Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VIII ❦ Reinado de Carlos III
Capítulo II
El pacto de familia
Guerra con la Gran Bretaña
De 1760 a 1763
Estado de la guerra general.– Situación de cada potencia.– Congreso de Augsburg.– Cuestión de Francia e Inglaterra.– Cómo empezó a mezclarse en ella el monarca español.– Antecedentes y causas de la política de Carlos III.– Los ministros Choiseul y Grimaldi.– El Pacto de familia.– Artículos y cláusulas del tratado.– Quejas y reclamaciones de Inglaterra.– Contestaciones entre Pitt, Bristol y Wall.– Retirada del embajador inglés.– Declárase la guerra.– Intentan Francia y España comprometer en su causa a Portugal.– Respuesta del monarca lusitano.– Invaden tropas españolas aquel reino.– Manifiesto de Carlos III de España.– Conquistas de los españoles.– Toman a Almeida.– Deja el mando del ejército el marqués de Sarriá, y le toma el conde de Aranda.– Retírase a cuarteles de invierno.– Lucha entre Inglaterra y las naciones borbónicas en América.– Ataque de los ingleses a la Habana.– Célebre sitio.– El almirante Pocock: el capitán general Prado: el comandante Velasco.– Medios de defensa.– Se apoderan los ingleses de la Cabaña.– El castillo del Morro.– Resistencia heroica de Velasco.– Estallido de una mina.– Asalto del fuerte.– Muerte gloriosa de Velasco.– Ondea el pendón británico en el Morro.– Ataque a la plaza.– Intimación y capitulación.– Los ingleses dueños de la Habana.– Apodéranse también de Manila.– Toman los españoles la colonia del Sacramento.– Tratos de paz.– Deseos de Francia y España.– Disposición del ministro inglés Butte.– Preliminares. Tratado de paz de París.– Condiciones a que se sujetó cada una de las potencias.
La guerra ardía por tierra y por mar, en Europa y en América, de una a otra extremidad del globo, con gran quebranto de las potencias en ella empeñadas, que eran muchas, pero siendo ingleses y franceses los que más desesperadamente se combatían en uno y otro hemisferio. Inglaterra, aunque agobiada con el peso de una deuda pública enorme, al fin había alcanzado triunfos y ganado territorios y dominios, especialmente en la Indía y en el Canadá, de donde había ido arrojando a los franceses; mientras que Francia había ido perdiendo sus colonias, veía arruinada su marina, agotado su tesoro, y el pueblo aniquilado y sin fuerzas ya para soportar tantos descalabros y tantos sacrificios. Inglaterra y Prusia, aprovechando la posición ventajosa en que la fortuna las había colocado en 1759, brindaron con la paz a las potencias beligerantes: Francia y Austria la rechazaron, por lo mismo que las condiciones les habían de ser muy desventajosas en tanto que la suerte de las armas no mejorara su situación, y volvieron a pelear encarnizadamente, sin que la muerte repentina de Jorge II de Inglaterra (25 de octubre, 1760), y la elevación al trono de su nieto Jorge III dieran descanso a aquella gran lucha.
A principios de 1761, antes de abrirse la campaña, los gabinetes de Versalles y de Viena, que antes habían rechazado la proposición de la Gran Bretaña, juntamente con los de San Petersburgo, Estocolmo y Varsovia, convinieron en aceptar juntos y separados la negociación de la paz. Las declaraciones, firmadas en París (25 de marzo, 1761), fueron enviadas a Londres. Inglaterra y Prusia dieron su contra-declaración, y se acordó la reunión de un congreso de plenipotenciarios en Augsburgo. Convínose en él en que la cuestión de América se trataría separadamente entre Francia e Inglaterra, como querella exclusivamente suya: error grande de la Francia, consentir en separar su causa de la causa general, y error de que vinieron, como vamos a ver, grandes y largos males a España. Inglaterra, victoriosa en América, con un hombre del espíritu, de la elocuencia y de la fecundidad de Pitt a la cabeza del ministerio, y con un pueblo resuelto a no restituir una sola pulgada de sus conquistas, había de querer dar la ley a Francia, arrojada del Nuevo Mundo, agotadas sus fuerzas interiores, y con un primer ministro tan disipado y altanero como Choiseul. Así fue que después de haber consentido en la cesión del Canadá, del Senegal y de la Gorea, tuvo el gabinete de Versalles que sufrir la humillación de ver sus ofrecimientos rechazados desdeñosamente por la Gran Bretaña (mayo, 1761).
En tal situación nada hubiera podido ser más conveniente a la nación española que mantenerse en la neutralidad en que discretamente había sabido conservarla Fernando VI, extraña a las contiendas entre aquellas dos naciones. Pero desgraciadamente Carlos III no creyó deber seguir aquella política y aquellos principios. Carlos no había olvidado nunca y tenía grabado constantemente en su pecho el ultraje que le hicieron los ingleses cuando le obligaron, siendo rey de Nápoles, de una manera irritante a jurar aquella neutralidad forzada en la guerra con su hermano{1}. Habíale mortificado siempre ver aquella nación ejerciendo el comercio de contrabando en las Indias Occidentales, apoderarse de territorios de España en la costa de Honduras, no permitir a los españoles pescar en el banco de Terranova, y poseer una de las plazas más fuertes en nuestra propia península. Carlos era por lo menos tan afecto, cuando no lo fuese más que su padre, a los Borbones de Francia. Veía además la marina francesa destruida, la inglesa enseñoreando los establecimientos franceses en las dos Indias, y temía que corrieran igual suerte las colonias españolas, objeto de la codicia británica. De estas disposiciones del monarca español procuró aprovecharse el gabinete francés con el auxilio de sus agentes, y principalmente del embajador marqués de Ossun, para comprometerle en su causa, no dejando de pintar a los ingleses como los enemigos capitales de todas las naciones que tuvieran posesiones marítimas, y como los tiranos del mar.
Mientras vivió la reina Amalia, aquellas tendencias y estas sugestiones estuvieron contenidas y como embotadas por la influencia y el sano consejo de aquella prudente y discreta señora: y las gestiones del embajador español en Londres, conde de Fuentes, sobre usurpaciones y agravios de los ingleses, y las respuestas, aunque dilatorias, del ministro Pitt, más camino llevaban de avenencia que de rompimiento. Pero con la muerte de aquella reina faltó quien le fuera a la mano a Carlos en su enojo con Inglaterra, quien neutralizara los esfuerzos del ministro francés Choiseul y del embajador Ossun para empujarle a marchar por el camino a que le impulsaba ya la pendiente de sus inclinaciones. Algo, aunque débilmente, procuraban todavía contenerle el marqués de Tanucci, su antiguo ministro de Nápoles, y Masonés de Lima, su embajador en París, ambos partidarios de la neutralidad: mas este débil influjo se eclipsaba ante la gestión inmediata y constante del ministro francés, que a toda hora le representaba las desdichas de su nación, los peligros que corría España de experimentarlas iguales, y la gloria que ganaría la familia Borbón en unirse para conjurarlos. Así fue que Carlos removió a su embajador en París, reemplazándole con el marqués de Grimaldi, ilustre genovés al servicio de España, y ministro español en la Haya en aquel tiempo. El nuevo embajador Grimaldi comenzó pronto a obrar en el sentido que más podía agradar a su soberano, y con una actividad que a Carlos lisonjeó mucho, ponderando que había hecho más en tres días que su antecesor en todo el tiempo{2}.
