Filosofía en español 
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Universidad de Madrid
Conferencias dominicales sobre la educación de la mujer
 

quinta conferencia sobre
 
La mujer y la legislación castellana
 
por
D. Rafael M. de Labra,
Abogado del Colegio de Madrid.

 
——
21 de Marzo de 1869.
——
 

MADRID,
Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra,
calle del Duque de Osuna, número 3.
 
1869




Señoras:
 

Es una costumbre que de puro practicada toca ya los límites de lo vulgar, que todo orador comience su discurso recomendándose encarecidamente a la benevolencia del auditorio, y de tal manera inspiran horror a mi espíritu los lugares comunes, y de tal modo me domina la preocupación de contraerme al objeto preciso de mi propósito, que de ordinario, cuando me cabe el honor de dirigirme al público, máxime si es un público ilustrado, prescindo voluntariamente de aquel recurso, dando por supuesto que sin la bondad ajena difícilmente mis labios repitieran lo que les dicta el pensamiento; y sin embargo, Señoras, esta tarde tengo que violentar mis inclinaciones, tengo que rectificar mis hábitos, recomendándome muy particularmente así a vuestra atención como a vuestra indulgencia, dadas la materia un tanto árida sobre que he de discurrir, y la índole, bastante peregrina, de las opiniones que pienso nada más que apuntar.

Fuera de esto, debo reconocer, y humildemente reconozco, que con dificultad hubiera podido encontrarse persona menos a propósito que yo para ocupar este puesto; y tanto lo reconozco, que seguramente no hubiera subido a esta tribuna a no forzarme las consideraciones que por muchos conceptos me obligan al dignísimo e infatigable iniciador de estas Conferencias. La índole de mi oratoria, mi propia naturaleza y los hábitos adquiridos en las luchas de palabra a que me veo forzado por mi profesión o por las inexcusables exigencias de mi espíritu, se avienen difícilmente con la palidez, con la serenidad propia de una cátedra; así que, hoy tendré que hacer esfuerzos extraordinarios y de seguro no felices para recordar a cada instante que no estoy en medio de un debate, y para contenerme en los límites asignados a este género de empresas por los elocuentes oradores que presidieron en pasados días estas agradables cuanto provechosas reuniones.

Mas éste, después de todo, es inconveniente de poca monta, pues que vosotras no venís a oír a un orador ilustre, ni podéis fundar en él halagüeñas esperanzas. El verdadero obstáculo está en la naturaleza árida, desabrida, poco simpática del asunto sobre que he de llamar vuestra bondadosa atención.

Hablar de la mujer, hacer un estudio psicológico de este ser, que el vulgo todavía no comprende, y que por tanto no respeta aún en medio de la sociedad cristiana, y después que los progresos de la civilización hacen imposible que a la luz del día se discuta si «tiene alma la mujer», o si «la mujer que piensa es un animal depravado»; mostrar cómo en la diversidad de sexos se traduce la diferencia del pensamiento y del sentimiento, aunque esto no suponga que en la misma persona domine exclusivamente uno de estos dos modos del espíritu; penetrar en la Sociedad a fin de poner de manifiesto cuán imperfecta es su organización, y cómo mediante las preocupaciones que condenan a una alabada ignorancia y una obediencia ciega a la mitad del género humano, faltan moralidad en las costumbres, armonía en la existencia, recursos para la educación y base para el progreso; levantar el carácter y la significación moral y social de la mujer, santificada, como ha dicho un gran poeta, en todos los momentos de la vida: cuando niña por la inocencia, cuando esposa por el deber, y cuando madre por la abnegación; explicar qué orden de estudios y qué género de trabajos cuadran mejor a la naturaleza delicada y al espíritu sintético de este bello y adorable ser; buscar en la historia grandes modelos y estímulos para el pensamiento y el corazón; y en fin, descubrir con discreta mano las grandes influencias que en el curso de los tiempos han trabajado y reformado la condición de la mujer, haciéndola pasar desde instrumento vil de brutales apetitos, a tipo del arte en Grecia, a madre de los Gracos en Roma, a esposa de Dios en los primeros siglos de la edad media, a señora de la tierra bajo el feudalismo, y a dulce compañera del ciudadano en la época moderna;– es empresa fecunda, grave, difícil, sin duda, aunque no os lo haya parecido, gracias a la manera que han tenido de desempeñarla los oradores que antes de mí han ocupado esta tribuna; pero empresa que por su belleza, por los atractivos que desde luego descubre, predispone el espíritu, cautiva la atención y hace posible esa buena inteligencia del orador y del auditorio, esa cooperación de los de abajo y esa confianza del que lleva la palabra, que por mil conceptos facilita el logro de aquel tan delicado cuanto simpático empeño.

Poned ahora al lado la materia sobre que esta tarde voy a discurrir, y palparéis el contraste. Vamos a hablar, Señoras, de derechos y obligaciones… legales; quizá tenga que citar algún código; quizá de mis labios se escapen las leyes de Toro, y las Partidas, y la Novísima Recopilación; y no es mucho que yo sospeche que por ésta, cuando no por otras razones que a mis flaquezas personales se refieren, vuestro espíritu desmaye, vuestra atención se rinda y vuestros ojos distraídos se pierdan por este vasto recinto, mientras la memoria atormentada recuerda lo que en tertulias y en plazas se cuenta de la prosaica tarea del abogado, y en vuestra fantasía se agiten y revuelvan el empolvado promontorio de autos, el feo birrete del letrado, la voz gangosa del relator, el bostezo del juez, y en fin las secas fórmulas, la insoportable languidez y las pesadeces naturales de la tiesa y engomada literatura del papel sellado… ¡Oh! el contraste es grande; ¿no es verdad, Señoras? ¿Y no es cierto, por tanto, que para obtener vuestra atención debo ante todo suplicaros que a manos llenas me prodiguéis vuestras bondades?

