Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro II ❦ Reinado de Felipe II
Capítulo VIII
Escorial. Reformas
Moriscos
1562-1569
Causas de la fundación del Escorial.– Su objeto.– Consideraciones que influyeron en la elección de sitio.– El arquitecto Juan de Toledo.– Fr. Antonio de Villacastín.– La silla de Felipe II.– Iglesia provisional.– Carácter del edificio y de su regio fundador.– Solemne recepción del cuerpo de San Eugenio en Toledo.– Relajación de las órdenes monásticas.– Reformas que en ellas hizo Felipe II.– Peticiones de las Cortes de Castilla relativas a iglesias y monasterios.– Cuestión entre el rey y el pontífice sobre jurisdicción.– Sostiene el rey el derecho del Regium exequatur.– Medidas contra los moriscos de Granada.– Reclamaciones.– Primeros síntomas de rebelión.– Los monfis o salteadores.– Providencias desacertadas.– Pragmática célebre.– Efecto que produce en los moriscos.– Irritación general.– Discurso de Núñez Muley.– Conducta del consejero Espinosa, del inquisidor Deza, del capitán general marqués de Mondejar.– Prepárase la rebelión.– Los moriscos del Albaicín.– Los de la Alpujarra.– Plan general.– Aben Farax.– Aben Humeya.– Insurrección general de los moriscos de la Alpujarra.– Horribles crueldades y abominaciones que cometieron con los cristianos.– Ferocidad de Aben Farax.– Es depuesto por Aben Humeya.– Regulariza éste la insurrección.– Medidas que se tomaron en Granada.– Emprende el marqués de Mondejar la campaña contra los moriscos.
Mientras en una gran parte de Europa sufrían grandes embates las doctrinas y los monumentos de la religión católica, y mientras en los dominios mismos del monarca español, en las bellas provincias de los Países Bajos, ciudades y comarcas enteras se levantaban proclamando las doctrinas heréticas de Calvino, de Muncer y de Lutero, y la nobleza, contaminada de la herejía, se rebelaba contra su rey y proscribía el antiguo culto de sus templos, y el pueblo tumultuado profanaba y destruía las iglesias, derribaba y rompía las imágenes y destrozaba y hollaba los más sagrados y venerables símbolos de la religión del Crucificado, en España se estaba levantando al propio tiempo un monumento religioso que había de asombrar al mundo por su grandiosidad y magnificencia, un tabernáculo suntuoso a la par que sencillo y severo, donde perpetuamente hubieran de resonar alabanzas al Dios de los cristianos. De España salió también la voz del catolicismo, en oposición al grito reformador que se difundía por casi todo el ámbito de Europa. Contra las predicaciones de Martín Lutero en Alemania, había alzado el estandarte de la fe ortodoxa en España Ignacio de Loyola. Y al tiempo que en Flandes se demolían los templos de los católicos y se apedreaba a los moradores de los claustros, en España se erigía el gran monasterio del Escorial y se poblaba de monjes.
Desde que las armas de Felipe II alcanzaron el glorioso y memorable triunfo de San Quintín contra los franceses, formó la intención y propósito de erigir un monumento que perpetuara la memoria de aquella jornada, y recordara a las generaciones futuras tan señalada victoria. Y como el día que la consiguió fue el que la Iglesia anualmente consagra a la conmemoración del martirio de San Lorenzo (10 de agosto de 1557), quiso que el monumento que hubiera de erigir llevara el nombre y la advocación de aquel glorioso mártir. De las ideas religiosas del monarca y del espíritu de la época, en que las cuestiones de religión preocupaban con preferencia todos los ánimos, era de esperar que aquel monumento, cualquiera que fuese, habría de participar también del espíritu religioso y del carácter tétrico, adusto y severo de su real fundador. Meditó, pues, Felipe edificar un monasterio y un templo, que al mismo tiempo que revelara su gran poder y excediera en grandeza a cuantos edificios existían del mismo género, fuera un lugar en que día y noche se rindieran alabanzas al Dios de los ejércitos, a quien debía los laureles que coronaron la primera campaña con que tan felizmente inauguró su reinado. La circunstancia de haber vivido el emperador Carlos V su padre los últimos años en un monasterio de la orden de San Gerónimo, y de haber dejado encomendado al tiempo de morir a su hijo la elección del lugar en que definitivamente hubieran de reposar sus cenizas, fue un motivo más para decidir a Felipe a que el monasterio que proyectaba edificar hubiera de ser de padres jerónimos, y para agregar al proyecto de templo y casa religiosa la de un mausoleo o panteón digno de encerrar los mortales restos de tan grandes príncipes como el emperador y la emperatriz sus padres{1}.