Mucho fue en efecto proponer la unión marítima de ambas coronas para asegurarse mutuamente sus posesiones de América y la India, y apuntar la idea de que convendría también unirse para ventilar a un mismo tiempo sus respectivas reclamaciones con la Gran Bretaña, de modo que no se hiciera ajuste sin comprender las unas y las otras: idea que acogió Choiseul con avidez, como que equivalía a ligar la suerte de ambas naciones, que era precisamente su propósito. Y sobre aquella prenda fundó la minuta del tratado que envió a España, encaminado a hacer permanentes e indisolubles las obligaciones de parentesco y amistad de los dos soberanos, español y francés, sentando como base fundamental que ambos mirarían como enemigo común al que lo fuese del uno o del otro, y que ninguna de las dos potencias podría tratar, ni menos concluir paces, ni aun escuchar proposiciones de acomodamiento sin consentimiento de ambas{3}. Por más que este proyecto adoleciera de la patente injusticia de envolver en compromisos iguales a dos naciones que se encontraban en situación tan diferente, siendo tan desahogada y ventajosa la de España como era la de Francia apurada y triste, y por más que el mismo Grimaldi después de su descuido hiciera sobre ello reflexiones oportunas, obcecose Carlos hasta aceptar el proyecto con ligeras modificaciones, inclusa la cláusula de hacer extensiva al continente europeo la mutua defensa y seguridad de las posesiones ultramarinas, pues de poco servía que se exceptuaran los compromisos de Francia en sus guerras con los Estados de Alemania y del Norte, si se añadía: «salvo el caso en que fueran invadidas las fronteras francesas, o se declarara en contra suya alguna potencia marítima,» casos ambos verosímiles y casi seguros.
Tratose pues un convenio secreto entre don Ricardo Wall y el conde de Choiseul, que vino a ser como el precursor del Pacto definitivo de familia{4}, y de ambos supo aprovecharse mañosamente Choiseul, antes que se formalizaran, para mezclar ya a España, aun a pesar del rey Carlos y del mismo Grimaldi, y presentar ligados los intereses y reclamaciones de ambas potencias en la negociación de paz que Francia tenía pendiente con la corte de Londres. Tres eran las peticiones que hacía a favor de España, a saber; la devolución de algunos buques españoles apresados como contrabandistas, el privilegio de la pesca en el banco de Terranova, y la demolición de los establecimientos ingleses en el golfo de Honduras; concluyendo con significar, que de no acceder a estas tres peticiones o a alguna de ellas, en el caso de estallar la guerra con España el monarca francés se vería obligado a prestar socorros al español. Con razón sorprendió a la corte británica el inusitado giro que se daba a la negociación, pues era cosa nueva en los tratos diplomáticos hacer jugar los intereses de una nación con quien se estaba en paz como condición de un avenimiento con otra con quien se estaba en guerra. Así fue que el altivo Pitt, ofendido de este ardid diplomático de índole tan peregrina, no contento con pedir a su vez la cesión absoluta por parte de Francia del Canadá, del Senegal y la Gorea, la restitución de todas las conquistas francesas en las dos Indias y en Europa, la demolición de Dunkerque, y la evacuación inmediata de Ostende y de Newport, añadió que jamás el rey de la Gran Bretaña consentiría en que se mezclaran en la negociación pendiente con el francés sus desavenencias con España, y que miraría como un insulto a su dignidad toda insistencia y todo paso que en lo sucesivo en este sentido se diese.
A mayor abundamiento se autorizó al conde de Bristol, embajador inglés en Madrid, para que declarase a esta corte que su unión con Francia no conduciría en manera alguna al arreglo de sus diferencias; que solo en el punto relativo al derecho de pesca en Terranova era en lo que no cedería el monarca británico, en los demás podía haber fácil avenencia, entendiéndose siempre sin intervención de Francia. Recibió además lord Bristol encargo de pedir explicaciones claras y terminantes acerca de los preparativos marítimos que en los puertos españoles se hacían. A esto último contestó el ministro Wall verbalmente con razones dirigidas a desvanecer toda sospecha de intención por parte de España de faltar a la amistad y buenas relaciones que existían con Inglaterra. En cuanto a las tres reclamaciones, contestó que los españoles las miraban como de derecho incontestable, calificando de un modo fuerte la conducta de Inglaterra. Y respecto a la unión de España con Francia, declaraba que nadie podría impedir a dos monarcas de la familia de Borbón darse cuantos testimonios les pareciese de mutuo afecto y amistad. Y en efecto, diéronse inmediatamente uno que valía por muchos, firmándose en Versalles (25 de agosto, 1761) la convención secreta y el Pacto de Familia, de que se mostró satisfecho, como de un negocio felizmente terminado, Carlos III.
Las bases principales del Pacto de Familia eran: que los dos soberanos se obligaban en adelante a considerar toda potencia que fuese enemiga de uno como si lo fuese de ambos: –a defender recíprocamente sus Estados en todas las partes del mundo, terminada que fuese la guerra: –a socorrerse mutuamente con fuerzas de mar y tierra, no comprendiendo en este empeño las guerras que Francia tuviera que sostener a consecuencia del tratado de Westfalia y de sus alianzas con los príncipes y estados germánicos, a no ser en el caso de invasión del territorio francés, o de que en aquellas guerras tomara parte activa alguna potencia marítima: –no se haría ni se admitiría proposición de tregua ni de paz de sus mutuos enemigos sin consentimiento anterior de ambas partes: –los intereses de ambas naciones serían considerados como si las dos potencias no fueran sino una sola: –los súbditos de ambas coronas disfrutarían tan iguales derechos y beneficios, que se tendrían como naturales de ambos países, y como si no hubiera ley de extranjería para ellos: –hacíase extensivo este pacto a los otros dos Borbones, el rey de Nápoles y el duque de Parma, y no se daba participación a ninguna otra potencia que no fuese de la familia borbónica{5}.
Ya no era posible prometerse avenencia entre las cortes de París y Londres, por más que uno y otro gabinete se hicieran todavía proposiciones y se dieran respuestas aparentando querer entenderse. El gobierno español aún se mostraba pacífico, pero el rey se conoce que estaba resuelto a todo, cuando decía con cierta arrogancia a su antiguo ministro y confidente Tanucci: «Si Pitt quiere romper, que rompa.» Y era así, que Pitt quería romper; porque Pitt había traslucido la convención secreta entre los gabinetes de Madrid y Versalles, y viendo en ella un principio de hostilidad, con la resolución y viveza propias de su genio, propuso que se declarara la guerra a España para castigarla de haberse ingerido en los negocios de Inglaterra. Pareció esta resolución demasiado violenta a sus compañeros, y no fundada en pruebas bastante claras. Con esto Pitt, que estaba acostumbrado a ejercer una influencia marcada sobre sus colegas, ofendido de verse contrariado en una cuestión en que creía interesado el honor nacional, hizo dimisión del ministerio, diciendo que él no respondía de las consecuencias de una política que no dirigiera, y envió los sellos al rey, que los recibió con cierta frialdad (octubre, 1761), y sin instarle a que volviera a tomarlos{6}. La súbita retirada de Pitt permitió a España algún respiro y le dio tiempo para prepararse. Mas estos mismos preparativos, junto con el poco secreto que, de estudio o por carácter, guardó el gobierno francés acerca del Pacto de familia, mostró muy pronto a los ministros ingleses la previsión de Pitt, y los sacó del error en que ellos estaban, de modo que ellos mismos se vieron en la necesidad de seguir la política del ministro caído, que así volvió a engrandecerse en la opinión y a acreditarse de previsor y perspicaz.