Y observad, sin embargo, que pocas cosas os deben interesar más que el asunto para cuyo examen os pido atención. El derecho es la vida; y las leyes entran por la mitad sin duda en toda nuestra existencia. Ellas son las que sancionan nuestro carácter, ellas las que hacen fácil, y a veces sólo por ellas es posible el desenvolvimiento de nuestro ser; y su conocimiento es de todo punto preciso si no hemos de prestar asidero a la usurpación y a la tiranía.

Bien es verdad que la ignorancia que sobre esta materia reina no es exclusiva del bello sexo. Si prescindís de la ley política, y esto respecto de sus bases; si olvidáis el Código Mercantil, y esto sólo tratando de comerciantes, dad por seguro que la inmensa mayoría, la casi totalidad de los ciudadanos españoles desconoce sus principales derechos, e ignora que, merced a la ley civil, anticuada e incompatible con los demás progresos de la legislación patria, esas garantías políticas de que tan ufanos nos mostramos carecen de fundamento y corren grave peligro; y cómo, implacable el Código Penal, y no establecido el Jurado, puede decirse que nos movemos, y aún que vivimos, de puro milagro.

Apelo a los hombres que como yo practican la abogacía. Ante ellos habrán acudido y acudirán todos los días varones, hasta ilustrados, en demanda de informes sobre los compromisos que han aceptado después de firmar a ciegas un contrato; a ellos acudirán padres, tutores, esposos que desean saber lo más elemental de sus derechos y sus obligaciones. Y así la profesión del abogado se rebaja hasta tener que preocuparse constantemente con menudencias, cuando lo que en sí es, por lo que vale y por lo que tiene significación, es por la inteligencia de las graves cuestiones de derechos, de los conflictos arduos, y de la dirección de los negocios en el camino del procedimiento. Y así, lo repito, el ciudadano vive sin darse cuenta de lo que representa y del valor que tiene; y contentándose con las fórmulas, satisfecho con dar vivas a la libertad y con que le aseguren que es soberano, permite que tranquila, pero intencionadamente, socaven su existencia jurídica, hasta el momento en que cuadre a los césares hacer que de las opulencias de la fantasía caiga en las miserias de la realidad, y que dormido entre el murmullo que le dice rey, le dice rey, despierte bajo las cadenas del esclavo.

Es verdad que a esta ignorancia contribuye el estado de nuestra legislación. Hoy es un hecho común, universal, el resumen y compilación de las leyes en códigos sencillos y poco extensos. Nosotros, por el contrario, tenemos en vigor muchos, que se remontan a épocas muy lejanas, y que se sustituyen y complementan, produciendo una confusión lamentable, que sólo han venido a contener en alguna parte las sabias sentencias del Supremo Tribunal de Justicia. Así en nuestra patria rigen, en materia civil, después de las leyes sueltas publicadas desde 1805 acá, la Novísima Recopilación, que es de esta fecha, el Fuero Real y las Partidas, que son del siglo XIII, y aún el Fuero Juzgo, que es del VII, amén de los fueros municipales. Pero así y todo, aún pudiera remediarse tan general ignorancia si cundiesen los resúmenes populares, y tuviesen efecto con repetición conferencias y lecciones sobre estos puntos importantes, mientras llega la hora de que se realice la tantas veces anunciada promulgación de un Código. Sin embargo, esto no se hace, y quizá pueda decir que la conferencia que tengo el honor de presidir sea la primera de su género en nuestra patria y en nuestros días.

En tanto no os avergoncéis, Señoras, de vuestra ignorancia en este particular, frente al saber del sexo fuerte. La vergüenza debe ser común; porque ya os he dicho que la inmensa mayoría, la casi totalidad de los hombres está a vuestra altura; y tengo por cierto que en cualquiera tertulia podéis hablar el uno y el otro sexo sobre cuestiones jurídicas, aún las más rudimentarias, sin temor de que el público se aperciba de vuestros divinos disparates.

Mas de que esto suceda, a que deba suceder, va una distancia inmensa, y por eso –dispensadme la insistencia– yo os ruego que, so pena de ignorar vuestra significación y vuestro carácter, pongáis la vista en la condición a que os tienen reducidas las leyes. Sabed lo que sois, y permitidme que a las veces, y de pasada, os apunte lo que debéis ser.

Por poco que vuestra atención se haya fijado en la marcha de los intereses sociales y el progreso de las ideas políticas en estos últimos años, es seguro que habréis advertido más de una vez en libros y periódicos una frase, apenas enunciada, corregida y abrumada con peros, invectivas y críticas de toda especie. Esta frase es la emancipación de la mujer. La idea, sin duda alguna, es grave, y harto lo habréis observado al reparar que las críticas, de ordinario, se refieren a dos puntos que se señalan como consecuencias imprescindibles de aquel principio. Estas consecuencias son: la prostitución de la mujer en la vida política, y la disolución completa de la familia en la vida civil. Mas para entender bien lo que hay de verdad en este problema, yo os ruego que miréis con espacio las cosas, que hagáis un esfuerzo para sobreponeros a las preocupaciones conservadoras, a que tan aficionadas sois, y que tengáis mucho cuidado de no dejaros llevar por las palabras y las declamaciones, porque, notadlo, cuando de ciertos intereses se trata, y principalmente cuando priva la intención de obtener vuestro apoyo para hundir una idea o quebrantar una institución –y hartas veces, por desgracia, se ha logrado este empeño– de ordinario las cosas no son los nombres.

Pues bien, yo os digo que en la doctrina de la emancipación de la mujer hay mucho equivocado; pero en seguida os afirmo que la mayor parte es cierta, es incontestable. Observadlo.

