Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro V Reinado de Carlos II

Capítulo VI
Privanza y caída de Valenzuela
De 1670 a 1677

Cómo se introdujo en palacio.– Sus relaciones con el P. Nithard.– Casa con la camarista querida de la reina.– Servicios que hizo al confesor en sus disidencias con don Juan de Austria.– Conferencias secretas con la reina después de la salida del inquisidor.– Llámanle el duende de palacio, y por qué.– Progresa en la privanza.– Émulos y enemigos que suscita.– Murmuraciones en la corte.– Entretiene Valenzuela al pueblo con diversiones, y ocupa los brazos en obras públicas.– Sátiras sangrientas contra la reina y el privado.– Conspiración de sus enemigos para traer a la corte a don Juan de Austria.– Entra Carlos II en su mayor edad.– Viene don Juan de Austria a Madrid.– Hácele la reina volverse a Aragón.– Destierros.– Dase a Valenzuela los títulos de marqués de Villasierra, embajador de Venecia y grande de España.– Apogeo de su valimiento.– Confederación y compromiso de los grandes de España contra la reina y el privado.– Favorece Aragón a don Juan de Austria.– Viene don Juan otra vez a la corte, llamado por el rey.– Fúgase Valenzuela.– El rey se escapa de noche de palacio y se va al Buen-Retiro.– Ruidosa prisión de Valenzuela en el Escorial.– Notables circunstancias de este suceso.– Decreto exonerándole de todos los honores y cargos.– Va preso a Consuegra y es desterrado a Filipinas.– Desgraciada suerte de su esposa y familia.– Miserable conducta del rey en este suceso.
 

¿Qué hacía la corte de España, en tanto que allá en apartadas regiones, con las armas y con la diplomacia, en los campos de batalla y en el fondo de los gabinetes, en las plazas de guerra y en los congresos diplomáticos, se ventilaban las grandes cuestiones europeas y se fallaba sobre la suerte de las naciones? ¿Qué hacía la corte de Madrid, en tanto que en Nimega se acordaba trasladar al dominio del monarca francés las mejores y más importantes ciudades que España por espacio de siglos había poseído en los Países Bajos?

En tanto que así se menguaban nuestros dominios y se ponía de manifiesto a los ojos de Europa la impotencia en que rápidamente íbamos cayendo; en tanto que así se iba desmoronando el edificio antes tan grandioso de esta vasta monarquía, ocupaban a la corte de Madrid miserables intrigas y rivalidades de mando y de empleos, y la residencia de nuestros monarcas era un hervidero de enredos, de murmuraciones y de chismes, que dan una triste y lastimosa idea, así del gobierno de aquella época, como de la poca esperanza que se veía de encontrar remedio para aquella situación deplorable. Cuando con la salida y alejamiento del Padre Everardo Nithard, y con la ida de don Juan de Austria a Aragón como virrey y vicario general de todos los reinos dependientes de aquella corona, había algún motivo para creer que por una parte el hermano bastardo del rey, si no satisfecho, al menos resignado con su honorífico cargo, daría tregua a su ambición y dejaría tranquila la corte, y que por otra parte la reina doña Mariana, aleccionada con el suceso de su confesor, renunciaría a las influencias de aborrecibles favoritos, viose con pena que ni el príncipe virrey desistía de sus ambiciosos proyectos, ni la reina regente había aprendido lo bastante para no volver a hacerse odiosa al pueblo entregándose a validos, nunca tolerados en paciencia por los altivos castellanos.

Observose por el contrario, que en lugar del religioso alemán que so pretexto de ser el director de su conciencia había dirigido a su arbitrio los negocios públicos, obtenía su confianza y le había reemplazado en el favor un joven de agraciada figura, de amena y agradable conversación, no desprovisto de talento, hábil para insinuarse, aficionado a las letras, y en especial a la poesía tierna y amorosa, en que hacía no despreciables composiciones, y aun autor de algunas obras dramáticas; cualidades muy estimadas todavía en aquel tiempo. Algunas comedias suyas se habían representado en palacio a presencia y con agrado de la reina y de sus damas.

Era este joven don Fernando de Valenzuela, natural de Ronda, hijo de padres hidalgos, aunque pobres. Había venido a la corte a buscar fortuna, y afortunado se creyó entonces con entrar al servicio del duque del Infantado, que le llevó consigo a Roma, donde iba de embajador; y a su regreso, en premio de algunos servicios que allí le hizo, le dio el hábito de Santiago. Mas como muriese a poco tiempo su protector, y se hallase otra vez el Valenzuela desvalido y pobre, discurrió que para poder vivir en la corte necesitaba arrimarse a alguno de los que tenían manejo en el gobierno y en palacio. Y sabiendo que el confesor de la reina, el P. Nithard, de continuo amenazado por don Juan de Austria, necesitaba de la ayuda de hombres resueltos para seguridad de su persona, ofreciole sus servicios con resolución, al mismo tiempo que con rendimiento. Los aceptó con gusto el inquisidor, y como experimentase que era hombre de valor, de reserva, y de cierta capacidad, fuele entregando su confianza hasta fiarle los secretos de gobierno. Érale conveniente introducirle en palacio para que le sirviera como de espía y mensajero de lo que allí pasaba; de cuya proporción se aprovechó hábilmente el Valenzuela para dirigir sus obsequios y galanteos a la camarista más favorecida de la reina, llamada doña María Eugenia de Uceda. Gustó tanto la camarista de las gracias de don Fernando, que consintió en darle su mano, con aprobación y beneplácito de la reina, la cual para favorecer el matrimonio agració a Valenzuela con una plaza de caballerizo, y en muchas ocasiones siguió dándole muestras de su liberalidad{1}.