El embajador inglés Bristol recibió orden terminante de su gobierno de averiguar lo que hubiera de positivo y cierto respecto al Pacto de familia. Las ásperas y desabridas respuestas del ministro español Wall al embajador británico no parecían de aquel mismo hombre en otras ocasiones tan comedido. Severísimas inculpaciones hizo al gobierno de la Gran Bretaña; no negó que sería el primero en aconsejar a su soberano que llamara su pueblo a las armas antes que ser víctima de la tiranía inglesa, y a este tenor le dio otras no menos agrias contestaciones{7}; añadiendo que su soberano no podía consentir que otro soberano, pariente y amigo suyo, recibiera la ley de un vencedor insolente. Por lo menos estas o parecidas eran las contestaciones de Wall al decir de lord Bristol en sus despachos. Como éste insistiese en obtener una respuesta categórica, remitiose Wall a una comunicación que decía iba ya marchando para el embajador español en Londres conde de Fuentes. Pero todavía apuró, ciertamente sin necesidad, por una respuesta aún más clara sobre la existencia del Pacto de familia, preguntando: «¿Es cierta la unión de las cortes de Madrid y París contra la Gran Bretaña? La negativa de una contestación categórica se considerará como una declaración de guerra.»– «¿Y qué sucederá? le preguntó a su vez enérgicamente Wall: ¿tenéis orden de retiraros?»– «Sí,» le contestó el inglés. Entonces Wall le rogó que hiciera aquella misma reclamación por escrito. Hízolo así el embajador: retirose Wall, y a las cuarenta y ocho horas hizo poner en sus manos (10 de diciembre, 1761) una carta, cuyas últimas frases eran: «Puesto que el gobierno inglés hace en estos momentos inevitable la guerra, V. E. puede retirarse cuando guste y del modo que más le convenga: esta es la única respuesta que S. M. me manda darle.{8}» Y a la carta iba unida una esquela de despedida. Bristol pidió sus pasaportes, y se retiró sin dilación.
A los pocos días (15 de diciembre) la Gaceta de Madrid publicaba un Manifiesto, en que después de hacerse cargos y acusaciones graves a Inglaterra por el desprecio con que un año y otro había mirado y tratado las reclamaciones de España, y por el desdén con que había rechazado las proposiciones de paz de la corte de París, y de atribuirle el designio de apoderarse de las posesiones españolas como de las francesas en América y en la India, calificaba el paso de Bristol de atrevido y desdoroso a la dignidad del monarca español; afirmaba que los españoles se alegraban de que la nación inglesa hubiera provocado tan abierta y tenazmente a su soberano, en lo cual veía que la Providencia le deparaba la ocasión de ser el instrumento para abatir, en unión con otras potencias, el orgullo de aquella soberbia nación, y concluía mandando apresar y embargar todos los buques ingleses surtos en puertos españoles. Y para dar una muestra de su satisfacción a los que a tal término habían conducido las cosas, hizo Carlos merced de la grandeza de España al duque de Choiseul, y dio al conde de Fuentes la insignia del Toisón de Oro. A muy poco tiempo el conde de Fuentes entregaba a lord Egnemont (25 de diciembre) la nota que arriba indicamos, sincerando al rey de España en lo de no contestar a la reclamación relativa al tratado con Francia, culpando de estas desavenencias al insoportable orgullo y desmedida ambición de Pitt, y diciendo entre otras cosas que España había sido tratada de un modo insultante durante la negociación. Y al propio tiempo en París se hacía alarde de publicar extractos del Pacto de familia, con notas en que se pintaba a Inglaterra como la nación agresora.
A consecuencia de todo esto Inglaterra fue la primera que publicó una declaración hostil (2 de enero, 1752), fundada en la aprobación dada por el monarca español a la nota presentada en junio anterior por el marqués de Bussy, y en su negativa a dar explicaciones satisfactorias sobre sus preparativos y aprestos marítimos y sobre sus compromisos con Francia. Carlos III a su vez respondió a este manifiesto con una contradeclaración (17 de enero, 1762), en que después de manifestar su resentimiento por el proceder del gobierno inglés, «el cual, decía, no conoce otra ley que su engrandecimiento por tierra y su despotismo por mar,» expresaba que se había visto en la necesidad de ordenar que se declarase la guerra de su parte al rey de Inglaterra, sus reinos, estados y señoríos, y de mandar tomar las medidas conducentes al efecto{9}.
Sucedió, pues, al beneficioso y prudente sistema ́de la neutralidad, el peligroso y fatal de la guerra. Y en tanto que se aprestaban las escuadras y se municionaban y abastecían las plazas fuertes, y no obstante que en el Pacto de familia se daba por excluida del tratado toda potencia que no fuera de la casa de Borbón, no por eso dejaron los monarcas español y francés de tratar de comprometer en su causa al de Portugal, alegando el parentesco que por la reina le unía a España, y la conveniencia de cerrar sus puertos a los ingleses para contener el despotismo marítimo que sobre Portugal estaba ejerciendo Inglaterra, a cuyo fin le ofrecía Carlos III, con aire de quien en ello le dispensaba favor y protección, que entrarían inmediatamente tropas españolas a ocupar sus puertos principales. Exigíase una respuesta en el perentorio término de cuatro días. Diola el ministro de Estado portugués, diciendo que lo más a que podía acceder su soberano era a guardar neutralidad, y aun podría hacer oficios de mediador; pero en cuanto a declararse contrario a una nación con la cual le ligaban antiguas alianzas, y de quien no había recibido agravio, sería ofender el decoro, la dignidad y la religión misma, y esto no lo haría nunca. Parecía que una respuesta tan prudente debería haber aquietado el ánimo del rey Católico, pero lejos de eso, tomando por pretexto haber cañoneado una escuadra inglesa a otra francesa en las aguas de Portugal, y siempre so color de no dejar expuestos los puertos lusitanos a una invasión inglesa, resolvieron los Borbones que entraran tropas españolas en Portugal, con orden de que trataran a los portugueses como éstos las trataran a ellas, y dejando al arbitrio del monarca lusitano recibirlas como aliadas o como enemigas.
Pretender que el monarca y la corte de Portugal no miraran la entrada de tropas extranjeras en su reino sin consentimiento suyo como una invasión violenta, fuera suponerlos desposeídos de todo sentimiento de honor nacional. Pero con este conocimiento obraban los Borbones: así fue que tomando pie de aquella actitud los representantes de España en Lisboa, manifestaron que no podían prolongar allí su permanencia y pidieron los pasaportes, que sin réplica les fueron dados. La circunstancia de haber sido detenido en Estremoz el embajador español don José Torrero hasta la llegada del portugués (y donde los dos se encontraron y se volvieron la espalda), dio motivo a Carlos para mostrar más enojo, y para hacer después un grave cargo a su pariente y vecino. Determinose pues invadir, partiendo las tropas de Zamora, las dos provincias de Tras-os-Montes y de Entre-Duero y Miño hasta llegar a Oporto. Consejo fue del ingeniero catalán Gaés, y por general del ejército expedicionario se nombró, aunque contra el dictamen del ministro de la Guerra, al marqués de Sarriá, ventajosamente acreditado en las campañas de Italia. Un bando del general en jefe advertía a los portugueses (30 de abril, 1762), que iban como tropas de una nación aliada, no enemiga, que esperaban ser asistidas con víveres y otros auxilios, y que no maltratarían lugares ni personas, mientras ellas no fueran maltratadas de los portugueses.
Verificose la invasión (5 de mayo, 1762), y como era de esperar, no obstante los ofrecimientos y promesas del bando, la plaza fronteriza de Miranda hizo fuego a nuestras tropas, bien que teniendo que rendirse a los pocos días toda su guarnición (9 de mayo) al teniente general don Carlos de la Riva Agüero. Con más facilidad todavía, puesto que lo hizo saliendo diputados a ofrecerle las llaves, se entregó la ciudad de Braganza al marqués de Ceballos, y no opusieron mayor resistencia la de Chaves al conde de Orreilly, y el fuerte de Moncorvo al marqués de Casatremañes, obra todo ello de unas tres semanas. En los primeros días de junio avanzó Orreilly hasta Villareal, donde dio descanso a sus tropas, admirado él como todos de la poca oposición que hallaban en un país que conservaba antiguos odios a los castellanos, y recelando todos como él que algo se ocultara bajo aquella apariencia. Y así fue que no tardó en verse cortado en su marcha al querer atravesar un terreno fragoso, que halló obstruido con troncos y ramas de árboles, y parapetados en las alturas numerosos grupos de paisanos; de modo que hubo de retirarse con gran trabajo y no sin pérdida. Motivo fue éste bastante para variar el plan de invasión, volviendo al que primitivamente se había formado de atacar a Almeida para marchar después sobre Lisboa, a cuyo fin retrocedieron las tropas de Zamora a Ciudad-Rodrigo.
