Obras de Aristóteles Moral a Nicómaco 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 Patricio de Azcárate

[ Aristóteles· Moral a Nicómaco· libro décimo· I· II· III· IV· V· VI· VII· VIII· IX· X ]

Moral a Nicómaco · libro décimo, capítulo X

Importancia de las teorías y de la práctica

Si es que hemos explicado suficientemente en estos bosquejos las teorías que acabamos de ver, la de las virtudes, la de la amistad y la del placer, ¿deberemos dar aquí por terminada nuestra tarea? ¿O deberemos más bien creer, como he dicho más de una vez, que, en las cosas que tocan a la práctica, el fin verdadero no es contemplar y conocer teóricamente las reglas al por menor, y sí el aplicarlas realmente? Con respecto a la virtud, no basta saber lo que es; es preciso además esforzarse en poseerla y ponerla en práctica, o encontrar cualquier otro medio [291] para hacerse realmente virtuoso y bueno. Si los discursos y los escritos fuesen capaces por sí solos de hacernos hombres de bien, merecerían justamente, como decía Theognis{205}, que se los buscara por todo el mundo y se pagara por ellos un alto precio; y no habría que hacer otra cosa que adquirirlos. Por desgracia, todo lo que en esta materia pueden hacer los preceptos es determinar y obligar a algunos jóvenes generosos a perseverar en el bien, y convertir un corazón bien nacido y espontáneamente bondadoso en amigo inquebrantable de la virtud. Pero, con relación a la multitud, los preceptos son absolutamente impotentes para dirigirla hacia el bien. Jamás obedece por respeto, sino por temor; no se abstiene del mal por un sentimiento de pundonor, sino por el terror de los castigos. Como sólo vive para las pasiones, sólo va en pos de los placeres que le son propios y de los medios que proporcionan estos placeres apresurándose a evitar las penas contrarias. Pero en cuanto a lo bello y al verdadero placer, no tiene de ellos ni una simple idea, porque jamás los ha gustado. Y pregunto, ¿qué discursos, qué razonamientos, pueden corregir estas naturalezas groseras? No es posible, o por lo menos no es fácil, mudar por el simple poder de la palabra hábitos de muy atrás sancionados por las pasiones; y no debe estar el hombre poco satisfecho, cuando utilizando todos los recursos que pueden ayudarle a ser hombre de bien, llega a poseer la virtud.

Los hombres, según se dice, se hacen y son virtuosos, ya por naturaleza, ya por hábito, ya mediante la educación. En cuanto a la disposición natural, no depende de nosotros evidentemente; por una especie de influencia divina se encuentra en ciertos hombres que tienen verdaderamente, si puede decirse así, una suerte dichosa. Por otra parte, la razón y la educación no ejercen influencia sobre todos los caracteres; siendo preciso que se haya preparado muy de antemano el alma del discípulo, para que sepa ordenar bien sus placeres y sus resentimientos, como se prepara la tierra que debe suministrar el jugo a la semilla que en ella se deposite. El ser que vive sólo para la pasión, no puede escuchar la voz de la razón, para separarse de lo que él desea; ni puede siquiera comprenderla. ¿Cómo se contiene y se disuade [292] a un hombre que está en tal disposición? La pasión en general no obedece a la razón, sólo cede a la fuerza. Y así la primera condición es que el corazón se incline naturalmente a la virtud, amando lo bello y detestando lo feo. Pero es muy difícil que se pueda dirigir convenientemente hacia la virtud a un hombre desde su infancia, si no tiene la fortuna de ser educado bajo la égida de buenas leyes. Una vida modesta y arreglada no es agradable a la mayor parte de los hombres, y menos a la juventud. Además, la educación de los jóvenes y sus trabajos es preciso arreglarlos mediante la ley{206}, porque estas prescripciones no serán tan penosas para ellos cuando se hayan convertido en hábitos. No basta que los hombres reciban en su juventud una buena educación y una cultura conveniente; sino que, como es indispensable que cuando lleguen a la edad viril continúen en esta vida y hagan de ella un hábito constante, tendremos necesidad de pedir de nuevo auxilio a las leyes para conseguir este resultado. En una palabra, es preciso que la ley siga al hombre durante toda su existencia; porque los más de ellos obedecen más a la necesidad que a la razón, más a los castigos que al honor.