Cuando ocurrieron las graves disidencias entre la reina y don Juan de Austria, y entre éste y el confesor Nithard, Valenzuela se condujo como agradecido con la regente y el privado, les hizo importantes servicios, y dio pruebas de celo y de aptitud que le acreditaron más y más con ellos. Y cuando el P. Nithard fue obligado a salir de España y don Juan de Austria se retiró a Aragón (1669,) quedó Valenzuela de confidente de la reina, y era el conducto por el que se comunicaba secretamente con el desterrado jesuita. Pareciole también a la reina el nuevo confidente apropósito para informarla de todo lo que pasaba en la corte y de lo que contra ella se murmuraba, así como para aconsejarla en sus resoluciones. Doña María Eugenia su esposa, a quien la reina comunicó este pensamiento, le acogió muy gustosa, calculando que era un camino que se abría para adelantar en su fortuna, y era la que introducía a don Fernando a altas horas de la noche en la cámara de la reina. Cuéntase que desde la primera conferencia, bien que tenida delante de su mujer, quedó establecida la mayor intimidad entre la reina y don Fernando: repetíanse estas entrevistas todas o las más de las noches: y como de sus resultas se observase que la reina se mostraba enterada de todo lo que se hablaba y acontecía en la corte, de los designios de don Juan de Austria y de los de su partido, y como exteriormente no se viera que hablaba con nadie desde la salida del P. Nithard, dio en decirse que había algún duende en palacio que la informaba de todo. Cuando se supo que el duende de palacio era don Fernando Valenzuela (que no pudo escaparse mucho tiempo a la diligencia de tantos ojos), produjo el descubrimiento escándalo general, desatáronse todas las lenguas, y no faltaron gentes que dieran a las relaciones de privanza entre la reina y Valenzuela un carácter y una significación que la malicia propende siempre a suponer, y que no se ha averiguado que tuviesen{2}.

Al paso que fue haciéndose público el valimiento de Valenzuela, y su influencia en las cosas de gobierno y en la provisión de los cargos, honores y mercedes, crecía el desabrimiento de los ministros y miembros de las juntas y consejos que veían disminuida y vilipendiada su autoridad y menguado su prestigio; pero los pretendientes y aduladores cortesanos no dejaban de agruparse en derredor del nuevo privado, que no hay ídolo a quien no inciense la ambición cuando de ello se promete alcanzar medros. La reina había hecho ya a su favorito introductor, o conductor, como entonces se decía, de embajadores; y poco después le nombró su primer caballerizo, sin esperar la consulta o propuesta que solía hacer el caballerizo mayor, que lo era a la sazón el marqués de Castel-Rodrigo{3}. Resintiose éste del desaire, y repugnaba dar posesión al agraciado, fundándose principalmente en la poca calidad del sujeto, cuya dificultad venció la reina confiriendo a Valenzuela el título de marqués de San Bartolomé de Pinares. El modo que la reina tuvo de acallar las murmuraciones que esta elevación suscitaba, fue consumar su obra haciendo a Valenzuela su primer ministro.

En los salones y en las plazas se hablaba ya con toda libertad y descaro de la súbita y escandalosa elevación del favorito, mostrándose la reina sorda al universal clamor, atribuyéndolo todo a efectos de la envidia. Valenzuela procuraba ganar amigos que le ayudaran a sostenerse en el valimiento, distribuyendo los empleos, honores, dignidades, tesoros y mercedes de que era árbitro absoluto; pero sucedía lo que era fácil calcular, que si cada merced le proporcionaba un amigo, que era el agraciado, todos los demás quedaban descontentos y enojados, y se convertían en enemigos, y cuanto más prodigaba las gracias, mas se multiplicaban las quejas. Para captarse la afición del pueblo procuraba que la corte estuviera surtida en abundancia de todo lo necesario para el sustento y la comodidad de la vida: cuidaba de entretenerle y divertirle con corridas de toros, comedias y otros espectáculos, de modo que Madrid era una continua fiesta: tampoco descuidaba el dar ocupación a los ociosos y necesitados, emprendiendo obras públicas de ornato y utilidad, entre las cuales se cuentan la reedificación de la Plaza Mayor de Madrid en la parte destruida por el último incendio, y en especial la casa llamada de la Panadería; el puente de Toledo sobre el Manzanares, el frontispicio de la plazuela de palacio y la torre del cuarto de la reina. Al propio tiempo entretenía al rey, que comenzaba a manifestar afición al ejercicio de la caza; y cuéntase que en una montería que se dispuso en el Escorial, el rey en su inexperiencia al tirar a un ciervo hirió en el muslo a Valenzuela, accidente que dicen produjo a la reina un desmayo. Para que el pueblo le estuviera más agradecido, solía darle entrada gratuita en los espectáculos, especialmente en el teatro cuando se representaba alguna comedia suya.

A pesar de estos artificios, que prueban que por lo menos no carecía de algún talento el privado, no cesaban de difundirse y circular por la corte las sátiras y las burlas, ya sobre sus intimidades con la madre del rey, ya sobre el tráfico que era pública voz se hacía con las dignidades y empleos. Algunas de aquellas sátiras eran ciertamente sangrientas. Un día amanecieron puestos al lado de palacio los retratos de la reina y de Valenzuela; aquella con la mano puesta sobre el corazón, con un letrero que decía: Esto se dá; el ministro señalando con la suya a las insignias de los empleos y dignidades, diciendo: Esto se vende. Verdad es que por su parte el favorito, por una flaqueza que suele ser común a los que obtienen el favor de la primera persona de un estado, hacía también alarde público de su fortuna; y en una de las fiestas de la corte, sin tener presente lo que en el reinado anterior había costado al conde de Villamediana presentarse en un torneo con aquella famosa divisa de los Amores reales{4}, quiso él lucirse también llevando dos divisas, de las cuales decía la una: Yo solo tengo licencia; y la otra: A mí solo es permitido. Alardes de favor, que dañan al que los hace, que deshonran a quien los consiente, que irritan a los grandes y ofenden a los pequeños, y que ni pequeños ni grandes perdonan en España nunca.