A este tiempo se habían declarado ya la guerra las dos naciones. Portugal precedió en esto a España (18 de mayo, 1762), suponiendo intentos de destronar a su rey y usurpar su reino. Carlos III de España lo hizo el 15 de junio, en un Manifiesto, que aunque de alguna extensión, es de tal importancia, que merece ser conocido. Decía así:
Por cuanto ni las sólidas razones fundadas en justicia, y conveniencia que he representado al Rey de Portugal de mancomún con el Rey Cristianísimo, ni las fraternales persuasiones con que las he acompañado, han podido apartarle de la ciega pasión a los ingleses, nuestros enemigos, en que vive, y tiene su gobierno por radicada costumbre, y errada influencia de sus lados: al contrario hemos sacado los dos, no solo un desengaño absoluto, sino un agravio manifiesto en la preferencia que ha dado a la amistad y alianza de la Inglaterra sobre la de España y Francia, y yo en mi particular el de haber detenido en la plaza de Estremoz con desaire de su carácter a mi embajador don José Torrero, dejándole partir de Lisboa, y llegar hasta allí fiado en los pasaportes que se le concedieron para salir de Portugal. Sin embargo de estos insultos, que son sobrados motivos para no guardar medidas con el rey de Portugal y sus vasallos, constante yo en la máxima de no hacer a los portugueses guerra ofensiva, sino en la parte que me forzasen a ella, y que mis tropas entrasen en sus dominios solo para librarlos del yugo de los ingleses, y dañar a estos mis enemigos declarados, he suspendido el dar mis órdenes al marqués de Sarriá, comandante general de las tropas destinadas a la entrada de Portugal, para tratar con el rigor de guerra a sus tropas y moradores, y el cortar la correspondencia y trato con ellos; pero habiendo llegado a mi mano impreso el decreto que expidió el rey de Portugal el día diez y ocho de mayo próximo pasado, en que para suponer que el Rey Cristianísimo y yo tenemos concordado disponer y usurpar sus dominios, se tergiversan nuestros amistosos pasos y sanas intenciones, se manda por S. M. Fidelísima a todos sus vasallos que nos tengan y traten como a enemigos declarados: que corten todo trato y correspondencia por mar y tierra con nuestros dominios, con prohibición de la entrada, y uso de sus producciones y géneros: que se confisquen los bienes de españoles y franceses, y que salgan de Portugal en el término de quince días, que aunque corto ha sido tan mal observado de su parte, que antes de acabarse se han visto con horror llegar a España diferentes súbditos míos echados a empellones de los lugares portugueses, maltratados, y aún mutilados, y habiendo experimentado el referido marqués de Sarriá, que abusan los portugueses de la afabilidad con que se los trata, y exactitud con que se les paga cuanto suministran por bien a las tropas de su mando, hasta el extremo de haberse conjurado secretamente pueblos que habían prestado la obediencia para asesinar sus destacamentos avanzados, sirviéndose de astucias, que manifiestan los animan y dirigen oficiales disfrazados; ya sería desdoro mío y de mi corona llevar más adelante la paciencia y el sufrimiento. Por tanto, en decreto de doce de este mes he resuelto, que de ahora en adelante hagan mis tropas la guerra en Portugal como en país enemigo: que se confisquen los bienes de los portugueses en todos mis dominios: que salgan de ellos los que hubiese en el término de quince días después de publicada esta mi determinación: que no los traten más de modo alguno mis vasallos: y que se prohíba en mis estados la entrada, venta y uso de los frutos y géneros de las tierras y fabricas portuguesas: y en su consecuencia mando que se publique esta mi real resolución en la corte, y en estos reinos con las formalidades que se estilan: que en su observancia se confisquen en todos mis dominios los bienes y efectos que pertenezcan a los portugueses: que salgan de mis reinos en el término de quince días después de publicada esta mi determinación los portugueses que no se hallaren connaturalizados en ellos, pudiendo quedarse los que estuvieran entretenidos en oficios mecánicos: que no traten más de modo alguno mis vasallos a los del rey de Portugal, ni comercien en los Estados de este soberano: prohibiendo en mis reinos la entrada y uso de los frutos, géneros, mercaderías y manufacturas que procedan de los estados del rey de Portugal, de forma que la prohibición de éste comercio ha de ser y entenderse como quiero que sea y se entienda, absoluta y real, que ponga vicio, e impedimento en las mismas cosas, frutos, géneros, mercaderías y manufacturas: que en ninguno de mis puertos se admitan, ni dé entrada a bajeles algunos que conduzcan estos efectos, ni se permitan introducir por tierra, de cualquier modo o forma, respecto de que se han de tener en estos reinos por ilícitos y prohibidos, aunque vengan, se hallen o aprehendan en bajeles, bagajes, lonjas, tiendas o casas de mercaderes o cualesquier particulares. …
Pero no siendo justo impedir el comercio de los frutos y géneros de Portugal, que estaban introducidos antes de la publicación de esta cédula, con buena fe, y en tiempo hábil, ni tampoco dar lugar a las introducciones que con pretexto de su consumo podían seguirse: Es mi voluntad que todos los mercaderes que tuviesen en su poder géneros y frutos de los dominios y estados del rey de Portugal, los manifiesten y registren dentro de quince días de la publicación de esta cédula, que se les señala por término perentorio, ante los ministros y justicias que nombre para ello el marqués de Esquilache, como superintendente general de mis rentas y del contrabando. …
Así para la ejecución de esto, como para impedir el comercio ilícito con Portugal, expedirá luego el mismo marqués de Esquilache en calidad de superintendente general de rentas y del contrabando las instrucciones y órdenes que tuviese por más conveniente, y conocerá en primera instancia por sí y sus subdelegados de las materias judiciales que ocurran sobre este contrabando. …
Y ordeno que todo lo referido se observe, guarde y cumpla debajo de las graves penas prevenidas en las leyes, pragmáticas, y reales cédulas expedidas en iguales ocasiones, que han de comprender a todos mis vasallos y habitantes en mis reinos y señoríos, sin excepción de persona alguna por privilegiada que sea, y que el contexto de esta mi cédula llegue a noticia de todos mis vasallos con la brevedad posible, así para que puedan preservar del insulto de portugueses sus intereses y personas, como para que se dediquen a atacarlos y perseguirlos como a enemigos por mar y por tierra usando de los medios que autoriza el derecho de la guerra. Dada en Aranjuez a quince de junio de mil setecientos sesenta y dos.= YO EL REY.= Por mandado de el Rey nuestro señor. Don Miguel de Múzquiz.
La corte de Lisboa conocía bien su inferioridad: medio siglo de paz tenía desacostumbrada la juventud portuguesa al ejercicio de las armas; no había generales de reputación, y su ejército no pasaría de veinte y dos mil hombres. Los españoles, primero con un plan inconveniente de invasión, después con la tardanza consiguiente a la variación y adopción de otro, dieron lugar a los portugueses a pedir un cuerpo de tropas auxiliares a Inglaterra, y a que éstas llegaran en número de ocho a diez mil al mando de lord Tirawley, a quien luego reemplazó el conde de la Lippa Buckeburg, guerrero formado en la escuela del rey de Prusia, y que se situaran en Abrantes. Verdad es que también vino a incorporarse al ejército español en Ciudad-Rodrigo una división francesa, mandada por el príncipe Beauvau. Era ya el mes de agosto cuando el ejército de los Borbones se presentó a atacar la plaza de Almeida, que además de bien fortificada la defendían cuatro mil hombres. La ocupación de los fuertes exteriores permitió pronto estrechar el sitio; del 15 al 16 se comenzó a batir la plaza y a abrir trinchera, y por último bombas arrojadas con acierto a los cuatro ángulos de la ciudad la hicieron arder por otras tantas partes. Mermada la guarnición y consternados los habitantes, con gritos y lamentos movieron al gobernador a proponer capitulación, que le fue admitida (25 de agosto, 1762), siendo en su consecuencia entregada la plaza, saliendo libre el resto de la guarnición, y quedando en poder de los españoles ochenta y tres cañones, nueve morteros, setecientos quintales de pólvora, y dos almacenes de provisiones de boca y guerra. La toma de Almeida abría el camino hasta la capital del reino; no sin razón se celebró en Madrid con fiestas públicas, y el rey hizo una promoción en todos los que en ella se habían distinguido{10}.