Hay un hecho, Señoras, de que todas os habréis dado perfecta cuenta, y es que mientras la ley os quita el derecho de influir en los negocios públicos, por medio del sufragio, os niega la capacidad para ocupar todo puesto dependiente del Estado, que no se refiera a la enseñanza o al ramo de estancadas.

Yo bien sé, Señoras, cuanto se dice sobre la incapacidad del bello sexo para ejercer un determinado derecho político, cuando otro, como el de imprenta, por una admirable contradicción, que se explica, después de todo, por la brutalidad misma que entrañaría un acuerdo lógico,– no les ha sido arrebatado, y alguno, como el de reunión, no tiene más que cierta traba insignificante, cual es la que prohíbe la entrada en las Bolsas a las mujeres. Yo sé con qué colores tan sombríos se pinta la participación del sexo débil en la política, con qué frase tan calurosa se describe a la mujer, ensuciando sus bellos pies y comprometiendo sus divinas alas en el barro y las agitaciones de la plaza pública, y cómo se presenta a la deslumbradora Galatea, frescos aún los besos del artista, y pasmado el mundo con sus hechizos, ocupando la tribuna y encendiendo las más brutales pasiones, mientras el viento arrebata sus cabellos, la ira descompone su mirada, y el frenesí, enronqueciendo su voz, hace que de su centelleante frente desparezca la prudencia y pudor. Yo sé con cuánto ingenio y qué donosura se imagina un congreso de cuyos escaños irradie la gracia y la belleza, y una minoría acudiendo a todos los secretos del coquetismo para hacer pasar una partida del presupuesto que afecte al tocador, así como un Tribunal Supremo de Justicia, que interrumpe sus graves funciones para que algunos de sus miembros atiendan a las ineludibles y urgentes exigencias de la propagación de la especie.

¿Os reís?– Pues más os rierais a haber, como yo, leído un libro muy serio y muy grave, en que se apuntan importantísimas consideraciones sobre el peligro que correría la causa de la libertad y del derecho a someternos inconsideradamente a la tiranía del bello sexo; débil, pero seductor; inconstante, pero implacable en sus infinitas exigencias.

Mas observad, Señoras, que todo esto no toca de frente la cuestión de derecho. Dad de barato que todas esas críticas, que todas esas exageraciones sean verdad. Pues ¡qué! ¿el abuso de un derecho, los extravíos constantes de los hombres, los efectos irregulares de ciertas instituciones, bastan para que de una plumada desaparezcan instituciones y derechos, sin pensar antes en modificar el medio en que unos y otros existen, y cuya maldad quizá sea la causa de tan fatales resultados? Y por otro lado, ¿es en estos tiempos posible que una parte de la humanidad, lo mismo que un grupo social, se erija en árbitro para reconocer bondades o achacar faltas a los otros grupos, o a la otra parte, resolviendo por sí y ante sí lo que se debe conceder y lo que se debe quitar? Preguntad, Señoras, a estos hombres que hoy corren por esas calles henchidos de orgullo con los derechos que la revolución les ha reconocido; preguntadles cuál era el argumento que a sus labios apuntaba ayer para condenar el monopolio que de la dirección de los negocios públicos ejercían ciertas y determinadas clases, conocidas bajo el nombre de país legal?

Mas, prescindiendo de esto, Señoras, reparad que todas esas censuras parten de un error gravísimo, cual es el suponer la coexistencia de la mujer revestida de la plenitud de sus derechos con la sociedad tal cual es en estos momentos. De esta manera el contraste es inmenso, las irregularidades evidentes; pero igual sucedería si juzgásemos a un ciudadano de los Estados Unidos dentro de las condiciones de los últimos días del Bajo Imperio.

Por el contrario, parad las mientes en que si la mujer vive en el atraso moral de que tanto se ha hablado en estas Conferencias, es debido en gran parte al estado general de la sociedad; observad que si la mujer se ha de integrar en sus derechos y ha de adquirir toda su importancia debida, es menester que al compás y mediante los principios que determinen este cambio, se trasforme también el orden social, y entonces advertiréis cuán fuera de lugar están ciertas críticas, ciertas sátiras y ciertas extrañezas.

Fijaos, si no, un momento. ¿En qué se basan más comúnmente los que combaten vuestra injerencia en la vida política para censurarla y ponerla en ridículo? Pues se basan, primero, en lo grotesco que sería que ocupaseis altos puestos de la administración pública, y después, en lo incompatible que son con vuestra mesura y vuestra delicadeza los gritos, los escándalos, las brutales pasiones, y los excesos de todo género que toman por asalto las plazas, los clubs y los lugares todos donde se controvierten cuestiones políticas. Pues bien, ¿qué significa lo uno y lo otro, más que una falta gravísima de cultura política y un atraso notable de educación moral?

Si preguntáis fuera de esa puerta qué es la vida política, y cuáles son sus condiciones y los derechos que supone en los individuos, se os dirá, de seguro, que aquélla implica la facultad que los ciudadanos tienen de influir en la cosa pública y en la marcha de los negocios, y que los derechos de los individuos se extienden, a más de esta influencia general, a ocupar los puestos de la administración y a empuñar el timón del Estado, sin otra preparación que un patriotismo acendrado y un amor inmenso a la idea que domina en las esferas del Gobierno.

