Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro II Reinado de Felipe II

Capítulo XV
Flandes
Don Juan de Austria
De 1576 a 1578

Lo que hizo don Juan de Austria después de la conquista de Túnez.– Su conducta en las alteraciones de Génova.– Formidable armada turca sobre Túnez y la Goleta.– Piérdense estas dos importantes plazas: por qué causas, y por culpa de quiénes.– Lo que entretanto hacía don Juan de Austria.– Viene a España.– Regresa a Italia.– Planes y tratos de don Juan y del pontífice sobre Inglaterra y sobre Escocia.– Es nombrado gobernador y capitán general de Flandes.– Viene a España contra el gusto del rey.– Recibe instrucciones y va a Luxemburgo.– Tratado de paz con los Países Bajos.– El Edicto perpetuo.– Evacuan los Estados de Flandes los españoles.– Sentimiento de las tropas.– Maquinaciones contra don Juan, y peligros que éste corre.– Retírase a Namur.– Renovación de la guerra.– Vuelven los tercios españoles a Flandes.– El príncipe Alejandro Farnesio.– El príncipe de Orange y el archiduque Matías.– Batalla y triunfo de don Juan de Austria en Gembloux.– Conquistas de don Juan en Henao.– Toma de Limburgo por el príncipe de Parma.– Providencias del rey don Felipe.– Nuevo edicto.– Medios que empleó el de Orange para malquistar a don Juan de Austria con su hermano.– Planes de casamiento de don Juan.– Envía a Madrid al secretario Escobedo.– Fingida amistad entre Escobedo y Antonio Pérez.– Asesinato de Escobedo.– Sentimiento de don Juan de Austria.– Tropas alemanas y francesas en auxilio de los flamencos.– Va a encontrarlas el ejército español.– Conducta heroica del príncipe Farnesio.– Conspiración descubierta contra la vida de don Juan de Austria.– Confesión y castigo de los asesinatos.– Enferma don Juan.– Su muerte.– Llanto de todo el ejército.– Pompa fúnebre.– Elogio de sus virtudes.– El príncipe de Parma Alejandro Farnesio nombrado gobernador de Flandes.
 

En los casos extremos, y cuando amenazaba un grave peligro o estaba a punto de perderse un estado, era cuando Felipe II recurría a su hermano don Juan de Austria, y confiaba a su valor y talento las más arduas empresas y las causas que parecían más desesperadas, como quien le creía capaz de enderezar lo que por desaciertos o faltas o mala fortuna de otros parecía de difícil y casi imposible remedio. Si crítica era la situación del reino de Granada en 1570, cuando Felipe confirió a su hermano el mando en jefe en la guerra contra los moriscos, éralo más todavía la de los Países Bajos en 1576, cuando le encomendó el gobierno y capitanía general de los estados de Flandes, en que diez y seis provincias se habían alzado contra la dominación de España, no quedando sino una que no hubiera entrado en la general sublevación, y no poseyendo las tropas españolas sino contadas y esparcidas fortalezas, y la ciudad de Amberes, merced a un esfuerzo extraordinario de nuestros bravos caudillos y capitanes.

Pero antes de seguir al vencedor de los moriscos y de los turcos en este nuevo teatro en que por primera vez se presentaba, cúmplenos informar a nuestros lectores de lo que había hecho don Juan de Austria desde que en el capítulo XIII le dejamos en Nápoles de regreso de la gloriosa y rápida conquista de Túnez y Biserta que había hecho a los moros.

Deseaba don Juan volver a España, y pedir personalmente y de palabra al rey el tratamiento de infante de Castilla, que tenía sobradamente merecido, y que todos le daban menos su hermano. Con este objeto había llegado ya al puerto de Gaeta (16 de abril, 1574), pero hallose allí con un correo del rey don Felipe que le llevaba la orden de pasar a Lombardía, así para atender a las revueltas y alteraciones que agitaban entonces la república de Génova, como para estar a la vista de lo que intentaran los franceses contra España en Génova y en Flandes. Partió pues don Juan en virtud de este mandato, primero al golfo de la Especia y después a Vegeven. Andaba en efecto la señoría de Génova sobremanera alterada y dividida en bandos, siendo los principales los que formaban la antigua y la nueva nobleza, aspirando una y otra al gobierno de la república. Denominábase el bando de los antiguos nobles el del Portal de San Lucas, el de los modernos del Portal de San Pedro. Correspondía al rey de España desde el emperador Carlos V el protectorado de aquella república. La antigua nobleza o sea los del Portal de San Lucas, solicitaban y esperaban la protección del rey don Felipe. La Francia apoyaba la nueva nobleza, a la cual se unía el pueblo, que pretendió y alcanzó participación en el gobierno del Estado. Los franceses propalaban, a fin de ganar ellos influjo, que el monarca español trataba de alzarse con el señorío de Génova y agregarle a sus dominios. Pero el rey don Felipe, prudente hasta el extremo en este negocio, limitose a conservar el protectorado que de derecho le pertenecía, a mantener la libertad de la república, procurando aplacar los bandos, y que todos tuvieran parte en las cargas y beneficios del gobierno, y a impedir que la Francia a pretexto de las alteraciones ejerciera en la señoría una influencia incompetente. En este sentido eran las instrucciones que Felipe II daba a don Juan de Austria, y que éste cumplía en unión con don Juan Idiáquez y don Sancho de Padilla, a quienes el rey había enviado como embajadores extraordinarios, y con otros que sucesivamente intervinieron en estas negociaciones. Los disturbios y las revueltas y los choques de los bandos duraron mucho tiempo, sin que Felipe II, a pesar de la parte que tomaron otras potencias, traspasara su derecho de protectorado y su oficio de pacificador, y a él se debió el que los bandos se fueran aquietando y arreglándose las diferencias{1}.

Hallándose don Juan de Austria con el indicado objeto en Vegeven, falleció el monarca francés Carlos IX (30 de mayo, 1574). Conócese que le pasó por el pensamiento al príncipe español la idea de aspirar al trono de aquel reino, puesto que habiendo consultado con don García de Toledo, el amigo de su confianza y a quien pedía parecer en todo, lo que debía ir previniendo con tal motivo, le contestaba don García: «En lo de la muerte del rey de Francia, a mi juicio hay poco que decir más de guardar la paz, que es lo que agora parece que nos cumple… y si para ser rey de Francia tuviese V. A. el derecho conforme a los méritos, podríase luego coronar sin contradicción ninguna; mas habiendo de ir esto por sucesión, podríamos echar los ojos a lo que va por elección y por méritos, y cuando vacase lo de Polonia con el nuevo reino y herencia del que agora lo tiene, podríase tentar con el rey nuestro señor que encaminase y procurase la elección para V. A., que no sería mucho, cumpliéndole a él tanto salir con la empresa que salió tres días ha el rey de Francia, concurriendo en V. A. con mucha ventaja todas aquellas partes que parece movieron a aquellos electores a elegir el que es agora, que son, valor, industria de guerra, defensión de la patria, y no estar obligado a gastar las rentas de allí en otros reinos extranjeros sino en el suyo, a lo cual se añade el crédito y reputación tan grande como V. A. ha ganado con el común enemigo de la cristiandad y el mayor y más poderoso que tiene aquel reino. Para salir con cosas grandes menester es emprenderlas, pues cuando no salgan no se pierde otra cosa sino estarnos como agora; y si el rey nuestro señor no está obligado al emperador, no veo inconveniente que estorbe el tratallo{2}

Fue en efecto llamado a suceder a Carlos IX en el trono de Francia su hermano el duque de Anjou, que había sido electo rey de Polonia; el cual, como dice un elegante escritor de aquella nación, «tan luego como supo la muerte de su hermano, se escapó de Polonia como de una cárcel, huyendo de la corona de los Jagellons, que tenía por demasiado ligera, y queriendo abrumar sus sienes con la de San Luis, que después dijo le ofendía con su peso{3}.» Tomó el nuevo rey de Francia el nombre de Enrique III. En cuanto a don Juan, no se verificó el plan de sentarle en el trono que aquel dejaba vacante en Polonia, y nunca Felipe II mostró voluntad de ayudarle en tales proyectos.

Pero el acaecimiento de más consecuencia, y también el más deplorable de aquel año de 1574, fue habernos arrancado el turco la ciudad y reino de Túnez, conquistado un año antes por don Juan de Austria, y además el famoso fuerte de la Goleta, una de las más importantes conquistas del emperador su padre. Muchas fueron las causas que cooperaron a esta sensible pérdida. Había cometido don Juan el error de encomendar el mando de la Goleta a don Pedro Portocarrero, hombre «que ignoraba más de lo que era menester, y que no había pasado por todos los cargos militares,» y en cuyo nombramiento parece se atendió más a su nacimiento y estirpe que a su aptitud y sus méritos. Gabrio Cerbelloni, a quien dijimos en otro lugar había encargado levantar una fortaleza en Túnez, no había tenido tiempo para ponerla en estado conveniente de defensa. Objeto de largas consultas había sido entre el rey y don Juan de Austria si convendría mantener o sería mejor desmantelar la fortaleza de Túnez. Siempre el de Austria fue de opinión de que debería mantenerse, y daba para ello tales razones, que si no convencieron del todo, al menos parecieron al rey muy atendibles y fundadas. Pero don García de Toledo, con quien ya hemos dicho lo consultaba todo, le decía con su acostumbrada madurez y recto juicio: «A lo que yo entiendo, y por lo que refieren algunos como testigos de vista de la flaqueza del fuerte, yo tengo aquello por muy peligroso, y si es verdad que en la Goleta no hay la gente que sería menester, también me hace temer mucho, y sería de opinión que es mejor estar fuertes en una parte, que flacos en dos{4}.» El suceso justificó la previsión del antiguo virrey de Sicilia.