Encontrose en esta empresa el conde de Aranda, que había sido llamado de Polonia, y vino a reemplazar en el mando del ejército expedicionario de Portugal al marqués de Sarriá, que, falto de salud, pidió su retiro, y le fue de buen grado concedido por el rey, remunerándole sus anteriores servicios con el Toisón de Oro. Sobre hallarse el de Aranda en mejores condiciones de mando que su antecesor, puesto que le favorecía la edad, el genio, el hábito de las campañas, su mismo deseo de gloria, y cierto don para captarse la voluntad y el afecto de los soldados, el triunfo de Almeida había alentado y vigorizado las tropas, el marqués de Esquilache había ido a Portugal con solo el objeto de proveerlas de víveres para seis meses, y el rey tenía en su actividad y prudencia una confianza que el de Sarriá no había podido nunca inspirarle. Fue pues avanzando el de Aranda, con propósito y deseo de empeñar a los enemigos en una acción general, aunque tuviera que ir a buscarlos a su campo de Abrantes, si a salir de él no se arriesgaban. No mostraban en verdad ansia de entrar en combate los anglo-lusitanos: a parciales reencuentros tuvieron que limitarse los jefes de las fuerzas borbónicas, Orreilly, Ricla, La Torre y el mismo Aranda: en uno de ellos ahuyentó y dispersó éste la gran guardia de ingleses y portugueses que se le había presentado delante. Algunos descalabros sufrieron también los nuestros, y aunque no fue de gran significación la sorpresa que un destacamento enemigo hizo al brigadier Alvarado en uno de los pasos del Tajo cerca de Villavelha, fue lo bastante para impulsar a Aranda a hacer un esfuerzo con el fin de poner su ejército del otro lado de aquel río; lo cual consiguió, franqueándole a nado la caballería, trasportando la infantería, hasta el número de catorce batallones, parte en una barca, los más en grandes planchas de corcho, especie de balsas, tiradas por cuerdas (octubre, 1762).
Sin duda habría proseguido hasta Abrantes, porque nunca había estado más en aptitud y proporción de poderlo hacer, a no haber por una parte sobrevenido las lluvias de otoño, por otra ciertas noticias, no destituidas de fundamento, que circulaban ya de estarse tratando de paz entre las potencias. Con que dejando guarnecidos los principales puntos conquistados, retirose a cuarteles de invierno, sucesivamente a Valencia de Alcántara, Badajoz y Alburquerque{11}.
Pero al tiempo que en Madrid se celebraban los triunfos de las armas españolas en Portugal, en otra parte se experimentaban desastres que no se compensaban con aquellas ventajas; desastres que la Francia compartía con nosotros en las posesiones del Nuevo Mundo, aparte de los que ella sufría en Europa{12}. Las escuadras inglesas recorrían los mares y acababan de arrebatar a Francia sus colonias. El almirante Rodney, con una de diez y ocho o veinte navíos de línea, se apoderaba de la Martinica, de la isla de Granada, de Santa Lucía, San Vicente y Tobago. El almirante Pocock, con otra de veinte y nueve bajeles, se presentaba delante de la más importante plaza de las Antillas españolas, la Habana.
Desde el ministerio Pitt se prevía, y no se le ocultaba a Carlos III, que la isla de Cuba iba a ser uno de los objetos preferentes de la codicia y de las operaciones hostiles de los ingleses. Por eso cuidó de enviar de gobernador al mariscal de campo don Juan de Prado, de dotar la Habana de una guarnición de cuatro mil hombres de buenas tropas, de aumentar y perfeccionar sus fortificaciones, y de que una escuadra de doce navíos y cuatro fragatas, al mando del marqués del Real Trasporte{13}, se estableciera allí para la conveniente protección y defensa del puerto. Prevínose al gobernador que en el caso de sospecha se constituyera en junta de guerra con el jefe de la escuadra, los generales de mar y tierra, y oficiales de superior graduación que allí hubiese, añadiendo el ministro, que por los continuos socorros que se enviaban, podría comprender que no vivía el rey sin recelo, y que así procurara estar tan vigilante como en tiempo de guerra declarada{14}. Y en verdad nada sobraba para poner al abrigo de un ataque aquella rica plaza, principal establecimiento mercantil y militar de los españoles en aquellas partes del Nuevo Mundo, y por lo mismo el más codiciado de los ingleses. Rotas que fueron las hostilidades entre ambas naciones, no había nadie que no esperara y que no temiera un golpe de la marina inglesa sobre la Habana; el capitán general convocó su junta de guerra, según se le tenía prevenido; pero tan de confiado pecaba, que con frecuencia solía decir: «No tendré yo la fortuna de que los ingleses vengan.» Y en sus comunicaciones al rey le daba el jactancioso general tales seguridades, que el mismo Carlos III llegó a persuadirse de que no había cuidado porque los ingleses acometieran aquella isla, pues si tal intentaban, de seguro saldrían escarmentados{15}. Veremos cómo se condujo, cuando llegó la hora del peligro, el presuntuoso gobernador.
El 2 de junio (1762) el almirante Pocock con su escuadra de treinta navíos y cien buques de trasporte, con catorce mil hombres de desembarco, cruzaba el canal de Bahama, sin que le imaginara tan próximo el capitán general de la isla de Cuba. La mañana del 6 se divisaron ya las velas enemigas a distancia de unas doce millas de la Habana, y todavía el arrogante don Juan de Prado se resistió a creer que fuese la armada británica, hasta que la claridad de la atmósfera y la aproximación de los bajeles no le permitieron dudar más tiempo. Entonces toda la seguridad y toda la arrogancia se trocaron en aturdimiento y confusión. ¿Qué había de hacer? El que blasonaba de que no serían osados los ingleses a presentarse delante de la plaza, la tenía casi tan mal fortificada y desguarnecida como antes, no obstante los auxilios que para ello en año y medio se le habían prodigado. Contaba para su defensa con cuatro mil soldados de tropas regulares, unos ochocientos marinos, y hasta catorce mil hombres de las milicias del país: el espíritu de los habitantes rechazaba la dominación inglesa. A pesar de todo, los enemigos hicieron al día siguiente (7 de junio) su desembarco sin estorbo por la parte del Este, entre los ríos Nao y Cojimar, y en número de ocho mil hombres avanzaron en tres columnas, sin otra resistencia que la que quisieron oponerles los lanceros del campo, arrojándose atropelladamente a ellos al grito de «¡Viva la Virgen!» pero teniendo que retirarse desbaratados y en desorden. Como nada se había hecho en punto a defensa, y no era fácil remediar en un día la inacción y el descuido de un año, todo se resintió de precipitación y de mal acuerdo. Echáronse a pique navíos españoles para cerrar la boca del puerto con una cadena de maderos y cables: marineros y negros trabajaron con ardor para guarnecer con artillería de a doce el fuerte de la Cabaña, llevándola a brazo: mas luego la junta misma de guerra le mandó evacuar, dejando comprometidos a trescientos hombres que a él habían subido, y a los cuatro días, sin que a los ingleses les costara una gota de sangre, ni otro trabajo que la dificultad de superar un terreno agrio, pero en el que ni siquiera se habían hecho cortaduras, viéronse dueños de la Cabaña (11 de junio), que el mismo Prado reconocía ser la llave de la plaza. Una vez enseñoreada aquella posición, saltaron a tierra otros dos mil hombres: el castillejo nombrado la Chorrera les fue abandonado: cortaron las cañerías que surtían al vecindario de agua, y quedó la ciudad atenida a la que había, si bien en abundancia, en los aljibes.