Luego que Felipe II regresó de los Países Bajos (1559), comenzó a pensar en la manera de realizar el proyecto que de allá traía, y como lo primero y más necesario, en la elección del sitio en que había de edificarse el monasterio. Su genio tétrico y meditabundo le inclinaba a dar la preferencia a los lugares solitarios, ásperos y agrestes, que eran también los que se adaptaban más al objeto a que había de destinarse el edificio; y como gustaba de ir a pasar la Semana Santa al monasterio de Guisando, sito en un monte cerca de los célebres toros de aquel nombre, entre Cebreros y Cadalso, discurrió que no lejos de aquel sitio y más cerca de la corte, tal vez a las faldas o en la ladera de las sierras que se desprenden del Guadarrama, se hallaría algún lugar a propósito para su objeto. Nombró, pues, una comisión compuesta de arquitectos, médicos y geólogos, para que recorriesen y examinasen aquellas comarcas y territorios, y le propusieran el que juzgasen más adecuado a sus fines. Hiciéronlo estos con el esmero y cuidado que el regio mandamiento requería, y después de haber recorrido varios terrenos, fijáronse en el que les pareció llenaría mejor los deseos del monarca, así por la abundancia y buena calidad de las aguas, y por su frescura y fertilidad, como por tener cerca los principales materiales de construcción, a saber, abundantes pinares y grandes canteras de piedra berroqueña o de granito. Era este sitio a la mitad de la falda de la cordillera de montes que salen del Guadarrama, a ocho leguas Norte de Madrid, cerca de la Alberquilla y del Escorial, inmediato a la dehesa de la Herrería.
Quiso el rey ver por sí mismo el sitio propuesto por los comisionados, y le agradó sobremanera, hallándole el más a propósito por su salubridad y por su frondosidad melancólica, para asilo de monjes y para retiro donde él mismo pensaba también dedicarse en la soledad y el silencio al despacho de los graves negocios del Estado, no lejos de la corte, donde muchas veces había de ser necesaria su presencia. Procedió, pues, a proponer al capítulo general de la orden de San Gerónimo, que a la sazón se celebraba en San Bartolomé de Lupiana (1561), el nombramiento de prior y fundadores para la nueva casa de la orden que pensaba dedicar al mártir español San Lorenzo, y el capítulo nombró prior al P. Fr. Juan de Huete, que lo era de Zamora, y vicario a Fr. Juan del Colmenar, que lo era del monasterio de Guisando. Los nuevos electos, junto con el prior de San Gerónimo de Madrid, Fr. Gutierre de León, con el arquitecto mayor del rey Juan Bautista de Toledo, y el secretario de S. M. Pedro de Hoyo, celebraron de orden del monarca una reunión el 30 de noviembre (1561) en Guadarrama, para pasar desde allí juntos a reconocer el terreno que mejor se prestaría a la edificación{2}. Señalado que fue, y visto también después y aprobado por el rey, se procedió a desbrozarle de los espesos y enmarañados jarales que en él crecían, y a cuya inmediación tenían los pastores sus rediles y abrevaderos para el ganado. Hecho el desmonte y arrancada la jara, el entendido arquitecto Juan Bautista de Toledo, a presencia del rey y de los caballeros de la corte, tiró las líneas y acordeló y estacó el sitio que debía abarcar el edificio, y en la forma y con arreglo al plano que él mismo había trazado (1562), y desde entonces dispuso el rey que aquel terreno se llamase en adelante Real Sitio de San Lorenzo.