Con razón se ha creído, que los legisladores deben atraer los hombres a la virtud por la persuasión, y comprometerlos en este sentido simplemente en nombre del bien, en la seguridad de que el corazón de los hombres honrados, preparados por buenos hábitos, escuchará su voz; pero que, sin embargo, deben decretar además represiones y castigos contra los rebeldes y corrompidos, y hasta desembarazar completamente al Estado de los que son moralmente incurables. también añaden con mucho acierto, que el hombre que es probo y que sólo vive para el bien se rendirá sin dificultad a la razón, mientras que será preciso castigar por medio del dolor al hombre perverso que sólo piensa en el placer, como se castiga a una bestia feroz que está uncida. Por esto se recomienda, que se escoja entre los castigos los que sean más opuestos a los placeres que el culpable busca con tanta obcecación.

Por lo tanto, si, como acabamos de decir, es preciso que el hombre, para que sea un día virtuoso, haya sido al principio bien [293] educado, y haya contraído buenos hábitos; si es preciso que después continúe viviendo y ocupándose en cosas dignas de alabanza sin causar nunca mal ni por voluntad ni por fuerza; no se pueden alcanzar nunca estos resultados admirables si los hombres no son obligados por una cierta dirección de la inteligencia o por cierto orden regular que tenga el poder de hacerse obedecer. El mandato de un padre no tiene este carácter de fuerza, ni de necesidad, como en general no le tiene el de ningún hombre solo, a menos que no sea un rey o tenga alguna dignidad semejante. Únicamente la ley posee una fuerza coercitiva igual a la de la necesidad, porque es, hasta cierto punto, la expresión de la sabiduría{207} y de la inteligencia. Cuando son los hombres los que se oponen a nuestras pasiones, se los detesta, aunque tengan mil razones para hacerlo; pero la ley no se hace odiosa ordenando lo que es equitativo y justo. Puede decirse que Lacedemonia{208} es el único Estado en el cual el legislador, poco imitado en esto, parece haberse cuidado mucho de la educación de los ciudadanos y de sus trabajos. En la mayor parte de los demás Estados se ha despreciado este punto esencial; y cada uno vive como le acomoda «gobernando su mujer y sus hijos», a la manera de los cíclopes. Lo mejor sería que el sistema de educación fuese público, al mismo tiempo que sabiamente concebido y que se encontrase ya en estado de ser aplicado.

Allí donde se desprecia este cuidado común, cada ciudadano debe considerar como un deber personal encaminar en el sentido de la virtud a sus hijos y a sus amigos, o por lo menos debe tener la firme intención de hacerlo. El verdadero medio de ponerse en estado de cumplir este deber, conforme a lo que acabo de decir, es hacerse uno mismo legislador. Cuando el cuidado de la educación es público y común, evidentemente las leyes son las que solamente pueden proveer a esta necesidad; y la educación es lo que debe de ser, cuando está arreglada por buenas leyes, sean escritas o no escritas. Importa poco, que estatuyan sobre la educación de un solo individuo o sobre la de muchos, a la manera que tampoco se hace esta distinción en la música, ni en la gimnástica, ni en todos los demás estudios a que se consagran los jóvenes. Y si en los Estados son las [294] instituciones legales y las costumbres las que tienen este poder, son las palabras y las costumbres de los padres las que deben ejercerlo en el seno de las familias; y su autoridad debe ser todavía mucho mayor, puesto que tiene su origen en los vínculos de la sangre y en los beneficios hechos; así que el primer sentimiento que la naturaleza inspira a los hijos es el amor y la obediencia.

