Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro VIII Reinado de Carlos III

Capítulo III
Consecuencias de la guerra y de la paz
La América española
De 1763 a 1766

Devolución de la Habana a los españoles.– Retírase del ministerio don Ricardo Wall.– Ardid que empleó para que se le admitiera la renuncia.– Honores que le dispensó el rey.– Grimaldi ministro de Estado.– Su adhesión a Francia.– Quejas del embajador inglés.– Dificultades para la restitución de la colonia del Sacramento a los portugueses, y de Manila a los españoles.– Graves contestaciones sobre la cuestión de Honduras.– Cómo se arreglaron estas diferencias en las cortes de Londres y Madrid.– Enlaces de familia entre los Borbones y la casa de Austria.– Fiestas en Madrid.– Mercedes reales.– Fija el gobierno español su atención en las posesiones ultramarinas.– Viejos y graves abusos que había en las colonias de América.– Trátase de remediarlos.– Fortificación de plazas.– Reformas administrativas.– Establecimiento de correos.– Nombramiento de un visitador general para la América Española.– Prendas de don José Gálvez, y facultades de que fue investido.– Su conducta en Nueva España.– Aumento en las rentas.– Nuevo sistema de impuestos.– Visita y reformas en el Perú.– Reversión del oficio de correo mayor de Indias a la corona.– Algunos alborotos en Méjico y el Perú.– Son sofocados.
 

Con arreglo a una de las más esenciales cláusulas del tratado de París se dispuso que la Habana fuera restituida al monarca español, cuya entrega hicieron los ingleses (6 de julio, 1763) al conde de Ricla, que había sido nombrado capitán general de la isla de Cuba. Lo cual no fue obstáculo para que se siguiera la causa que se mandó formar ante un consejo de guerra a los jefes a cuyo descuido, inercia o incapacidad se atribuía su rendición, y a los cuales el tribunal juzgó de la manera que diremos después.

Una novedad grande ocurrió a poco tiempo en el seno del gabinete español, que novedad grande era en aquellos tiempos la retirada de un primer ministro, y más en los de Carlos III que tenía una aversión manifiesta a todo cambio de esta especie. Pero hacía tiempo que el ministro de Estado don Ricardo Wall suspiraba por dejar un puesto, para él ya penoso, aunque de otros tan apetecido y envidiado. Sobre no ser acaso enteramente conforme a sus principios la política de familia del nuevo reinado, acabó de resolverle un incidente de otro género en que él se conceptuó desairado; negocio que se refería a uno de los muchos puntos que en este reinado suscitaron controversia entre el gobierno de España, la corte de Roma y el Consejo de Inquisición, y de que habremos de dar cuenta en otro lugar. No dispuesto Carlos III a consentir en que se apartara de su lado ministro tan hábil como Wall, y comprendiendo éste que ningún motivo político que alegara, y solamente una causa física era lo que podía mover al rey a admitirle su dimisión, discurrió fingir que padecía de debilidad y mal humor en la vista; a cuyo fin dio en usar antiparras, en ponerse una pantalla verde a los ojos, y aun añaden que cuando había de presentarse al rey se frotaba los párpados con una especie de pomada que le producía una ligera irritación. ¡Parece paradoja en los tiempos que alcanzamos que en otros no muy remotos tuvieran necesidad los buenos ministros de emplear tales ardides para que se les permitiera descender de su puesto! Movido el monarca por una causa que aparecía tan justa, accedió a relevarle del ministerio, bien que mostrándole lo mucho que sentía verse privado de sus servicios, concediéndole una pingüe pensión para que la disfrutara en el Soto de Roma, sitio y casa real en la vega de Granada, y encargándole que no dejara de visitarle por lo menos una vez cada año en Aranjuez{1}.

Quedaban con la salida de Wall vacantes dos ministerios. El de la Guerra se dio a Esquilache, conservando el de Hacienda. Para el de Estado se llamó al marqués de Grimaldi, embajador de España en París, que como activo y principal negociador que había sido del Pacto de Familia, dio ocasión a que fuera interpretado su nombramiento como una significación de la preponderancia de la política francesa y de la influencia del ministro Choiseul. Y si bien es cierto que Carlos deseaba sinceramente que no se alterara la paz, tampoco pudo evitar que la venida de Grimaldi suscitara temores y recelos de que volviera aquella a turbarse. «De más francés que el mismo embajador de Francia» calificaba a Grimaldi el ministro inglés Rochefort{2}, y quejábase de que su predilección a Francia crecía de día en día. Los recelos que infundía esta predilección no carecían de fundamento. Por más que al monarca español le conviniera dejar que su pueblo se repusiera a favor de la tranquilidad de los males causados por la guerra, Francia había quedado demasiado humillada, y era el ministro Choiseul demasiado orgulloso, para que dejara de discurrir, desde el instante mismo en que se firmó la paz, los medios de destruir o burlar las estipulaciones del tratado, de meditar el modo de vengar un día su resentimiento contra la potencia que así le había dado la ley, de excitar o fomentar disturbios do quiera que pudiese, y de valerse de sus influjos en el gabinete de Madrid para indisponerle de nuevo con la Gran Bretaña.