Practicada esta operación, se dio principio a la preparación y laboreo de materiales para la obra, y acudieron de todas partes maestros y operarios de todos los oficios. Dirigía la obra el arquitecto mayor Juan Bautista de Toledo, y ayudábale como obrero mayor Fr. Antonio de Villacastín, lego profeso del monasterio de la Sisla de Toledo, hombre notable en el arte de edificar, y el mismo que había dirigido ya las obras de la habitación destinada para Carlos V en Yuste. El 23 de abril de 1563 se colocó solemnemente la primera piedra del monasterio en el centro de la fachada del Mediodía: era cuadrada, y en sus tres lados se habían grabado tres inscripciones, una de ellas invocando el auxilio divino, y las otras dos expresando los nombres del fundador y del arquitecto y la fecha del año y del día. Y el 20 de agosto se asentó la primera piedra del templo con mucha mayor solemnidad, asistiendo el rey con muchos grandes de la corte, los monjes que habitaban provisionalmente en la pequeña aldea del Escorial, los maestros y operarios todos en procesión, a cuya cabeza iba el obispo de Cuenca vestido de pontifical, que bendijo la piedra, la cual colocó el rey por su mano, cantando todos después los salmos y oraciones que prescribe el ritual de la Iglesia.
Tales fueron los principios de ese gran monumento que al cabo de algunos años había de causar general admiración y asombro, y que con más o menos razón y exactitud, había de llamarse la octava maravilla del mundo. El rey don Felipe, que mostró siempre el más vivo interés en que adelantara todo lo posible esta grande obra, la visitaba con frecuencia, cuidaba de los operarios, inspeccionaba minuciosamente los trabajos por sí mismo, y desde la humilde vivienda que provisionalmente en los días de su permanencia habitaba, despachaba los negocios de sus vastos dominios, y regía dos mundos. Desde la cumbre de un cerro, media legua distante del monasterio, es fama tradicional que inspeccionaba con su anteojo, como desde una atalaya, las obras de cantería y acarreo, y que aun desde allí trasmitía sus órdenes, sentado en una roca de granito que por su forma conserva el nombre de la silla de Felipe II. Allí recibió tal vez muchas veces los partes y comunicaciones de la princesa Margarita, gobernadora de los Países Bajos, su hermana, anunciándole la destrucción de los templos y de los conventos de Flandes, mientras él veía cómo se levantaba y crecía el monasterio y el templo que había de maravillar al mundo, y de allí tal vez partían muchas veces las órdenes y mandamientos para los castigos de los rebeldes y herejes de Flandes, o para que marchasen tropas de socorro al rey de Francia contra los hugonotes de aquel reino.
Compraba el rey los terrenos, granjas y lugares vecinos para la dotación del futuro monasterio. En 1567 le hizo anexión de la abadía de Parraces, que era de canónigos regulares de San Agustín, recompensando a los canónigos con pensiones y dignidades, estableciendo en el edificio de la abadía un colegio seminario para la educación literaria y religiosa de cierto número de niños y jóvenes destinados a poblar después los claustros del monasterio de San Lorenzo. Íbale al propio tiempo enriqueciendo con reliquias de santos que hacía traer de varias partes en procesión y con ceremonias solemnes. La fábrica, sin embargo, no progresaba con tanta rapidez como el monarca deseaba en su impaciencia por ver concluida la obra que embargaba todo su pensamiento. Siendo lenta la construcción del templo principal, se edificó una iglesia provisional, a cuyo lado se hizo el rey construir un aposento con su tribuna, desde donde oía la misa y asistía a los oficios divinos, cuando no se sentaba en el coro al lado del prior y entre los monjes que habían hecho ya profesión de vivir en la nueva casa. Era tal su afán por encerrarse en aquel asilo religioso, que tan pronto como estuvo concluido su aposento, se fue a vivir a él (1571), pudiendo decirse que fue el primer morador de aquella casa religiosa, y como el primer monje del monasterio del Escorial.
Puesto que tendremos necesidad de volver a hablar más adelante de esta insigne obra monumental del siglo XVI, nos limitamos ahora a decir que prosiguió los años siguientes la fabricación de la casa, templo, panteón y palacio bajo la dirección del arquitecto Juan Bautista de Toledo, autor del primer plan, hasta 1575 que le reemplazó el célebre Juan de Herrera, que aún llegó a tiempo de inmortalizar su nombre con lo que restaba de esta obra, y cuya dirección inauguró una segunda época o período en la edificación del suntuoso monasterio del Escorial. En este intermedio había hecho el rey trasladar allí las cenizas del emperador y la emperatriz sus padres, y de otros reyes y príncipes de España, para tenerlos provisionalmente custodiados hasta poderlos depositar definitivamente en el gran mausoleo regio que les preparaba.