Por otra parte un ingeniero italiano, llamado Jacobo Zitolomini, que había trabajado muchos años en el fuerte de la Goleta, y habiendo venido a España a pedir merced por sus servicios, y se vio menospreciado del rey y de la corte, desamparado y pobre, y por último, arrojado de Aranjuez ignominiosamente; este hombre, resentido y despechado, se fue primero a Argel y después a Constantinopla, donde renegó y tomó el nombre de Mustafá, y en venganza de los desprecios y ultrajes recibidos en España, reveló al turco, como práctico y conocedor que era, el modo como la Goleta podía ser tomada{5}. Buen ejemplo de cuánto aventuran los reyes cuando en vez de obligar galardonando servicios y recompensando el mérito, exasperan, o menospreciando o agraviando.

Con todos estos elementos contaba el terrible Uluch-Alí cuando partió de Constantinopla con una formidable armada de doscientas treinta galeras, treinta galeotas y cuarenta bajeles de carga, con cuarenta mil soldados mandados por Sinán Bajá, entre ellos siete mil jenízaros, además de los auxilios que sabía le prestaban los gobernadores y alcaides de Argel, de Trípoli, de Bona y de Cairván (julio, 1574). Los socorros que don Juan de Austria se apresuró a enviar a la Goleta y a Túnez no eran bastantes para poder resistir a escuadra tan poderosa; y el cardenal Granvela y el duque de Terranova, virrey de Nápoles el uno y regente de Sicilia el otro, no hicieron los esfuerzos que debían y a que don Juan con ahínco los estimulaba. Quiso el de Austria ir en persona, bien que contra el dictamen del entendido don García de Toledo, al socorro de las amenazadas posesiones, y juntaba naves, y se movía con fogosa actividad de Génova a Nápoles, a Mesina y a Palermo. Pero conjuráronse tan desatadamente contra él los elementos, y sufrieron sus naves tan furiosas y deshechas borrascas, que inutilizaron todos sus sacrificios. Los turcos en tanto apretaban sus ataques, y Portocarrero dirigía la defensa como ya de su escasa inteligencia se recelaba. Sucedió lo que don García de Toledo había pronosticado. Del fuerte de Túnez se iba sacando poco a poco gente para la Goleta, y sin ser suficiente para la defensa de ésta, se debilitaba aquél, y se ponía de manifiesto la flaqueza a los ojos del enemigo.

Fue, sin embargo, heroica y maravillosa la resistencia de oficiales y soldados; pero aunque llenaran los fosos de cadáveres turcos, no podía servir sino para morir ellos gloriosamente. Sinán y Uluch-Alí, aquel con promesas y discursos, éste con espuertas de dinero, apellidado por eso Montes de Oro, alentaban a los suyos; menudeaban los ataques, frecuentaban los asaltos, volaban minas, y por último se apoderaron primeramente de la Goleta, y después de Túnez, y lo dominaron todo. En la primera hicieron prisioneros a don Pedro Portocarrero y a Gerónimo de Torres y Aguilera, el que trasmitió fielmente a la historia este desgraciado suceso, así como el triunfo glorioso de Lepanto. En el segundo fue preso Gabrio Cerbelloni, que llevado a la presencia de Sinán fue groseramente denostado y abofeteado, y obligado a ir a pie delante de su caballo hasta la Goleta, diciéndole: «¡Temerario! ¿cómo habéis pretendido resistir a tan poderoso ejército y armada?» Pagano Doria, que había ofrecido 10.000 ducados a cuatro moros porque le pusiesen libre en Tabarca disfrazado en traje de morisco, fue alevosamente degollado por ellos y presentada su cabeza a Sinán. Cuando don Juan Zagonera, único que había capitulado salir en libertad con la compañía del fuerte del Estanque, reclamó el cumplimiento de la capitulación, le contestó el feroz Seraskier enseñándole la cabeza de Pagano Doria: calló Zagonera, tomó cincuenta soldados que el turco quiso dejarle, y con ellos en una nave francesa navegó la vuelta de Sicilia.

Pero este desastre de los cristianos no le habían comprado los infieles sin grandes sacrificios у sin gran mortandad. El sitio había durado más de tres meses, desde julio hasta más de mediado setiembre. Si de los cristianos murieron cerca de cinco mil, cuando Sinán pasó revista a su ejército le halló disminuido en más de veinte mil hombres. Entre ellos pereció el renegado italiano Mustafá, el ingeniero que tan ruda venganza había tomado de los desprecios de Felipe II. Para que los españoles no volvieran a reconquistar la Goleta, hízola volar el jefe de la armada turca. Así acabó aquel insigne baluarte, que representaba tantas glorias marítimas, y también tanta sangre de españoles desde los primeros tiempos de Carlos de Austria{6}. A últimos de setiembre (1574) dejados cuatro mil soldados de guarnición en Túnez, hiciéronse a la vela Uluch-Alí y Sinán para Constantinopla, llevando consigo a don Pedro Portocarrero y a Gabrio Cerbelloni: el primero murió antes de llegar a la capital del imperio otomano: el segundo permaneció cautivo hasta el año siguiente que por negociación de los venecianos fue rescatado a cambio de Mohamet-Bajá, preso en la batalla de Lepanto{7}.

Hallábase don Juan de Austria en Trápani luchando con las tormentas y borrascas, y sin embargo decidido ya a partir en persona al socorro de la Goleta, cuando llegó don Juan Zagonera con la noticia del triste suceso, que a todos dejó consternados, y más especialmente a don Juan, cuya reputación no dejó de lastimarse algo con este infortunio, y también le ocasionó algún decaimiento en la gracia del rey. Y como fuese ya infructuosa su ida y careciese de objeto, volviose lleno de pesadumbre a Nápoles para atender desde allí a las cosas de Génova, donde continuaban las parcialidades y disturbios, que arriba hemos mencionado, y que dieron todavía harto que hacer por todo el año siguiente de 1575.

Muy a los principios de este año vino don Juan a España para ver de alcanzar que el rey su hermano le nombrase su lugarteniente general en todos los dominios de Italia, y le concediese el tratamiento tan deseado de infante de Castilla. No tuvo Felipe dificultad en lo primero, dándole títulos y poderes semejantes a los que había tenido el duque de Alba en 1556, pero hízose el sordo respecto a lo segundo, si bien no se lo negó explícitamente. Pasó el ilustre príncipe al Escorial y al Abrojo, allí para admirar la grande obra del monasterio y saludar a los monjes, aquí para despedirse de dona Magdalena de Ulloa, que en su infancia había hecho con él oficios de madre, y a quien había avisado que concurriese allí; y volviendo luego a Aranjuez (abril, 1575) a recibir instrucciones del rey su hermano{8}, partió a Cartagena, donde se embarcó con treinta galeras (mayo), y tocando en Barcelona y Mallorca, arribó a la Especia y Vegeven antes de mediado julio{9}.

Permaneció don Juan en Italia el resto de aquel año y mucha parte del siguiente, atento a las cosas de Génova y a preservar aquellos dominios de una invasión turca, muy querido de los italianos, y solicitado de los católicos ingleses, irlandeses y escoceses, que prometían reconocerle por rey y señor, si los libraba de la opresión en que la reina Isabel los tenía. Fomentaba esta empresa el pontífice, correspondíase con él don Juan, y negociaba a su nombre con el papa su secretario Juan de Escobedo. Pero de todo daba aviso al rey el embajador de Roma don Juan de Zúñiga, y como nunca fueron agradables a Felipe II ni sonaban bien en sus oídos las proposiciones que de tantas partes veía hacer a su hermano, convidándole con una corona, mostró a Su Santidad que estimaba en mucho el singular aprecio que a su hermano manifestaba y la honra que le hacía, mas no halló favorable acogida en el ánimo de Felipe la proyectada y pretendida expedición de don Juan a Inglaterra, antes bien aquel asunto le puso en harto cuidado; porque el rey, como nos dice uno de los biógrafos del de Austria, «no quería que su hermano tuviese más voluntad que la suya, ni más honor y bien que el que él le diese{10}

En tal situación, y con motivo de los sucesos de Flandes que dejamos referidos en el anterior capítulo, fue nombrado don Juan de Austria gobernador y capitán general de los Países Bajos. El rey le ordenaba que partiese derecho desde Milán, pero el príncipe no quiso dejar de venir antes a España, ya para recibir verbalmente de su hermano las instrucciones de lo que había de ejecutar, ya, lo que acaso le movía más, para reiterar su pretensión de ser reconocido y tratado como infante de Castilla, como había escrito al secretario Antonio Pérez y a otros. Y por más que el embajador Idiáquez le significó no ser muy del gusto del rey su hermano que viniese a la corte, nada bastó a detener a don Juan, y salió al fin de Italia, arribó a Barcelona, y llegó a Madrid el mes de setiembre (1576).

