Filosofía en español 
Filosofía en español

Corrupciones no delictivas de la democracia española

[ 778 ]

España del 78 como Estado de derecho con separación de poderes / Estado franquista:
ejemplo de corrupción ideológico-gnoseológica

La doctrina constitucional sobre la democracia (separación de poderes, Estado de derecho, etc.) […] es una construcción lógicamente perversa […] [y constituye un ejemplo de corrupción (específica) de la democracia [765] de tipo no delictivo (nematológica, ideológica) [774] que afecta a la capa conjuntiva de la democracia en general [828] y, en particular, a la de la Nación política española.] [775]

“El Estado de derecho al implicar, fundamentalmente, separación de poderes del Estado…” (segundo párrafo de la exposición de motivos de la Ley Orgánica 6/1985 del Poder Judicial).

¿Por qué implica el Estado de derecho “fundamentalmente” esta separación? ¿Acaso, en la práctica, porque el Estado de derecho creía oponerse de este modo a la dictadura? Se suponía que el régimen de Franco, a través de sus leyes fundamentales de 1938 a 1977, mantuvo la unidad de poderes, pero de un modo mucho más extremado que aquel que pudieron mantener las constituciones españolas de 1845 o de 1886. Acaso por ello se apresuraron a empotrar el principio de la separación en la doctrina del Estado de derecho. […]

Ahora bien:

(1) La Idea de Estado de derecho no implica la doctrina de la separación de poderes, atribuida a Montesquieu [621-622]. No hay ningún inconveniente para que un Estado, concebido como Estado de derecho, no incorpore a su sistema de principios el de la separación de poderes. La mejor prueba nos la ofrecen las doctrinas nacionalsocialistas o fascistas del Estado de derecho [618].

Los constitucionalistas retorcieron esta prueba diciendo que precisamente lo que ella demuestra es que el Estado fascista, o el nacionalsocialista, no eran Estados de derecho. Pero este retorcimiento no tiene más alcance que el de una petición de principio, el de una proposición de definición dogmática: “Estado de derecho es el Estado que establece la doctrina de la separación de poderes”. Esta proposición dogmática ignora la posibilidad interna de bifurcación de la idea misma de un Estado de derecho en dos alternativas suyas: sin separación de poderes y con separación de poderes [838].

(2) En cualquier caso, la doctrina, en sí misma, tal como la ofreció Montesquieu, distaba mucho de ser una teoría del Estado. Era una doctrina fundada sobre supuestos meramente empíricos y psicológicos que tenían que ver con la consideración de la influencia de la ambición o de la hybris en los diferentes órganos de poder [609-638]. […]

La doctrina de la separación de poderes se funda en el supuesto de que su reunión en una sola mano conduce al despotismo. Pero, ¿por qué había de admitirse esta consecuencia? ¿Por qué no puede suponerse también, apoyados en múltiples ejemplos históricos, que esa mano pueda trabajar hacia el bien común [858]?

La doctrina de la separación se despliega en el más bajo nivel teórico posible, el que reduce los poderes políticos al terreno psicológico del conflicto entre las ambiciones de los grupos.

Por ello, lo que habrá que explicar, es por qué se le da esa relevancia a la “doctrina de Montesquieu” en la teoría del Estado de derecho. Y ello tan solo se explica, a nuestro entender, cuando este Estado de derecho se sobrentiende como un “Estado de legistas o de jueces” [632], de legistas o de jueces que disponen de una Constitución (o de un derecho positivo) y quieren conservarla frente a las aventuras promovidas por un Gobierno unido con el pueblo o con el ejército.

La teoría de la separación de poderes no es propiamente una teoría del Estado, sino una doctrina pragmática o prudencial que considera a un tipo de Estados de derecho frente a otros, a unas instituciones o potestades del Estado frente a otras, cuando desempeñan diversas funciones del poder [617-628]. […]

Para Montesquieu la importancia práctica de la separación de poderes deriva de lo que esta separación tenga que ver con las garantías para la libertad [630] de los ciudadanos.