Pero esto es un gravísimo error. Los derechos políticos no pueden ni deben servir al modesto ciudadano más que para desde su esfera observar la marcha de las cosas, influir en ella con su opinión, por medio de la prensa y de las reuniones, y cometer por el sufragio a los más aptos, a los que han hecho un estudio detenido, y se han dedicado a la carrera de políticos, como otros se dedican a la de médicos o de comerciantes, la gestión de los públicos negocios. Es falso, completamente falso, que todo ciudadano, por el mero hecho de serlo, pueda y deba ocupar los altos puestos de la administración; es falso, y sobre todo es profundamente inmoral y eminentemente perturbador, que cualquier sujeto, que cualquier advenedizo, sostenido por su audacia o amparado de su fama de hombre probo, pueda erigirse de la noche a la mañana en hombre político. Para esto es necesario haber estudiado, haberse preparado suficientemente, tener cierta aptitud y cierta educación de que carece la inmensa mayoría de los ciudadanos; y al olvido de esta verdad, y a la práctica diaria de lo contrario, debéis atribuir la perturbación del orden social, la instabilidad profunda de las posiciones, el gran vacío en la dirección política de los pueblos, esas improvisaciones escandalosas, esos desengaños, esa inmoralidad que todos convenimos en reconocer en nuestra vida pública, y que asimismo tiene gravemente comprometida la existencia del orden y de la libertad en casi todas las naciones de Europa.

Mas observad que en este orden de cosas la ley no puede hacer nada. La ley debe dejar amplio espacio para que las inclinaciones apunten y las aptitudes se desenvuelvan. En cambio, aquí es donde deben influir con toda su energía las costumbres, rechazando las acometidas de la audacia o de la ignorancia, y haciendo que sólo puedan llegar a la alta dirección política los hombres educados ad-hoc, los individuos dotados, naturalmente, de facultades para ellos y que han sabido y querido cultivar estos favores del cielo. Yo os podría decir dónde algo de esto se realiza, en los Estados Unidos, por ejemplo, y hasta cierto punto en Inglaterra; pero no es éste el objeto de mi discurso, y la cosa merece muy detenida atención.

Ahora bien, suponed a la mujer reintegrada de sus derechos en una sociedad que por el progreso político haya llegado a este punto. Cierto que podrá legalmente ocupar altos puestos, pero cierto también que las costumbres, tanto más respetables cuanto que no violentan el más insignificante derecho, no permitirán que impunemente suban a esos sitios los individuos faltos de aptitud, sin distinción de sexo, y que la mujer, que ha podido ser reina en los revueltos tiempos de doña María de Molina y de Isabel la Católica, satisfecha con poder influir directamente con su opinión por la prensa, e indirectamente con su voto en los comicios, se abstendrá de aquello que no siente bien a su debilidad física y la distraiga de los altos deberes y de las atenciones absorbedoras del hogar doméstico.

Por otra parte, antes he dicho que el grave inconveniente que se ponía a la mujer para que con dignidad y con eficacia pudiese asistir a los comicios y subir a la tribuna era la falta de moralidad, de verdadera moralidad que se echa de ver en estas reuniones. Pero ¿esto no ha de tener término? Pues ¡qué! el respeto del derecho, y la educación política y social no ha de hacer progresos; por ventura no los está haciendo; y no son precisamente los mismos los principios civilizadores que han de disponer las cosas de modo que la mujer salga de la condición tristísima en que hoy vive, que los que han de reformar nuestras costumbres públicas de manera que no se confundan los gritos con los argumentos, y las invectivas con las razones?

Pues bien; suponed que la situación actual se modifica, convenid en que nuestras costumbres se han reformado y que nuestras reuniones y nuestros meetings toman un carácter digno y respetable;– y por cierto que en esta obra podéis ejercer gran influencia, como la habéis ejercido en Madrid asistiendo a los magníficos meetings que aquí se han celebrado para condenar la infame esclavitud de los negros, que, sin embargo, todavía subsiste íntegra! seis meses después de la revolución de Setiembre. Dad por hecho que nuestra educación social es otra; ¿llamaría entonces la atención que nuestras mujeres ocupasen la tribuna y dirigiesen al público la palabra al modo que hoy mismo lo hacen doctísimas damas en los congresos científicos del extranjero? ¿Qué diferencia hay entre este público y el de la plaza, sino la diversidad de cultura, la diferencia de educación?

Por tanto, Señoras, los argumentos que sobre este punto se hacen, caen por su base; porque, en primer lugar, entrañan el olvido de que el derecho está por cima del sexo y se refiere sólo a la entidad personal, y después suponen a la mujer rehabilitada y dignificada dentro de una sociedad inmóvil y refractaria a aquella idea.

Pidamos, pues, al legislador, que en esto, como en todo, se contenga y respete el orden de la naturaleza, seguro de que ésta tiene abundantes recursos, que brotan a cada paso para refrenar los excesos y corregir las irregularidades, que parecen más chocantes e incontrastables. Que el legislador, sí, se atenga al orden del derecho, y deje que las costumbres le suplan en aquello que a él le sería imposible prevenir o rectificar. Que la ley prescinda de detalles y aptitudes individuales; pues que de lo contrario, si vuestra debilidad es razón suficiente para que se os veden ciertos puestos, muy bien podríais preguntar por qué la fortaleza de ciertos robustos varones no es causa bastante para que el legislador, siquiera por pura estética, les prohíba vender flores, cortar patrones y vender cintas. Que la ley, en fin, sea lógica; y pues que en nuestros días ha prescindido del privilegio que antiguamente os dieron las Partidas de poder alegar su ignorancia, y pues que el Código Penal no reconoce vuestras flaquezas siquiera como una causa atenuante, que consigne todos vuestros derechos, y que así como os impone toda la responsabilidad de un hombre, os dé la plenitud de su libertad.

