Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo I
Carlos III en Madrid
Cortes. Primeras medidas de gobierno
De 1759 a 1761

Antes de venir a España establece el orden de sucesión en el trono de Nápoles.– Sentimiento general que su despedida produce en el pueblo napolitano.– Beneficios que le debía aquel reino.– Se embarca, y llega a Barcelona.– Fiestas y agasajos públicos.– Mercedes que dispensa a los catalanes.– Corresponde con beneficios al amor que le muestran los aragoneses.– Llega Carlos a Madrid. Alegría pública.– Tierna entrevista con la reina madre.– Elección de ministros, y provisión de otros empleos.– Levanta el destierro a Ensenada.– Distinciones con que honra a Macanáz y a Feijoo.– Murmuraciones de los fanáticos.– Medidas en alivio de los pueblos.– Pago de deudas atrasadas.– Providencia sobre los bienes del clero.– Reforma de costumbres públicas.– Hace su entrada solemne en la corte.– Fiestas populares.– Cortes de 1760.– Nótanse algunas particularidades de estas Cortes.– Se proclama la Inmaculada Concepción patrona de España.– Jura solemne del rey y del príncipe don Carlos.– Muerte de la reina María Amalia.– Virtudes y carácter de esta reina.– Amargura del rey.– Resolución de no volver a casarse.– Prescribe cómo han de ser los lutos por las personas reales.– Medidas de seguridad pública.– Pragmática prohibiendo el uso de armas blancas y de fuego.– Providencias sobre ornato público.– Empedrado, limpieza y alumbrado de las calles de Madrid.– Organización del cuerpo de Inválidos.– Creación de salvaguardias para la vigilancia pública.– Formación de una milicia urbana.– Su reglamento, servicio y obligaciones.
 

Habiendo muerto sin sucesión Fernando VI (10 de agosto, 1759), recayó la corona de Castilla en su hermano paterno, el mayor de los hijos de Felipe V y de Isabel Farnesio, Carlos rey de Nápoles y de Sicilia, el cual fue solemnemente proclamado en Madrid. Por su parte, tan pronto como tuvo noticia del fallecimiento de su hermano tomó el título de rey de España, y confirmó el nombramiento de su madre para la regencia del reino hasta su venida, volviendo así aquella reina a empuñar, aunque temporalmente, las riendas del gobierno que tantos años había tenido en sus manos, bien que sin título de regente, y solo como esposa del rey.

Antes de venir Carlos a España quiso dejar establecido y arreglado el orden de sucesión al trono de Nápoles, que no dejaba de ofrecer algún embarazo, habiéndose estipulado en la paz de Aquisgrán que si Carlos heredaba el trono español, pasaría su hermano Felipe al de las Dos Sicilias, volviendo entonces los ducados de Parma y Guastalla al Austria, y el de Plasencia se cedería al rey de Cerdeña. Carlos había protestado contra una cláusula que cerraba el camino del trono napolitano a uno de sus hijos. Por fortuna suya, empeñada a la sazón el Austria en la guerra con la Gran Bretaña y Prusia, imposibilitado el sardo para oponerse solo a cualquier arreglo que se intentase, y contando con el interés y el favor de la corte de Francia, logró Carlos que Austria y Cerdeña se conformaran con recibir en indemnización de los estados aplicados a cada una en el tratado de Aquisgrán un capital que redituara cada año la suma equivalente a las rentas libres de aquellos dominios, pactándose al propio tiempo el enlace del archiduque José con una princesa de Parma, y el del archiduque Leopoldo con la infanta María Luisa, hija segunda de Carlos.

Resuelta y arreglada así esta cuestión, restábale otra, aunque de índole más desagradable que difícil, a saber, a cuál de sus hijos dejaría sentado en el trono de Nápoles{1}. Porque el primogénito Felipe, que desde niño había padecido fuertes ataques de epilepsia, se hallaba reducido a tal estado de imbecilidad y de incapacidad mental, que médicos y consejeros unánimemente opinaban que no ofrecía esperanza alguna de que pudiera recobrar nunca la razón ni menos habilitarse para el gobierno. Tuvo, pues, Carlos, como amoroso padre, el dolor y la amargura de tener que reconocerlo y declararlo así; y en su consecuencia designó a su segundo hijo Carlos como futuro sucesor al trono de España, y resolvió dejar el de Nápoles y Sicilia a su hijo tercero Fernando. Quiso solemnizar este acto con todo el aparato de la majestad, y subiendo al solio, circundado de todos los ministros y altos dignatarios del reino, y de los embajadores de las cortes extranjeras, después de conferir a algunos personajes la grandeza y de investir a otros con los collares de la insigne orden del Toisón de Oro y de la de San Genaro (6 de octubre, 1759), ceñidas sus reales sienes con la diadema española, mandó proclamar el acta de sucesión al reino de las Dos Sicilias, llamando en primer lugar a los hijos varones de Fernando, y en su defecto a las hembras, y por último, a falta de directa sucesión, a sus dos hermanos Felipe y Luis, de modo que nunca estuvieran ya reunidas las dos coronas española y napolitana, porque así convenía a la quietud de Italia y de toda Europa. Nombró un consejo de regencia para mientras durase la menor edad de Fernando, niño de ocho años entonces, a cuyo frente puso al marqués de Tanucci, su primer ministro y el hombre de su mayor confianza. Y después de leída en alta voz el acta, y firmada de su mano{2}, tomó una espada, y le dijo al nuevo rey: «Esta es la espada que Luis XIV de Francia regaló a Felipe V vuestro abuelo: de él la he recibido yo, y os hago entrega de ella. No la desenvainéis jamás sino en defensa de la religión y de vuestros súbditos.»