Como la ciudad se conservaba en comunicación con el resto de la isla, no carecía de subsistencias, y más con el oportuno acuerdo que se tomó de obligar a salir de ella las comunidades religiosas, las mujeres, niños, y toda la gente inhábil para el manejo de las armas. Tampoco cesaban de acudir socorros de milicias del campo, a más de los que enviaban los gobernadores de Puerto-Príncipe, Trinidad, y otras ciudades de la isla, con quienes estaba en comunicación, y a quienes daba órdenes el capitán general Prado. Las familias acomodadas se desprendían de sus esclavos para que los empleara en la defensa de la ciudad, y ellos trabajaban con ardor y se lanzaban al combate como quienes en premio de alguna hazaña esperaban ganar la libertad. En cambio inutilizose lastimosamente y de nada sirvió la escuadra española: su artillería fue destinada a los fuertes; a comandantes y gobernadores de ellos los que eran jefes y capitanes de navíos. Uno de ellos, don Luis Velasco, a quien se encomendó la defensa de el Morro, contra cuya fortaleza asestaban los ingleses, así las baterías de tierra de la Cabaña, como las de sus mayores navíos, mantuvo grandemente el honor del pabellón español; con mortífero fuego acribillaba las naves inglesas que frente al castillo cruzaban; de sus certeros tiros no se libraban los que subían a relevar la guarnición del fuerte enemigo; con impavidez imperturbable veía los destrozos que una lluvia de bombas arrojada por los contrarios hacía dentro de su fortaleza, y con algunas salidas más impetuosas que afortunadas mostraba que sabía desafiar los peligros como aquel que no conocía el miedo.
Llegado era ya el mes de julio; asombrados tenía a los ingleses la imperturbable serenidad y heroica resistencia de Velasco: por tierra y por mar vomitaban bombas y balas rasas doscientas bocas de bronce sobre el Morro: no se veía sino una atmósfera de fuego; estrago no pequeño causaban los disparos de los españoles en los buques británicos, desguarneciendo algunos y diezmando su tripulación: también le sufrían los nuestros, abrumados por un diluvio de bombas y granadas reales. El 13 de julio proponía ya el intrépido Velasco como único medio de salvación una arremetida brusca y nocturna a las baterías enemigas más inmediatas; mas sobre no haber hallado eco la proposición en el apático Prado, entorpeció su ejecución una contusión de bala que le tuvo unos días imposibilitado; y cuando llegó a verificarse (22 de julio), como que se hizo sin que fuese a la cabeza un jefe de valor y de autoridad, solo sirvió para acreditar el denuedo de los combatientes, y hacer víctimas de una y otra parte sin resultado. Cuando volvió a encargarse de la comandancia del castillo, entre otros contratiempos encontró que los ingleses habían abierto una profunda y ancha mina: nuestros ingenieros declararon que carecían de medios y de gente para contraminar, y la junta de guerra no se daba trazas de proveer de remedio a aquella situación apurada. Nunca abandonó a Velasco la serenidad, ni por un momento desfalleció su grande ánimo: pero habían caído ya sobre el castillo diez y seis bombas y granadas; llevaba treinta y ocho días de cerco; habían recibido los ingleses cuatro mil hombres de refuerzo de la América del Norte; amenazábale un ataque por mar y tierra; los golpes de los minadores resonaban en las paredes del fuerte, y por encima de tierra estaba tan próximo el enemigo, que apenas le separaban seis varas de la estacada.
En tal conflicto pidió al gobernador Prado (29 de julio) le ordenase por escrito lo que había de hacer; si había de evacuar la fortaleza, resistir el asalto, o capitular. La junta, a quien el gobernador consultó, respondiole dejándolo a su discreción y prudencia, advirtiéndole solo que en el caso de capitular no ligara la suerte de toda la plaza a la del castillo del Morro. Orden terminante, y que resolviera a cuál de los tres extremos había de atenerse, era lo que Velasco quería, y así lo volvió a requerir, preparándose en tanto para morir en todo evento con honra, y como cumplía a un hombre de su temple. No tardó en realizarse, para ejemplo de unos y para vergüenza y oprobio de otros. En la tarde del día siguiente (30 de julio) reventó con estruendo la mina, en ocasión que comían el rancho los defensores del castillo. No es maravilla que algunos, aturdidos con el estrépito y el estrago, se descolgaran precipitadamente para salvarse; no así el imperturbable Velasco, que acudiendo impávido a la brecha, seguido de su segundo el marqués González, y de los oficiales y soldados más animosos, voló a dar la última prueba de su patriotismo y de su denuedo. Sobre dos mil ingleses concurrieron al asalto. Tal era la respetuosa veneración en que aquellos tenían el valor y las virtudes del ilustre marino español, que llevaban orden expresa de sus jefes de conservar la vida a Velasco: a ellos mismos no les fue posible cumplirla: colocado el esclarecido guerrero a la delantera de todos, una de las balas que llovían, y que no podía llevar aquel discernimiento, le derribó mortalmente herido. Cayó también, muriendo con gloria, su digno émulo el marqués González: perecieron los oficiales más valerosos; muchos soldados fueron acuchillados; cayeron prisioneros otros; no llegaron a trescientos los que se salvaron. Por encima de cadáveres pasaron los vencedores a plantar el pendón británico sobre el torreón del Morro. El general inglés conde de Albemarle, ya que no pudo salvar a Velasco, hizo que con todo esmero fuese conducido a la plaza hasta dejarle en el lecho, donde falleció de resultas de su herida la mañana siguiente{16}.
Todavía tenía muchos elementos de defensa la plaza: intactos y fuertes estaban otros castillos: no escaseaban los víveres: refuerzos de milicias entraban: entusiasmo había: a su costa levantaban compañías los hombres acaudalados; y en los primeros momentos se advertía resolución y energía en todos, incluso el mismo Prado, que otra vez aseguraba que ni faltaba precaución que tomar, ni confianza y decisión para disputar el terreno al enemigo palmo a palmo. Pero esta vez, como la pasada, sobró de jactancia al capitán general lo que, llegado el caso, le faltó de brío; y los demás jefes estaban lejos de reunir las condiciones necesarias para suplir esta falta del superior{17}: Dueños los ingleses de el Morro, dirigieron sus baterías contra el castillo de la Punta, y se corrieron hacia Jesús del Monte, pronunciándose en retirada el coronel don Carlos Caro, que no supo defender aquel puesto con dos mil hombres que tenía. El 10 de agosto intimó ya el general inglés la rendición de la plaza al español Prado. Con apariencia al menos de entereza le volvió éste la primera contestación. Mas como al día siguiente apareciesen colocadas al Este y Oeste del puerto nueve baterías inglesas con igual número de trincheras, y comenzase un horroroso fuego de cañón y un bombardeo sostenido contra la plaza, pareció faltarles tiempo a Prado y a la junta para enarbolar banderas de paz en diferentes puntos de la muralla y en los buques del puerto. No pensaban así ni las milicias ni el vecindario, tanto que temiendo que se sublevaran contra él mismo tuvo por oportuno desarmarlos. Alegaba el cobarde gobernador falta de pólvora y de gente, y ni de uno ni de otro se carecía; el deseo de la población, cuando era manifiestamente contrario; el peligro de brechas accesibles, que no existían aún, y hasta el pobre pretexto de la proximidad de la estación de las tormentas{18}.