Harto comprendo que esto nos ha de costar algún trabajo; porque aquí, como en casi todos los casos análogos, las víctimas son las que principalmente hacen difícil su redención. Las costumbres y las leyes se dan las manos para resistir los ataques, y vosotras –perdonadme que os lo diga– insipientemente criticáis y alborotáis siempre que alguna mujer ilustre tiene el atrevimiento de quejarse de su situación, soñar días más felices y escribir, por ejemplo, que sólo sois «niño oprimido, a quien se hace siempre guardar silencio, o niño mimado, que impone sus irregulares caprichos.» Por eso, repito, nos ha de costar trabajo que vuestras manos no aplaudan esa frase pretenciosa, aunque en realidad vulgar, «que la mujer no se ha de ocupar de política», siquiera la política sea la paz y la guerra, el orden y la turbulencia, la riqueza y la miseria, el estancamiento y el progreso, el despotismo y la libertad.

Mas convertid la mirada a la vida civil. No tenéis motivos, Señoras –harto lo reconozco– para saber la diferencia que va de la vida civil a la vida política, y tampoco tengo yo el espacio suficiente para entrar en las explicaciones oportunas. Fijaos sólo en que la una abarca las relaciones del individuo con el Estado y da base a las instituciones de gobierno, mientras la otra abraza las relaciones de los individuos entre sí, condiciona la familia y garantiza la propiedad. Ahora bien; reparad lo que sois dentro de la vida civil.

Para esto aceptad una división, que no es científica, pero que servirá perfectamente para que nos entendamos. Considerad a la mujer en cada uno de estos tres estados: de soltería, de matrimonio y de viudez… Y digo mal; suprimid el último estado, porque la mujer viuda es casi tanto para la ley como la soltera. Es tan libre como ésta, y sólo –por las razones que luego diré– parece inferior considerando que si el marido ha nombrado tutor a sus hijos, la viuda no puede ser tutora de éstos, y si siéndolo contrae segundas nupcias, necesita de gracia especial para continuar cuidando a aquellos pedazos de sus entrañas, y en fin, si el marido muere intestado, sólo entra a la herencia en defecto de descendientes, ascendientes y parientes dentro del cuarto grado; doctrina que sólo tiene una excepción, tratándose de la viuda pobre, indigente, que goza del derecho de percibir la cuarta parte (cuarta marital) de los bienes del difunto.

Fijémonos, por tanto, en la mujer soltera, mayor de edad y emancipada, carácter que no adquiere hasta después de muerto el padre, y no a los 25 años, como vulgarmente se dice. Después hablaré de la mujer casada, como esposa y como madre.

Es cosa, Señoras, verdaderamente admirable la inteligencia que mantienen las costumbres y las leyes para compensar las unas las cargas de las otras en este particular, y esto una vez más demuestra cómo la naturaleza violentada reobra, por los medios que tiene, contra los errores y las injusticias de que es víctima. Así se observa que cuando la ley aprieta más, y más rebaja el carácter de la mujer, las costumbres la levantan, y mientras el legislador sanciona la tiranía, el público, la masa, sin darse cuenta de ello sin duda, libre y espontáneamente, dedica a la víctima su consideración y sus respetos. Sólo que esta compensación de las costumbres no corresponde a la profundidad y al peso de las injusticias legales, lo primero, porque la compensación en sí es débil; lo segundo, porque las costumbres mismas están contagiadas y a las veces extreman, aunque de otro modo y en otra esfera, el rigor mismo de las leyes.

Vedlo, si no. La mujer soltera puede ser considerada en dos períodos de su vida. El uno abarca su juventud, y entonces es el tipo de la debilidad, y antes que respeto, inspira compasión. Luego, con la edad, adquiere una representación mayor, se impone más fácilmente a las gentes que la rodean; pero entonces es el símbolo de los caprichos trasnochados, del mal genio, de la murmuración; es la solterona objeto del ridículo y pobre víctima de los chistes y de las consecuencias de esa brutal máxima que dice a todas nuestras jóvenes, en medio de esta sociedad pretenciosamente espiritualista, que «la única carrera de la mujer es el matrimonio.» De modo, Señoras, que aún dentro del círculo exclusivo de las costumbres se observa también esa compensación de que antes os hablé con referencia o las costumbres y a las leyes.

Pues bien; la soltera es la más favorecida por nuestra legislación. Así, puede ir y venir, contratar, obligarse, consagrar su actividad a lo que más le plazca… Casi tiene los mismos derechos del hombre. Pero este casi, Señoras, abarca mucho. Por ser mujer, la soltera está incapacitada para ser procuradora de otro, para estar en juicio, para ser testigo en un testamento, para ser tutora y curadora de otros que de sus hijos y nietos, y en fin, para adoptar a un huérfano, si no adquiere este derecho mediante gracia especial.

Cierto, sin embargo, que al lado de estas incapacidades figuran algunos que se han dado en llamar privilegios, tales como el de que la mujer pueda casarse y hacer testamento a los 12 años, mientras que el varón no hasta los 14; que la mujer necesite del consentimiento paterno para el matrimonio sólo hasta los 20 años, mientras el hombre lo ha menester hasta los 23; y en fin, que la mujer puede eximirse, generalmente hablando, de la obligación contraída por una fianza, en tanto que el varón tiene que estar a lo que se comprometió. Mas, observad que cuando estos favores no son excepciones fundadas en la mayor precocidad del sexo débil, y que corresponden a otras excepciones provechosas al sexo fuerte, son privilegios o estériles o contraproducentes. ¿Queréis convenceros de ello? Pues reparad que a cambio de esa rebaja de edad que para ciertos actos os hace la ley, la ley también consigna que cuando en un accidente mismo muriesen un hombre y una mujer, se entienda que ésta murió primero, por su natural debilidad, y cuando a un mismo tiempo nacen una mujer y un varón se reputa nacido antes el hombre; doctrina importantísima, sobre todo por sus efectos en materia de sucesiones.– Por otro lado, el privilegio de las fianzas es ineficaz, porque, fuera de sus muchas excepciones, todo contratante tiene muy buen cuidado de que lo renunciéis expresamente al principio del contrato; y si fuera eficaz por desgracia, harto lo lamentaríais vosotras, porque os coartaría de un modo extraordinario la facultad de contratar; que lo mejor que la ley puede hacer es prescindir de estériles protecciones, limitándose a asegurar la libertad y el derecho. Mas, así y todo, ¡qué diferencia no hay, en daño vuestro, entre lo que la ley caprichosamente os regala y lo que arbitrariamente os niega!