Concluida esta solemne ceremonia, el que dejaba de ser Carlos VII de Nápoles y venía a ser Carlos III de España, encaminose con toda su real familia al puerto, donde hacía días le esperaba para su embarque una escuadra de diez y seis navíos de línea y algunas fragatas, al mando del primer marqués de la Victoria don Juan José Navarro. Notable y sobremanera satisfactoria fue para don Carlos la despedida que le hizo el pueblo de Nápoles. «Todo el pueblo, dice el historiador italiano, grandes, pequeños, hombres, mujeres, niños, jóvenes y ancianos, de toda edad, condición y sexo, estaban sobre la ribera para ser testigos oculares de la partida de su amado dueño, y pocos eran los que podían contener las lágrimas de dolor al ver que se les ausentaba, y de alegría al verle sublimado a mayor y más poderoso solio: todos recordaban lo mucho que había hecho por ellos, sus beneficios, los peligros acaecidos en la guerra, la marina restablecida, el comercio ampliado, las letras y las artes protegidas, los edificios ensalzados, y especialmente el famoso hospicio bajo el Cabo de China para recoger los mendigos, y la grandiosa ciudad de Caserta… Los que recordaban cuál estaba el reino de Nápoles veinte y cinco años antes, mirado solo como la capital de una provincia lejana y despreciada en el fondo de Italia, sujeta a los caprichos de un gobernador inconstante, sin fuerzas, sin marina, sin crédito, se quedaban pasmados y estáticos al ver este reino creado, o por mejor decir, resucitado de nuevo, y en el cual florecían las leyes, la ciencia, la población, el comercio terrestre y marítimo, la disciplina militar, la bandera napolitana navegando en el Canal de la Mancha y en el de Constantinopla… Pórtici con su Museo lleno de curiosas antigüedades, sacadas de Pompeya y Herculano, sirviendo de admiración a todos los extranjeros… el palacio de Cabo del Monte con su soberbia galería y su rara colección de medallas, la policía y el buen gusto por todas partes, la capital hermoseada y enriquecida con nuevas calles, fortificaciones y paseos amenos, la nación napolitana, en fin, otra de la que había sido a principios del siglo…{3}»

No es extraño que Nápoles viera partir con dolor, y que España aguardara con ansia a un príncipe que dejaba allá y traía aquí tan gloriosos recuerdos. Así la ciudad de Barcelona, donde desembarcó (17 de octubre, 1759), le recibió con unánimes aclamaciones, y el marqués de la Mina su virrey, conocido ya de Carlos por sus honrosas campañas en Italia, fue el intérprete de los afectuosos sentimientos de los habitantes del Principado. Todo fueron fiestas y agasajos durante los días de su permanencia en Barcelona, y Carlos correspondió a aquellas demostraciones con un rasgo de generosa política, condonando a los barceloneses los atrasos de la contribución del catastro hasta fines de 1758, y devolviendo a los catalanes algunos de los privilegios que habían gozado antes de sus últimas rebeliones{4}.

Iguales o parecidos testimonios de cariño y veneración recibió, e iguales beneficios dispensó en Zaragoza, donde se vio obligado a detenerse más de un mes a causa del sarampión que atacó a uno de sus hijos, y de otras indisposiciones que padeció la familia real{5}. Luego que recobraron la salud, y sin otro acontecimiento desagradable, continuó su marcha la regia comitiva, entre los halagüeños recuerdos de los festejos pasados y la agradable distracción de los que de nuevo en los pueblos del tránsito recibían, hasta hacer su entrada en Madrid (9 de diciembre, 1759), en medio de una muchedumbre que con aclamaciones de júbilo saludaba a su nuevo soberano, sin que la detuviera para agolparse en su derredor la lluvia que en abundancia a la sazón caía{6}. Tierna y afectuosa cuanto puede imaginarse fue la primera entrevista entre la reina madre y su hijo primogénito, imponderable la alegría de aquella al abrazar en una de las salas del palacio del Buen Retiro aquel hijo por cuya prosperidad había hecho tantos sacrificios, por cuyo engrandecimiento había agitado tantas veces la Europa, y a quien después de veinte y ocho años de ausencia veía volver rodeado de numerosa prole a tomar posesión del trono español después de haber ocupado sucesivamente otros dos que su solicitud maternal le había procurado.

Aunque las ideas de gobierno de Carlos eran harto conocidas, como monarca de tantos años experimentado en Nápoles, había no obstante cierta impaciencia por ver qué rumbo daba a su política en España, si la reina madre recobraría su antigua influencia, o quién la ejercería con el nuevo soberano; y agitaban a los políticos, como en casos tales acontece, temores y esperanzas. No hubo sin embargo esas novedades que deseaban unos y que recelaban otros; al contrario, dio pronto Carlos un testimonio de respeto a la memoria de su hermano, y una prueba de lo poco afecto que era a cambios y mudanzas personales, conservando los últimos ministros de Fernando VI, don Ricardo Wall, el marqués del Campo de Villar y don Julián de Arriaga, a quienes ya conocemos, a excepción del de Hacienda conde de Valparaíso, a quién reemplazó con el marqués de Esquilache, siciliano, cuya integridad y cuya práctica había experimentado en Nápoles. Aun en la real servidumbre hizo muy pocas alteraciones. Ayo de sus hijos nombró al duque de Béjar, para dar empleo de caballerizo de la reina y gentil-hombre de su cámara a don José Fernández de Miranda, a quien engrandeció con el título de Losada, y persona a quien hacía treinta años dispensaba la mayor confianza y familiaridad. El nuevo ministro de Hacienda marqués de Esquilache no era una capacidad, ni un hombre de Estado; pero era incansable en el trabajo, y muy práctico en los negocios ministeriales. Generoso, y hasta pródigo en dar mercedes, pensiones y sueldos para ganar amigos, de faltar a la pureza no había quien le tachara, ni quien abrigara siquiera sospecha; no así de la marquesa su mujer, de quien era fama que abría fácilmente las manos a dádivas y presentes, ya de pretendientes y ya de agradecidos.