Así, aunque los artículos del tratado fueron recibiendo su ejecución, ninguno dejó de suscitar turbulencias o disputas graves. El capitán general de Buenos-Aires don Pedro Ceballos restituyó a los portugueses la colonia del Sacramento (27 de diciembre, 1763), y algunos meses más adelante (24 de abril, 1764), el general inglés Droper devolvía al dominio español la capital de Filipinas. Mas ni una ni otra devolución se hizo sin contestaciones de naturaleza de amagar nuevo rompimiento. Disputose sobre los verdaderos y mal señalados límites de aquella colonia, y al tiempo que se dirigían varias representaciones al gobierno español, Ceballos mostraba repugnancia a restituir una parte del territorio, fundado en quejas relativas al comercio de contrabando en Buenos-Aires y en lo interior del Paraguay. Pensose otra vez en renovar las hostilidades contra Portugal, y merced a las reclamaciones de Inglaterra producidas por su embajador conde de Rochefort, quedó sin efecto la reunión de tropas que ya se estaba haciendo en Galicia y Extremadura, porque el gobierno inglés declaró explícitamente estar resuelto a no tolerar la menor agresión contra aquel reino, y que el primer cañonazo que contra él se disparara sería considerado como casus belli.

El rescate de Manila dio también lugar a largos altercados. El gobierno inglés reclamaba los cuatro millones de duros, dos en metálico y dos en letras giradas sobre el tesoro español, que el arzobispo gobernador de aquella plaza se había obligado a pagar al tiempo de la rendición por evitar el saqueo. Respondía a esto Grimaldi que el saqueo no pasaba de ser un abuso, y que el ofrecimiento de aquella cantidad había sido arrancado por la violencia. «Del mismo modo, decía en tono semi-burlesco, pudo el arzobispo haber estipulado a nombre del rey la entrega de la provincia de Granada o la de Madrid. Eternamente pelearía mi amo antes que acceder a pagar un solo doblón por reclamación tan bochornosa, y yo me dejaría hacer añicos antes que hacerle semejante proposición.» En este punto no se mostró menos firme el marqués de Esquilache, ministro de Hacienda y de la Guerra. Sin dejar el gobierno británico de renovar en varias ocasiones esta reclamación, no era cosa de considerar la negativa como motivo bastante grave para un rompimiento, y así se limitaba a hacerlas en términos más moderados, pero siempre sin fruto; y estos desaires, si bien insuficientes para producir una ruptura, eran motivos de disgusto que se iban acumulando, y podían prepararla{3}.

Cuanto más que no faltaban por otra parte ocasiones de discordia. Prodújola no pequeña el art. 17.º del tratado, que prescribía la demolición de las fortificaciones inglesas en la costa de Honduras, y lo que se siguió a esta medida. Insistían los colonos en hacer el contrabando en el interior de Méjico: los españoles apadrinaban a los negros destinados al corte de las maderas de tinte, que se fugaban de las colonias inglesas: diariamente había disputas y choques sobre violaciones de un territorio mal deslindado: los gobernadores de Yucatán y Bacalaar, con arreglo a órdenes que recibieron de Madrid, prohibieron todo comercio y comunicación entre ingleses y españoles, sin un especial permiso de uno o de otro soberano; por último, fueron los colonos ingleses, en número de más de quinientos, expulsados de la costa y obligados a internarse a más de veinte leguas de distancia del mar. Noticioso de estos vejámenes el gobierno británico, encargó a su embajador en Madrid, lord Rochefort, pidiese la debida satisfacción del agravio, y la correspondiente indemnización de perjuicios a los colonos quiso Grimaldi, o ganar tiempo o eludir el compromiso, remitiendo la discusión y el arreglo de este punto al gabinete de Londres y al embajador español en aquella corte, príncipe de Masserano. El gobierno de la Gran Bretaña se mantenía inflexible y se negaba a toda transacción, mientras el de España no le diera las tres satisfacciones siguientes: restablecimiento de los colonos ingleses en Honduras, castigo de los gobernadores que los habían expulsado, e indemnización de daños y pérdidas; encomendando nuevamente el negocio a lord Rochefort con enérgicas y apremiantes instrucciones.