Sabido es que siguiendo las inspiraciones y el gusto del regio fundador, se dio al todo del edificio la forma de un paralelógramo rectangular, o sea de unas parrillas vueltas al revés, emblema y símbolo del instrumento en que recibió el martirio de fuego el santo a cuya memoria se consagraba, y cuya advocación había de llevar: idea que ha sido, lo mismo que el pensamiento general de la fundación, de diversas maneras interpretada y juzgada por los amigos y adversarios del rey, viendo en ella los unos solamente una conmemoración loable y piadosa, los otros una representación de las tendencias del soberano a encender hogueras para castigar a los que delinquían contra la religión y la fe. Pasaba Felipe II largas temporadas cada año en su celda del Escorial, de donde salían sus providencias de gobierno para sus dominios de ambos mundos.
Todos los actos y medidas del rey don Felipe en este tiempo llevaban el mismo sello y tinte religioso que le había inspirado la fundación del Escorial. A su impulso y excitación, después de publicadas y mandadas observar en España las decisiones del concilio de Trento, al tenor de lo que en otro capítulo dijimos, se celebraron concilios provinciales en varias metrópolis de la península para dar más autoridad a los decretos y cánones del sínodo Tridentino, y hacer saludables estatutos para su mejor observancia y cumplimiento. Durante la celebración del de Toledo, se verificó en aquella imperial ciudad una pomposa y solemne festividad religiosa, a saber, la recepción del cuerpo del glorioso mártir San Eugenio, su primer arzobispo, que se guardaba hacía siglos en el panteón de la famosa abadía de Saint-Denis de Francia. Conociendo el cabildo de Toledo los sentimientos religiosos del rey, y aprovechando la circunstancia de reinar en España una hermana del monarca francés, suplicó al rey y a la reina intercediesen con la reina y el rey de Francia, su madre y hermano, para que permitieran restituir y trasladar a España los preciosos restos del santo arzobispo toledano. Vinieron en ello muy gustosos los monarcas, y dio Felipe orden a su embajador en París don Francés de Álava, para que hiciera la petición en su nombre, exponiendo a los reyes su gran deseo de complacer al cabildo de Toledo (1565). Oída y otorgada por aquellos la reclamación, y vencidas las dificultades que opuso para su ejecución el cardenal de Lorena, abad de San Dionisio, dificultades que estuvieron a punto de producir un conflicto entre los dos reinos en ocasión que tanto necesitaba aquél de la buena amistad y aun del favor de éste, al fin se dio al canónigo don Pedro Manrique de Padilla la honrosa comisión de pasar a recoger una reliquia de tan inestimable precio para los españoles.
El canónigo comisionado encontró ya en Burdeos el sagrado cuerpo encerrado en una caja sellada. Había sido sacado secretamente de Saint-Denis para no mover escándalo, y bajo la promesa de que el rey de España haría en retribución a aquella catedral alguna donación semejante, y habíale conducido el duque de Nevers hasta Burdeos. Entregado allí con toda ceremonia al canónigo Manrique, trájole éste a España con la precaución, decoro y dignidad correspondientes. Su entrada en Toledo fue una verdadera festividad religiosa: obispos, cabildo, clero, hermandades, pueblo, todos salieron a recibir el arca sagrada: la procesión apenas podía caminar por las calles henchidas de gente y decoradas con magníficas colgaduras: el rey, los archiduques que se hallaban a la sazón en España, y otros grandes señores tomaron la caja en hombros, y la llevaron hasta la puerta de la catedral con gran edificación del pueblo, y allí la recibieron los obispos, y la colocaron en el altar mayor con el más pomposo ceremonial, siendo aquel uno de los días de más júbilo que cuenta en sus anales aquella ciudad de tantos recuerdos religiosos{3}.