Llegado el caso de poner casa al rey, próximo como se hallaba ya a entrar en la mayor edad, amigos y enemigos, todos acudieron solícitos a Valenzuela, esperando alcanzar con su favor los cargos más eminentes de palacio. Pero sucedió lo mismo que antes respecto a otros puestos había acontecido; que siendo pocos los empleos y muchos los pretendientes, quedaron los más descontentos y quejosos, y aunque la provisión se hiciera en personas dignas{5}, no por eso los desfavorecidos dejaron de darse por muy agraviados. Así estos como los que ya eran antes enemigos de Valenzuela, pusieron sus ojos en don Juan de Austria, que se hallaba en Aragón, no olvidado ni de las antiguas ofensas de la reina ni de sus ambiciosos designios, como en la única persona que podría en su día derrocar al valido y satisfacer sus personales resentimientos. Al efecto ponderaban al rey la necesidad que tendría del de Austria para las cosas del gobierno cuyas riendas iba a empuñar en sus manos. Ayudábanlos eficazmente en este plan el padre Montenegro, confesor del rey, el conde de Medellín, primer caballerizo, el gentilhombre conde de Talara, y su maestro don Francisco Ramos del Manzano.

La reina sabía todo lo que se tramaba, y sufría mucho: Valenzuela vivía receloso y desasosegado, y los dos andaban inciertos y vacilantes sin acertar a tomar resolución para impedir la venida de don Juan. Los sucesos de Messina les depararon al parecer una buena ocasión para alejarle de España, y de aquí el nombramiento de virrey de Sicilia de que dimos cuenta en otro lugar, y la orden para que se embarcara con la flota del almirante holandés Ruyter. Pero ya los partidarios de don Juan se habían adelantado y obtenido del rey una carta en que le mandaba viniese a la corte. Grande fue el enojo, y no menos el apuro de la reina al saber esta novedad: pidió consejo al conde de Villaumbrosa, presidente del de Castilla, sobre lo que debería hacer, y aquel prudente magistrado le respondió, que si la venida de don Juan era por orden del rey, solo podría obligarle a volverse el mismo que le había hecho venir; que viera si tenía bastantes razones o bastante ascendiente con su hijo para poder conseguirlo, pues él en el puesto que ocupaba no podía menos de acatar con la debida sumisión las disposiciones de su soberano.

Era la mañana del 6 de noviembre (1675), día en que Carlos II entraba en su mayor edad y empuñaba el cetro del gobierno, y los grandes y palaciegos tenían ya preparado que el primer decreto del rey fuera nombrar a don Juan de Austria su primer ministro. Ya don Juan había sido conducido en un coche a palacio por el conde de Medellín; ya se iba a firmar el decreto, cuando la reina, toda azorada, se presenta en el Buen Retiro, habla al rey a solas, le ruega, le insta, le suplica con lágrimas, y consigue del débil Carlos que revoque la orden en que se nombraba a don Juan virrey de Sicilia, y que le mande volver a Aragón, cuya orden le comunica el duque de Medinaceli: don Juan se sorprende; sus parciales celebran una reunión aquella noche; mas con una debilidad y una cobardía extrañas en quienes aspiraban a derrocar un poder aborrecido y parecían estar ya tan cerca de realizarlo, resuelven todos obedecer sumisamente, y en la mañana del siguiente día emprende don Juan de Austria la vuelta de Aragón, abrumado de tristeza y de bochorno, en vez de las festivas aclamaciones con que había esperado ser saludado por la grandeza y por el pueblo{6}.

Triunfantes la reina y el valido, que tan en riesgo estuvieron de ser derrocados, asistieron aquella noche a la comedia de palacio haciendo gala de su triunfo. A poco tiempo salieron desterrados de Madrid el confesor y el maestro del rey, juntamente con el conde de Medellín, y Valenzuela recibía los títulos de marqués de Villasierra y de embajador de Venecia. Y porque este último empleo no le obligara a salir de España, prefirió hacerse gobernador y general de la costa de Andalucía, con cuyo motivo pasó a residir por algún tiempo en Granada. Mas no tardó en presentarse de nuevo en la corte, apareciéndose en Aranjuez cuando el rey se hallaba de jornada en aquel real sitio, con gran sorpresa de sus muchos émulos y alborozo de sus pocos parciales. Tan escasos eran estos, que habiéndole dado el rey la llave de gentilhombre con ejercicio, honra que se consideraba entonces como una de las más señaladas y sublimes, negose a tomarle el juramento y darle la investidura el duque de Medinaceli, y hubo que recurrir para ello al príncipe de Astillano, que lo ejecutó al regreso de la jornada a Madrid (junio, 1676). Y como a este tiempo muriese el caballerizo mayor marqués de Castel-Rodrigo, diose también este importante puesto a Valenzuela, prefiriéndole a todos los grandes que le ambicionaban. Para justificar el ejercicio de tan alto empleo, a los pocos meses hízole merced el rey de la grandeza de España de primera clase (2 de noviembre, 1676), declarándole al propio tiempo valido, y dispuso que fuese a vivir a palacio, destinándole el cuarto del príncipe don Baltasar. Acabó esto de escandalizar y de irritar a la primera aristocracia de la corte: «¿Con qué Valenzuela es grande?» se preguntaban unos a otros; y exclamaban: «¡Oh tempora! ¡Oh mores!{7}» Y subiendo con esto de punto su resentimiento y su indignación, comenzaron los grandes a conjurarse contra el privado con más decisión y con más formalidad que antes lo habían hecho.

Vivía entretanto don Juan de Austria retirado en Zaragoza, no ya con el cargo de virrey, por haber espirado el término por el que le fue conferido, y ejerciendo el gobierno de Aragón don Pedro de Urríes. Lejos de haber renunciado el príncipe a sus antiguas pretensiones, habíase avivado su ambición y encendido más su deseo de vengar los últimos desaires y humillaciones recibidas de la reina. Contaba don Juan muchos parciales entre los aragoneses, y tanto que la misma diputación del reino fue la primera que para suscitar embarazos y poner en cuidado al gobierno de Madrid pidió ante la corte del Justicia que se suspendiera al rey la jurisdicción voluntaria y contenciosa, mientras no fuera a jurar los fueros y libertades de aquel reino, con arreglo al fuero Coram quibus. Las alegaciones e instancia en este sentido practicadas alarmaron en efecto al ministro Valenzuela, a la reina y a los consejos; y solo se debió a la destreza de don Melchor de Navarra, vice-canciller de Aragón, que aquella tempestad se fuera serenando, apartando hábilmente los ánimos de aquel camino, con no poco sentimiento de don Juan que esperaba mucho de aquella negociación.