Hallábase el rey en el Escorial, su mansión predilecta, con la reina y los infantes. Al presentársele allí don Juan, el rey se levantó y le abrazó{11}. Después de las afectuosas salutaciones de familia, se pasó a tratar de los despachos para la jornada de Flandes, y como al rey le constaba el deseo que tenía don Juan de hacer la expedición a Inglaterra o Escocia, diole esperanzas de realizarla luego que acomodara y pusiera en orden las cosas de los Países Bajos. Nada se habló, o al menos parece que Felipe eludió hablar, sobre el tratamiento de infante. Acordado el modo como don Juan había de conducirse en su nuevo cargo, vinieron los dos juntos a Madrid (22 de setiembre, 1576). El rey mandó a todos los obispos y prelados de las órdenes hacer rogativas y procesiones públicas, y exponer el Santísimo Sacramento en las iglesias para que fuera propicio a la causa de la religión católica en Flandes; y en tanto que esto se hacía, don Juan de Austria, después de haberse hecho teñir la barba y el cabello, puesto un vestido humilde, y fingiéndose criado de Octavio Gonzaga, hermano del príncipe de Melfi, con quien iba, caminaba de Madrid a Irún, (octubre, 1576), y de aquí cruzando la Francia a París, donde se presentó al embajador don Diego de Zúñiga, por quien supo el último estado de los negocios de Flandes. De allí pasó a Luxemburgo, única provincia que se mantenía fiel a España, y descubriose al señor de Navés que la gobernaba por el conde de Mansfeldt, uno de los del Consejo presos en Bruselas{12}.

La primera providencia que dio desde allí don Juan fue escribir a todos los puntos en que había españoles, mandándoles no hacer uso de las armas contra los Estados; mandato que ellos obedecieron, aunque de mala gana, sin socorrer siquiera el castillo de Gante que estrechaban y combatían veinte mil rebeldes. ¡Cuánto habían variado los tiempos, cuánto la situación de Flandes, y cuánto también la política del rey don Felipe, desde el gobierno del duque de Alba hasta la ida de don Juan de Austria! Respecto a reconocerle y admitirle como gobernador a nombre del rey de España, consultáronlo los Estados con el príncipe de Orange, y con su parecer acordaron no recibirle sino a condición de que confirmara con juramento la paz que los Estados, tomando el nombre de S. M., habían hecho en Gante con el príncipe de Orange (8 de noviembre), uno de cuyos artículos era la salida de los españoles y de todas las tropas extranjeras{13}. El senado comisionó a Iskio para que hiciera entender esto a don Juan. Desempeñó el enviado su embajada con timidez y con moderación, y volvió enamorado y haciendo elogios de las prendas del real joven. Disgustó esto a algunos senadores, tratáronle mal de palabra, y determinaron despachar con la misma misión a Juan Funk, que también la cumplió con templanza y comedimiento. Tomose tiempo el príncipe para pensarlo, porque le dolía despedir a los españoles, y lo consultó con sus dos consejeros íntimos Octavio Gonzaga y el secretario Juan de Escobedo. El primero opinó que no era conducente ni decoroso; el segundo fue de contrario parecer, acaso porque conocía mejor la necesidad de la paz, o los pensamientos que don Juan traía en su mente. Vacilaba el príncipe entre el deseo de la paz y el sentimiento de haber de expulsar a los españoles, y acaso no se apartaba de su ánimo el proyecto de la jornada a Inglaterra.

Por último, con arreglo a las instrucciones que para procurar la paz había recibido del rey, apoderándose los rebeldes de los castillos mientras los nuestros por orden suya tenían ociosas las armas, y atendiendo a que en la pacificación de Gante se consignaba el mantenimiento de la religión católica y la obediencia al monarca español, resolviose don Juan de Austria, con consentimiento del rey, a firmar la paz de Gante, que se publicó en Bruselas (17 de febrero, 1577), con el nombre de Edicto perpetuo{14}. Con esto el príncipe fue llamado por los estados a Malinas y Lovaina, donde le aclamaron con júbilo gobernador de Flandes. Excusado es ponderar la pena con que cumplirían los veteranos españoles la orden de salir de un país tan regado con su sangre, y en que cada villa, cada lugar, cada colina y cada río recordaba alguna proeza suya. Con dolor y aun con indignación iban entregando las fortalezas que a costa de heroísmo habían conquistado y mantenido. El valeroso Sancho Dávila, aun después de recibir una carta del rey en que le mandaba entregar el castillo de Amberes a quien don Juan de Austria le señalase, encomendó a otro la entrega por no presenciarla. Menester fue para evitar un disgusto y un arranque de despecho que interviniera y los exhortara el secretario Escobedo, para que aquellos esforzados guerreros dieran sin replicar aquella plaza recién conquistada al mismo conde de Arschot su enemigo, bien que jurando éste guardarla y sostenerla a nombre del rey. Juntas todas las tropas en Maestricht, y hecho el canje de los prisioneros, sin dar más que una parte de paga a los españoles, salieron mustios y enojosos para Italia, conducidos por el conde de Mansfeldt, bien que unos se desertaron despechados pasándose a servir al rey de Francia, otros derramados después por las estériles montañas de la Liguria para librarles de la peste de Milán, acabaron sus días tristemente quejándose de la ingratitud con que decían eran tratados.

Bien pronosticaron algunos, que no había de ser estable ni duradera esta paz, comprada por España con tanto sacrificio. Cierto que don Juan de Austria, por sus bellas prendas, por su carácter afable y benigno, por su semejanza con el emperador su padre tan respetado siempre de los flamencos, por la fama de sus glorias y de sus triunfos por mar y por tierra se atrajo en el principio con su liberalidad y su indulgencia las voluntades, y aun los plácemes y las felicitaciones de aquellas gentes, después de tantos años de opresión y de guerras. Mas no tardó el de Orange con sus ardides en provocar contra él la animosidad y el encono de los flamencos. Inexorable aquel en su odio a la dominación española, fuerte y soberbio con enseñorear las dos provincias marítimas de Holanda y Zelanda, negándose a comprenderlas en el edicto perpetuo, alegando que la religión protestante que habían abrazado no les permitía acomodarse al artículo del edicto concerniente a la religión católica romana, y sobre todo no pudiendo sufrir que el gobierno de las provincias estuviese en manos de don Juan de Austria, comenzó por pregonar que no cumplía el Edicto; que no había restituido a las ciudades sus antiguos privilegios; que los tudescos no habían salido de Flandes; que los soldados españoles estaban ocultos en Luxemburg y en Borgoña; que había establecido una inquisición disimulada peor que la de España; y por último que el austriaco bajo cierta apariencia y capa de benignidad aspiraba a adormecerlos para mejor esclavizarlos; que no olvidaran que fue él quien denunció a Felipe II el príncipe Carlos como fautor de los flamencos.

Las sugestiones e intrigas del de Orange produjeron tal efecto en los consejeros y diputados de las provincias, de suyo más propensos a creer a su compatriota que a amar a ningún español, que todos se fueron volviendo contra don Juan de Austria, aun los mismos que le habían mostrado más adhesión y a quienes había hecho mercedes. Y no se contentó el de Orange con producir esta mudanza de afectos. En varias ocasiones y por diversos conductos fue avisado el de Austria de las maquinaciones que por obra del de Orange se tramaban contra su persona y aun contra su vida. Considerábase en continuo peligro en Bruselas: las personas que se designaban como cómplices o ejecutores de la conjuración eran muy capaces de perpetrar cualquier alevosía: llegó a convencerse de la realidad de la traición, y resuelto a tomar un partido, y so pretexto de tener que arreglar en Malinas las cuentas de los tudescos que aun esperaban sus pagas para evacuar los Estados, sobre lo cual se habían suscitado diferencias entre ellos y los veedores, salió disimulada y secretamente de Bruselas, pasó a Malinas, y de allí a Namur, de cuyo castillo se apoderó por medio de una astucia mas ingeniosa que correspondiente a su gran nombre (24 de julio, 1577). Así burló a los emisarios que el de Orange había despachado para prenderle. De todo había dado aviso don Juan al rey su hermano por medio del secretario Escobedo, a quien envió a Madrid, quedándose entre tanto con Andrés de Prada. Desde Namur escribió a los senadores y diputados de las provincias flamencas, enviándoles algunos comprobantes de las maquinaciones que contra él había, intimándoles que no volvería a los Estados mientras no rompiesen sus relaciones con el de Orange, y no procediesen contra los ejecutores de sus aleves tramas. Aun propalaban muchos que todos aquellos temores eran falsos pretextos de don Juan para mover la guerra. De todos modos la disposición de los ánimos era ya tal, que la renovación de la guerra se hacía otra vez inevitable.

En tal situación dirigió don Juan de Austria a los antiguos tercios de Flandes, acantonados en Italia, el siguiente tierno llamamiento:

«A los Magníficos Señores, amados y amigos míos, los capitanes y oficiales y soldados de la mi infantería que salió de los Estados de Flandes.