Muchas conferencias celebraron, y fuertes contestaciones tuvieron sobre este asunto el embajador inglés Rochefort y el ministro español Grimaldi (de setiembre a diciembre de 1764). Accedía ya el de Grimaldi a la reinstalación de los colonos ingleses en el golfo de Honduras y en otros puntos del territorio español en aquella parte del mundo, a que nadie los molestara en la corta del palo de campeche, y a que sus buques pudieran cruzar aquellos mares con la seguridad más completa. Condescendió también en escribir al gobernador de Yucatán, previniéndole que en lo sucesivo dejara tranquilos a los colonos; pero en cuanto a castigarle por su conducta anterior, en que no había hecho sino cumplir con las órdenes del ministerio de Indias, y en cuanto a la compensación de los daños, dos cosas que exigían el gobierno y el ministro inglés, negolas resueltamente Grimaldi como contrarias al decoro nacional, y además como imposibles de ser recabadas del rey. «No sabéis, le decía, con qué monarca tengo que habérmelas: cuando toma una resolución, sobre todo si está persuadido de que es justa, no hay nada en el mundo que le haga variar.» Pero al propio tiempo le aseguraba que S. M. estaba firmemente resuelto a seguir en buena amistad con el monarca británico. Al ver tal inflexibilidad, avínose el de Rochefort a que se mandara la reinstalación de los colonos, a que se los respetara en lo sucesivo, y a que en carta particular se hiciera una especie de apercibimiento a los gobernadores, dejando lo de la indemnización para agregarlo a la lista de otras reclamaciones pendientes, y manifestando que su soberano estaba decidido a no permitir a sus súbditos el abuso del comercio de contrabando: con que concluyó por entonces aquella cuestión menos funestamente de lo que se esperaba{4}.

Por aquel tiempo denunció el mismo embajador inglés a su gobierno un plan, ciertamente abominable, dado que existiese, y que dijo haber descubierto, del cual culpaba principalmente al ministro francés Choiseul, suponiendo conocimiento y acaso participación de él en el ministro Grimaldi, a saber, el de incendiar los astilleros y arsenales de Plymouth y Portsmouth, que sería el principio de nuevas hostilidades contra Inglaterra. Aunque el historiador inglés, al dar cuenta de este descubrimiento del embajador, no se atreve a acusar de complicidad a ninguno de los soberanos de las dos naciones borbónicas, y añade que la vigilancia y las precauciones del gobierno inglés hicieron fracasar tan horrible proyecto, o no eran muy seguros los datos que sobre él tuvo el representante británico en Madrid, o si hubo el convencimiento de tal designio, no comprendemos cómo, aunque no se realizara, no se quejó con más energía y no reclamó con más fuego el gabinete de la Gran Bretaña, cuando lo estaba haciendo sobre agravios de otra naturaleza, y de un carácter ni alevoso ni tan grave como éste.

Aún antes de haberse firmado la paz, pero con más desembarazo después, dedicose Carlos III a fortificar los lazos de amistad con la casa de Austria, unida ya también a Francia por vínculos de alianza y parentesco, bien que sin querer admitirla por eso como parte en el Pacto de Familia. Pues cuando lo propuso la corte de Viena, fue rechazado por ambos Borbones, y sobre ello decía Grimaldi: «Nada puede causarnos más conflicto que el deseo de la corte de Viena de entrar a formar parte del Pacto de Familia: por muchas razones queremos estar bien con aquella corte, única que puede sostener a los hijos y al hermano de S. M. en Italia; pero el Pacto de Familia es negocio de corazón, y no de política: desde el punto que otras potencias extrañas a la familia fuesen admitidas, sería una combinación política que podría alarmar a Europa, lo cual no queremos de modo alguno.» Así pues, no con este objeto, sino con el de proveer a la seguridad de los estados de Italia, se trató de realizar los matrimonios antes concertados, y de que en otro lugar hicimos mérito, de la infanta María Luisa de España con el archiduque Pedro Leopoldo de Austria, hijo segundo de María Teresa, y el del príncipe de Asturias don Carlos con María Luisa, hija de su tío don Felipe duque de Parma, que por algunas dificultades que sobrevinieron se habían diferido. Vencidas aquellas por parte de la emperatriz, verificose el primero de los matrimonios, cuyas alegrías turbó la repentina muerte del emperador Francisco (18 de agosto, 1765), si bien este suceso abrevió el cumplimiento de las condiciones del enlace, quedando su hijo primogénito José II de corregente del imperio, según su madre había ofrecido, y dándose a Pedro Leopoldo posesión del Gran Ducado de Toscana. También la muerte de Felipe de Parma (17 de julio, 1765) fue causa de dilatarse algún tiempo el matrimonio de su hija María Luisa, destinada a ser esposa de Carlos, príncipe de Asturias, cuyas bodas al fin se celebraron el 4 de setiembre en San Ildefonso{5}.