Entretanto los grandes de la corte interesados en separar del lado del rey las influencias de la reina madre y del valido, y en elevar a don Juan de Austria, amaestrados con el mal éxito de la gestión anterior, habían redoblado sus esfuerzos y procedido con más cautela y maña para irse apoderando del ánimo del joven monarca, persuadiéndole por una parte de que todos los desórdenes y males que el reino padecía eran debidos al siniestro influjo de la reina y del privado, y pintándole por otra con vivos colores la obligación en que estaba de librarse de tan fatal tutela, recomendándole al propio tiempo y encareciéndole las altas prendas de don Juan de Austria, y la conveniencia de encomendarle el gobierno de la monarquía, como el único capaz de volverle su antiguo esplendor y grandeza. No contentos con esto, hicieron entre sí un pacto o compromiso solemne y formal, obligándose a trabajar todos juntos y cada uno de por sí, para separar del lado de S. M. para siempre la reina madre, aprisionar a Valenzuela, y traer a don Juan de Austria para que fuese el primer ministro y consejero del rey. Documento notable y curioso, que revela los esfuerzos que hacía la decaída grandeza de España para resucitar sus antiguos bríos y poder, y que daremos a conocer íntegro a nuestros lectores, ya que no se encuentra en ninguna historia impresa que sepamos. Decía así esta convención:

«Por cuanto las personas cuyas firmas y sellos van al fin deste papel, reconociendo las obligaciones con que nacimos, reconocemos también el estrecho vínculo en que Dios Nuestro Señor por medio dellas nos ha puesto de desear y procurar con toda la extensión de nuestras fuerzas el mayor bien y servicio del Rey nuestro señor, Dios le guarde, assi por lo que mira a su soberano honor, y al de sus gloriosos ascendientes, como a su Real dignidad y persona; y que S. M. y consiguientemente sus buenos y leales vasallos padecemos hoy grandísimo detrimento en todo lo dicho por causa de las malas influencias y asistencia al lado de S. M., de la Reina su madre, de la cual como de primera raíz se han producido y producen cuantos males, pérdidas, ruinas y desórdenes experimentamos, y la mayor de todas en la execrable elevación de don Fernando Valenzuela; de todo lo cual se deduce con evidencia que el mayor servicio que se puede hacer a S. M., y en que más lucirá la verdadera fidelidad, es separar totalmente y para siempre de la cercanía de S. M. a la reina su madre, aprisionar a don Fernando Valenzuela, y establecer y conservar la persona del señor don Juan al lado de S. M.– Por tanto, en virtud del presente instrumento decimos: que nos obligamos debajo de todo nuestro honor, fe y palabra de caballeros, la cual recíprocamente nos damos, y de pleito-homenaje que unos para otros hacemos, de emplearnos con nuestras personas, casas, estados, rentas y dependientes a los fines dichos, y a cuantos medios fuesen más eficaces para su cumplido logro sin reserva alguna. Y porque mientras S. M. no estuviese libre de la engañosa violencia que padece, sea en la voluntad o en el entendimiento, se debe atribuir cuanto firmare o pronunciare en desaprobación de nuestras operaciones, no a su Real voz y ánimo, sino a la tiranía de aquellos que en vilipendio dessas sacras prendas se las usurpan, para autorizar con ellas sus pérfidos procedimientos: declaramos también que tendremos todo lo dicho por subrepticio, falsificado, y procedido, no de la Real y verdadera voluntad de S. M., sino de las de sus mayores y más domésticos enemigos; y que en esta consecuencia será todo ello desatendido de nosotros.– Assimismo declaramos, que cualesquiera que intentaren oponerse o embarazar nuestros designios, encaminados al mayor servicio de Dios, de S. M. y bien de la causa pública, los tendremos y trataremos como a enemigos jurados del Rey y de la patria, poniéndonos todos contra ellos.– Que si se intentare o ejecutare algún agravio, ofensa o vejación contra cualquiera de nosotros, la tendremos por hecha a todos en común, y unidamente saldremos a la indemnidad y defensa del ofendido, sacando sin dilación la cara en cualquier hora que eso suceda, antes o después de haber ejecutado dichos designios referidos.– Todo lo cual cumpliremos inviolablemente, de modo que no habrá motivo o interés humano que nos aparte de este entender y obrar. Esta alianza y unión entre nosotros será firme e inviolablemente observada, sin interpretación ni comento que mire a desvanecerla o disminuirla su vigor y amplitud, sino en la buena fe que sujetos tales y en negocio de tanta gravedad debemos observar. En cuyo testimonio lo firmamos de nuestras manos, y sellamos con el sello de nuestras armas.– Y el señor don Juan en su particular declara, que el haber venido en el último de los tres puntos dichos que toca a su persona, es por haberlo juzgado los demás conveniente al servicio de Dios y del Rey, pues de su motivo propio protesta delante de su divina Majestad no viniera en ello por muchas razones.– Dada en Madrid a 15 de diciembre de 1676.– Duque de Alba.– Duque de Osuna.– Marqués de Falces.– Conde de Altamira.– Duque de Medinasidonia.– Duque de Uceda.– Duque de Pastrana.– Duque de Camiña.– Duque de Veragua.– Don Antonio de Toledo.– Don Juan.– Duque de Gandía.– Duque de Hijar.– Conde de Benavente.– Conde de Monterrey.– Marqués de Liche.– Duque de Arcos.– Marqués de Leganés.– Marqués de Villena.– La duquesa del Infantado.– La de Terranova.– La condesa de Oñate.– La de Lemos.– La de Monterrey.{8}»

Hecho esto, y cuando ya estaban apoderados del ánimo del rey, dispúsose la venida de don Juan de Austria, tomando para ello, como escarmentados ya, más precauciones que la vez primera, para que no se malograra el golpe como entonces. Mas no pudo hacerse esto tan de oculto que no lo supiera Valenzuela, el cual, reconociendo que no podía conjurar ya la tormenta que se le venía encima, desapareció una noche de la corte, sin saberse al pronto el rumbo que había tomado. Los conjurados, para sacar al rey del poder de la reina madre, dispusieron que una noche, a deshora y cuando todos estaban ya recogidos, se saliera en silencio del palacio y se trasladara al Buen Retiro. Así lo ejecutó el buen Carlos la noche del 14 de enero (1677), acompañado solo de un gentil-hombre de su cámara. Luego que se vio en el Retiro rodeado de la gente que había dispuesto toda aquella trama, despachó una orden a su madre prohibiéndola salir de palacio. En vano fue que la reina, atónita con semejante novedad, pasara el resto de la noche escribiendo tiernas y afectuosas cartas a su hijo, rogándole que la permitiese verle. No ablandaron al rey, o por mejor decir, no le permitieron que le ablandaran los ruegos y las súplicas de la madre. Al día siguiente todos los cortesanos se presentaron en el Retiro a besar la mano a S. M., aplaudiéndole todos la resolución que había tomado.