Magníficos Señores, amados y amigos míos: el tiempo y la manera del proceder destas gentes ha sacado tan verdaderos vuestros pronósticos, que ya no queda por cumplir dellos sino los que Dios por su bondad ha reservado. Porque no solo no han querido gozar ni aprovecharse de las mercedes que les truxe, pero en lugar de agradecerme el trabajo que por su beneficio había pasado, me querían prender, a fin de desechar de si religión y obediencia. Y aunque desde el principio entendí, como vosotros confirmastes siempre, que tiraban a este blanco, no quise dejar de la mano su dolencia, hasta que la ejecución del trato estuvo muy en víspera. Y entonces me retiré a este castillo, por no ser causa de tan grande ofensa de Dios y deservicio a S. M. Y como los más ciertos testigos de su malicia son sus propias conciencias, hanse alterado de tal manera, que toda la tierra se me ha declarado por enemiga, y los Estados usan de extraordinarias diligencias para apretarme, pensando salir esta vez con su intención. Y si bien por hallarme tan solo y lejos de vosotros, estoy en el trabajo que podéis considerar, y espero de día en día ser sitiado, todavía acordándome que envío por vosotros, y como soldado y compañero vuestro no me podéis faltar, no estimo en nada todos estos nublados. Venid, pues, amigos míos: mirad cuán solos os aguardamos yo y las iglesias y monasterios y religiosos y católicos cristianos, que tienen a su enemigo presente y con el cuchillo en la mano. Y no os detenga el interés de lo mucho o poco que se os dejase de pagar; pues será cosa muy ajena de vuestro valor preferir esto que es niñería a una ocasión donde con servir tanto a Dios y a S. M. podéis acrecentar la suma de vuestras hazañas, ganando perpetuo nombre de defensores de la fe, y obligarme a mí para todo lo que os tocare, mayormente de lo que dejáredes de cobrar allá no perderéis nada, pues yo tomo a mi cargo la satisfacción dello, y así como tengo por cierto que S. M. tomará este negocio con las veras y en la calidad que le obligan, y en la misma conformidad hará las provisiones, lo podéis vosotros ser que yo os amo como hermano; y las ocasiones que os esperan no consentirán que padezcáis, porque no dudo que acudiréis al nombre y ser de cristianos, españoles y valientes soldados, y buenos vasallos de S. M. y amigos míos, haréis lo que os pido con la liberalidad, resolución y presteza que de vos confío y conviene… No me alargaré a encarecer más este negocio; solo diré que este es aquel tiempo que mostrábades desear todos militar conmigo, y que yo quedo muy alegre, y que las cosas han llegado a este extremo de pensar que ahora se me ha de cumplir el deseo que tengo de hallarme con vosotros en alguna empresa, donde satisfaciendo vuestras obligaciones, hagamos algunos servicios señalados a Dios y a S. M. Esta carta pase de mano en mano. N. S. guarde vuestras magníficas personas como deseáis. Del castillo de Anamur, a 15 de agosto de 1577.

A los Magníficos Ordenadores. Vuestro amigo.– Don Juan.

No escribo en particular, porque no sé las compañías ni capitanes que habrán quedado en pié; pero esta servirá para reformados y no reformados; y a todos ruego vengáis con la menor ropa y bagaje que pudiéredes, que llegados acá, no os faltará de vuestros enemigos.»

Alentó a don Juan, más de lo que ya estaba, la respuesta del rey su hermano aprobando su conducta y la ocupación de Namur; y puesto que no habían bastado su prudencia y su blandura a conservar la paz, daba orden para que volviesen a Flandes los tercios viejos de españoles que habían ido a Italia, escribía al marqués de Ayamonte, virrey de Milán, y a los virreyes de Nápoles y Sicilia aprestasen los de sus respectivos cargos y los encaminaran a Flandes; que iría también su sobrino el príncipe de Parma Alejandro Farnesio; que despachase embajada a la reina de Inglaterra para que no ayudase a los flamencos ni pública ni secretamente con sus vasallos, porque su paciencia y sufrimiento no podían durar siempre; así como él la enviaba al emperador su sobrino para que no permitiese salir alemanes a sueldo de los estados flamencos. Entre los Estados y don Juan mediaron muchos escritos y muchas proposiciones, muchas contestaciones y réplicas sobre condiciones de paz y sobre la forma y manera como había de volver a residir entre ellos y ejercer la gobernación de las provincias. Pero por más que unos y otros aparentaran desearlo, no era ya fácil que convinieran en las condiciones, porque había desaparecido la confianza, y ni de una parte ni de otra se trataba con sinceridad y buena fe. En estas contestaciones ganó don Juan y perdieron los Estados un tiempo precioso, pues si en vez de gastarle en recibir y responder cartas le hubieran empleado en ir sobre Namur, cuando el austriaco se encontraba casi solo, hubieran podido ponerle en grande aprieto, y por lo menos ahuyentarle, ya que no dejarle sin salida. En no obrar así se conocía el aturdimiento y desconcierto en que habían quedado{15}.

El de Orange era el que se prevenía y fortificaba en sus provincias, como si no existiese el Edicto perpetuo, y apretaba a los diputados a que se apoderaran de las importantes plazas de Breda y Bois-le-Duc que aun presidiaban los tudescos. Al fin no descansaron sus agentes hasta que le hicieron nombrar Conservador de Brabante, en cuya virtud vino a Bruselas, donde hizo su entrada sin contradicción con numerosa guardia de arcabuceros. Sin embargo, algunos magnates que no le habían sido nunca adictos, trabajaban por llevar otro gobernador. El conde de Lalaing, y aun los mismos orangistas, hubieran querido al duque de Alenzón, hermano del rey Enrique III de Francia; pero el de Arschot y otros que querían restaurar la religión católica y mantener cierta sombra de autoridad real, optaron por el archiduque Matías, hermano del emperador Rodulfo, el segundo de la casa de Austria, y sobrino del rey de España. Este partido fue el que prevaleció. Enviaron, pues, a buscarle secretamente a Viena, y él también salió en secreto, de noche y sin conocimiento del César su hermano. Joven de veinte años el archiduque Matías, valiéronse los flamencos de su poca edad y su mucha ambición para imponerle bajo juramento, que él prestó sin dificultad, las condiciones con que había de gobernarlos. Uniéronse con esta ocasión herejes y católicos, formando liga entre sí para establecer un gobierno popular, afianzar sus libertades y privilegios, sacudir la dominación extranjera, ampararse unos a otros, profesando y ejerciendo cada cual su religión libremente; y bajo estas y otras semejantes condiciones admitieron y proclamaron por gobernador al archiduque Matías, dándole por vicario o segundo al príncipe de Orange; todo hasta que el rey y los Estados ordenasen otra cosa. Con esto hizo el archiduque Matías su entrada en Bruselas, donde le festejaron con comedias, en que le representaban a él como a David, y a don Juan de Austria como a Goliat{16}.

En esto fueron llegando a Luxemburgo (diciembre, 1577) los tercios españoles de Italia con el príncipe Alejandro Farnesio, en número de seis mil hombres, contentos por la nueva prueba de confianza que recibían del rey, pero con la pena de haber perdido en Cremona al valeroso y aguerrido maestre de campo Julián Romero, que cayó repentinamente muerto del caballo. Génova y Florencia descansaron con la salida de los españoles de los temores que tenían. Don Juan de Austria que había pasado a Luxemburgo, dejando la plaza de Namur lo mejor guardada que pudo, experimentó un verdadero júbilo al ver llegar a su sobrino el príncipe de Parma, cuyo valor había probado en Lepanto, y cuyas virtudes conocían, de las cuales dio en esta ocasión una nueva prueba, renunciando con el mayor desprendimiento la subvención de 1.000 doblas de oro con que el rey don Felipe su tío había mandado se le asistiese en Flandes. La reina de Inglaterra había pedido a don Juan de Austria que hiciera tregua con los rebeldes, dejando entrever ciertas intenciones hostiles en el caso de no ser complacida. Pero el austriaco le respondió con palabras muy corteses sin condescender con su interesado empeño. Los flamencos por su parte pedían favor a Francia, a Inglaterra, a Alemania, a todos los príncipes vecinos. La guerra se había hecho inevitable, y la guerra se volvió a encender.

El primer encuentro de los ejércitos enemigos fue en Gembloux, a tres leguas de Namur (31 de enero, 1578). El de los flamencos era mayor en número; más fuerte por el valor y la larga práctica de los combates el de don Juan de Austria. En él iban los antiguos capitanes de los viejos tercios españoles, Mondragón, Toledo, Martinengo, Del Monte, don Bernardino de Mendoza, Verdugo, además de Octavio Gonzaga, Ernesto Mansfeld, Berlaymont, el príncipe Alejandro Farnesio, todos bajo la dirección del vencedor de Lepanto, que había hecho inscribir en su estandarte al pie de la cruz estas palabras: Con esta enseña vencí a los turcos, con esta venceré a los rebeldes. Y el pronóstico del emblema se cumplió maravillosamente, «pues rara vez sucedió, dice el autor de las Décadas, que tan pocos, y tan a poca costa, en tan breve tiempo derramasen tanta sangre y diesen fin a la batalla.» En efecto, sola la caballería desordenó y desbarató diez mil infantes enemigos, y fue causa de que huyera todo el ejército, quedando preso su general con algunos nobles, y en poder de los nuestros treinta y cuatro banderas, con sus piezas de campaña y casi todo el bagaje. Muchos no pararon hasta Bruselas, y los que se quedaron en Gembloux se vieron en necesidad de rendirse, no obstante haber hecho aquella villa su plaza de armas. Entre los capitanes de don Juan de Austria se distinguió y señaló muy particularmente por su decisión y arrojo el joven príncipe de Parma Alejandro Farnesio, su sobrino, que a este mérito añadió el de la modestia de no hablar nada de sí mismo en los partes que dio al rey y a la princesa de Parma su madre, atribuyendo generosamente todo el triunfo y toda la gloria, después de Dios, a don Juan de Austria.