Pero extended más la mirada, y fijaos en la mujer casada. Y aquí sí que notaréis la verdad de cuanto antes os decía. La mujer soltera es digna, respetable sin duda; pero la esposa y la madre es augusta. Pues bien, aquélla casi lo puede todo, con arreglo a la ley; ésta apenas si puede nada. Las costumbres dan realce a la misión de la mujer casada, pero las leyes la agravian y abaten, y en esta relación, la mayor fuerza, la mayor eficacia está de parte de la ley. No, no hay verdadera compensación.

La mujer casada, por el mero hecho del matrimonio pierde su personalidad punto menos que absolutamente. Debe fidelidad y compañía a su marido; débele, más que obediencia, sumisión, hasta el extremo de no poder contratar, ni repudiar una herencia, ni admitirla sin beneficio de inventario, a no contar expresamente con su autorización; debiéndole entregar, por regla general, la administración de los bienes aportados al matrimonio y de los intereses que durante la sociedad conyugal se logren, y cuya mitad naturalmente pertenece a la mujer.

Cierto que la ley ha procurado dar garantías. Pero ¡de qué manera! Se trata de la fidelidad, y mientras que para que pueda decirse que el hombre comete el delito de adulterio se necesita que tenga la manceba dentro de casa, o fuera de ella con escándalo, por lo que respecta a la mujer no se precisan circunstancias; llegando a consignar nuestras leyes, si bien para que no se cumpla, que el adulterio de la mujer hace dueño al marido de la dote.– Se trata de la compañía, y si bien nuestros códigos y las sentencias de los tribunales relevan a la mujer de seguir al esposo a Ultramar o a lugares donde reina la epidemia, en cambio hace posible que el marido, fijando su domicilio en sitios apartadísimos, obligue a la mujer a residir allí, mientras él con fútiles pretextos se viene a gozar a las capitales y a los grandes centros de la vida de la libertad. Se trata de la autorización del marido, necesaria para que la mujer contrate y haga valer sus derechos; y si bien la ley dispone que en ausencia o por negativa infundada del marido supla su autoridad el juez, haciendo así entrar al Estado en la vida doméstica, harto se comprende cuán pobre es este recurso a favor de un ser débil, entregado casi sin reserva al poder del marido, de cuyas manos no puede escapar aún después del conflicto que necesariamente supone el haber tenido que acudir al juzgado.–  Se trata de los bienes, y aunque la ley distingue los dotales de los extradotales, y dejando éstos en cierto modo, y por regla general, a la administración de la mujer, preceptúa que de aquéllos responda el marido sobre todo y ante todo; reparando despacio, se advierte que las garantías no son lo que a primera vista parecen. Verdad es que la mujer administra sus bienes extradotales, si quiere así hacerlo; mas cierto es del mismo modo que para todo paso de alguna gravedad necesita la autorización del marido, única manera de que su personalidad sea efectiva. Verdad que para una clase de dotales, los inestimados y raíces, la ley dispone que se inscriban en el registro de la propiedad y sean inenajenables sin permiso de la mujer, y que para los inestimados muebles, o los estimados de cualquier clase, se hipotequen siempre expresamente los bienes propios del marido; pero harto se ve en lo primero que la falta de garantías de la mujer para otros efectos de la vida le quita la fuerza para resistir a las sugestiones, mejor dicho, a las exigencias de un marido imperioso y omnipotente en el hogar doméstico; y en el segundo caso, que la garantía que la ley sanciona está en el vacío, porque pende de que el marido tenga bienes propios e hipotecables, esto es, raíces.– Y en este caso, ¿qué otra cosa más que un recurso estéril es el que la ley da a la mujer casada para contener la mala administración de sus dotales, permitiéndola que pida que se le entreguen, o que el marido de caución de que no los ha de malbaratar o que los ponga en manos de un tercero, si para todo esto es necesaria la prueba de que a punto tan crítico ha llegado el marido por su mala conducta, y no por accidentes e impensadas desgracias?

Pero no os detengáis más, Señoras, en la falta de recursos y en la desnudez de consideraciones que la ley sanciona tratándose de la mujer casada. Subid más: llegad a la madre, que seguro estoy que no sabéis ni os será fácil comprender cuál es su condición legal. Porque, oídlo y asombraos, la madre castellana no tiene autoridad propia sobre sus hijos. Ese poder que las leyes conceden al jefe de la familia, poder fundado, más que en otro motivo, en los inexcusables deberes de educación respecto de sus hijos, es negado a nuestras madres, de tal modo, que si el esposo muere designando a una persona extraña para que atienda a los menores, no corresponde a la madre siquiera la tutoría de aquellos pedazos de su propio ser, y pasados los tres primeros años, tiene que reducirse a prodigarles sus caricias y sus cuidados, en cuanto un hombre, desligado de todo vínculo natural y de toda relación amorosa, no encuentre grave mal en ello. ¡Qué horrible! ¡la maternidad viviendo de prestado!

Os asombra, Señoras; y en verdad la cosa debe maravillaros, porque sólo nuestras leyes, en el mundo de nuestros días, sancionan atropello semejante de todas las conveniencias, agravio tan gigantesco de todos los sentimientos, vestigio tan repugnante de épocas y circunstancias que por dicha ya pasaron.