Unas y otras bodas al fin se solemnizaron en Madrid con regocijos públicos, a que asistieron los embajadores de las cortes extranjeras, y en que tomaron una parte muy principal y activa los magnates de la primera grandeza española. Vistosas iluminaciones, fuegos artificiales, banquetes espléndidos, costosas y magníficas comparsas, corridas de toros en la Plaza Mayor, serenatas, bailes y funciones teatrales, para lo cual se hizo venir bailarinas y cantantes de Francia y de Italia, todo contribuyó a dar animación a aquellas fiestas, en que los nobles hacían ostentación de lujo y de prodigalidad, y el pueblo se entregaba de lleno a la alegría. De las mercedes reales participaron, como en tales casos acontecer suele, los que habían estado antes y estaban a la sazón al más inmediato servicio del rey; percibieron gracias en esta distribución sus ministros los marqueses de Grimaldi y Esquilache; fue creado grande de España de primera clase, entre otros, el duque de Ossun, embajador de Francia: y como conservase todavía el rey la dignidad de Gran Maestre de la Orden de San Genaro hasta que llegase a la mayor edad el rey de Nápoles su hijo, confirió también la cruz de aquella orden a algunos personajes españoles y extranjeros, como testimonio de su particular estimación{6}. No estuvo tampoco sin ejercicio la más preciosa de las prerrogativas reales, la indulgencia para con los desgraciados, que tan bien sienta en ocasiones de público regocijo. El consejo de guerra creado para juzgar a los culpables de la rendición y pérdida de la Habana, después de dos años de procedimientos, había dictado su sentencia condenando a varias penas a los jefes de aquella plaza según sus grados de culpabilidad, y a la de muerte al capitán general don Juan de Prado. El rey concedió indultos proporcionados a las condenas, y conmutó la de Prado en prisión perpetua, que sufrió en Vitigudino. Al propio tiempo honró la memoria de los heroicos defensores de la Habana, Velasco y el marqués González: al primogénito de éste dio el título de conde del Asalto, con una pensión de cien doblones, a mas de los mil que gozaba la marquesa su madre: la Academia de Nobles Artes abría certamen público, para levantar un monumento digno de aquellos dos ilustres guerreros, y los ingleses mismos, sus enemigos y vencedores, con laudable grandeza y generosidad, les erigían otro en la abadía de Westminster: envidiable honra para vencedores y vencidos{7}.

Los últimos descalabros sufridos en las Indias, y las cuestiones que a cada paso, aún después de la paz, se suscitaban con Inglaterra, convencieron a Carlos III y a sus ministros de la necesidad de atender con esmero a las posesiones ultramarinas, ya demasiado seriamente una vez amenazadas, no solo para cuidar de su fortificación y defensa, y ponerlas a cubierto de nuevas invasiones, sino también para mejorar su administración, fomentar su riqueza y sacar de ellas más aprovechamiento para la metrópoli. Los ingleses parecía no ver en esto sino planes concertados de las dos cortes de Borbón contra Inglaterra, y el historiador británico de la dinastía borbónica en España supone al ministro francés Choiseul autor e instigador del sistema emprendido por Carlos III. No negaremos la parte que a Choiseul le correspondiera en la resolución del monarca y de los ministros españoles; pero el mismo escritor confiesa que a Esquilache le tenían indignado los fraudes y las malversaciones de los corregidores de América. Por tanto era acá harto reconocida la necesidad de la reforma. Y tanto más, cuanto que no eran solo los corregidores, eran los demás magistrados, eran la mayor parte de los funcionarios públicos, era el clero mismo, y eran más especialmente los virreyes los que, aparte de honrosas excepciones, iban al Nuevo Mundo a enriquecerse y a llenar de oro sus arcas particulares, siquiera no pasase el mar una sola barra para el tesoro de la metrópoli. Que aunque estaban sujetos a residencia (que era el juicio que contra ellos se abría luego que concluían su gobierno), como decía el virrey de Méjico duque de Linares a su sucesor el marqués de Valero: «Si el que viene a gobernar no se acuerda repetidas veces que la residencia más rigurosa es la que se ha de tomar al virrey en su juicio particular con la Majestad divina, puede ser más soberano que el gran turco, pues no discurrirá maldad que no haya quien se la facilite, ni practicará tiranía que no se le consienta.{8}» Y la corte misma contribuía a estos abusos, dispensando muchas veces del juicio de residencia a los que merecían ser más residenciados.