Para reemplazar en el confesonario al padre Bolaños, su antiguo y anciano confesor (empleo que aunque no de tan grande influencia como en los reinados anteriores, no carecía de ella en el de Carlos III), tenía a Fr. Joaquín Eleta, franciscano descalzo o gilito, que gozaba de cierta reputación como teólogo y misionero, pero cortísimo en erudición y falto de crítica, más austero que docto, y más desabrido de genio que lo que convenía a hombre de tan delicado ministerio, y que tenía que tratar de cerca en frecuente contacto con monarcas y gentes de corte.

Las primeras y más notables providencias en lo personal, ya que en lo personal estamos, fueron las siguientes. A instancias de su madre Isabel Farnesio mandó salir en un breve término de España al célebre músico Farinelli, no porque el honrado artista hubiese dado motivos para esta determinación, sino porque aquella señora no quiso perdonarle el no haberla acompañado al retiro de San Ildefonso{7}. En cambio alzó el destierro al marqués de la Ensenada y a Antoñana su secretario, si bien aquel ministro no recobró, como esperaba, el valimiento que había tenido en el último reinado. Sacó a don Melchor de Macanáz, ya casi nonagenario, del calabozo del castillo de la Coruña, dándole libertad para restituirse al seno de su familia: acto de justicia harto tardío, bien que no por culpa de Carlos III que lo hizo tan pronto como pudo, pues aquel ilustre y desgraciado magistrado, agobiado de años y de infortunios, no pudo prolongar más de medio año su azarosa vida, que terminó en Hellín, su patria. Hizo el nuevo monarca atentos obsequios y regalos literarios al padre Feijoo, y el sabio monje le dedicó a su vez el último volumen de sus Cartas Eruditas. A petición de Carlos fueron aprobadas por la Congregación de Ritos algunas obras del venerable Palafox, que habían sido puestas en el Índice Expurgatorio, y quemadas por mano de los jesuitas en la corte de España durante la enfermedad de Fernando VI, y el papa Clemente XIII recibió del rey una carta postulatoria interesándole a que activara el expediente de beatificación de aquel ilustre prelado.

Tantas y tan honrosas distinciones dispensadas a las obras y a los hombres que más se habían señalado por su sabiduría y por sus ideas favorables a la libertad del pensamiento y a los derechos del poder civil, al propio tiempo que las más perseguidas por la Inquisición, no dejaron de suscitar murmuraciones hacia el nuevo soberano, especialmente de parte de aquellos que bien hallados con las antiguas ideas, y negándose su entendimiento o rechazando su interés la admisión de otras, propendían a censurar como peligroso para la religión todo lo que se encaminara a corregir inveterados abusos o a disipar añejos errores. Y así no dejaron de difundir especies y sembrar misteriosos pronósticos sobre daños que habían de causar a la fe religiosa un monarca y unos ministros que así empezaban favoreciendo aquellos hombres y aquellos libros.

Las providencias que tomó en materia de administración, como evidentemente encaminadas al alivio de los pueblos, no pudieron dejar de ser bien recibidas. Tal fue la de relevar a los colonos de Andalucía, Murcia y Castilla del pago de las cantidades en grano y en dinero que el Tesoro les había anticipado en los últimos años de esterilidad y de malas cosechas: y sobre todo la de perdonar a las veinte y una provincias de Castilla las sumas de lo que debían por atrasos de alcabalas, cientos, millones, servicio ordinario y extraordinario, hasta fin de 1758, al modo que ya en Cataluña y Aragón lo había hecho respecto a lo que adeudaban por el catastro{8}. Concedió permiso para la introducción de grandes cantidades de granos a fin de fomentar la agricultura, tan decaída en aquellas provincias por falta de sembrados, y facultó a los propietarios de casas de Madrid para que pudiesen redimir la carga de aposento, «regulando, sobre el importe de cada una, el capital a razón de cuatro por ciento.{9}» Adoptó medidas para pagar las deudas de los reinados anteriores, y especialmente las contraídas en el de su padre, destinando a estas últimas diez millones anuales hasta su total extinción, y cincuenta de una vez para que fueran inmediatamente repartidos a los interesados en la corte y en las provincias{10}.

Noticioso de que había algún descuido en la observancia del artículo 8.° del Concordato de 1737, por el cual se declaraba los bienes adquiridos por el estado eclesiástico desde aquella fecha sujetos a las mismas cargas y gabelas que los de los legos, de cuya inobservancia se seguían gravámenes y perjuicios al común de sus vasallos, expidió una real cédula para que se diese puntual y cumplida ejecución a lo prescrito en el citado artículo, acompañando una instrucción sobre la forma en que se habían de justificar las adquisiciones en manos muertas, cómo se habían de cargar los bienes, cómo había de hacerse la cobranza, despacharse los apremios, &c.{11} Y como supiese también los abusos que se cometían en la inversión de los fondos de propios, y de los arbitrios que se imponían sobre los abastos, creó una contaduría general de Propios y Arbitrios, que puso bajo la dirección del Consejo de Castilla{12}. De esta manera procuraba Carlos III que desde el principio apareciera su reinado como beneficioso a los pueblos que había venido a regir.