Yo bien sé, Señoras, cuanto se dice para justificar ciertos preceptos de la ley y para excusar otros, a todas luces insostenibles. El matrimonio, se observa, es una sociedad que debe tener su director, que necesita un representante; y siendo esto así, imposible es que coexistan dentro de la familia dos derechos igualmente poderosos y avasalladores, y al público den la cara dos representaciones de igual fuerza e importancia.

Yo convengo en casi todo esto; mas reparo también que si el matrimonio bajo el aspecto civil es una sociedad, debiera tenerse sobre él muy en cuenta que los derechos y las obligaciones en las sociedades ordinarias parten del contrato, del pacto social; que las condiciones son muy varias y revisten diversas formas; y en fin, que sobre la previsión legal queda siempre la voluntad de los contratantes. Sin embargo, en España no hay más que un modo de matrimoniar, y todas las condiciones están fijadas de antemano.

Verdad es que las legislaciones extranjeras se aproximan bastante a este rigor, prohibiendo que se pacte nada sobre las personas y los derechos y los deberes matrimoniales de los esposos; pero, sobre esto ser, en mi sentir, profundamente equivocado, nótese que en Francia, en Inglaterra, y sobre todo en Portugal, cuyo Código Civil de hace dos años es el primero del mundo civilizado, han roto la regularidad del matrimonio, la inflexibilidad del contrato previsto y sancionado por la ley, haciendo posible un número bastante extenso de condiciones potestativas en lo que se refiere a los bienes, a los intereses de los esposos – dejando siempre a salvo los de los hijos.

A este punto no han llegado nuestras leyes, y así no tenemos más que un molde, no poseéis más que un medio para el matrimonio. Quizá vuestra dignidad resista alguna de las cláusulas del contrato; quizá comprendáis que por puro amor o apreciando otras circunstancias de vuestro esposo, ponéis vuestro porvenir y el de vuestros hijos en manos poco aptas para la gestión de intereses; quizá os estremezcáis al pensar que no tenéis más que una autoridad prestada sobre vuestra familia… pero no hay remedio; si no os casáis así, avergonzaos y sufrid, vuestro enlace no es matrimonio.

Que tales errores tienen su remedio, cosa es que fácilmente habéis colegido; pero yo no debo abusar de vuestra indulgencia, ni puedo detenerme en este punto, que exige grandes desenvolvimientos. Baste indicar las reformas indispensables: primero, el reconocimiento pleno de la personalidad jurídica de la mujer; después, el matrimonio civil, que separa el contrato del sacramento y hace posible la aplicación al primero de la libertad completa de contratación; tercero y último, el consejo de familia, que ocurre a los conflictos posibles entre padre y madre, revestidos entrambos de la patria potestad.– No creáis que éstas son puras teorías; los fundamentos de tales reformas están echados ya fuera de España, si bien los obreros de este gran edificio no han podido todavía vencer ciertas preocupaciones, ni proseguir su empresa con la calma y la energía que requiere el caso. Sin embargo, ello será.

Voy a terminar, Señoras; pero antes permitidme que, cual acostumbro, vea de resumir cuanto os he dicho, y que habéis acogido con una atención y una bondad todavía superiores a mis deseos. Veamos de precisar el objeto y el fin de este discurso.

Lo habéis visto, Señoras: la vida política os está hasta cierto punto vedada, y sobre todo, el influir en ella directamente por vuestro voto, por completo os está prohibido. Hay en esto más de una contradicción; pero todo lo eclipsa el error y la injusticia general de la doctrina, que traducen de un modo análogo las leyes españolas y las extranjeras.– En cuanto a la vida civil, harto habéis comprendido la inferioridad y el desamparo a que tienen condenado al sexo débil nuestras leyes, que en este punto van muy detrás del resto del mundo civilizado.

Ahora bien; ¿es o no verdad que tantas injusticias y tantos errores dan base sobrada a las críticas de los partidarios de la emancipación de la mujer? Y ¿es o no cierto que la corrección de estos irritantes abusos, de estas sombras de una sociedad bárbara, por ningún concepto entraña la prostitución de la mujer en la vida política, ni menos la disolución de la familia? ¡Oh! no. Lo que nosotros pedimos, al reclamar la dignificación de la mujer, es que se continúe la obra de libertad que viene realizándose de un modo tan enérgico en toda la edad moderna, y conforme a la que el orden se va asentando en sólidas bases, y el legislador absteniéndose de poner su impía mano en la armonía de las cosas, creada por Dios. Lo que nosotros queremos es no violentar los intereses, ni herir los sentimientos, ni fabricar una familia, ni componer una sociedad; porque tememos la reacción de las cosas comprimidas, y porque tratándose de la sociedad, de la familia y de la mujer, sabemos que donde la ley creó un Gimnello, la naturaleza pronto escupió las Phrines y las Aspasias.

Ahora, en cuanto al fin de este discurso, reparad en lo que antes os dije. Es necesario que todos sepamos el carácter y la significación que la ley nos reconoce, primero para vivir, y después para procurar, si no es lo debido, su reforma y nuestra ventaja. Presumo que algo sabéis de lo que sois, y otro poco de lo que debéis ser.

Aquí hay una empresa grave y que os está primordialmente encomendada, porque si a todos nos importa, el vuestro es el interés mayor. Pero cuidad del camino que habéis de seguir, y de los recursos a que habéis de apelar.

La doctrina de la emancipación de la mujer ha recibido sus más terribles golpes a causa del carácter y de la forma con que se ha presentado. La propaganda convulsionaria y cataléptica de las renovadoras yankees e inglesas, las desordenadas teorías y las lúbricas prácticas del sansimonismo francés, las exageraciones de los esprits forts femeninos, que han llegado a escribir el evangelio del amor libre, y a sostener que «el hombre, después de todo, no es más que una mujer imperfecta»; estos han sido, quizá más que nuestras groseras costumbres y que los intereses creados y que vuestras mismas preocupaciones, el formidable enemigo de la rehabilitación, mejor aún, de la redención del sexo débil.