A este tiempo don Juan de Austria, que en virtud de cartas del rey, de la reina y de sus parciales, había salido ya de Zaragoza camino de la corte con grande aparato de escolta y de criados{9}; habíase detenido en Hita, donde fueron el cardenal de Toledo y otros señores a decirle de parte del rey que despidiera la gente armada que traía, y que prosiguiera su viaje a Madrid, donde le esperaba para encomendarle la dirección de los negocios del Estado. Don Juan respondió que para seguir adelante era preciso que la reina saliera antes de la corte, que se prendiese a Valenzuela, y se extinguiese el batallón de la Chamberga. Hízose todo lo que don Juan quería: a la reina madre se le ordenó que saliese para Toledo; el batallón de la chamberga fue enviado a Málaga para embarcarle luego a Messina; y el duque de Medinasidonia y don Antonio de Toledo partieron con doscientos caballos (17 de enero, 1677), para el Escorial a prender a Valenzuela, que supieron se hallaba allí refugiado.

He aquí cómo se verificó esta prisión ruidosa. El valido había ido allí, no solo con conocimiento del rey, no solo con su beneplácito, sino hasta de orden suya; orden que primeramente comunicó de palabra al prior del monasterio Fr. Marcos de Herrera, diciéndole: «Te he llamado, porque no tengo de quien fiarme sino de tí: quiero que te lleves al Escorial a Valenzuela y lo salves;» y que después a instancia del prior le dio por escrito concebida en estos términos:

«Venerable y devoto Fr. Marcos de Herrera, prior del convento real de San Lorenzo: En caso que don Fernando Valenzuela, marqués de Villasierra, vaya a ese convento, os mando lo recibáis en él, y le aposentéis en los aposentos de palacio que se le señalaron cuando yo estuve en ese sitio, asistiéndole en todo cuanto hubiese menester para la comodidad y seguridad de su persona y familia, y para lo demás que pudiere ofrecérsele, en el particular cuidado y aplicación que fio de vos, en que me haréis servicio muy grande. De Madrid a 23 de diciembre de 1676.– Yo el Rey.»

Y en la tarde del siguiente día recibió el prior de parte del rey un papelito enrollado con estas palabras autógrafas: «Mañana al amanecer.» En su virtud al amanecer del 25 salieron el prior y Valenzuela para el Escorial, aunque por caminos distintos para mayor disimulo, y llegaron aquella noche al monasterio, no sin haber sufrido las molestias de un horroroso temporal. Valenzuela hizo ir después allá a su esposa y sus hijos{10}.

Agasajado de los monjes, y al parecer tranquilo bajo el seguro real se encontraba Valenzuela con su familia en el monasterio, cuando en la tarde del 17 de enero (1677) vio llegar desde una de las ventanas de su habitación porción de tropa de caballería que al momento circundó el edificio. Era la que había salido de la corte mandada por el duque de Medinaceli y por don Antonio de Toledo, hijo del duque de Alba, a los cuales acompañaban el marqués de Falces, el de Fuentes, el de Valparaíso y otros varios personajes. Acogiose Valenzuela asustado en brazos del prior, que después de ponerle en lugar seguro salió al encuentro de la tropa, y ofreciendo a los jefes alojamiento les preguntó qué era lo que necesitaban: «Nada queremos, le respondieron, y nada necesitamos sino que nos entreguéis al traidor de Valenzuela.» Preguntoles sin alterarse si llevaban orden del rey, y como le contestaran que no la llevaban sino verbal, él y los demás monjes manifestaron con entereza que en ese caso solo por la fuerza podrían apoderarse de un hombre que ellos tenían bajo su protección por orden expresa y autógrafa de S. M., lo cual fue contestado con dicterios y amenazas de aquella gente, que iba resuelta a todo a trueque de satisfacer una venganza. Hubo no obstante, a propuesta del prior, negociaciones y entrevistas entre Valenzuela y los dos jefes de la comitiva, que se verificaron en la iglesia, y en las cuales recordó Valenzuela a don Antonio de Toledo los muchos beneficios y honores que le había dispensado durante su privanza, lo cual solo sirvió para exasperar más el duro carácter del acalorado joven, y la conferencia concluyó sin resultado{11}.

Con esto, y con haber visto el prior que la tropa iba penetrando ya en el interior de los claustros, tomó el partido de encerrar a Valenzuela en un escondite que había detrás de la iglesia y sobre el dormitorio del rey, donde le creía completamente seguro, y donde, fuera de la libertad, nada podía echar de menos, porque Fr. Marcos le había provisto de cama, ropas, víveres, vinos, pastas, frutas, y todo lo necesario para que ni él tuviera que salir, ni pudiera notarse que se le llevaba comida. Muchas y muy duras y fuertes contestaciones mediaron todavía entre los enviados de la corte que se empeñaban en que les fuera entregado el hombre que buscaban, y el prior y los monjes que lo resistían con admirable firmeza. Desesperado andaba el joven don Antonio de Toledo. No satisfecho con tener bloqueado el edificio, dio orden a los soldados para que lo invadieran y registraran todo. Claustros, celdas, palacio de los reyes, templos y capillas, todo fue allanado por la soldadesca furiosa, que hasta los altares echaba a rodar en medio de improperios y sacrílegas interjecciones, por si detrás de alguno de ellos se ocultaba el objeto de sus pesquisas. Suplicó el prior al de Toledo que hiciera a su tropa respetar por lo menos el templo santo, porque de otro modo se vería obligado a fulminar censuras eclesiásticas sobre los que cometían semejante profanación, y para ver de imponerles mandó poner de manifiesto por todo el día el Santísimo Sacramento. Mas no cesando por eso el desorden, y viendo que hasta los cánticos de los sacerdotes eran interrumpidos con insultos por los soldados, pronunció sentencia de excomunión contra el de Medinaceli y todos sus cómplices, se apagaron las lámparas y candelas, enmudecieron las campanas, y se hicieron todas las ceremonias que se acostumbran en casos tales.