Amante del decoro en las costumbres públicas, y pronto a corregir lo que daba ocasión a la inmoralidad, a las pocas semanas de su llegada a Madrid mandó reproducir las disposiciones de su hermano relativamente a los teatros o corrales, encaminadas a aquel objeto. «Manda la Sala (decía el bando que se publicó de orden del rey), que en los palcos o balcones, alojeros y tertulias, no entre ni esté persona alguna que no lleve su traje propio, sombrero armado de tres picos, peluquín o pelo propio, redingott o capingott; pero de ningún modo con capa, gorro ni embozo, sin que para el cumplimiento de esta providencia se detengan los señores alcaldes y ministros en la mayor o menor clase de los sujetos, ni en sus fueros de guerra, casas reales, u otros de esta naturaleza, por más privilegiados que sean… Que en los citados balcones y alojeros no se permita poner celosías, ni que estén mujeres cubiertas los rostros con los mantos, &c.{13}»

Y como el abuso de los tapados y tapadas se hubiera hecho extensivo hasta a los paseos más públicos y concurridos, en el propio día hizo fijar otro bando que decía: «Manda el Rey Nuestro Señor, que para desterrar enteramente los perjuicios que se advierten de los embozos en los paseos públicos de esta corte y sus inmediaciones, donde por honrarles con su tránsito o asistencia las personas reales se hace más digno de reparo semejante abuso, y que éste se ha extendido no solo a ir algunos de capa y gorro en sus propios coches, siendo traje impropio al carácter de sus personas y del todo indecente para sitios de tan autorizado concurso, sino que se han propasado otros a ir embozados dentro de los mismos coches, dando en rostro a cuantos son testigos de este exceso, y otros van a pie, arrimándose de embozo a hablar con las personas que van en los coches, aun sin tener conocimiento con ellas, o parándose a ver el paseo en este traje: Y para evitarle en lo sucesivo, ninguna persona, de cualquier estado, calidad, fuero o distinción que sea, baje, ni esté en dichos paseos, a pie, a caballo ni en coche, en otro traje que el propio de su persona, carácter y empleo, según como le usa y se debe usar en una corte de tanta moderación, autoridad y policía; o si fuese de capa, ha de llevar sombrero de tres picos, y peluquín, o pelo propio, sin gorro, cofia, montera, sombrero chambergo, ni embozo alguno…. &c.» Las penas que imponía a los contraventores eran fuertes; baste decir que era por primera vez la de cuatro años de presidio y cien ducados a los nobles, y cuatro años en los arsenales y cien ducados a los plebeyos, y que se duplicaban y triplicaban a los reincidentes.

Como aun no hubiera hecho su entrada pública en la corte, dispúsola para el 13 de julio (1760), día grande y de júbilo para Madrid. La ceremonia se hizo con la más suntuosa y lucida solemnidad. Brillante comitiva acompañó a los reyes, así desde el palacio del Buen Retiro al templo de Santa María, donde primero se dirigieron, como por todas las calles principales que después pasearon por entre arcos de triunfo y otros ornamentos, a competencia preparados por todos los gremios, clases y corporaciones de la corte, que todos expresaban también con alegres vivas su amor al nuevo soberano. Hubo vistosas iluminaciones y fuegos de artificio: las dos compañías cómicas representaron en palacio El triunfo mayor de Alcides, y al día siguiente, en la gran corrida de toros que se celebró, salieron a lidiar varios caballeros en plaza de la primera nobleza, llevando cada uno de ellos detrás multitud de lacayos lujosamente vestidos con libreas de variados colores: numerosas comparsas, danzas de espadas y broqueles, y otros espectáculos y divertimientos, pusieron fin en los siguientes días a aquellos agasajos, que los poetas procuraron amenizar con loas y composiciones, en que por cierto se revela el mal gusto de aquel tiempo.

Para aquellos mismos días estaban convocadas las Cortes generales del reino, con objeto de hacer la jura solemne, así del monarca como del príncipe de Asturias Carlos Antonio. Tenemos a la vista el diario manuscrito de estas Cortes, que aunque llamadas para aquel sencillo objeto, ofrecieron en su reunión particularidades muy dignas de ser notadas. Concurrieron a ellas los procuradores de treinta y seis ciudades y villas, incorporados ya los de Aragón, Cataluña y Valencia con los de Castilla, como diputados de un mismo y solo reino. En la sesión preparatoria, que celebraron en la casa del gobernador del Consejo, se hicieron multitud de reclamaciones y protestas sobre preferencia de lugar, comenzando los de Burgos por reclamar la que correspondía a su ciudad y a otras de Castilla que eran cabezas de reino, sobre la que se pretendía dar a las de Zaragoza, Valencia y Palma. Apoyaron esta pretensión los castellanos: replicaron y sostuvieron su derecho los de Zaragoza: pidieron a su vez los de Cataluña el lugar preferente, que decían corresponderles sobre los de Valencia, y así se fueron multiplicando las protestas, a todas las cuales respondía la Junta que se ejecutase lo dispuesto por S. M., pero que se librase testimonio a cada uno de los reclamantes para que no les parase perjuicio en su derecho. Después de esto se propuso que respecto a hallarse el reino junto en Cortes, cesasen la diputación y comisarios llamados de millones, y se sorteasen otros nuevos entre los procuradores presentes. Acordose así, y se ejecutó de la siguiente manera. En dos cajas grandes cuadradas de plata se insacularon, en la una trece cédulas, correspondientes a otras tantas ciudades de Castilla cabezas de provincia; en la otra once con los nombres de las once ciudades de Aragón, Valencia y Cataluña que no son cabezas de reino. La primera cédula había de sacarse de la caja de Castilla, en señal de la preferencia que este reino había de tener siempre en todos los actos de Cortes sobre los demás, en conformidad a lo resuelto por el rey. Después las restantes de Castilla se unirían a las de los otros reinos en una misma caja, y bien revueltas se sacarían indistintamente y a la suerte una a una, como así se verificó{14}.