También hay un punto en que la educación particular se halla por encima de la común; como nos lo hará comprender un ejemplo tomado de la medicina. En general, cuando uno tiene fiebre, la dieta y el reposo son un excelente remedio; pero puede suceder que el enfermo tenga un temperamento tal que no le convenga tal remedio; a la manera que un luchador no tira los mismos golpes ni se vale de la misma astucia con todos sus adversarios. En igual forma, cuando la educación es particular, el cuidado que se aplica entonces especialmente a cada individuo, parece ser más acabado, puesto que cada niño recibe personalmente la clase de cuidados que más le conviene. Pero los mejores cuidados, aun en los casos individuales, serán siempre los que prestan el médico, o el gimnasta, o cualquiera otro maestro que conozca todas estas reglas generales, y que sepa que tal cosa conviene a todo el mundo o, por lo menos, a los que se hallan en tales o cuales condiciones; porque las ciencias toman su nombre de lo general, de lo universal, y sólo de lo universal se ocupan. No niego, que aun siendo muy ignorante, se pueda tratar con buen éxito tal o cual caso particular, y que con el sólo auxilio de la experiencia no se logre perfectamente este propósito. Basta para esto haber observado con exactitud los fenómenos que cada caso presenta; y así hay hombres que son para sí mismos excelentes médicos, pero que no podrían hacer nada para aliviar los sufrimientos de otro. Sin embargo, cuando seriamente se quiere llegar a ser hombre entendido en la práctica y en la teoría, es preciso caminar hasta lo general, hasta lo universal y conocerlo tan profundamente cuanto sea posible; porque, como ya hemos dicho, lo universal es a lo que se refieren todas las ciencias.

Cuando se quiere mejorar a los hombres cuidándose de ellos, ya se trate de una multitud o de un corto número, es preciso procurar hacerse legislador, puesto que sólo por medio de las leyes se perfecciona la humanidad. Pero no es una obra vulgar [295] dirigir bien al ser confiado a vuestros cuidados, cualquiera que sea su naturaleza; y si hay alguien que puede realizar esta tarea difícil, es sólo el que posee la ciencia, como en la medicina, por ejemplo, y en todas las demás artes que exigen a la par cuidado y reflexión.

Como consecuencia de esto, ¿deberemos indagar cómo y por qué medio podrá adquirirse el talento del legislador? ¿Podré responder que obrando como en cualquiera otra ciencia, es decir, dirigiéndose a los hombres políticos, puesto que este talento legislativo, al parecer, es una parte de la política? ¿O deberemos acaso decir, que con la política no sucede lo que con las demás ciencias y estudios? En las demás ciencias, son las mismas personas las que enseñan las reglas para obrar bien y las aplican; por ejemplo, los médicos y los pintores. En cuanto a la política, los sofistas son los que se alaban de enseñarla bien; pero ni uno sólo, entre todos ellos, sabe hacerlo; quedando reservada a los hombres de Estado, que al parecer se consagran a ella movidos por una especie de poder natural y que la tratan bajo el punto de vista de la experiencia más bien que por el de la reflexión. La prueba es, que nunca se ve que los hombres de Estado escriban ni hablen de esta materia, por más que por ello les redundaría más honor que el que procuran las arengas ante los tribunales y ante el pueblo. Tampoco se ve{209} que estos personajes hagan de sus propios hijos ni de sus amigos hombres políticos. Y es bien seguro, sin embargo, que no habrían dejado de hacerlo, si hubieran podido; porque no era posible dejar una herencia más útil que esta a los Estados que gobiernan; ni hubieran podido encontrar, ni para sí mismos, ni para las personas para ellos más queridas, nada que fuera superior a este talento de la política. Por otra parte reconozco que la experiencia en esta ciencia es de grande utilidad; pues de no ser así no se harían los hombres de Estado más capaces de gobernar bien sólo por el largo hábito de gobierno. Así, pues, para poseer la ciencia política, hay necesidad de unir la práctica a la teoría. Pero los sofistas, que tanto ruido hacen con su pretendida ciencia, están muy distantes de enseñar la política; porque no saben con precisión ni lo qué es, ni de qué se ocupa. Si lo [296] supieran, no la habrían confundido con la retórica, ni la habrían puesto por bajo de ella. Tampoco podrían comprender la facilidad de formar un buen código de leyes reuniendo todas las de más nombradía y eligiendo las mejores. Al oírles, podría decirse que la elección no es por sí misma un acto de alta inteligencia, y que juzgar bien no es en este caso el punto capital, lo mismo que en la música. Los hombres dotados de experiencia especial son los únicos que en cada género juzgan perfectamente las cosas, y que comprenden por qué medios y cómo se llega producirlas, como que conocen sus combinaciones y armonías secretas. En cuanto a los que carecen de esta experiencia personal, tienen que contentarse con no ignorar si la obra tomada en conjunto es buena o mala, como pasa con la pintura.