La nueva de este suceso produjo tal consternación en Bruselas, que como si vieran ya al austriaco a las puertas de la ciudad, el archiduque Matías, el de Orange, la corte y el Senado, dejándola guarnecida, se trasladaron a Amberes. El ejército vencedor continuó tomando plazas en Brabante. Boubignes, Tillemont y otras fueron rendidas por Octavio Gonzaga, y Lovaina se le entregó voluntariamente, expulsada la guarnición de escoceses. Sichem se resistió al príncipe de Parma, pero asaltada y tomada primeramente la población, y combatido y tomado después el castillo, castigó el de Parma a los vencidos con un rigor terrible, haciendo colgar de día del homenaje de la fortaleza al gobernador y cabos principales, y degollar de noche a unos ciento setenta, arrojando sus cadáveres al río. Usó con ellos de tanta crueldad el Farnesio, porque eran de los rendidos en Gembloux, que acababan de prestar juramento de fidelidad al rey. Así fue, que con los de Diest que se le entregaron luego y no estaban en aquel caso, se condujo con tal generosidad, para que resaltara más la diferencia, que agradecidos ellos a tan hidalgo comportamiento vinieron a servir en las banderas reales. Uniose después el príncipe Alejandro a su tío don Juan de Austria que iba a atacar a Nivelles, en la raya de Brabante a la entrada del Henao. Cuando ya los de Nivelles estaban pactando con don Juan las condiciones de la rendición, amotinose el tercio de los alemanes, acreedores mal sufridos que no podían tolerar el atraso de unos meses en sus pagas. Don Juan los separó mañosamente del cuerpo del ejército, y ordenó después el castigo de algunos sediciosos sacados a la suerte, reduciéndose al fin a uno solo que fue pasado por las armas. Nivelles tuvo que darse a partido y rendirse. A la toma de Nivelles siguió la de Philippeville, en cuyo sitio hizo don Juan de Austria alternativamente los oficios de general y de soldado. En pocos meses paseaban libremente los españoles las provincias de Namur, Luxemburgo y Henao{17}.

Quebrantada la salud de don Juan de Austria con los continuos trabajos y fatigas de la guerra, y obligado a pasar a Namur para procurar su restablecimiento, encomendó la prosecución de la campaña con cargo de general a su sobrino Alejandro. Acometió este príncipe la empresa de Limburgo, capital de la provincia de su nombre, situada sobre una montaña de roca a la margen derecha del Vesdre. Merced a la inteligencia, actividad y denuedo con que el príncipe de Parma dirigió el sitio y ataque de aquella ciudad (junio, 1578), entregáronse los limburgueses, salvas sus vidas y haciendas, y los soldados que la guarnecían se alistaron con juramento bajo el estandarte real de España. Distribuyó inmediatamente sus cabos para que se fuesen apoderando de los lugares de la provincia, y sabedor de la resistencia que oponía Dalhem llamó al señor de Cenray y le dijo: «Id a Dalhem, y haced que la artillería meta esta mi carta dentro del lugar.» El ejecutor de este mandato le dio tan terrible cumplimiento, que batidos y asaltados el lugar y el castillo, a duras penas dejó un soldado y un habitante con vida, cebándose las tropas en la matanza con un furor y una barbarie que deshonró a hombres que iban a defender la religión católica{18}. Con la recuperación de esta provincia cerraba el Farnesio la entrada y paso a los socorros que de Alemania temía vinieran a los rebeldes.

Por un momento logró el de Orange realentar a los suyos, haciendo publicar en Amberes un libelo en que se anunciaba que el príncipe de Parma, Mondragón y varios otros cabos de la milicia española habían quedado sepultados bajo las ruinas del castillo de Limburgo; a cuya fábula dio fundamento el haberse volado la parte superior de uno de los baluartes del castillo, destruyendo una parte de las casas contiguas, y quedando muertos o heridos unos pocos soldados. Pero los efectos del ardid duraron tan poco como tenía que durar la creencia de la inventada catástrofe.

Llegaron en este tiempo al campo de don Juan de Austria el maestre de campo don Lope de Figueroa con cuatro mil españoles de los veteranos de Italia, don Pedro de Toledo, duque de Fernandina, hijo de don García el virrey de Sicilia, don Alfonso de Leiva, hijo del virrey de Navarra don Sancho, con varias compañías españolas, y llegó igualmente Gabrio Cerbelloni, ya rescatado del poder del turco, con dos mil italianos que había levantado en Milán, lo cual dio gran contentamiento a don Juan de Austria. Alegrole todavía más el regreso de España del barón de Villí (a quien él había enviado para que llevase al rey la noticia de sus triunfos), con cartas de Felipe II en que le decía: que si antes había andado remiso en hacer la guerra a los rebeldes por darles tiempo para reducirse, ya que su clemencia no había servido sino para que le ofendiesen más, quería sostener su autoridad con las armas, y para que pudiese hacerlo en su nombre le enviaba novecientos mil escudos, ofreciendo proveerle en adelante de doscientos mil cada mes, con los cuales había de sustentar un ejército de treinta mil infantes y seis mil quinientos caballos, sin perjuicio de concederle cuanto él creyese convenir. Y le envió además otro nuevo edicto, que le mandó publicar, en que, después de enumerar las ofensas que a Dios y a su autoridad habían hecho los rebeldes, ordenaba que obedeciesen todos a don Juan de Austria como lugarteniente suyo; que los diputados cesasen en sus juntas y se volviesen a sus provincias, hasta que fuesen legítimamente convocados; anulaba todo lo decretado por ellos; prohibía a los del consejo de Estado y Hacienda usar de sus oficios, mientras no obedeciesen a su gobernador general, y mandaba restituyesen todo lo usurpado al real patrimonio.

Por su parte el de Orange hacía jurar a todos los eclesiásticos defender y guardar la paz de Gante, reconocer al archiduque Matías como gobernador general, poniendo sus haciendas y vidas en su ayuda y defensa, contribuir a arrojar de Flandes a don Juan de Austria y los españoles, declarando enemigos de la patria a los que rehusaran prestar este juramento. Y como el clero católico esquivara jurar este edicto, levantose una persecución no menos cruda que las primeras contra las personas, contra los templos, contra todos los objetos del culto católico, desatándose los herejes en injurias y profanaciones, destrucción de imágenes e iglesias, destierros y muertes de sacerdotes.

Uno de los medios de que se valió el astuto príncipe de Orange para hacer sospechoso a don Juan de Austria y malquistarle con el rey su hermano, y del cual esperaba que había de producir por lo menos su retirada de los Países Bajos, ya que de otra manera no podía deshacerse de tan importuno enemigo, fue propalar y hacer que llegara a su conocimiento las pláticas y tratos que se traían de casamiento, no ya entre don Juan y la reina de Escocia, objeto de sus anteriores proyectos de expedición, sino entre don Juan y la reina de Inglaterra; añadiendo el de Orange, que esto se hacía por su mano, pues su intento y el de sus amigos era hacerle de este modo señor de los Países Bajos, con que les asegurase su nueva religión y sus antiguos privilegios. Tratábase en efecto lo primero, y no lo ignoraba el rey, y aprobábalo, y aun lo fomentaba el pontífice, con la esperanza de que enlazándose don Juan con Isabel de Inglaterra, el influjo de marido la haría abjurar los errores de la reforma, y permitiría al menos el ejercicio de la religión católica, y tal vez volvería aquel reino al gremio de la Iglesia romana. Aunque en este negocio mediaran cartas y regalos, desistiose de él por parte de don Juan, haciendo ver a la reina, bien que en términos blandos, suaves y corteses, las dificultades de la diferencia de religión, de la voluntad de su hermano y otros inconvenientes y razones; y se volvió al primer proyecto con la desgraciada y oprimida María Stuardt, reina de Escocia. Como este plan había sido siempre tan del agrado del pontífice, procedió en esta ocasión hasta enviarle las bulas confiriéndole la investidura de aquel reino.

Con tales motivos despachó don Juan de Austria a su secretario íntimo, Juan de Escobedo, a Roma, para que besara el pie a Su Santidad en su nombre y le diera las gracias por tan singular favor, y de allí viniera a Madrid a dar cuenta al rey de las plazas que iba ganando, y a suplicarle no se olvidase de lo prometido respecto a la empresa de Inglaterra, pues confiaba en Dios que pronto las provincias flamencas estarían bajo la obediencia de S. M. Recibieron en Madrid a Escobedo muy afectuosamente el rey y su favorito Antonio Pérez; bien que éste no tardó en concebir el designio de vengarse de él por ciertos malos oficios que le hizo en sus amorosas relaciones con la princesa de Éboli, de que en otro lugar tendremos que hablar. El rey sabía bien por sus embajadores y espías todos los manejos de don Juan de Austria, y la parte activa que en ellos había tenido Escobedo con el pontífice; y Antonio Pérez, de quien aquellos se habían fiado más de lo que les conviniera, no se había descuidado en representarle al monarca como el agente más pernicioso de los atrevidos y soberbios planes de su hermano. No adelantaba, pues, el Escobedo en la comisión de don Juan, y mientras se le entretenía en la corte se estaba fraguando su muerte; formósele tenebrosamente una especie de proceso sobre aquellos cargos, y oídos por el rey los pareceres de Antonio Pérez y del marqués de los Vélez, enemigo de don Juan y no amigo de Escobedo, quedó determinada su muerte: Antonio Pérez fue el encargado de ejecutarla, también en secreto.