Examinados después y aprobados los poderes, y reunidos otra vez el 15 (julio, 1760) todos los asistentes en casa del presidente del Consejo, anuncióseles que el 17 oirían de boca de S. M. la proposición para que el reino recibiese por su única y especial patrona a la Purísima Concepción, ya por la especial devoción que el rey tenía a este santo misterio, ya porque las Cortes de 1621 habían hecho voto y juramento de profesar y defender la doctrina de la Inmaculada Concepción de María. Y en efecto, congregados los procuradores la mañana del 17 en el palacio del Buen Retiro, S. M. sentado en el solio les leyó la proposición, y las Cortes del reino acordaron por unanimidad de votos suplicar al rey se dignase tomar por singular patrona y abogada de estos reinos y los de Indias, y demás a ellos anexos e incorporados a la Virgen Santísima bajo el misterio de su Inmaculada Concepción, «sin perjuicio del patronato que en ellos tiene el apóstol Santiago, al que no puede ofenderse.» Y que se dignara solicitar bula de S. S. en aprobación y confirmación de éste, con el rezo y culto correspondiente, cuyo acuerdo había de confirmarse, y darse de ello testimonio el 19, día señalado para la jura. En aquel mismo día se hizo por los procuradores la siguiente proposición, que nos da una cabal idea de lo que eran las Cortes en aquella época: «Señor, le dijeron al rey, el reino está pronto a hacer no solo el juramento y pleito-homenaje de fidelidad a V. M. y al príncipe nuestro señor, sino que está pronto igualmente a obedecer cuanto V. M. le proponga para acreditar el amor y fidelidad con que desea el mayor obsequio de V. M.» A lo que el rey fue servido responder: «Así lo creo de tan buenos y fieles vasallos.»

Realizose el día designado (19 de julio de 1760) con toda pompa y solemnidad en la iglesia del monasterio de San Gerónimo el acto anunciado de la jura; S. M. fue el primero que juró con la mano puesta sobre el libro de los Santos Evangelios guardar y hacer guardar y respetar la integridad del territorio, y las leyes y costumbres del reino; siguió después el juramento de fidelidad que prestaron los príncipes y princesas, prelados, grandes, títulos de Castilla y procuradores de las ciudades (en el orden que aquí los ponemos), a Carlos III como rey de España, y a Carlos Antonio su hijo como príncipe de Asturias y heredero, del trono. Disolviéronse estas Cortes al tercer día siguiente (22 de julio), y el 23 hubo besamanos general en el real palacio{15}. En celebridad de este suceso se otorgaron muchas mercedes, se hicieron muchas promociones en el ejército y en la armada, y se dio un indulto general a los presos en todas las cárceles del reino.

Casi resonaban todavía los plácemes que estas solemnes fiestas habían arrancado al pueblo español, y aun duraba el gozo de la familia real, cuando un suceso infausto vino a turbar aquella alegría del pueblo y a llenar de amargura el corazón del monarca. La reina María Amalia de Sajonia, que por más de veinte años estaba haciendo su felicidad conyugal, y que desde antes de su venida a España sufría quebrantos en su salud{16}, adoleció gravemente a los dos meses de las juras reales, y de tal manera y con tal violencia se apoderó de ella la fiebre, que ni los recursos de la ciencia ni los más exquisitos desvelos de los que de cerca la asistían, alcanzaron a salvar su preciosa vida, pasando a los pocos días a la vida inmortal (27 de setiembre, 1760) en la florida edad de treinta y seis años, dejando a su esposo y a sus hijos sumidos en el dolor más profundo. «Este es el primer disgusto que me ha dado en veinte y dos años de matrimonio,» dicen que exclamó Carlos III, al modo de Luis XIV cuando perdió a María Teresa de Austria. Y aunque la edad del rey no excedía tampoco de cuarenta y tres años, hizo desde luego propósito y resolución de no contraer otro enlace, dando así un testimonio del eterno amor que se proponía conservar a la virtuosa y amable esposa que acababa de perder.

En efecto, «reina amable, amabilísima reina, y de un corazón extremadamente justo y bueno,» la llama un historiador italiano: «admirable madre de familia, prosigue, cuidadosa siempre, y siempre atenta a la educación de sus hijos, viviendo como una simple particular.{17}» «La crianza de sus hijos, dice un ilustre escritor español, dificultosamente podrá hallar semejanza, no digo entre soberanas, pero ni entre matronas particulares. Teníalos siempre junto a sí, dábales muy santas instrucciones, y si parecía conveniente, los castigaba con sus reales manos, dando en esto un importante ejemplo a las madres…» «Tenía, dice también, para su retiro un pequeño gabinete a modo de celda, adornado con un Cristo y una calavera, en que a modo de religiosa se ejercitaba en las consideraciones y ejercicios cuyos frutos la servirán ahora de delicia{18}.» Y algún defecto y algún arranque de genialidad, de que otro escritor contemporáneo nos ha conservado noticia y de que cita algunas anécdotas{19}, no eran tales que afectasen en nada al fondo de su amabilidad y de sus virtudes. Cierto que aquella augusta señora demostraba agradarle poco las cosas y las costumbres de España, el aspecto de las poblaciones, las intrigas cortesanas, el trato de las damas de la primera nobleza, y otras cosas de que solía mostrarse poco satisfecha. Pero en cambio miraba con verdadero interés la suerte del reino, y dotada de talento claro daba al rey consejos saludables para que le mantuviera en tranquilidad, y para que no rompiera aquella provechosa neutralidad en que tan prudentemente había sabido conservarle su hermano. Falta hicieron después a Carlos, como luego habremos de ver, las oportunas amonestaciones de la reina Amalia; desgracia fue para él y para España que le faltara su buen consejo.