Nada, sin embargo, fue bastante a contener la desenfrenada soldadesca: al contrario, bramaban de cólera, y se desataban en blasfemias y amenazas contra los monjes, y todo lo atropellaban y rompían, y andaban desesperados al ver que después de cuatro días de escrupuloso registro no daban con el que parecía haberse convertido en duende del monasterio después de haberlo sido de palacio. Y en verdad habrían sido acaso inútiles todas las pesquisas, si el miedo, el más terrible enemigo en tales lances, no hubiera sido causa de descubrirse él mismo. La noche del 21, creyendo que un grupo de soldados que oyó hablar había descubierto su escondite, con las sábanas y las ligas se apresuró a hacer una soga con la cual se descolgó, yendo a parar al caramanchón llamado de Monserrat, y de allí salió aturdido a un claustro, donde encontró un centinela, que le conoció y le dijo generosamente: «Vaya V. E. con Dios, y él le guie y favorezca: la contraseña, Bruselas.» Pero esto, que debió servirle para salvarse, le turbó más, y divagando fue a parar al dormitorio de los novicios. Sorprendidos estos, pero resueltos a libertarle a todo trance, salieron en número de cuarenta, y metiéndole en medio con disimulo, le llevaron a un pequeño caramanchón de la celda de Juanelo, y poniendo un cuadro delante de la ventana en que le colocaron se volvieron a su dormitorio. Mas fuese que lo observaran los centinelas, o bien que le delatase, según se dijo, un criado de la casa llamado Juan Rodríguez, es lo cierto que a la mañana siguiente (22 de enero), después de aumentar el número de los centinelas se presentó don Antonio de Toledo con los alguaciles de corte, y encaminándose en derechura al escondite, dio con el atribulado Valenzuela, que estaba a medio vestir, y en aquella disposición, que tanto se prestaba a la burla, sin permitirle otra cosa le llevó al alojamiento del duque de Medinasidonia, que al cabo le recibió y trató siquiera con más cortesía y benignidad que el hijo del de Alba.

Aquella misma tarde partieron con el preso para Madrid, mas al llegar a las Rozas se hallaron con orden para que sin pasar por la corte se le llevara a la fortaleza de Consuegra, a cuyo alcaide se le previno le tuviera incomunicado{12}. Noticioso don Juan de Austria de la prisión, presentose en la corte el 23 de enero, siendo recibido por el rey con benévolas demostraciones, por los cortesanos con adulación, por el pueblo con verdadero entusiasmo, porque el pueblo, a quien tanto habían encarecido sus altas prendas, creía de buena fe que lo iba a remediar todo. Sus primeras disposiciones como ministro fueron unos decretos, en que después de ensalzar el servicio que habían hecho a la corona los grandes que se confederaron contra Valenzuela, se declaraban nulas todas las mercedes, títulos y despachos que había obtenido, mandando que se recogieran, y comenzando por el de la grandeza de España; «por no hallarse en él, decía, ninguna de las circunstancias que deben concurrir juntas en los que llegan a obtener este honor.{13}» Don Antonio de Toledo se había quedado en el Escorial con el encargo de recoger todos los papeles, riquezas, alhajas y efectos pertenecientes al don Fernando, e hízolo con tanto rigor, que penetrando bruscamente en la habitación de la desgraciada doña María de Uceda su esposa, y sin reparar ni en su quebranto, ni en el estado de preñez en que se hallaba, registró hasta la cama en que yacía, y le embargó todo, ropas, alhajas y muebles. Por cierto que ni en esta pesquisa ni en las investigaciones que después se practicaron se halló que la fortuna de Valenzuela correspondiera ni con mucho a la riqueza y a los tesoros que se le atribuía haber acumulado{14}.

La infeliz doña María fue desterrada a Toledo, donde se vio presa, y pasó mil tribulaciones; y cuando se le permitió fijar su residencia en Talavera, perdió el juicio y murió demente después de haberse visto reducida al extremo de pedir limosna de puerta en puerta. En cuanto a don Fernando su esposo, después de su prisión en Consuegra, y de terribles padecimientos, fue desterrado a Filipinas, de donde pasado algún tiempo volvió a Méjico, en cuyas cercanías murió maltratado por un potro que estaba domando{15}. ¡A tal punto llevó don Juan de Austria su vengativo encono! ¡Y tal fue la miserable caída de don Fernando Valenzuela, que tan rápida y monstruosamente se había encumbrado en alas del favor y de la fortuna! Pero si merecía la caída como todo valido, y como todos se sirvió de reprobados medios para elevarse, convengamos en que no mereció que a tal extremo se ensañaran sus enemigos con él y con su familia, pues ni abusó tanto del poder, ni de él se contaban los crímenes con que otros habían manchado su privanza, y el pueblo no tardó en experimentar que nada había ganado con el que vino a ocupar su puesto al lado del soberano.