Vosotras tenéis otro camino: no olvidéis el medio en que vivís, y reparad que en ciertas empresas hay que tener en cuenta la justicia, sí; pero no lo olvidéis, –también la eficacia.– Aprovechaos de las armas que tenéis en vuestras manos.

Cierto que por medio de la prensa (y a Dios gracias, en vuestro seno se encuentran mujeres ilustres, de ello muy capaces) podéis intentar vuestro empeño, y que debéis mostrar con vuestra presencia en ciertos sitios el desprecio que os inspiran motes y críticas ridículas, si no fueran indignas. Pero con esto, quizá antes que eso acudid a otros medios. Evidenciad en todos los momentos que conocéis vuestra situación, que no estáis satisfecha de ella y que deseáis su mejora. Protestad en el seno de la familia, en las tertulias, en las conversaciones intimas, contra las vulgaridades de guante blanco, que con una flor os envían un insulto, y con una palabra lisonjera a esos encantos físicos que el tiempo borra, abofetean vuestra dignidad de ser libre, vuestro carácter de persona, que es inmortal. Y sobre todo, ¡madres! educad a vuestros hijos en el santo amor, en la implacable pasión de la libertad y de la justicia. Los medios son poderosos, porque las grandes iniquidades se sostienen de ordinario, más que por la maldad de los opresores, por la ignorancia y el envilecimiento de las víctimas; observad que si los grandes cambios, las grandes reformas en la historia, han venido por las dos vías de la guerra y de la influencia pacífica, el triunfo mayor y el más duradero ha sido el obtenido por el segundo de estos caminos. Ved los cambios políticos, sangrientos, tempestuosos, formidables… pero ¡cuántas caídas, cuántas decepciones irresistibles! ¡qué dolores, qué retrocesos! Ved las trasformaciones de la familia… lentas, tranquilas, insensibles; ¡pero inmensas, profundas, imperecederas e incontrastables! Elegid, Señoras, este camino. Yo os aseguro que seréis invencibles.

Y no creáis que porque la obra sea considerable el término de vuestra empresa sea extraordinariamente lejano. Dificulto, sí, que aquí nosotros mismos veamos a la mujer plenamente rehabilitada; pero observad que de la mujer soltera de hoy, tal cual el Código Mercantil la trata, a la mujer emancipada al modo que yo lo entiendo, hay de seguro mucha menos distancia que del siervo que nuestros abuelos conocieron al amanecer el siglo XIX, al ciudadano que anda por esas plazas, integrado de sus derechos por la Revolución de Setiembre.

Fuera de esto, por vuestra emancipación trabajan todos los intereses del siglo; porque, así como las injusticias se enlazan y sostienen, así un progreso llama a otro progreso.–  Donde apenas hace diez años la viuda era quemada sobre la tumba de su esposo, y la india estrujaba entre sus brazos a la tierna niña para que no siguiera la malaventurada suerte de la mujer, la madre norte-americana, realzada y respetada allí como en ninguna parte, enseña noblemente a su hijo a deletrear en aquellos patrióticos libros, cuyas primeras palabras son: god and liberty. La misma participación de la mujer en la vida política, el mismo derecho de sufragio es reclamado ahora por las Convenciones de los Estados Unidos. En Inglaterra, donde la mujer cuenta con un defensor ilustre, con uno de los primeros publicistas de aquel país, con John S. Mill, muchas señoras recientemente han pedido, aunque sin éxito, una aclaración de la flamante ley electoral en el sentido de prescindir del sexo; y por último, en esa tierra que de entre los mares oceánicos se alza, y al mundo se presenta, como Venus, ornada de todas las gracias y todos los esplendores; en la Australia, donde hoy la libertad luce como en ninguna parte, el sufragio de la mujer está reconocido, y su voto es un hecho, una realidad, una conquista definitiva de la civilización.

La idea, pues, cunde. Aprovechad, Señoras, el movimiento del siglo, y no os arredre la resistencia que las preocupaciones presentan. Los errores se desmoronan y el nuevo espíritu los tiene trabajados por dentro. Estamos en una época de liquidación; y si tardamos, es porque las cargas son muchas y debemos, no sólo derrocar, sino sustituir; que en esto se diferencia nuestro siglo del siglo XVIII; y si todavía os impone la aparente serenidad de algunas terribles injusticias y cómo levantan sus cabezas en medio de la fiebre revolucionaria, reparad que ya el nuevo espíritu, sólo al verlas, se revuelve y se alza, y como agitado mar, las escupe con sus olas y con sus mugidos les anuncia la muerte.

Fiad, pues, Señoras, e influid y trabajad; que si la empresa es grave, los recursos son poderosos y la idea magnífica, y sólo por este camino y a esta costa progresa la humanidad.

He dicho.




Conferencias publicadas

Discurso inaugural, leído por D. Fernando de Castro.

Primera conferencia: Sobre la educación social de la mujer, por D. Joaquín María Sanromá.

Segunda conferencia: Sobre la educación de la mujer por la historia de otras mujeres, por D. Juan de Dios de la Rada y Delgado.

Tercera conferencia: Sobre la educación literaria de la mujer, por D. Francisco de Paula Canalejas.

Del Lujo: artículo leído en la Conferencia dominical del 14 de Marzo de 1869, por D. Antonio María Segovia.

Cuarta conferencia: Acerca de la influencia del Cristianismo en la mujer, la familia y la sociedad, por D. Fernando Corradi.

Estas Conferencias se hallan de venta en la portería de la Universidad, en el Ateneo de Madrid, y en las librerías de Durán, Bailly-Baillière, Leocadio López y San Martín, al precio de un real de vellón.

(contracubierta)

[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 35 páginas más cubiertas. ]