como su abuelo adoptivo, recibió este también el sobrenombre de Africano, aquel por haberla vencido, este por haberla arruinado.
Dícese que Escipión derramó alguna lágrima sobre la ciudad destruida; y que a vista del estrago exclamó conmovido. «Llegará un día en que caerán los sagrados muros de Ilion, de Príamo y de toda su raza.» Y que preguntado por Polibio qué entendía por Ilion y por la raza de Príamo, respondió, sin nombrar a Roma, que meditaba cómo los estados más florecientes declinan y mueren según agrada al destino.
A pesar de las imprecaciones de Escipión, quince años después fue enviado Cayo Graco a establecer una colonia en el sitio en que había estado Cartago. En tiempo de Augusto fue reedificada la ciudad, y en el de Gordiano era otra vez tan populosa que competía con Alejandría; era la capital de la provincia de África. Allí escribió Tertuliano sus bellas apologías. Destruyéronla los sarracenos por última vez en el siglo VII de Cristo. Mario había ido a meditar su venganza sobre sus primeras ruinas, y San Luis fue a morir en sus nuevos escombros, reflexionando sobre el fin de las grandezas humanas. (Hist. de Cartago).
{5} Cap. 4 del lib. 1. de esta Historia.
{6} Refieren este caso Valerio Máximo, Aurelio Víctor y Patérculo. Atribúyose también al cónsul Metelo un dicho que adquirió gran celebridad. Como para ocultar a los enemigos sus pensamientos, traía y llevaba las tropas de un lado a otro como sin plan ni concierto, se atrevió a preguntarle un centurión qué era lo que con aquellos movimientos se proponía: «Quemaría yo mi camisa, respondió el cónsul, si supiese que en mis secretos tenía parte.»
{7} No hemos podido averiguar la situación de esta ciudad antigua, como acontece con otras muchas. Debemos advertir aquí que muchas de las poblaciones de aquel tiempo que se mencionan en las historias latinas, no podían ser ciudades en el sentido y significación que hoy tiene esta palabra. Reducíanse por lo común muchas de ellas a una aglomeración de casas y chozas en que se albergaban aquellos moradores rústicos y sencillos que hemos descrito en nuestro libro primero.
{8} Pacem a populo romano maluit integer petere quam victus: dice Aurelio Víctor.
{9} El historiador inglés Dunhan, compara a Viriato al famoso irlandés Wallace: pero ni este guerrero célebre del siglo XIII era de humilde prosapia como Viriato, ni le igualó en hazañas ni en virtudes. En España nos sería fácil encontrar copias más exactas de este personaje.