Aquí terminaríamos este capítulo. Mas como en los siguientes haya de ocuparnos uno de los actos de la política exterior de este monarca que tuvieron más largas y más graves consecuencias en su reinado, cúmplenos antes dar a conocer, por las medidas de gobierno interior que siguió tomando en estos primeros tiempos, el espíritu de que venía animado.

En consonancia con el que dictó las primeras providencias que hemos mencionado, y atendiendo con minuciosa solicitud a corregir todo lo que notara de contrario a la modestia, a las buenas costumbres, al decoro y al ornato público, la muerte misma de su esposa le dio ocasión para poner coto al abuso que se observaba en los lutos por las personas reales, mandando que los vestidos de los hombres fuesen de paño o bayeta, con capas largas los que las usaran, y los de las mujeres de bayeta en invierno y de lanilla en verano, prohibiendo que se diesen lutos a los cocheros y sirvientes por muerte de personas reales, pues bastantemente, decía, se manifiesta el dolor y tristeza de tan universal pérdida con los lutos de los dueños; y así se cumplirá y observará con la puntualidad que corresponde, sin permitirse exceso alguno.{20}»

No contento con lo que había prescrito relativamente a los embozados, en teatros, calles y paseos, para evitar insultos, pendencias y otros excesos, expidió una pragmática, revalidando todas las anteriormente dictadas sobre la materia, y prohibiendo con el mayor rigor y bajo graves penas el uso de las armas cortas de fuego, como pistolas, trabucos y carabinas, que no llegaran a la marca de cuatro palmos de cañón, y el de armas blancas, como puñales, guiferos, almaradas, navajas de muelle con golpe o virola, daga sola, cuchillo de punta, chico o grande, &c. bajo la pena de seis años de presidio a los nobles, y seis de trabajo en las minas a los plebeyos: permitiendo solo a los hijosdalgo, así de Castilla como de la corona de Aragón, el uso de pistolas de arzón cuando fuesen a caballo, y mandando que ningún cochero, lacayo ni criado de librea pudiera llevar ceñida espada, sable, ni otra arma blanca, sin más excepción que los de la casa real{21}. Providencia oportunísima, porque nada más ocasionado a riñas, desafíos, heridas y asesinatos que aquella excesiva libertad, por el desgobierno de anteriores reinados introducida, de andar los hombres armados, como si fuese la guerra el estado social, favoreciendo grandemente la perpetración de crímenes la depravada costumbre de los embozos, cuyo conjunto ofrecía el aspecto de una sociedad de gente aviesa y de mal vivir, aunque así no fuese.

El que siendo rey de las Dos Sicilias había trasformado completamente la ciudad de Nápoles, embelleciéndola con mil obras de utilidad y de ornato, y convirtiéndola en una población magnífica, mansión digna de un rey, y capital digna de un gran pueblo, no podía sufrir el desaseado aspecto que la corte de su nuevo reino y de su país natal entonces ofrecía. A irle mejorando enderezó diferentes disposiciones, cuya índole misma nos revela el lamentable atraso en que el ramo de policía urbana se encontraba, no obstante algunas tentativas que recientemente en el reinado de su hermano se habían hecho en este sentido. Tuvo que comenzar Carlos III por mandar empedrar, limpiar y alumbrar las calles de Madrid, que de todo esto carecía la corte de España, e hízose con arreglo a los planos e instrucciones presentados por el célebre ingeniero siciliano Sabattini, a quien sus obras en Nápoles habían dado ya gran reputación, y que en España fue sucesivamente oficial, coronel, brigadier, mariscal de campo e inspector general del real cuerpo de ingenieros; académico de mérito de la de San Lucas de Roma, individuo de la de los Arcades, y finalmente, uno de los profesores más condecorados que se han conocido en Europa.

La Instrucción de 14 de mayo (1761), dada en Aranjuez, prescribía a los dueños de las casas la obligación de embaldosar los frentes y costados de ellas con baldosas de piedra berroqueña de tres pies en cuadro, sin exceptuar las comunidades religiosas, parroquias, iglesias y ermitas, que habían de costearlo de sus rentas, y sin eximir a las órdenes mendicantes, que lo habían de ejecutar con el producto de las limosnas que recogieran, ni más ni menos que las obras de sus iglesias y conventos. Obligose también a unos y a otros a poner en los aleros de los tejados de sus casas o edificios canalones de hoja de lata con sus desagües correspondientes a lo ancho de cada calle; a hacer conductos, sumideros, atarjeas, pozos y sumideros, así para las aguas limpias como para las inmundas, con arreglo a un diseño; y se tomaban otras disposiciones conducentes a la limpieza y aseo de las calles, plazas y mercados. El empedrado de las calles, no comprendida la parte contigua a las casas, se había de hacer a costa del público, con baldosas de un pie en cuadro rayadas, rematando en punta por la parte inferior, en la forma que estaban las del patio, pórtico y entrada del real palacio, «para la comodidad, decía, de los coches y gente de a pie.» Pero entre las diferentes prescripciones de esta ordenanza, hay una, que es la 13.ª, la cual nos descubre a dónde llegaba el desaseo de la corte de España en aquel tiempo, puesto que en ella se ordena que desde el principio del año entrante no se permita andar cerdos por las calles de Madrid, «sin embargo de cualquier privilegio que pretendan tener los religiosos de San Antonio Abad, a los cuales se recompensará con que de cuenta del caudal de Causa pública se satisfará el gasto que ocasione la guarda que sea necesaria para sacarlos al campo.{22}» A estas medidas siguió a poco tiempo la del alumbrado nocturno, mandando que todas las calles de la capital estuvieran alumbradas con faroles, desde el anochecer hasta las doce de la noche, en los meses desde 1.º de octubre hasta fin de marzo de cada año, «para obviar, decía, los escándalos, robos y otros insultos que facilita la oscuridad de la noche.» Y de esta obligación que imponía a los vecinos, no eximia tampoco a las comunidades religiosas, ni a las iglesias y conventos{23}.