El falaz ministro, que seguía fingiéndose amigo del secretario de don Juan, intentó por dos veces, en dos banquetes a que le convidó, acabarle con veneno; mas como ni una vez ni otra surtiese el efecto el tósigo que le hizo propinar, buscó y pagó asesinos, los cuales le espiaron, y sorprendiéndole una noche se echaron sobre él, y uno de ellos le metió el estoque de tal modo que no fue menester repetir la herida para causarle la muerte. En otro lugar informaremos a nuestros lectores de las notables circunstancias de este caso, así como del resultado del famoso proceso que se formó sobre este ruidoso y triste suceso, que llenó de amargura el corazón de don Juan de Austria, de quien era tiernamente amado su secretario y confidente.

Volviendo ahora a lo de Flandes, a consecuencia de las reclamaciones del de Orange a los soberanos y príncipes de Inglaterra, de Francia y de Alemania, un ejército de doce mil alemanes al mando del duque Casimiro y pagados con el oro de Inglaterra pasó el Mosa y sentó sus reales cerca de Nimega; por otra parte el turbulento duque de Alenzón, ya duque de Anjou, hermano del rey de Francia, marchaba con tropas francesas hacia Mons, la ciudad principal del Henao, todos en favor de los protestantes flamencos, bien que cada cual con designio de sacar partido en interés propio. Don Juan de Austria determinó ir en busca de los alemanes, que ya habían llevado su campo y unídose con los flamencos cerca de Malinas. Oponíase a esta marcha el príncipe Alejandro Farnesio con muy fuertes razones; mas como quiera que en consejo de generales prevaleciera el dictamen contrario, entonces pidió a don Juan que le colocara en la primera fila de vanguardia al frente de un escuadrón de españoles, para que vieran todos que si en el consejo había creído deber desaprobar la empresa, una vez resuelta quería ser el primero a ejecutarla. La marcha se realizó (agosto, 1578), y entre una aldea y un bosque cerca de Malinas, donde los enemigos, mandados por el conde Bossu, se habían atrincherado, se dieron recios combates, aunque no formal batalla, porque si cauto anduvo Bossu, también estuvo prudente don Juan de Austria, mereciendo ambos generales contrarias censuras, el uno por no haber ganado la victoria, el otro por haber perdido de ganarla. Portáronse como valientes en los encuentros que tuvieron los capitanes del ejército español, como héroe el príncipe Farnesio, que a pesar de su acostumbrada modestia no pudo dejar de alabarse, y con razón, por lo que hizo aquel día en el parte que dio a la princesa Margarita su madre.

Los franceses mandados por Alenzón adelantaron poco, detenidos por los españoles, walones y tudescos. Reinaba la discordia entre los enemigos, no queriendo someterse el conde Casimiro al de Bossu, ni sujetarse el príncipe de Orange al archiduque Matías. Asolaban aquellas provincias los robos, los saqueos y los desórdenes. La epidemia infestaba ambos campos y ambos ejércitos, y desvivíase don Juan de Austria por procurar la mejor asistencia posible a sus soldados. Pedía al rey más dinero y que le enviase más tropas de Italia y de Alemania, pero en lugar de gente y dinero recibió orden para que negociara otra vez la paz. Ofendieron o indignaron al de Austria las condiciones que los Estados proponían, a saber; el reconocimiento del archiduque Matías como gobernador de Flandes; que entraran en ella el duque de Alenzón y el conde Casimiro: que restituyera a los Estados lo que había ganado en las provincias de Brabante, Henao y Limburgo. Menester le fue al príncipe Farnesio hacer esfuerzo de razones y de influjo para reducir a don Juan a que tomara en consideración tan soberbias condiciones, y aun así no dejó de escribir al rey su hermano quejándose más agriamente y en términos más duros de lo que acaso le conviniera, diciéndole entre otras cosas, que cuando le pedía dinero no le enviaba sino palabras, con las cuales no se hacía la guerra.

En este tiempo recibió don Juan de Austria aviso de don Bernardino de Mendoza desde Londres, de que un titulado Mos de Racleff (cuyo retrato le enviaba en la carta), afamado asesino, que se fingía católico, y andaba con otro compañero y con su mujer e hijos para no hacerse sospechoso, había de atentar a su vida por orden y encargo de dos enviados de la reina de Inglaterra, el almirante Cobbe y M. Walsinghen, que habían ido a tratar de la paz. Hallándose un día don Juan dando audiencia en Tirlemont, entró Racleff burlando la vigilancia de la guardia: don Juan le conoció, y disimuladamente llamó al capitán y le ordenó que en saliendo aquel hombre le prendiese y entregase al preboste general. Llegose a él después de esto Racleff, e implorando su amparo y protección a nombre del rey su hermano, como quien quería morir en la religión y se hallaba necesitado con mujer e hijos de corta edad, le pidió el socorro que en tales casos se acostumbraba. Don Juan le oyó sin inmutarse, aplaudió su celo religioso, y le despidió prometiendo que tomaría en cuenta su demanda. Prendiole al salir el capitán de la guardia, y puesto a cuestión de tormento declaró que llevaba una daga envenenada para clavarla a don Juan tan pronto como hubiera podido con maña alejarle de los demás algunos pasos{19}.

Pero pronto iban a concluir de una vez para el ilustre hijo de Carlos V todos los sobresaltos, todos los disgustos y padecimientos que le aquejaban y mortificaban. Había encargado a su amigo el famoso ingeniero Gabrio Cerbelloni la construcción de un fuerte en un collado llamado Bouges a una legua de Namur. Ambos adolecieron de una misma enfermedad{20}, don Juan y Cerbelloni, cuando éste tenía ya hecha la mayor parte de la circunvalación. Hízose llevar el austriaco a aquella fortaleza, y se acomodó en un humilde y desmantelado departamento que ocupaba el capitán don Bernardino de Zúñiga. Manifestaban los médicos confianza de salvarle, pero él conociendo la gravedad de su mal llamó a todos los generales y consejeros, y a su presencia nombró general en jefe del ejército y gobernador de los Estados de Flandes a su sobrino Alejandro Farnesio hasta que proveyese el rey. Vaciló algún tiempo el modesto príncipe de Parma en aceptar tan honroso y elevado cargo, mas luego se resolvió a admitirle por no dejar el ejército y las provincias desamparadas y sin cabeza en tales circunstancias.

No obstante que los médicos daban nuevas esperanzas, el ilustre enfermo sentía acercarse su fin, y se preparó a él pidiendo y recibiendo con ejemplar devoción los Santos Sacramentos. Dejó recomendado al rey don Felipe mirase por su madre y hermano, pagase sus deudas y satisficiese a sus dependientes y criados, y que le hiciera merced de colocar sus mortales restos al lado de los del emperador su padre. Después de esto cayó en un delirio en que se representaba al vivo estar dando una batalla; ordenaba escuadrones, arengaba a los capitanes, apellidaba victoria, y solo le distraían de los febriles arrebatos de su belicosa imaginación los nombres de Jesús y de María que el sacerdote tenía cuidado de pronunciar en voz alta. Al fin el 1.° de octubre (1578), pasó de esta a mejor vida{21} a los treinta y tres años de su edad, con llanto universal de todo el ejército. Comparábanle unos a César Germánico, otros buscaban más cerca el cotejo, y en medio del dolor gozaban en hallar multitud de paralelos entre las acciones heroicas del hijo y los hechos gloriosos del padre, deshaciéndose todos en alabanzas de las prendas sublimes del capitán que acababan de perder.

Embalsamado su cadáver{22}, vestido y armado de guerrero, y colocado sobre un féretro cubierto de brocado de oro, todas las naciones se disputaban el honor de conducir aquella mortuoria caja que tan preciosos restos y tantos recuerdos de gloria encerraba. Los españoles reclamaban el derecho de preferencia por ser el hermano de su rey: los alemanes alegaban haber nacido en su suelo, y los flamencos pretendían hacer valer la prerrogativa del lugar. El príncipe de Parma arregló aquella noble disputa, disponiendo que los de la familia (así llamaba a los españoles) sacasen el cuerpo de casa, y que entregado a los maestres de campo de las otras naciones, según que estaban más inmediatos a la tienda del general, le fueran conduciendo alternativamente en hombros desde los reales de Bouges hasta la iglesia de Namur. Tendidas las tropas españolas, walonas y alemanas en dos hileras desde el fuerte a la ciudad, roncos los pífanos, las cajas destempladas, las banderas y picas arrastrando y vueltos los arcabuces al revés, iba pasando el féretro en hombros de los maestres de campo de cada tercio, acompañándole siempre el conde de Mansfeldt, Octavio Gonzaga, don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, y el conde de Reulx, y detrás de todos el príncipe de Parma Alejandro Farnesio, tan enlutado su cuerpo como luctuoso y triste su semblante. Las cenizas de don Juan de Austria descansaron en la iglesia mayor de Namur, hasta que el rey ordenó que fuesen traídas al regio panteón en que reposaban las de su común padre{23}.

Felipe II, recibida la nueva de la muerte de su hermano, se retiró por unos días al monasterio de San Gerónimo del Paso, desde donde despachó a don Alonso de Sotomayor con la confirmación del nombramiento y título de capitán general y gobernador de los Países Bajos en su sobrino Alejandro Farnesio, príncipe de Parma, recomendándole no dejase en peligro la religión en ellos, ni cesase en las negociaciones de Inglaterra y Escocia, dándole aviso de todo, y ofreciendo que no dejaría de acudirle con cuanto conviniese y fuera menester para llevar adelante los negocios que quedaban a su cuidado.