Un monarca tan aficionado al recogimiento y tan amigo de la severidad monástica, no podía tolerar la indisciplina y relajación a que habían venido las comunidades religiosas de ambos sexos. Y al tiempo que protegía de la manera que hemos visto la orden de San Gerónimo, impetraba un breve pontificio para reducir a la estrecha observancia de sus reglas las demás comunidades (1566). Las monjas y beatas, que como dice un historiador, «salían de sus encerramientos con libertad, peligro y escándalo{4},» fueron obligadas a guardar más recogimiento y más clausura. Refrenó la vagancia de los franciscanos, envió visitadores a los conventos de la Merced, de la Trinidad y del Carmen, y propuso al pontífice las medidas convenientes para el remedio de los abusos y desórdenes que habían corrompido la antigua moral del claustro. Las que menos sufrieron el rigor reformista fueron las órdenes de San Gerónimo y Santo Domingo, ya porque realmente fueran las que menos habían quebrantado la disciplina de su instituto, ya porque la primera era la favorecida del rey, y a la segunda había pertenecido Pío V, que a la sazón ocupaba la silla de San Pedro, y de ella salían los inquisidores. Proponía Felipe II la extinción de todas las casas de premostratenses, de los cuales hacia la siguiente triste pintura: «Estos son todos idiotas (decía) sin letras ni doctrina, y no hay en ellos predicador, ni aun púlpitos en algunas de sus casas; y allende ser idiotas, son en las costumbres muy distraídos y de muy mal ejemplo, pues ni guardan clausura, ni tienen modo ni forma de orden, ni observancia alguna; y que esto es de manera, que no solo de ellos no se recibe beneficio en el pueblo, antes mucho escándalo, que resulta en desautoridad desta orden, y aun disminuye y enflaquece el que se ha de tener de las otras.{5}» Y nada por cierto se ocultaba al rey de lo que pasaba en los conventos, ni de lo que fuera de ellos hacían los frailes, que para eso tenía en todas partes comisarios que le avisaran de todo, ya que los prelados no lo hicieran.
A esto de la reforma de las comunidades no dejaban también de estimularle las Cortes del reino; y en las que se celebraron en Madrid en 1567 se reprodujo la petición para que se corrigiesen los abusos y escándalos que con harta claridad daban a entender se cometían en las visitas de los frailes a los conventos de monjas, proponiendo entre otras medidas que se les prohibiera entrar en ellos, y no se les permitiera hablar sino por los tornos y redes{6}.
Tan conformes se hallaban en este punto el monarca y los representantes del pueblo, como desacordes en lo tocante a poder o no adquirir y poseer bienes raíces las iglesias y monasterios: cuestión antigua ya, como hemos visto por los capítulos anteriores, entre el trono y el pueblo. Las Cortes de 1567 insistían en lo mismo que habían suplicado ya las de 1523, 32, 34 y 63, «que los monasterios, iglesias y personas eclesiásticas no pudiesen comprar bienes raíces, ni heredallos ni recibillos por donación, y que pudiesen los parientes del vendedor y donador sacárselos, dándoles el valor de dichos bienes.» Y el monarca respondía como siempre: «Cerca de lo conferido en vuestra petición, no conviene por agora hacer novedad ni otra declaración.{7}» Y no podía esperarse otra respuesta del soberano que cuando tal petición le hacían los procuradores de las ciudades, estaba dotando de pingües fincas y cuantiosas rentas el monasterio del Escorial que a la sazón se erigía{8}.
Para las reformas de que hablamos pedía siempre Felipe II su autorización al romano pontífice; mas si en esto se mostraba tan deferente al jefe de la Iglesia, otro tanto se manifestaba celoso del mantenimiento de su jurisdicción como soberano temporal aun en los negocios eclesiásticos, cuando el papa intentaba invadir algunas de sus atribuciones. Hemos hecho observar antes la entereza de Felipe II en estas materias, y la misma mantuvo en este tiempo. Quejábase el papa Pío V (1566) de que sus bulas no fuesen recibidas y obedecidas en los reinos de Nápoles y Sicilia, en el ducado de Milán y en otros estados sujetos a la corona de España, sin que el Consejo respectivo les diese su Exequatur, y empeñábase en que no habían de necesitar de este requisito, queriendo restablecer la antigua omnipotencia jurisdiccional que habían tenido algunos pontífices sus antecesores. Defendían los Consejos sus derechos con vigor y entereza. El rey sostenía también firmemente sus prerrogativas, y a las quejas del pontífice sobre jurisdicción respondía; que deseaba la concordia con la Iglesia, pero sin perjuicio ni menoscabo de su autoridad, heredada de príncipes religiosísimos; y que le admiraba el escándalo de Su Beatitud y la ofensa que mostraba del uso de sus reales privilegios, cuando sabía que lo mismo habían hecho sus progenitores, a quienes la Iglesia y los pontífices habían sido deudores de grandes servicios y beneficios. El derecho del Regium exequatur se mantuvo{9}.