No cabe en realidad hablar de una teoría de la independencia o de la separación de poderes, sino, a lo sumo, de una medida prudencial o pragmática [859] que inclina a separar los órganos que pudieran conjuntarse para favorecer a determinados grupos o a determinadas personas. De hecho, casi ningún tratadista de Derecho Constitucional defiende hoy, como doctrina general, la tesis de la independencia de los poderes del Estado, y prefiere hablar de su interdependencia o de su coordinación (véase, por ejemplo, Enrique Álvarez Conde, Curso de Derecho Constitucional, tomo II, Tecnos, Madrid 2008, pág. 259).

Por ello, cuando aquellos que se sienten amenazados por el Gobierno son los ciudadanos, en general, la doctrina de la separación de poderes se considerará erróneamente como una doctrina derivada del principio democrático. Lo cual también es erróneo, porque caben democracias al margen del principio de separación de poderes.

Sin embargo, sigue siendo de opinión común que uno de los déficits [870] más acusados de nuestra democracia de 1978 es la confusión de poderes que algunas leyes orgánicas que desarrollan la Constitución (pongamos por caso la Ley Orgánica del Poder Judicial) han propiciado. […]

Sin embargo, se admite, como la cosa más natural, la clasificación de los magistrados del Tribunal Constitucional en dos grupos: “conservadores y progresistas”; es decir, se presupone que los magistrados están alineados con algún partido político, es decir, con alguna parte del poder legislativo.

Así pues, aunque en la ideología de los constitucionalistas demócratas figura la doctrina de la separación de poderes, la práctica (o tecnología) del Gobierno trabaja por su involucración (“Montesquieu ha muerto”): parte de los magistrados del Consejo General del Poder Judicial y de los vocales del Tribunal Constitucional son nombrados por iniciativa del Gobierno, es decir, por los partidos políticos.

En cualquier caso, una separación efectiva de las instituciones que detentan los poderes característicos del Estado tampoco garantizaría la armonía del Estado de derecho, o la corrección de los supuestos déficits que la democracia parece tener en este terreno. Porque, incluso separados los órganos (por ejemplo, el órgano del poder ejecutivo mediante elecciones directas, y el órgano del poder legislativo y del poder judicial a través de las suyas propias), el conflicto entre los poderes podría surgir aún más violentamente que si se mantenían las intersecciones entre los órganos respectivos. El poder ejecutivo podría asumir planes y programas que chocasen abiertamente con el legislativo, y aun con la Constitución; y otro tanto ocurriría con el poder judicial, separado del legislativo, representado en el Parlamento.

En ningún caso, la separación de poderes garantizaría la armónica eutaxia que sugiere la Constitución una vez cerrada [844], mediante leyes orgánicas. Porque, en cualquier momento, el sistema podría ser abierto por alguno de sus órganos potestativos, y ello sin contar con otros órganos del Estado, como podrían serlo el ejército o los sindicatos, por no decir la Iglesia (si no directamente, sí a través de los fieles, transformados en electores). La Constitución, tecnológicamente cerrada, y aun fundada teóricamente en la soberanía del pueblo, no garantiza por sí misma la eutaxia del Estado; a lo sumo, es el “curso eutáxico” del Estado el que garantiza la Constitución [834].

Concluimos: en la medida en la cual en la doctrina constitucional sobre la democracia (separación de poderes, Estado de derecho, etc.) [884] no ve con claridad estas conexiones, pero las presenta como piezas esenciales de su axiomática, hay que decir que la doctrina constitucional del Estado de derecho no es otra cosa sino una construcción lógicamente perversa, o si se quiere, corrompida, en las propias conexiones lógicas entre sus partes. Y sin perjuicio de que una tal corrupción ideológica (nematológica) no sea percibida como un delito.

{FD 216-222 /
FD 193-231 / → BS22 3-32 / → PCDRE: OC2 132-149}

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