Un autor extranjero compendia con elocuente sencillez los hechos gloriosos más notables de don Juan de Austria con las siguientes palabras: «Ilustró su nombre en la profesión militar con tres nobles empresas. En la primera enfrenó el atrevimiento morisco; en la segunda el orgullo mahometano; en la tercera el furor flamenco. En cada una con los sucesos sobrepujó con grandes ventajas la edad. Porque venció a los moros apenas salido de la infancia; humilló los turcos apenas entrado en la flor de la juventud, y reprimió los belgas con tal maestría de guerra, que un viejo y consumado capitán no la podía mostrar mayor{24}




{1} Vander Hammen dedica todo el libro V de su Historia de don Juan de Austria a la relación de estos sucesos de Génova. Y Cabrera consagra al mismo asunto muchos capítulos de los libros X y XI de la Historia de Felipe II.

Tenemos a la vista una carta descifrada de don Juan de Austria al rey sobre los sucesos de Génova y su conducta en ellos con arreglo a las instrucciones de S. M. Esta carta, copiada por nosotros del Archivo de Simancas (Estado, legajo 1067), tiene la siguiente particularidad, que prueba una de las cualidades y costumbres de Felipe II en estas materias. Se ven en ella las tachaduras y enmiendas que él hizo de su mano en el texto, y al margen las adiciones y correcciones que puso de su puño y letra. Hacía todo esto para presentarla después al Consejo en los términos que a él le convenía, omitiendo lo que no quería que el Consejo supiese, o añadiendo lo que le parecía. Decimos esto con seguridad, porque tenemos también la copia, tal como se trasladó al Consejo, con las enmiendas, correcciones y adiciones que había mandado hacer el rey. Esto lo acostumbraba muchas veces.

Por lo demás, uno de los párrafos más interesantes de la carta es el siguiente. «Lo he comunicado con las personas de confianza y experiencia que me han parecido, y habiéndose tratado y platicado muy largamente sobre ello en mi presencia, aunque se han representado muchas dificultades e inconvenientes en este negocio por una parte y por otra como allá, se ha considerado también el estado en que al presente se hallan las cosas de Italia; lo que el duque de Gandía y don Juan Idiáquez me han escripto, del poco fructo que se puede esperar de los oficios que el legado de S. S. y ellos hacen; que los nuevos y el pueblo están cada día muy más duros e insolentes, y que no vernán a ningún buen concierto; que no han querido el compromiso que los viejos ofrecían; las sospechas que hay de que franceses quieren meter el pié allí; que va por embaxador suyo el conde de Fiesco con permisión de la república; la afición y devoción que los que están agora en el gobierno han tenido y tienen a aquella corona; y en conclusión, el evidente daño que se puede esperar de dejar correr assi este negocio por el fuego grande que por allí se podría venir a encender en Italia, y que después fuese dificultoso de matarle, mayormente si esto durase hasta el verano, y viniese la armada del turco; y que assi por todas estas consideraciones conviene poner remedio en él, y quel mejor y menos sospechoso a todo el mundo será el dar a los viejos la permisión que han pedido… aunque confieso a V. M. que he venido en esto con mucha duda y perplexidad, visto lo que va en acertarse o errarse, &c.»

{2} Cartas de don Juan de Austria, de 5 y 19 de junio, 1574, a don García de Toledo, y respuesta de este, de 30 de junio, desde Nápoles.– Documentos del archivo de la casa de Villafranca.– La Colección de Navarrete, Baranda y Salvá, tom. III, pág. 147 y siguientes.– Torres y Aguilera, Crónica de varios sucesos.

{3} Chateaubriand, Estudios históricos, tom. III.

{4} La larga correspondencia sobre este punto entre Felipe II, don Juan de Austria y don García de Toledo, inserta en el tomo III de la Colección de documentos inéditos, se ha sacado del archivo de la casa de Villafranca. Es lástima que no hayan parecido algunas de las cartas a que otras hacen referencia.

{5} Vander Hammen, Hist. de don Juan de Austría, lib. IV.

{6} Sobre la pérdida de Túnez y la Goleta, escribió el respetable y experimentado don Diego de Mendoza al rey la siguiente notable carta: «S. C. R. M.– Entre los menores vasallos de V. M. que se habrán ofrecido en esta ocasión, yo, el menor de ellos, ofrezco lo poco de vida y hacienda que me queda, para que sin réplica mía V. M. lo mande emplear cómo y dónde le pareciere que pueda más aprovechar a su servicio, aunque puede aprovechar poco; y porque la edad me representa muchos particulares, acordaré a V. M. dos. Uno, que cuando el emperador se resolvió a mantener la Goleta, fue como cosa aventurada a discreción de los enemigos, porque no segundasen y tornasen a poblar a Túnez. Otro, porque aunque había este provecho, se tuvo por plaza de más reputación y memoria por quien la ganó, que de provecho que trujese o daño que excusase, por ser el golfo y playa y el canal estrecho y incapaz. Para navíos armados pudiérase hacer un fuerte en Puerto Farina, y dejose por ser sitio enfermísimo a causa del río Magerda, que con vientos de mar vuelve su corriente a la madre y baña la tierra, de que viene la corrupción y enfermedad. También se dejó de hacer otro en Biserta después que la cobró el emperador, por no tener entrada ni salida para navíos mayores y pequeñas barcas, y por cumplir lo asentado con Muley Hazem. Ansí que la pérdida fue de reputación, cosa que va y viene en pocos días, porque unos acaecimientos olvidan otros, de lo cual sin buscar más, tenemos ejemplo en V. M., que habiéndose perdido Tules y Tumbila (Thionville), y el ejército con el conde de Alcaudete, hizo una paz tan honrosa, y la restitución del duque de Saboya, negocio tan desconfiado y tan grande.

»Fue también la pérdida de gente que nace y muere, y como mercadería se halla por dinero. V. M. tiene en su mano la mejor del mundo, pero entiendo que quitada aparte alguna particular, la demás no será aventajada, y las cabezas no de mucha importancia.

»Cuanto a la pérdida de la plaza, ya tengo escrito que fue tenida por de más reputación que provecho, y al que quisiese bajar el ánimo, por ventura le parecerá que se heredó la costa que se hacía en ella, y la obligación de mantenella cesa.

»Quédanos haberse perdido plaza que excusaba la estada de los enemigos en Túnez, donde hacían cabeza de reino, por cuanto al aparejo de vender presas tienen a Argel, y cuanto al de tener navíos y vituallas tienen a Bona, que es mas a su propósito, por el río y por la comarca abundante.

»Ocasión es la que se ofrece de tomar pareceres, en lo cual no dejaré de acordar a V. M., como leal vasallo, que hay dos maneras de intenciones que siguen los reyes. Unas llanas y poco penetrativas, que desean mas honra para el dueño del negocio de la que él ha menester, y más reputación y provecho o posibilidad. Otras intenciones hondas, sutiles y peligrosas, que por ser más aplicadas a su provecho que al ajeno, desean tener al dueño del negocio en necesidad de sí mismos, y todas, las unas y las otras, paran en un fin, que es empeñar los ánimos con empresas costosas y difíciles de mantener y de emprender, ayudándose de la color de honra, necesidades y reputación, virtudes que cuando andan fuera de su lugar destruyen al que las usa.

»Todo lo que he escrito son verdades, y de lo que de ellas se me ofrece que traer a V. M. a la memoria es, lo uno, que el recatamiento es la parte más segura; lo otro, que muchas empresas juntas no son vianda de príncipes de poco dinero, por grandes que sean. Bien podría discurrir sobre el echar de Túnez los turcos, sobre fortificar o desamparar las plazas de Berbería, sobre hacer empresas en dos partes que el Turco tiene descubiertas y a peligro, porque el lugar de las heridas no lo encubren las armas, sobre armarse en esta ocasión para enfrenar ánimos desasosegados, pero no tengo autoridad ni licencia para más de acordar, ni noticia de las fuerzas del enemigo, ni de V. M., ni del aparejo ahora del verano, ni toca a mi otra cosa más de lo que hago, que es ofrecer la persona, vida y hacienda, (tal cual es todo). N. S. ensalce la de V. M. con su mayor acrecentamiento.»– Biblioteca de la Academia de la Historia, MM. 11. Tom. IV de Misceláneas.

{7} Historia de las guerras marítimas de los otomanos, fol. 45.– Carraccioli, I Commentarii, p. 118 a 130.– Vander Hammen, Hist. de don Juan de Austria, lib. IV.– Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. X.– Hammen, Hist. del Imperio Otomano, libro XXXVI.– Colección de documentos inéditos, tom. III.– Osorio, Vita Joannis Austrici, MS. de la Biblioteca Nacional, R. 233.

{8} Además del encargo que llevaba don Juan de Austria de defender los estados de Italia de una acometida que se temía de la armada turca enviada por el sultán Murad o Amurates, que había sucedido a Selim II en diciembre de 1574, encargaba Felipe II a su hermano en esta Instrucción que original hemos visto, visitase a Su Santidad en su nombre a su paso por Roma, y le hiciera presente la necesidad y apuro en que se encontraba su hacienda, y que pues tantos gastos y dineros le costaba la defensa y conservación de la Santa Sede y de toda la cristiandad, le suplicase le ayudara, como era necesario y justo, y le concediera al efecto algunas gracias, como lo tenía solicitado por medio del embajador don Juan de Zúñiga.