Hemos incluido el clero entre las clases que en aquellas regiones acumulaban riquezas sin producirlas. Y en efecto, el clero que en algún tiempo pudo ser el elemento más provechoso para ilustrar y moralizar aquellas gentes, fuese dejando deslumbrar del oro y arrastrar de la codicia en términos, que al decir de un juicioso historiador mejicano, a últimos del siglo XVIII «la totalidad de las propiedades del clero tanto secular como regular en Nueva España, así en fincas como en capitales impuestos a censo, no bajaba de la mitad del valor total de los bienes raíces del país. Habíanse multiplicado las casas monásticas de ambos sexos hasta un punto, que allí y acá se hicieron vivas representaciones a los reyes para que no permitiesen más fundaciones, y limitasen sus haciendas, y les prohibiesen adquirir de nuevo, porque de otro modo en breve serían señores de todo.{9}» Sus costumbres, objeto en algún tiempo de respeto y veneración para los indios, habían llegado a un grado escandaloso de corrupción, especialmente en los regulares encargados de la administración de los curatos o doctrinas, distinguiéndose solo los jesuitas y alguna otra orden religiosa por su celo apostólico y por la pureza de sus costumbres{10}.

Por estas breves indicaciones sobre el estado y conducta de las clases más autorizadas y que debieran ser ejemplo y servir de moderadoras a las demás, puede discurrirse cuál sería en general la situación de aquellos vastos y ricos países en lo moral y en lo administrativo. Y no porque para su régimen hubieran dejado de dictarse buenas leyes en todos tiempos, que en los de Carlos II fueron reunidas en un código (18 de mayo, 1680), con el título de Recopilación de Leyes de los reinos de las Indias; sino por los abusos a que había ido dando lugar la poca o ninguna observancia de los encargados de guardarlas y hacerlas guardar, por más que el desorden se hubiera remediado algo en los primeros reinados de los príncipes de la casa de Borbón. Así no es extraño que en la parte económica aquellos pingües rendimientos que algún tiempo la metrópoli había recibido de Indias, llegaran a verse reducidos casi a la nulidad. Datos, si acaso no de todo punto exactos, pero sí aproximados y con ligeras diferencias conformes entre sí, lo confirman cumplidamente. El autor del proyecto presentado a Carlos III trató de demostrar que todos los ingresos del Perú, Méjico, Chile y Tierra Firme no excedían de 4.000.000 de duros, de los cuales no entraban en las arcas públicas sino unos 840.000 pesos. Sobre 500.000 duros dice otro documento que rendía la América en tiempo del ministro Patiño. Al acabar la guerra de sucesión las rentas de Nueva España produjeron 3.068.410 pesos, según un escritor de aquel reino. Un arzobispo virrey de Méjico envió a España 1.000.000 poco antes de mediar el siglo XVIII, y al decir del marqués de la Ensenada en su Memoria a Fernando VI el Perú seguía absorbiendo todas sus rentas. Casi todas las de América habían sido arrendadas en los reinados de los últimos monarcas austriacos, «síntoma cierto, dice un escritor, de la debilidad o incapacidad de un gobierno.» Los de la casa de Borbón las fueron poniendo sucesivamente en administración.