Llevado Felipe II de aquel espíritu religioso y de aquel amor a la unidad católica que solía sellar sus actos de gobierno, había tomado ciertas medidas con los moriscos del reino de Granada, que vinieron al fin a dar origen a una formal sublevación y a una guerra sangrienta y costosa. Desde la conquista de Granada por los Reyes Católicos, ni los moriscos que quedaron en las provincias meridionales y orientales de España habían abrazado con sinceridad la religión cristiana, ni habían recibido generalmente el bautismo sino violentamente y por fuerza, ni abandonaron sino exteriormente la fe de sus mayores y los ritos del culto muslímico en que habían sido criados, ni los monarcas cristianos cesaban de compelerlos con medidas severas a observar las ceremonias del cristianismo, y a renunciar al traje, a las costumbres, al idioma y al culto mahometano, ni ellos lo sufrían con paciencia, sublevándose de tiempo en tiempo contra la opresión que se los hacía sufrir. El lector recordará las últimas rebeliones de los moriscos de Valencia y Aragón en el reinado de Carlos V, cómo fueron vencidos, las providencias que con ellos se adoptaron, y las medidas que tomó el emperador para con los del reino de Granada{10}.
En las primeras Cortes que Felipe II celebró en Castilla a su regreso de los Países Bajos (1559-1560), a petición de los procuradores, prohibió a los moriscos del reino granadino servirse de esclavos negros, porque viniendo estos de su país sin nociones algunas de religión, eran secretamente instruidos en el mahometismo, que ellos fácilmente adoptaban. Quejáronse los moriscos, y reclamaron del agravio y perjuicio que se les hacía en privarlos de una propiedad y de los brazos que tenían para los trabajos de la agricultura, además de que esto era tratarlos como sospechosos, cuando había muchos que se preciaban de buenos cristianos y de estar emparentados con ellos. Aunque el rey declaró que con estos no se entendía la medida, ellos no se dieron por satisfechos, y pidieron su anulación, acudiendo al conde de Tendilla, don Íñigo López de Mendoza, capitán general de Granada, para que intercediese en su favor con su padre el marqués de Mondéjar, presidente del Consejo de Castilla. Como el conde acogiese tibiamente su pretensión, buscaron apoyo en la chancillería, que interesada en disminuir el poder de la autoridad militar, revocó una merced que el rey había otorgado al de Tendilla. El capitán general en desquite renovó una cédula de 1553 prohibiendo a los moriscos llevar armas sin su autorización, y avocando a sí el conocimiento de las causas; no le faltó tampoco manera de vengarse a su vez de los magistrados; prosiguieron las competencias y rivalidades de autoridad y jurisdicción entre el poder judicial y el militar, inclinándose el rey alternativamente ya a un lado ya a otro; y por último se resolvió la cuestión en favor del capitán general (1563), obligando a los moriscos a presentar ante él sus armas y sus licencias en el término de cincuenta días, bajo la pena de seis años de galeras, y dejando al arbitrio de la autoridad militar el castigo de los que falsificasen el sello que se ponía a las armas. Muchos no quisieron usar del beneficio de las licencias. Escondíanlas los más; diariamente se daban quejas y delaciones, se multiplicaban los procesos, se repetían las provisiones, menudeaban los castigos, se fatigaban los magistrados, se desautorizaban las providencias, y la efervescencia entre los moriscos tomaba un aspecto amenazador{11}.