Esta Instrucción (fecha 21 de abril de 1575 en Aranjuez, se hallaba original entre los papeles del convento de jesuitas de Loyola, y no sabemos cómo este documento, y otros de que iremos dando cuenta, pudieron pasar originales a aquella casa. Hoy se conserva en la Biblioteca de la real Academia de la Historia; Loyola, Leg. 1, cuad. 38.

{9} Cartas de don Juan de Austria a don García de Toledo, de Cartagena, La Especia y Vegeven, de 5 de mayo, 10 de junio y 12 de julio, 1575. Archivo de la casa de Villafranca.

{10} Vander Hammen, Hist. de don Juan de Austria, lib. VI.

{11} Cuéntase que en esta entrevista, después de haber hecho don Juan homenaje a la reina, y al ir a besar la mano al príncipe don Fernando, sin querer ni advertirlo hirió con la contera de su espada al rey entre ceja y ceja, de modo que cayó turbado al suelo. Sobresaltose don Juan y le pidió mil perdones. «No tengáis cuidado, le dijo el rey: dad gracias de que no haya sido más.– ¿Más había de ser? replicó don Juan: en tal caso, ventanas había aquí por donde arrojarme.– ¿Y por qué? repuso Felipe: nunca pasaría de ser una desgracia.» Vander Hammen, lib. VI.

{12} En Luxemburg se vio con su madre Mad. Bárbara Blomberg, que venía a España de orden del rey don Felipe, de acuerdo con don Juan. Esta señora vivió después muchos años en España, con una renta de tres mil ducados que le asignó el rey, primeramente en San Cebrián de Mazote y luego en Colindres, donde murió en 1598, según mas largamente hemos demostrado en un artículo que expresamente sobre esto escribimos y se publicó en el número 3.° de la Revista Española de Ambos Mundos.

{13} Este tratado de paz entre las provincias flamencas y el príncipe de Orange, comprendía veinte y cinco capítulos. Don Bernardino de Mendoza le copió íntegro en el lib. XVI de sus Comentarios.

{14} Constaba este Edicto o Convenio entre el rey y los Estados de Flandes de 18 capítulos: los principales eran: la confirmación de la paz de Gante: la salida de las tropas españolas, alemanas, italianas y borgoñonas, en el término de veinte días contados desde la notificación que les hiciera el rey: obligación por parte de los Estados de guardar y amparar la santa fe católica romana y la obediencia a S. M.: renuncia recíproca a toda alianza que contrariara este pacto; perdón general, &c.– Mendoza, Comentarios, lib. XVI.– Vander Hammen, don Juan de Austria, lib. VI.– Estrada, Guerras, Déc. I, lib. IX.– Cabrera, lib. XI.

{15} Vander Hammen, don Juan de Austria, lib. VI.– Estrada, Guerras, Déc. I, lib. IX.– Cabrera, Historia, lib. XI. Este autor inserta muchas de las cartas y contestaciones que mediaron entre don Juan y los consejos, senado y diputados de Flandes, y trata este período con más extensión que los anteriores. Nos falta ya la luminosa guía de don Bernardino de Mendoza, cuyos Comentarios no alcanzan sino hasta el año 1577.

{16} Antes de esto había intentado el de Orange robustecer su partido, enviando a Amberes, la ciudad en que contaba con más adictos, a su segunda mujer Carlota de Vandome, abadesa que había sido de un monasterio, que hasta en esto había imitado el de Orange a Lutero. Recibieron los de Amberes con gran solemnidad y regocijo a la princesa-monja, y la aposentaron en la abadía de San Miguel: mandó el de Orange que se demoliera la parte del castillo que miraba a la ciudad, mandato que ejecutaron los ciudadanos con tanto júbilo, que hasta las damas más principales trabajaban en su destrucción de día y de noche. Entonces fue cuando se vio el odio implacable que conservaban los de Amberes al duque de Alba. Como aún estuviese la estatua de bronce del duque, derribada de orden de Requesens, en uno de los departamentos del castillo, sacáronla los ciudadanos y comenzaron a golpearla furiosamente con todo género de instrumentos; «y como si cada herida causase dolor y sacase sangre, dice el jesuita romano Fr. Famiano Estrada, así se gozaban con aquella muerte imaginaria, queriendo, si pudieran, animar al bronce para matarle. Hubo quien llevó a su casa los fragmentos de las piedras de la destrozada basa, colgándolos como despojos del enemigo quebrantado, y como monumento para la posteridad, de que finalmente se habían vengado de él de alguna suerte.» Dec. I, lib. IX.

{17} Estrada, Guerras, Déc. I, lib. IX.– Vander Hammen, don Juan de Austria, lib. VI.– Cabrera, Felipe II, lib. XI.– Osorio, Vita Joannis Austriaci.

{18} El P. Estrada refiere minuciosamente los abominables excesos y crueldades cometidas por unos soldados alemanes y borgoñones con la hija del gobernador de la plaza, muerto en la refriega, joven de diez y seis años y de singular hermosura, que se había refugiado al templo con el afán de evitar las tropelías y escarnios que al fin cometieron con ella en aquel sagrado asilo.– Guerras de Flandes, Dec. I, lib. X.

{19} Refiere este caso Lorenzo Vander Hammen, en el lib. VI de la Historia de don Juan de Austria. Añade que también fue preso el compañero de Racleff, y que ambos fueron sentenciados a pena capital, y cortadas sus cabezas y hechos cuartos sus cuerpos fueron colocados en el camino de Namur.

Sobre esto escribía don Bernardino de Mendoza al rey, en carta descifrada, desde Londres a 16 de enero de 1579:

«El de Parma ha mandado hacer justicia de dos ingleses que escribí a V. M., a los diez y seis de mayo, que habían partido de aquí con orden de matar al señor don Juan, que Dios tenga. Esta reina dijo cuando tuvo la nueva de Walsingan con mucho enojo, que aquel era el suceso de los consejos que él y otros le daban y el estado a que la traían, cuyas palabras sintió el Walsingan de manera que vino otro día de la corte con calentura a este lugar. Nuestro Señor, &c.»– Archivo de Simancas, Estado, leg. 832.

{20} Vander Hammen dice que fue tabardillo, y el P. Estrada da curiosas noticias sobre los dictámenes y pronósticos equivocados de los médicos acerca de los dos enfermos. Cerbelloni, a quien daban por muerto, fue el que se curó, con ser hombre septuagenario; y don Juan de Austria, quien contaban casi por seguro salvar, fue el que murió, con estar en la flor de su vida.

{21} Convienen en el día de su fallecimiento Cabrera y Estrada: Vander Hammen le difiere hasta el 7. Bentivoglio no le señala.

Es extraño que en las recomendaciones que al tiempo de morir hizo don Juan de Austria al rey su hermano, guardara completo silencio acerca de dos hijas que dejaba, llamadas Ana y Juana, habida la primera en Nápoles de Diana de Sorrento, la segunda en Madrid de doña María de Mendoza. Ambas fueron monjas, y una de ellas, como veremos adelante, tuvo cierta celebridad histórica.

{22} Dicen los historiadores, que como al abrir el cuerpo para embalsamarle se encontrase la parte del corazón seca, y todo el exterior salpicado de manchas negruzcas y lívidas, sospechó la familia si alguna mano pérfida le aceleró la muerte con veneno, y aun alguno indica si aquella mano sería la del doctor Ramírez. Ni falta tampoco quien afirme que la misma mano que había hecho apuñalar a Escobedo fue la que hizo emponzoñar a don Juan de Austria. Todo pudo ser, porque la política de aquel tiempo hace demasiado verosímiles estos crímenes. Mas, sobre que aquellas señales pudieron ser natural efecto de la enfermedad, es siempre aventurado en estas materias juzgar por meras sospechas, y fallar sin el fundamento de los comprobantes.

{23} En mayo de 1579 fue traído el cuerpo de don Juan de Austria al panteón del Escorial, y se hizo la entrega y entierro con la solemnidad y ceremonias de persona real.

{24} Bentivoglio, Guerras de Flandes, lib. X.

«Fue, dice Vander Hammen, de temperamento sanguíneo, señoril presencia, algo más que mediana estatura; inclinado a lo justo, de agudo ingenio, buena memoria, alentado y fuerte, tanto que armado nadaba como si no tuviera cosa alguna sobre sí; ligero, agradable, cortés, gran honrador de las letras y las armas; excelente hombre de a caballo. Tuvo la frente señoril, clara, espaciosa, los ojos algo grandes, despiertos y garzos, con mirar grave y amoroso; hermoso rostro y poca barba, lindo talle y airoso, liberalidad y gravedad en acciones y palabras, fe en las promesas, fidelidad en el servir a su hermano, discreción y esfuerzo, celo de la religión católica, reverencia a las cosas y personas sagradas, secreto y presteza en ejecutar, crédito y autoridad aun con los enemigos, de manera que su nombre y reputación disminuía su ánimo y osadía. Vencía con clemencia, gobernaba con benignidad, proveía y ordenaba con madurez, hallábase constante en los casos prósperos y adversos, experimentado en la milicia terrestre y marítima, de gran conocimiento en los consejos; sabía elegir sus ventajas, medía bien las fuerzas, y acomodaba la providencia a los casos y deliberaciones según la variedad de los accidentes; presentábase a sus soldados con afabilidad y ordenaba con agrado. Con esto y con hablar a cada uno en su lengua materna, tenía obediente a sus órdenes y mandamientos tanta diversidad de gentes, tanta variedad de costumbres, tanta desproporción de ánimos como se halla en los ejércitos; compuestos de ordinario de diferentes naciones, &c.»