Merece notarse la manera como supo utilizar, haciéndola servir para la conservación de la tranquilidad pública y para la seguridad de los ciudadanos, una institución que halló establecida por su padre, pero cuya organización encontró ya viciada. Hablamos de la institución del cuerpo de Inválidos creada por Felipe V. Carlos III dio una nueva organización a estos veteranos inutilizados en el servicio de las armas. Dividió primeramente los cuatro cuerpos de los llamados hábiles que existían en Castilla, Galicia, Extremadura y Andalucía, en treinta compañías sueltas, repartidas en Madrid, Castilla, Galicia, Andalucía y Guipúzcoa, haciendo de los inhábiles dos cuerpos de 800 a 1000 hombres cada uno, los destinó a Sevilla y San Felipe. El de inválidos hábiles de Madrid, compuesto de más de 1.500 plazas, estaba encargado de velar por la tranquilidad de la población: de cada compañía se distribuían cada noche en ciertos puestos veinte o treinta soldados de los más ágiles, nombrados salvaguardias, que estaban de vigilantes hasta cierta hora de la noche, pasada la cual recorrían las calles de su respectivo distrito repartidos en patrullas, que se relevaban cada dos horas. A estos veteranos, perfectamente regimentados, les estaba encomendada la inspección de las casas públicas y de hospedaje, la entrada y salida diaria de los forasteros, el cuidado de espiar la gente ociosa, vagabunda o sospechosa de mal vivir.

No contento con esto el celoso monarca, creó un cuerpo de Milicia urbana de 450 plazas, agregado al de Inválidos, y sacado de los menestrales y artesanos honrados, admitiendo también en clase de voluntarios distinguidos a los hombres acomodados y de honrada vida que por amor al bien común y a la quietud pública quisieran alistarse en esta milicia sin recibir prest ni vestuario. El objeto y ocupación de los milicianos urbanos era patrullar de noche, mezclados con los inválidos, quedándoles el día libre para dedicarse a sus industrias y oficios. Encargábase patrullar en las primeras horas de la noche a aquellos artesanos que no tenían vela, como barberos, albañiles y otros de esta especie, y desde las diez en invierno y las once en verano eran relevados por los de los gremios, como eran sastres, zapateros, carpinteros y otros que tenían velada. Un reglamento bien combinado les prescribía sus obligaciones, y la manera como habían de entenderse con el comandante militar y con la sala de alcaldes en todo lo relativo a la persecución y aprehensión de malhechores, así como para el mantenimiento del orden en los espectáculos públicos{24}.

De esta manera continuaremos viendo en los años siguientes a Carlos III dictando saludables medidas de gobierno, de orden, de cultura y de ornato público; pero nos limitamos en este capítulo a apuntar algunas de las más principales que providenció en los dos primeros años de su reinado, suspendiendo aquí esta materia, para dar lugar a la relación de acontecimientos exteriores de gravedad suma en que por este tiempo se hallaba ya empeñado.




{1} Tenía entonces don Carlos seis hijos varones y dos hembras: Felipe, nacido en 1747; Carlos Antonio en 1748; Fernando, en 1751; Antonio Pascual, en 1755; Francisco Javier, en 1757; María Josefa, en 1744, y María Luisa, en 1745.

{2} El abate Beccatini inserta íntegro este interesante documento que empieza: «Nos Carlos por la gracia de Dios, &c.= Entre los graves cuidados que nos ha ocasionado la monarquía de España y de las Indias, después de la muerte de mi muy amado hermano el rey Católico Fernando el VI, ha sido uno de los más serios la imposibilidad conocida de mi primer hijo. El espíritu de los tratados de este siglo muestra que la Europa desea la separación de la potencia española e italiana. Véome, pues, en la precisión de proveer de legítimo sucesor a mis estados italianos, para partir a España, y escoger entre los muchos hijos que Dios nos ha dado, y decidir cuál sea apto para el gobierno de los pueblos que van a recaer en él, separados de la España y de las Indias. Esta resolución que quiero tomar desde luego para la tranquilidad de la Europa, y para no dar lugar a sospecha alguna de que medite reunir en mi persona la potencia española e italiana, exige que desde ahora tome mis medidas respecto a la Italia… &c.»– «Tengo en mi casa un cuadro que representa este solemne acto, dice el conde de Fernán Núñez, en su Compendio histórico de la Vida de Carlos III

{3} Beccatini, Vida de Carlos III, libro II.

{4} Cartas del rey y de la reina al ministro Tanucci de Nápoles.

{5} «Zaragoza festiva en los fieles aplausos del ingreso y mansión en ella del rey nuestro señor don Carlos III.»