A darles todo el impulso y aumento posible enderezaron sus miras Carlos III y sus ministros, que al efecto comenzaron por celebrar reuniones y conferencias semanales. Determinose desde luego (24 de agosto, 1764) establecer correos que con regularidad y frecuencia trajeran y llevaran las comunicaciones entre la metrópoli y sus colonias, permitiéndoles conducir a bordo pasajeros y artículos de comercio, lo cual al propio tiempo que facilitaba las comunicaciones y fomentaba la contratación, producía a la corona una renta no despreciable. Encargado de plantearlos fue don José Antonio de Armona, y también de establecer ciertos nuevos tributos sobre aquellos artículos que menos pudieran repugnar a los naturales, cuidando de exigirlos de un modo que no los ofendiera y disgustara. Todo se ejecutó, y con aquellos productos se pudo atender a fortificar en regla la Habana, y al mantenimiento de las tropas, de las cuales había ya en aquel mismo año en la plaza y sus contornos cinco mil infantes y dos mil caballos{11}.

Pero lo que contribuyó más eficazmente a la idea y al propósito del gobierno, fue la creación y el envío de un visitador general con grandes facultades y atribuciones. El bueno o mal éxito de semejantes comisiones depende de la buena o mala elección de la persona. Buena habría sido la de don Francisco Carrasco, fiscal del Consejo de Hacienda, a quien propuso Esquilache, pero rehusolo por falta de salud aquel magistrado. También hizo lo posible por eludir el cargo don Francisco Anselmo de Armona, que parecía pronosticar la desgracia que le aguardaba; pues obligado por el ministro a aceptarle, con la amenaza de enviarle a un castillo por inobediente, sucumbió en la navegación. En su lugar fue nombrado don José de Gálvez{12}, alcalde de casa y corte, sujeto también de buenas prendas y muy para el caso, que después fue ministro universal de Indias, y marqués de la Sonora. Para apoyar las medidas de que iba encargado y otras que tuviera que dictar, se embarcó un refuerzo de dos mil hombres, walones y suizos, para Veracruz, cuyo mando se dio a don Juan de Villalba, último capitán general de Andalucía, y militar acreditado de firme y enérgico. Llevaba Gálvez instrucciones secretas para inquirir sobre la conducta del virrey de Nueva España, marqués de Cruillas, acusado de no limpio en la inversión de caudales y manejo de intereses, para proceder contra él a lo que hubiere lugar. Además había de inspeccionar el estado de las oficinas de Hacienda, y el comportamiento de los empleados civiles; poner orden en la administración, estancar el tabaco, y hacer otras reformas que parecieran convenientes.

El primero y uno de los muchos buenos oficios que hizo Gálvez tan pronto como llegó a Méjico fue cortar una disputa que había estallado entre el virrey y el nuevo comandante general Villalba sobre competencias de jurisdicción y autoridad, en cuyas diferencias se habían mezclado algunos moradores. En cuanto al virrey, cuyas acusaciones desgraciadamente no carecían de fundamento, ahorrose Gálvez el compromiso de un procedimiento disgustoso, habiendo llegado orden del soberano exonerándole del virreinato. La rebaja que el nuevo comandante general hizo en el prest de la tropa, y su reorganización al estilo de la de España, no dejó de producir alguna deserción en los soldados, que internándose en el país encontraban acogida y protección en los habitantes descontentos, anuncio y como principio de otras novedades y alteraciones que habían de venir. Gálvez obró con prudencia, no precipitando las reformas, y pidiendo nuevas instrucciones a instancias de los principales habitantes del virreinato, cuya conducta le valió obtener de los más acaudalados un donativo gratuito de 2.000.000 de duros. Mucho favoreció también a los proyectos del visitador la llegada del nuevo virrey, marqués de Croix, sucesor de Cruillas, hombre de alta inteligencia, y sobre todo íntegro y probo, y a quien con justicia bendecía por su pureza y desinterés aquel pueblo no acostumbrado a autoridades de tales virtudes.

Gálvez emprendió las reformas, objeto de su comisión, con tan buen éxito, que al primer año de su visita (1765) produjeron ya las rentas de Nueva España 6.141.981 pesos, y aun fueron acreciendo rápidamente en lo sucesivo{13}. Y por último, acerca de las reformas que introdujo en la administración se explica del modo que sigue el historiador mejicano de nuestro siglo: «El aspecto del país, dice, cambió enteramente, lo que fue en gran manera debido a las medidas que se tomaron a consecuencia de la visita que hizo desde 1765 a 1771 don José de Gálvez, especialmente en el ramo de Hacienda, que puede decirse haber sido el que la creó. Le hemos visto, como ministro universal de Indias, variando enteramente la administración interior de las provincias por medio de la ordenanza de intendentes, y erigiendo el cuerpo de la minería bajo un plan grandioso y bien concebido: como visitador, le veremos creando nuevas rentas, estableciendo la administración de cada uno de sus ramos y dando reglamentos a todos; de manera que no se sabe qué sea más digno de admiración en este hombre extraordinario, si su actividad incansable, o el tino y acierto de sus providencias, de las que él mismo da una completa idea en la instrucción que sobre todos los ramos de la visita dejó al virrey don Antonio María Bucareli.{14}»