Si en el curso de este suceso se vio la falta de carácter y de dignidad del rey, en el hecho de haber permitido que se fuera con tanto aparato y estrépito a prender un hombre que se hallaba confiado bajo el seguro de la palabra y firma real, con todo lo demás que contribuyó a dar ruido y escándalo, también se puso de manifiesto la supersticiosa incapacidad de Carlos II en un diálogo que al siguiente día de la prisión tuvo con el prior del monasterio Fr. Marcos de Herrera. Habiendo venido a Madrid este religioso, al presentarse al rey, poseído de cierta emoción, le preguntó sonriéndose: «¿Con que le cogieron? –Le cogieron, Señor;» le contestó el prior avergonzado; y le refirió las circunstancias del suceso. –¿Y su esposa? preguntó Carlos.– Su esposa, respondió el monje, ha venido a Madrid, y yo me atrevo a suplicar a V. M. se digne ampararla a ella, y a su desgraciado marido.– A su mujer, si, a él, no.– Señor, ¿y será posible que se olvide V. M. de su desgraciado ministro? –¿Creerás, dijo el rey, que ha habido una revelación de una sierva de Dios, en que daba a entender que habían de prender a Valenzuela en el Escorial? –Mas bien será, repuso el padre un tanto amostazado, una revelación del demonio; y no crea V. M. que defiendo a Valenzuela por interés, pues jamás he recibido de él sino esta pastilla de benjuí.– Aparta... aparta... exclamó Carlos dando dos pasos atrás y santiguándose; no la traigas contigo, que será un hechizo o un veneno.» Trabajo costó al buen padre, al oír tal simplicidad, no faltar al respeto de su soberano dando suelta a la risa. Contentose con besarle la mano y despedirse, llevando un triste concepto del hombre que acababa de empuñar las riendas de la gobernación del Estado{16}.




{1} En un manuscrito de aquel tiempo, titulado: «Epítome histórico de los sucesos de España, dentro y fuera de la corte, desde la muerte de Felipe IV hasta la de don Juan de Austria,» se refiere que recién casado Valenzuela, retirándose una noche a su casa, en la calle de Leganitos le dispararon un carabinazo y le estropearon un brazo. Hubo quien dijera haber sido de orden del duque de Montalto, pero no pudo averiguarse la verdad. De sus resultas estuvo muchos días en cama, y durante la curación fue muchas veces socorrido de la reina con dinero, por intercesión de su mujer.– MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la historia, C. III.

{2} Memorias históricas de la Monarquía de España: Anon. inserto en el tomo XIV del Semanario erudito de Valladares.– Epítome histórico de los sucesos de España dentro y fuera de la corte, &c. MS. de la Real Academia de la Historia.

{3} Al decir del autor del MS. anónimo titulado Epítome de los sucesos, se dio entonces el título de conductor de embajadores, que Valenzuela tenía, a don Pedro de Rivera.

{4} Recuérdese lo que sobre esto dijimos en el capítulo 4.º del libro IV.

{5} Diose el empleo de caballerizo mayor al almirante; el de mayordomo mayor al duque de Alburquerque; el de sumiller de Corps al de Medinaceli, y así los demás.

{6} Diario de los sucesos de la corte: MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia.– Epítome histórico, MS. de id.– Memorias históricas de la monarquía, &c.

{7} En las pocas e incompletas historias que hay de este reinado se supone habérsele otorgado estas mercedes muy al principio de su privanza. Nosotros nos hemos guiado, ya por las copias de los nombramientos mismos, en que se expresan sus fechas, ya por los dietarios que se escribían, y en que se iban anotando los sucesos de cada uno, ya por otra porción de manuscritos contemporáneos que se hallaron entre los papeles de los Jesuitas, hoy pertenecientes al archivo de la Real Academia de la Historia.

{8} MS. de la Real Academia de la Historia. Papeles de Jesuitas. Hay varias copias.

{9} Cartas de Carlos II y de doña Mariana, llamándole a la corte; dos contestaciones de don Juan, y otra carta suya al papa noticiándole su salida de Zaragoza: MS. archivo de Salazar, Est. 7, gr. 1.ª

«Don Juan de Austria mi hermano (le decía el rey).– Habiendo llegado las cosas universales de la monarquía a términos de necesitar de toda mi aplicación, dando cobro ejecutivo a las mayores importancias en que os hallo tan interesado, debiendo fiar a vos la mayor parte de mis resoluciones: he resuelto ordenaros vengáis sin dilación alguna a asistirme en tan grave peso, como espero de vuestro celo a mi servicio, cumpliendo en todas las circunstancias de la jornada con la atención que es propia de vuestras tan grandes obligaciones. Dios N. S. os guarde como deseo.– De Madrid a 27 de diciembre de 1676.– Yo el Rey.– Por mandado del Rey mi señor, Gerónimo de Eguía.»

{10} Manuscrito de la Biblioteca del Escorial.– Quevedo, Historia y Descripción del mismo monasterio, p. II, c. 5.º

{11} Esta especie de parlamento se verificó con toda formalidad en el primer plano de la capilla mayor a puerta cerrada, pero a presencia de toda la comunidad, que silenciosa rodeaba el presbiterio. Cuando Valenzuela recordó al hijo del duque de Alba las mercedes que le debía, y las muchas protestas de adhesión y de fidelidad que éste le había hecho, reconviniéndole con energía su ingratitud, exclamó el de Medinasidonia: «Confieso que si conmigo se hubiera hecho eso, nunca faltaría al lado de V. E.».– Quevedo, Historia y Descripción del Escorial, p. II, c. 5.º

{12} «La persona de Fernando de Valenzuela (decía la real orden) se os entregará, la cual tendréis con las guardas que sean necesarias, sin manifestarle a persona alguna, de ninguna calidad, estado y condición que sea, sino a los jueces que tengo nombrados. Buen Retiro, 29 de enero de 1677.»