{6} El más reciente historiador de Carlos III, señor Ferrer del Río, cuenta algunos pormenores y pequeñas circunstancias de este viaje, tales como la de que el vestido del rey era una casaca de color de plomo, y de paño de no muy buena calidad, el de la reina una bata de lana de color de hábito franciscano; la de unas palabras severas que dirigió al obispo de Lérida que se le presentó a hacerle un regalo de varias alhajas; la de haber pasado la familia real una mala noche en Alcalá, por no haber llegado a tiempo las camas de los infantes a causa del mal estado de los caminos, y otros semejantes que a nosotros, autores de una Historia general, y no de la especial de un reinado, no nos es dado detenernos a referir.

{7} Este insigne músico, de quien tanto hablamos en el libro anterior, y que tan honroso papel desempeñó en los dos últimos reinados, cuando salió de España se retiró a Bolonia, donde construyó una hermosa casa de campo fuera de la puerta llamada de Zaragoza, y en la cual, dedicado al cultivo de su jardín y al ejercicio del harpa, recibía a los muchos extranjeros de distinción que iban a conocerle y visitarle. Allí estimuló al Padre Martini a escribir la Historia de la Música, ayudándole con su caudal a reunir la más selecta colección de obras de música que se ha conocido. Generoso en su retiro, como lo había sido en la corte de España, dispensó con mano liberal inmensos beneficios a los habitantes de aquella comarca, que lloraron su muerte, acaecida en 15 de julio de 1782, a los 78 años de su edad.– Fernán Núñez dice haber comido con él en su casa de campo en 1772.

{8} Real cédula de 13 de febrero de 1760.

{9} Edicto de 12 de agosto de 1760.

{10} Digna de elogio fue ciertamente esta medida. Pero no es exacto lo que dice el señor Ferrer del Río (Historia de Carlos III, tomo 1, página 262), y han dicho antes que él otros autores, a saber, que Fernando VI nada había hecho para extinguir aquellas deudas. De no ser esto exacto certifica la siguiente real cédula de Fernando VI dada en San Lorenzo a 26 de octubre de 1756. «No satisfecho, dice, mi deseo del bien de mis vasallos con lo que desde mi ingreso a la corona se ha atendido al desempeño y pago de las deudas y créditos contra la Real Hacienda anteriores a mi reinado, sin embargo de lo que han podido impedir su práctica la difícil exacción de las contribuciones de los pueblos en el mismo tiempo, las frecuentes remisiones y bajas concedidas a muchos, y el indispensable dispendio de crecidos caudales para soportar la indigencia cuasi general del reino por la precedente esterilidad y plagas experimentadas desde entonces: Y queriendo darles mayores pruebas de lo que me ocupa el cuidado y solicitud de su beneficio, por cuantos medios y arbitrios se presenten útiles: He resuelto que por la tesorería general se separen y pongan en el actual pagador de juros doscientos y sesenta mil escudos de vellón en cada un año… para que se conviertan en socorro y pago de las deudas y créditos causados hasta el fallecimiento del rey mi señor y padre, prefiriendo los más piadosos y recomendables, y también los pertenecientes al siglo presente, en que los empeños se hicieron más forzosos por razón de la guerra y otras graves urgencias: Que para que la distribución sea equitativa… &c. &c.» Prosigue estableciendo las reglas a que han de atenerse para la justa distribución.– Tomó además con este mismo objeto otras disposiciones que dejamos citadas en el cap. 6.º, libro III, parte III de nuestra Historia.

{11} Real cédula de 29 de junio de 1760.

{12} Cédula de 19 de agosto.

{13} Bando de 19 de enero de 1760.

{14} En este sorteo tocó la preferencia del primer género a la ciudad de Palencia: en el que se hizo después, juntas ya todas las cédulas, salieron por el orden siguiente: Salamanca: Toro: Tarragona: Ávila: Calatayud: Jaca: Madrid: Fraga: Cuenca: Zamora: Gerona: Valladolid: Segovia: Guadalajara: Peñíscola: Cervera: Extremadura: Galicia (estas dos provincias no tenían ciudad determinada que las representara): Tarazona: Soria: Tortosa: Borja: Lérida.– Diario de las Cortes de 1760.

{15} Sentimos no poder informar a nuestros lectores de multitud de circunstancias y curiosos pormenores de estas Cortes que se leen en el proceso que tenemos a la vista, minuciosamente relatados con todas las escrituras y documentos, todas las fórmulas del ceremonial, los nombres y colocación de cada uno de los jurantes, &c., &c.; pero la pieza es voluminosa, y la naturaleza de nuestra obra no permite insertarla íntegra, ni a nuestro objeto cumple otra cosa que la sucinta noticia que de ella damos.

{16} Al decir de algunos no la gozó completa desde que en Nápoles dio una fuerte caída del caballo; al decir de otros la habían afectado sobremanera las desgracias de su familia, que después de tantos estragos y horrores causados por austriacos y prusianos, aun no había podido tomar posesión del electorado de Sajonia. Ambas causas pudieron contribuir a alterar y quebrantar su salud.

{17} Beccatini, Vida de Carlos III, libro III.

{18} Flórez, Reinas Católicas.

{19} Fernán Núñez, Compendio, Parte II.

{20} Bando de 8 de octubre, 1760.

{21} Pragmática de 26 de abril, 1761.

{22} La Instrucción está rubricada por el obispo de Cartagena, gobernador del Consejo, «Aprobada por S. M. y refrendada por el marqués de Esquilache.»

{23} Bando de 2 de octubre de 1761.

{24} Reglamento de 28 de mayo de 1761, dado en Aranjuez, y refrendado por don Ricardo Wall.