Ajustose, pues, y se llevó a efecto, una capitulación (13 de agosto, 1762), honrosa al decir de los escritores ingleses, vergonzosa en la opinión de los españoles. Estipulose la entrega de la plaza y sus castillos, habiendo de salir la guarnición para ser conducida a España. No se haría novedad en el ejercicio de la religión ni en la forma del gobierno de la ciudad. A los jefes y oficiales superiores se les facilitarían los medios correspondientes a la dignidad de sus empleos para que pudieran embarcarse con sus criados, efectos y alhajas. Así, después de un asedio de dos meses y diez días, tomaron los ingleses posesión de la Habana, la joya de las Antillas y la llave de las Américas españolas, apoderándose al propio tiempo de un territorio de sesenta leguas al Oeste, de un tesoro de quince millones de duros, de una inmensa cantidad de municiones y de aprestos navales, y de nueve navíos de línea y tres fragatas, resto de toda la armada española que había sido enviada a aquel puerto{19}.
Causó en Madrid la noticia de este desastre tan honda tristeza como era de esperar, en tanto que en Londres costaba trabajo creerla por demasiado feliz. Cuando se adquirió certeza del hecho, el parlamento acordó un voto público y solemne de gracias al almirante Pocock.
No fue este solo el infortunio que sobrevino entonces a España. Porque a poco tiempo Manila, la capital de la isla de Luzón, tan importante en Oriente como la Habana en Occidente, caía también bajo el dominio británico. Acometiola el general Droper, procedente de Madrás, con una fuerza de mil trescientos hombres: poco más de la cuarta parte contaba la ciudad para su defensa: el arzobispo don Manuel Antonio Rojo, que interinamente la gobernaba, mostró más energía y más denuedo de lo que era de esperar de un hombre de su estado. Pero emprendido con actividad el sitio por los ingleses, y tomadas por asalto las fortificaciones, no pudo el animoso prelado resistir más; y como viese que la población estaba siendo lastimosamente saqueada, desde la ciudadela pidió capitulación ofreciendo pagar la suma de cuatro millones de duros a fin de que no fuese totalmente destruida (octubre, 1762). Perdiose, pues, la mejor de las Filipinas, como se había perdido la mejor de las Antillas.
En medio de tales desgracias, debieron servir de mucho consuelo al rey los testimonios de adhesión y de amor que recibía de sus vasallos. Tal fue, entre otros, el que la nobleza de la corona de Aragón le daba en una exposición que le dirigió, llena de patriotismo y de fuego. «Señor, le decía, la nobleza de vuestros reinos de la corona de Aragón suplica a V. M. confíe a su celo la defensa de sus costas. No nos parece demasiada presunción desafiar a toda la potencia inglesa, que con escritos públicos injuriosos y picantes tiene la osadía de ultrajar a los valerosos habitadores de la España... Suplicamos a V. M. acepte la mitad de nuestras fuerzas para llevar la guerra al país de los enemigos, en lugar de esperarla en nuestras casas, bastándonos la otra mitad para alejarla de nuestras plazas si tiene la temeridad de acercarse a ellas. Nos es indiferente el lugar que V. M. quiera señalarnos; lo mismo el clima a donde se digne aprovecharse de nuestros servicios; y por lo que hace al sueldo, absolutamente lo renunciamos. Los que no aspiran a otra cosa que a lograr un derecho incontrastable a la dignidad de hombres ilustres, no buscan galardón o recompensa, sino la ocasión para poder manifestar su valor y su amor a la patria, &c.{20}»
Pero la única compensación material que tuvo España en esta guerra marítima fue haber tomado a los portugueses la colonia del Sacramento, objeto, como antes hemos visto, de antiguas contiendas con el reino lusitano. Hízolo el capitán general de Buenos-Aires, don Pedro Ceballos, obligando al gobernador a rendirla, con cerca de dos mil quinientos soldados que la guarnecían, y ciento diez y ocho cañones (29 de octubre, 1762). Apresáronse allí veinte y seis buques ingleses, con ricos cargamentos, valuado todo en cuatro millones de libras esterlinas. Con esto se enfrenó también la osadía de los aventureros ingleses y portugueses, que picados de la codicia habían concebido el audaz proyecto de atacar a Buenos-Aires.
Tratándose estaba ya por fortuna de paz, como atrás dejamos indicado. Las dos potencias borbónicas la necesitaban y apetecían después de tan grandes descalabros, aunque mezclados con algunos pocos sucesos felices; y especialmente Francia, cuya sola alianza con Austria era mirada ya como una calamidad pública, y cuyo desarreglo interior, debido a las disipaciones y desórdenes de un rey y de una corte licenciosa, se veía sin comercio, sin tesoro y sin crédito. Afortunadamente para las dos naciones el ministro ya más influyente del gabinete británico, lord Rutte, manifestaba harto claramente con su política interior y exterior que era menos conforme a sus inclinaciones la guerra que la paz. Ya había hecho proposiciones a Austria y Prusia para que arreglasen sus desavenencias, y retirando el subsidio que la Gran Bretaña daba a Prusia significaba bien su deseo de que no se prolongara la lucha en Alemania. Cuando por las renuncias de Pitt y de Newcastle quedó sin rival en el Consejo, fueles ya fácil entenderse a Francia e Inglaterra. A esto pasó a París el duque de Bedfort, a Londres el de Nivernois (setiembre, 1762). Dejose a Austria y Prusia que acordaran particularmente entre sí sus diferencias; las dos cortes de la familia Borbón siguieron sus tratos con la de la Gran Bretaña, y hechas algunas transacciones llegaron a ponerse de acuerdo en los preliminares (3 de noviembre, 1762). Mucho debía desear ya la paz el mismo Carlos III, antes el más promovedor de la guerra, siendo cierto que escribía al marqués de Grimaldi: «Más quiero ceder de mi decoro, que ver padecer a mis pueblos, pues no seré menos honrado siendo padre tierno de mis hijos.»
Llegaron estos preliminares a ser tratado definitivo, que se firmó en París (10 de febrero, 1763). Por él cedía Francia a Inglaterra la Nueva Escocia, el Canadá, con el país al Este del Mississipí, y el cabo Bretón, conservando solo el privilegio de la pesca en el banco de Terranova: en las Indias Occidentales cedía la Dominica, San Vicente y Tobago; en las costas de África el río Senegal. Respecto a España, Inglaterra le devolvía la Habana y todo lo conquistado en la isla de Cuba, pero en cambio España cedía la Florida y los territorios al Este y Sudeste del Mississipí, abandonaba el derecho de la pesca en Terranova, y daba a los ingleses el de la corta del palo de tinte en Honduras. Como compensación de la pérdida de la Florida logró España de Francia por arreglo particular lo que le quedaba de la Luisiana, que en verdad más era para Carlos III una carga y un cuidado que una indemnización o una recompensa. Manila se devolvió también a España, y la colonia del Sacramento a Portugal, cuyo reino habían de evacuar las tropas francesas y españolas{21}.
Tal fue por entonces el resultado, en verdad bien triste, de la guerra provocada por el Pacto de Familia. Inglaterra ganó en importancia aún más que en conquistas. España recibió dos grandes escarmientos, y sucumbió a un gran sacrificio. Francia quedó humillada, sometiéndose a condiciones vergonzosas.
{1} Recuérdese lo que sobre este suceso referimos en el capítulo 21 del libro VI.
{2} Carta de Carlos III a Tanucci, de 24 de febrero, 1761.
{3} Despacho de 2 de junio, 1761.
{4} De esta convención secreta da noticias Ferrer del Río, que no se encuentran en William Coxe, así como este historiador inglés las da importantes y curiosas de todo lo relativo a este negocio que se trató con el gobierno británico.
{5} Colección de tratados de alianza.– Beccatini, Vida de Carlos III, libro III.– Despachos de Wall, Grimaldi, Choiseul Pitt y Bussy.– Correspondencia entre Carlos III y el marqués de Tanucci.– El pacto constaba de veinte y ocho artículos.