Hiciéronse también en el Perú reformas de importancia, y de visitador fue enviado allá algo más tarde don José Antonio de Areche. Creáronse allí cuerpos de milicia, y en Buenos-Aires se reforzó la guarnición para defender y mantener el territorio de la colonia del Sacramento que no se había devuelto a los portugueses, como porción que tenían ellos usurpada. Se levantaron muchas de las trabas que tenía el comercio de América; se habilitaron varios puertos de España, en lugar de uno solo que antes tenía este privilegio, para despachar mercaderías a las diferentes colonias españolas del Nuevo Mundo, y se vio desarrollar el espíritu mercantil, y rendir productos los mercados de ciertas islas, inclusa la de Cuba, que carecían antes de movimiento y estaban como entorpecidos. La reversión a la corona del oficio de Correo mayor de Indias, vinculado desde Carlos V en la familia Galíndez de Carvajal, y que obtenía don Francisco de Carvajal y Vargas, conde de Castillejo, fue una de las reformas que redundaron mas en pro de la real hacienda. La cuantiosísima compensación que se dio al de Castillejo por cesión que de él hizo al Estado, demuestra el enorme lucro que de aquel oficio se sacaba, el abuso que sin duda había llegado a hacerse de él, el gravamen que resultaba a la hacienda, y las ventajas que ésta debía experimentar de que volviese a la corona{15}.

Nada tenía de extraño que éstas, como suele acontecer a todas las reformas de añejos abusos y costumbres, no agradaran a todos, sino que descontentaran a algunos. A ellas atribuye el historiador inglés del reinado de los Borbones en España una sublevación de varios habitantes de la Puebla de los Ángeles, ciudad situada en el camino real de Méjico a Veracruz, en la cual destruyeron los edificios destinados a aduanas, pero que al fin fue sofocada por los mismos vecinos más pudientes, que costeaban la milicia del país, y se mantenían fieles a la autoridad real. Igual origen supone a otro disturbio algo más grave de que fue teatro la ciudad de Quito, capital de la provincia del Ecuador, en que los sublevados, con conatos de independencia, expulsaron a los empleados reales, y pedían que en lo sucesivo no fueran españoles, sino naturales del país y nombrados por ellos mismos sus magistrados, con cuya condición seguirían pagando las nuevas contribuciones. Los insurrectos se negaban a admitir el indulto con que se los brindó, porque no se reconocían criminales. Pero también se apaciguó esta sublevación sin que tuviese graves consecuencias{16}. Lo que de todos modos no nos parece enteramente exacto es lo que añade después el mismo historiador, a saber, «que los españoles y los que conocían mejor el carácter de los americanos estaban acordes en desaprobar el nuevo sistema de impuestos.» Pudieran no obstante mirarse aquellos sucesos como síntomas y anuncios de otros más graves que adelante veremos ocurrir en la América Española.




{1} Allí vivió, querido de los habitantes de la comarca, no solo por los actos de caridad que con ellos ejercía, sino por sus costumbres, amable genio y dulces modales, hasta que murió en 1778.– Correspondencia entre Wall y Tanucci.– Fernán Núñez, Compendio histórico, P. II.– Viaje de España en 1764 y 1765.

{2} Carta de lord Rochefort al conde de Halifax, en Coxe, capítulo 62.

{3} Dice un historiador inglés que los soldados llegaron con el tiempo a tomar aquel chasco por broma, y que en sus recuerdos de la toma de Manila solían decir que otra vez no se dejarían engañar por un general, cuyo latín les había quitado el botín: aludiendo al arzobispo, que había redactado en latín la capitulación.

{4} En los despachos oficiales de lord Rochefort al conde de Halifax, que inserta William Coxe en el cap. 63 de su Historia, se dan curiosos pormenores sobre las entrevistas y conferencias diplomáticas a que dio lugar este negocio por espacio de muchos meses.