Pero las leyes son la obra y el resultado de la política. ¿Cómo, pues, con el auxilio de esta podrá hacerse un hombre legislador, o por lo menos juzgar cuáles de aquellas son las mejores? Los médicos no se forman únicamente con el estudio de los libros, por más que estos no sólo indican los remedios, sino que llegan hasta detallar los medios curativos y la naturaleza de los diversos cuidados que exige cada enfermo en particular, conforme a los temperamentos, cuyas diferencias se analizan en ellos. Los libros que son quizás útiles cuando se tiene ya experiencia, son de una inutilidad completa para los que todo lo ignoran. Las compilaciones de leyes y de constituciones están quizá en el mismo caso; me parecen muy útiles cuando ya es uno capaz de especular sobre estas materias, de juzgar lo que es bueno y lo que es malo, y de discernir las instituciones que puedan convenir en los distintos casos; pero si careciendo de esta facultad que nos permite comprenderlas bien, nos ponemos a estudiar estas compilaciones, no se encontrará el hombre en estado de juzgar sanamente de las cosas, a no ser por una rara casualidad; si bien no niego que semejante lectura puede dar más pronto un mayor conocimiento de estas materias.

Por lo tanto, habiendo dejado nuestros antepasados sin explorar el campo de la legislación, alguna ventaja habrá quizá en que nosotros estudiemos y tratemos a fondo la política, para completar de esta manera y hasta el punto que podamos alcanzar la filosofía de las cosas humanas. Por lo pronto, cuando en nuestros predecesores encontremos algún pormenor de este [297] vasto asunto perfectamente tratado, no dejaremos de adoptarle haciendo las correspondientes citas; y después determinaremos, en vista de las constituciones que hemos recogido{210}, cuáles son los principios que salvan o que pierden a los Estados en general y en particular a cada uno de ellos. Indagaremos las causas de que unos Estados estén bien gobernados y otros lo estén mal; porque así, cuando hayamos terminado todos estos estudios, veremos de una ojeada más completa y más segura cuál es el Estado por excelencia y cuáles son para cada especie de gobierno la constitución, las leyes y las costumbres especiales que debe tener para ser en su género el mejor posible.

Entremos, pues, en materia.

Fin de la Moral a Nicómaco

———

{205} Véanse las sentencias de Theognis, v. 432. Platón cita también este verso en el Menón.

{206} El libro IV de la Política está consagrado casi por entero a este grave asunto.

{207} Véase un elogio semejante de la ley en la Política, lib. III, cap. X.

{208} Véase la Política, lib. II, cap. VI, y sobre todo lib. V, cap. I.

{209} Sobre la impotencia de los hombres políticos para trasmitir a los demás y a sus hijos su propia ciencia debe leerse a Platón en el Protágoras, el Menón, la República y el Gorgias.

{210} Es la famosa colección de constituciones que reunió Aristóteles y que por desgracia se ha perdido.

<< >>

www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2005 www.filosofia.org
  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 290-297