{6} Este hábil y célebre ministro perdió en esta ocasión mucha parte de su popularidad, por haber recibido del rey en su caída una pensión de tres mil libras, y su mujer el título de baronesa de Chatham: tildósele pues de interesado, y por eso su salida del ministerio no hizo en el público el efecto que se temía: él sin embargo justificó ante el parlamento su conducta con mucha templanza, y no tardó, como veremos, en rehabilitarse en la opinión, viéndose sus compañeros obligados a seguir su sistema.
{7} «Vuestros triunfos os han envanecido, y queréis arruinar a Francia para atacar en seguida a España.»– «Vosotros tenéis la culpa de que se haya vuelto desconfiada la nación española; habéis atacado y saqueado sus bajeles, habéis insultado nuestras costas y violado nuestra neutralidad, habéis desconocido nuestros derechos, &c.» William Coxe, cap. 60.
{8} Despacho de Wall a Bristol, en el Buen Retiro, a 10 de diciembre de 1761.
{9} He aquí el texto literal de este importante documento:
«Yo el Rey.– Aunque hubiese tomado por una declaración de guerra la conducta inconsiderada de milord Bristol, embajador del rey británico en mi corte, cuando altivamente preguntó a don Ricardo Wall, mi ministro de Estado, cuál era el objeto de mis contratos con la Francia, y aunque un procedimiento tan provocativo hubiese agotado mi paciencia, sabiendo muy bien que el gobierno inglés no conoce otra ley que la de su engrandecimiento por tierra, y su despotismo por mar; no obstante he querido ver si esta amenaza se pondría en ejecución o si la corte de Londres, reconociendo que estos medios eran ineficaces, procuraría emplear otros que conviniesen más, y que pudiesen hacerme olvidar estos insultos; pero bien lejos de contenerse el orgullo inglés en los justos límites, me han informado de que el rey británico resolvió en su consejo declararme la guerra. Viéndome pues en la dura necesidad de seguir este ejemplo contra todo mi gusto, por ser tan funesto y contrario a la humanidad: he ordenado por un decreto de 13 del corriente, que se declare la guerra de mi parte al rey de Inglaterra, sus reinos, estados y súbditos; y en consecuencia, que se expidiesen por todas partes a todos mis dominios las órdenes oportunas para su defensa y para la de mis vasallos, como también para obrar ofensivamente contra el enemigo.
«A este efecto ordeno que mi Consejo de Guerra tome las medidas necesarias para que esta declaración se publique con las formalidades acostumbradas, que por consiguiente se ejerza toda suerte de hostilidades permitidas contra los vasallos del rey de Inglaterra; que los que no son españoles naturalizados salgan de mis reinos, y no se permitan ni toleren sino aquellos que se ejercitan en las artes; que no haya comercio alguno con la Gran Bretaña, ni se tenga comunicación alguna con ella, ni se admita en mis puertos bastimentos con mercancías, pescado salado, y manufacturas inglesas: y por lo que toca a los que se hallan ya en mis dominios, deberán los mercaderes residentes en ellos manifestarlas en el término de quince días al marqués de Esquilache, superintendente general de mis aduanas, para que todo sea registrado; y quiero que todo se observe exactamente, bajo la rigurosa pena prescrita por la ley contra los trasgresores.
«También es mi voluntad, que esta declaración de guerra llegue cuanto más pronto sea posible a noticia de todos mis súbditos y vasallos, para que puedan poner a cubierto de los insultos de los enemigos sus personas e intereses, y emplearse en ofenderlos y hacerles daño, armando navíos y haciendo el corso contra ellos, y en fin con todos los otros medios autorizados por el derecho común de la guerra.– En el Buen Retiro &c.– Don Miguel Múzquiz.»
{10} Trajo la noticia a Madrid, o más bien al Real Sitio de San Ildefonso donde la corte se hallaba, el mismo Fernán Núñez, autor del Compendio histórico de la vida de Carlos III, que servía en aquella guerra. Así lo dice en la Introducción.
{11} Fernán Núñez, y Beccatini en sus historias de Carlos III.– Gacetas de Madrid de 1761.– Correspondencia entre Carlos III y el ministro Tanucci de Nápoles.
{12} Francia, cuya situación interior era harto calamitosa, a duras penas había podido impedir que el príncipe Fernando encendiera la guerra del otro lado del Rhin. Una feliz casualidad vino a sostener a Federico de Prusia al borde del abismo, cuando parecía imposible que pudiese resistir a los esfuerzos de tantos enemigos, a saber, la muerte de la emperatriz de Rusia Isabel Petrowna, y la elevación de Pedro III, admirador entusiasta de Federico, que de este modo vino a tener por aliada una potencia que había sido su más terrible enemiga. Suecia siguió el ejemplo de Rusia, y celebró también su tratado particular de paz. Pero una revolución inesperada ocurrió a muy poco tiempo en el imperio moscovita. Catalina, esposa de Pedro, amenazada de repudio, ganó al senado y la guardia imperial, hizo aprisionar a su esposo, le obligo a abdicar, y siete días después murió el zar envenenado. Catalina II fue proclamada: queriendo mantenerse neutral, dio a sus tropas orden de abandonar la Silesia. Francia no fue más afortunada que Austria: de dos ejércitos que tenía en el Norte, el que mandaba el príncipe de Soubise fue batido por el del príncipe Fernando, y obligado a replegarse sobre Francfort; el del príncipe de Condé había logrado algunas ventajas, pero insuficientes a compensar las pérdidas del de Soubise. El ejército austriaco se veía también reducido al estado más lastimoso. Cada nación de Europa tenía sobrados motivos para desear la paz.
{13} Habíase dado este título, y el de vizconde de Buen Viaje a don Gutierre de Hevia, por haber sido el que condujo en el navío Fénix a Carlos III, y su real familia de Nápoles a Barcelona.– «Gracias que el rey concedió al marqués de la Victoria y a su familia;» Biblioteca de la Academia de la Historia, Est. 27, gr. 6.ª: un volumen en 4.º fol. 231.
{14} Pasáronsele sobre esto diferentes reales órdenes en los años de 1760 a 1762.
{15} Hay muchas comunicaciones en que ve la desmedida confianza del don Juan de Prado.
{16} «El segundo comandante González, dice el historiador inglés William Coxe, murió en la brecha, y el valiente Velasco, después de luchar denodadamente contra fuerzas superiores, mientras pudo reunir algunos soldados a la sombra de la bandera española, recibió una herida mortal en medio de los vencedores, que admiraron su valor.» España bajo el reinado de los Borbones, cap. 61.
{17} He aquí cómo los califica Ferrer del Río: «el marqués del Real Trasporte, dice, por nada animoso, el ingeniero Ricaud por inepto, el marino Colina por menos autorizado, don Diego Tabares por tibio, y el conde de Superunda por viejo.»– Historia de Carlos III, lib. I, cap. 3.º
{18} La inexactitud de las causas alegadas por Prado se patentizó algo más adelante por un documento del ayuntamiento de La Habana, expedido de su orden por el secretario capitular.
{19} Reales órdenes comunicadas a don Juan de Prado y al marqués del Real Trasporte, y las respuestas de estos.– Correspondencia entre el capitán general y los demás jefes militares de la isla.– Actas de la junta de guerra.– Cartas del almirante Pocock, y de lord Albemarle.– Gacetas de aquel año.– Beccatini, lib. III.– Ferrer del Río describe las operaciones de este sitio con toda la prolijidad que permite una historia especial.
{20} Beccatini inserta esta representación en el libro III de su compendiosa historia, de donde la tomó también William Coxe.
{21} Colección de tratados de Paz.– Beccatini, lib. III.– Historias de Inglaterra.– Muriel, Reflexiones relativas a la cesión de la Florida.