La única esperanza de eludir el castigo que quedaba a los moriscos delincuentes, a saber, los lugares de asilo, que eran los templos y las tierras de señorío, donde muchos se refugiaban, les faltó también, por otra real provisión aboliendo la inmunidad de las tierras señoriales, y restringiendo la de las iglesias, a solos tres días (1564). Privados de este recurso y de esta esperanza de seguridad, fuéronse a las montañas, donde se dieron a la vida de salteadores. Cuando más falta hacía el acuerdo entre las autoridades para dictar las convenientes medidas contra los nuevos bandidos, renováronse con más viveza las disputas de jurisdicción entre el capitán general y el presidente de la chancillería. El rey creyó cortar la competencia, y lo hizo de la manera más inconveniente. En vez de concentrar la fuerza en una sola mano, la repartió entre los dos poderes: otorgó al presidente de la audiencia y a los alcaldes facultad para levantar mandar tropas en pequeñas cuadrillas, y dejó al capitán general la inspección de la costa marítima. Lo absurdo de esta medida se patentizó bien pronto. Las pequeñas cuadrillas que formaron los alcaldes no eran, como dice un historiador de aquel tiempo, «ni bastantes para asegurar, ni fuertes para resistir.{12}» Protegidos los alguaciles por los soldados, y escudados los soldados con los alguaciles, eran más los desmanes y crímenes que cometían ellos que los criminales que cogían. A estas vejaciones se agregaba el rigor y la opresión inquisitorial que se ejercía sobre los moriscos de las poblaciones; y la persecución armada de las justicias eclesiástica, civil y militar, que en todas partes hallaba culpables, exasperaba más y más a los moriscos, lanzábanse estos a bandadas a las sierras, y llegaban ya a ser menos los moradores pacíficos de los pueblos que los monfis, o salteadores, que andaban por las montañas{13}.
A vista de esta actitud de los moriscos, tratose en el concilio provincial de Granada, presidido por el arzobispo don Pedro Guerrero, la manera de sosegar aquella alteración y de que no se perdiesen aquellas almas, y propusieron los obispos sus medidas al rey, que las remitió al Consejo, presidido por don Diego de Espinosa, obispo de Sigüenza. En este consejo, al que concurrieron el duque de Alba, el prior de San Juan don Antonio de Toledo, el vicecanciller de Aragón don Bernardo de Bolea, el obispo de Orihuela maestro Gallo, el inquisidor don Pedro de Deza, el licenciado Menchaca y el doctor Velasco, del Consejo y cámara real, se determinó reproducir, pero con más rigor, la pragmática de 1526 de Carlos V y las providencias y medidas acordadas entonces en la junta de Granada. Los capítulos acordados en esta junta fueron prohibición absoluta a los moriscos de hablar y escribir la lengua arábiga, ni en público ni en secreto; obligación de hablar castellano, y entregar todos sus libros arábigos al presidente de la audiencia; renuncia completa de los ritos, trajes, nombres y costumbres moriscas; destrucción de sus baños medicinales y de aseo; mandamiento de tener abiertas sus casas y de andar las mujeres con los rostros descubiertos; en una palabra, dejar todo lo que era morisco, y hacer pública y privadamente todo lo que hacían los cristianos. Firmó el rey esta pragmática en 17 de noviembre de 1566.
Opinaban muchos y proponían que estos capítulos se fuesen ejecutando poco a poco y por partes, pero el presidente Espinosa se empeñó en que habían de hacerse cumplir todos juntos y a un tiempo. Para esto se nombró presidente de la audiencia de Granada al inquisidor Deza, que marchó a aquella ciudad a dar cumplimiento al acuerdo del Consejo, y se hizo ir también al capitán general don Íñigo López de Mendoza, ya marqués de Mondéjar por muerte de su padre don Luis Hurtado, para que diese calor a aquellas medidas con su presencia. El presidente Deza hizo imprimir secretamente la pragmática, y dispuso pregonarla simultáneamente en Granada y en todo el reino el 1.° de enero de 1567, víspera de la fiesta que se celebraba todos los años en conmemoración del día en que fue ganada a los moros la ciudad, para infundir así mayor consternación y terror a los moriscos. El pregón se hizo con toda pompa, y a son de trompetas, timbales y dulzainas; pero el efecto que produjo en los moriscos no fue de consternación y de terror, sino de indignación y de ira, que no podían reprimir, prorrumpiendo unos en amargas quejas, otros en amenazas de venganza, y pronosticando los más ancianos que aquella pragmática había de traer la destrucción del reino. Los moriscos de la Alpujarra y de las serranías y marinas despacharon inmediatamente comisionados a Granada a informarse de cómo lo habían tomado y lo que pensaban los del Albaicín. No estaban estos menos irritados que los de la sierra; pero eran ricos e industriosos, y creyeron prudente, antes de apelar a remedios extremos, ensayar algunas negociaciones. Determinaron, pues, enviar a Madrid como procurador general a Jorge de Baeza para que solicitara del rey la revocación de la pragmática; y que Francisco Núñez Muley, hombre entre ellos respetable por su edad, saber y experiencia, se presentara al presidente Deza y viera de ablandarle con razones.