{5} Además se concertaron los enlaces del rey de Nápoles y de Fernando, que era ya duque de Parma, con dos archiduquesas, y se propuso el del archiduque Francisco con la heredera de Módena. Más adelante enlazaron dos príncipes franceses con dos hijas del rey de Cerdeña. «Estas alianzas, dice un historiador, revelan sobradamente el principio de las cortes de la familia Borbón, que consistía en consolidar el establecimiento de los príncipes españoles en Italia, formando así una masa bastante fuerte para resistir a las potencias marítimas y al resto de Europa.»

{6} En la Gaceta del martes 17 de diciembre de 1765 se insertó el catálogo nominal de los agraciados con tan fausto motivo, del cual resulta haber sido otorgadas las mercedes siguientes.

Grandezas de primera clase.

Al marqués de Ossun, embajador de Francia.

Al marqués de Mortara.

Al conde de Motezuma.

Al príncipe de Villafranca.

Honores y tratamiento de grande.

Al marqués de Spacaforno.

Al conde de la Roca.

Toisones.

Al conde Branicky, gran general de Polonia.

Al marqués de Grimaldi.

Cordones de San Genaro.

Al cardenal de Solís.

Al príncipe de Butera.

Al duque de Bournouville.

Al príncipe de Belmonte Pignatell.

Al príncipe de Campo Franco.

Al conde de Fuenclara.

Al marqués de Esquilache.

Al duque de Granada.

Consejero de Estado.

Al duque de Sotomayor.

Honores de consejero de estado.

Al marqués de Gamoneda.

Llaves de Gentiles-hombres de Cámara con ejercicio.

Se dieron catorce a los sujetos que se expresan en la relación.

Llaves de Gentiles-hombres con entrada.

Se repartieron siete a los sujetos allí expresados.

Llaves honorarias.

Dos.

Mayordomos de semana.

Fueron cuatro los nombrados.

Títulos de Castilla.

Se dieron diez a los sujetos que allí constan.

Sigue la promoción de grados y empleos en el ejército, que constituye una larga lista; y la de encomiendas y pensiones, de que participaron otros diez.

No se encuentran en este catálogo ni el marqués de Campo de Villar, ni el de Tanucci, ni el príncipe de la Católica, embajador de Nápoles, ni don Ricardo Wall, de quienes habla nominalmente Ferrer del Río: acaso fueron comprendidos más tarde en estas gracias.

{7} En el tomo 42 de Papeles Varios impresos de la Real Academia de la Historia se halla un extenso escrito titulado: «Defensa y satisfacción, que por la de su obligación y honor propio expone el marqués del Real Trasporte, jefe de escuadra de la real armada, &c., a los cargos que se le han formado en la causa mandada instruir en virtud de real orden... sobre la conducta que tuvieron en la defensa, capitulación, pérdida y rendición de la plaza de la Habana y escuadra que se hallaba en el puerto, los jefes y oficiales, &c.»

{8} Instrucción manuscrita citada por don Lucas Alamán en su Historia de Méjico.

{9} Gil González Dávila, Teatro de las Iglesias de América.– Humboldt, Ensayo político, tomo III.– Compendio de la historia de la real hacienda de Nueva España.– Alamán, Historia de Méjico.– Representación del ayuntamiento de Méjico al rey Felipe IV.– Id. de los vecinos de Valladolid al virrey Iturrigaray.

{10} Informe secreto de don Jorge Juan y don Antonio Ulloa dado a Fernando VI sobre su viaje al Perú.

{11} Correspondencia entre Carlos III y Tanucci.– Noticias privadas de casa, escritas por Armona, y cuyo MS. cita Ferrer del Río.

{12} Don Andrés le llama equivocadamente Willian Coxe.

{13} «En 1781, dice Alamán en su Historia de Méjico, cuando todas las medidas tomadas por éste (Gálvez), en virtud de las amplias facultades que se le dieron habían tenido ya su cumplido efecto, llegaron las rentas a 48.091.639 pesos, siendo al fin del siglo de veinte millones de pesos.»

{14} Alamán, Historia de Méjico, P. I, c. 3.

{15} Se conservó al poseedor el título honorario de correo mayor de Indias; se le hizo merced de la grandeza de España: se le señalaron catorce mil pesos anuales, pagaderos sin descuento; se le facultó para vender sus bienes vinculados en Indias relevándole del pago de alcabala; se le dieron siete mil pesos fuertes para su traslación y la de su familia a España, y se le otorgaron otras gracias de consideración.

{16} William Coxe tomó estas noticias de las que trasmitió en 1766 lord Rochefort, embajador británico en Madrid, al secretario de estado Couvray. Alamán en su Historia de Méjico no hace mención de estos acontecimientos.