{13} «Por cuanto he reconocido (decía este notable documento) la importancia que provino a mi corona de la alianza y concordia que hizo la primera y más fiel nobleza de mis reinos para remediar los execrables daños que padecían, para que en todo tiempo conste de ella y se reconozca el mayor cumplimiento de sus obligaciones; no habiendo concurrido en las mercedes que consiguió don Fernando Valenzuela aquella libre y deliberada voluntad mía que era necesaria para su validación y permanencia, ni el de los méritos y servicios personales ni heredados que le pudiesen hacer digno para obtenerlas, y por otras justas causas que me mueven: he resuelto de dar por nulas dichas mercedes y los títulos despachados que dellas se hubiesen expedido, mandando se recojan, anoten y glosen, ejecutando las demás prevenciones necesarias en la forma que convenga, para que en ningún tiempo valgan, ni se pueda usar dellas: y porque entre ellas es una el título de Grandeza para él y sus sucesores que bajó a la cámara en decreto de 2 de noviembre del año pasado, mando que el original se ponga en mis manos, recogiendo todos los papeles e instrumentos en que se hiciese mención desta merced; porque mi intención y voluntad es que no quede memoria della en ninguna parte; queriendo yo por este medio conservar a la primera nobleza de mis reinos y a los que della están condecorados, con el honor de la Grandeza, con el esplendor que han tenido en todos tiempos, del cual descaecería si se incluyese en el número de los grandes un sujeto en que no se halla ninguna de las circunstancias que deben concurrir juntas en los que llegan a obtener este honor. Y atendiendo, como los reyes mis predecesores hicieron en su tiempo, a todo lo que puede ser mayor estimación de tales vasallos, y al desconsuelo con que se hallan viendo a don Fernando Valenzuela tan desproporcionadamente incluido en su línea; he tomado esta resolución, quedando según ella privado de todos los honores, preeminencias y prerrogativas que gozan los grandes. Tendréislo entendido en la cámara para ejecutarlo así, y darme cuenta de haberlo hecho. En el Buen Retiro, a 27 de enero de 1677.– Yo el Rey.– Al presidente del Consejo.»– Archivo de Salazar, Est. 7.º grada 1.ª núm. 53.

{14} En treinta y dos mil doblones fue tasado todo lo que se encontró perteneciente a Valenzuela. Pareciéndole poco a don Juan de Austria, y sospechando que habría habido ocultación, requirió al prior del Escorial para que le presentara el tesoro que el preso había llevado allí. La digna respuesta que le dio el religioso le valió amenazas y persecuciones. Se hicieron algunas prisiones en el monasterio; se reconoció escrupulosamente la casa del Nuevo Rezado en Madrid; se giró otra nueva visita al Escorial, se registraron todas las celdas, papeles y muebles, en busca de más dinero y más alhajas, pero todo fue inútil, no se encontró más. La prueba más evidente de que no lo había es que la desgraciada esposa de don Fernando se vio después reducida a vivir de la caridad pública.– Quevedo, Historia y descripción del Escorial, Part. II, cap. 6.º

{15} En Manila fue encerrado en la fortaleza de San Felipe: al principio fue tratado con mucha severidad, mas luego logró alcanzar el favor del gobernador, el cual le permitió salir y representar sus propias comedias. En 1689 obtuvo licencia para trasladarse a Méjico, donde fue bien recibido por el virrey, conde de Gálvez, hermano del duque del Infantado, su primer protector; allí obtuvo una pensión de 1.200 duros, con la cual vivía. Murió, como hemos dicho, de una coz que recibió de un potro que domaba, lo cual ha hecho creer a algunos que era una ocupación y un recurso, pero nosotros creemos que lo hacía solo por afición y recreo.– Gemelli, Viaje a las Islas Filipinas.

{16} Este diálogo, así como las demás circunstancias que mediaron en esta ruidosa prisión, igualmente que otros pormenores de que no hemos creído necesario hacer mérito, se hallan minuciosamente referidos en una Relación manuscrita que existe en la Biblioteca del Escorial, y que escribió sin duda en aquellos días un monje testigo de los sucesos. El ilustrado bibliotecario y ex-monje del mismo monasterio don José de Quevedo en su Historia y Descripción del Escorial, que publicó en 1849, en la parte que arriba hemos citado, nos ha dado a conocer muchos de estos curiosos pormenores.

En este mismo libro se hace un relato de las consecuencias que produjo la excomunión lanzada por el prior contra los profanadores del templo y violadores del sagrado asilo, que manifiesta las costumbres y las ideas que sobre estas materias dominaban en aquel tiempo. Muchas fueron las diligencias y gestiones, muchos los esfuerzos y recursos que emplearon para que el prior los absolviera de la terrible censura. Mas como el sumo pontífice, noticioso del hecho, aprobara y ensalzara la conducta del prelado en la defensa de la inmunidad eclesiástica, y escribiera en este propio sentido a don Juan de Austria y al mismo Carlos II, fue menester que el rey suplicara a Su Santidad por tres veces el perdón de los sentenciados. Al fin el papa expidió un breve cometiendo al nuncio la facultad de la absolución, pero imponiendo a los incursos la obligación de edificar a sus expensas en la iglesia del Escorial una capilla correspondiente a la majestad y grandeza del templo que habían profanado, en la cual se les daría la absolución cuando estuviera concluida.

Largo era el plazo y mucho el coste que la condición les imponía. Pero ellos lograron que el monarca propusiera al pontífice suplirlo con una alhaja tan rica que sobrepujara el valor de aquella obra. Era aquella la caja de un reloj que le había regalado su tío el emperador Leopoldo, de plata sobredorada, guarnecido de delicadísima filigrana, de turquesas, amatistas, granates, y otras piedras preciosas, con colgantes, festones y otros adornos riquísimos y de exquisito gusto y labor. Aceptado el cambio y recibida por el nuncio la alhaja (que con otras muchas fue llevada por los franceses en 1810), se designó la iglesia de San Isidro el Real de Madrid para que los excomulgados recibieran en ella la absolución. El día y hora señalados, en medio de un inmenso gentío, se presentó a la puerta exterior el nuncio de S. S. vestido de pontifical y con grande acompañamiento. A poco comparecieron el duque de Medinasidonia, don Antonio de Toledo y los demás comprendidos en las censuras, todos descalzos y puesta una camisa sobre la ropilla: postráronse a los pies del nuncio, el cual los iba hiriendo en las espaldas con una varita, y luego los tomaba del brazo y los introducía en la iglesia, y con esto y las demás ceremonias de costumbre en casos tales se concluyó aquella ruidosa causa, pero no los disgustos para el prior y otros monjes, que tuvieron que sufrir mucho tiempo la enemiga y la persecución de aquellos resentidos y poderosos magnates.

Entre los preciosos documentos del archivo de Salazar, referentes a esta materia, se encuentra el «Alegato que hizo el monasterio de San Lorenzo del Escorial en la causa sobre la extracción violenta que de su iglesia se hizo de la persona de don Fernando Valenzuela (impreso en treinta folios, Est. 8.º gr. 6.ª);» y el Breve del papa Inocencio XI dirigido a Carlos II sobre lo mismo (MS. en dos folios, Est. 7.º grad. 1.ª).