El discurso de Núñez Muley fue enérgico, vigoroso y elocuente, y en él iba demostrando capítulo por capítulo, o la injusticia, o el riesgo, o la inutilidad de las medidas{14}. Algunas de sus razones eran convincentes, y de aquellas que no admiten réplica; mas no era hombre de dejarse ablandar por ellas el presidente, y después de algunas buenas palabras concluyó con decir que tuviesen por cierto que la pragmática no se había de revocar, «pues era tan santa y pura, y había sido hecha con tanta deliberación y acuerdo.» Y llamando a Jorge de Baeza, le intimó que por ninguna vía viniese a Madrid a tratar de aquel negocio con el rey, pues S. M. no gustaría de ello. Tampoco consiguió nada el marqués de Mondéjar, que se hallaba en la corte, representando, como persona tan competente que era por su cargo de capitán general, los inconvenientes de tan duras medidas. El presidente Espinosa le dio por toda respuesta, que aquella era la voluntad de S. M., y que se fuese cuanto antes a Granada, donde era necesaria su presencia. Los dos inquisidores presidentes, Espinosa del consejo, y Deza de la chancillería, hicieron imposible toda modificación en los capítulos.
Habíase señalado el último día de diciembre de 1567 para que las mujeres moriscas dejasen sus antiguos trajes; el presidente y el arzobispo de Granada ordenaron a los párrocos de todo el reino que lo anunciaran así en las iglesias en la misa mayor: que se empadronaran todos los niños y niñas de los moriscos de tres a quince años para hacerlos ir a las escuelas a aprender la doctrina y la lengua castellana; que todos los de las sierras y valles que habían ido a avecindarse en Granada con sus familias, salieran otra vez, pena de la vida, a poblar los antiguos lugares. Reclamaron de nuevo los moriscos al presidente sobre la injusticia de tales mandamientos, y no obtuvieron de él más indulgencia que antes. Vino a Madrid a interceder por ellos el ilustre don Juan Enríquez de Baza. Mas sus buenos oficios se estrellaron también en la inflexibilidad del presidente Espinosa: «Admírome, le dijo, que una persona de vuestra calidad haya aceptado semejante encargo.»– «Precisamente mi calidad, le contestó Enríquez, es la que me ha hecho tomar a mi cargo un negocio de que depende la tranquilidad del reino, y si los hombres de mi calidad no ponen en ello la mano ¿quién con mejor título lo podrá hacer?» Y a influjo de Espinosa, el rey, sin querer abrir siquiera el memorial que llevaba el ilustre mediador, decretó que acudiesen al presidente don Pedro de Deza.
Últimamente, desatendidas todas sus instancias y reclamaciones, y desahuciados los moriscos, así en Madrid como en Granada, se prepararon para alzarse en rebelión, a cuyo efecto sacaron a luz ciertas profecías, llamadas jofores, que algunos tenían en sus libros{15}. Solo la desesperación pudo inspirar resolución tan arriesgada y atrevida a unos hombres sin armas, sin municiones, sin vituallas, sin disciplina militar, sin fortalezas y sin dinero, teniendo que habérselas con el más poderoso soberano de la tierra: así es, que los ministros del rey tenían por cosa tan fácil el sujetarlos, en el caso de alteración, que cuando hicieron marchar al marqués de Mondéjar de Madrid le dieron por todo refuerzo trescientos hombres. Los moriscos del Albaicín excitaban mañosa y secretamente a los de la Alpujarra, animándolos con muy halagüeñas esperanzas, en lo cual no tanto se proponían ellos el triunfo de la rebelión, cuanto lograr a costa de otros el que por temor al levantamiento se viniese a suspender la pragmática. De entre los granadinos, solo un tintorero, llamado Farax Aben Farax, del linaje de los Abencerrajes, hombre muy para el caso por su energía y valor, y de muchas relaciones por su tráfico y oficio en todo el reino, fue el que se atrevió a tomar el negocio a su cargo, y comunicándolo con algunos de sus amigos de Granada, entre ellos Fernando Muley de Valor, llamado comúnmente el Zaguer, Diego López Aben Aboo, Miguel de Rojas, Aben Thoar, y otros varios, concertaron dar el golpe el día de Jueves Santo (14 de abril, 1568), como día en que los cristianos, ocupados en las ceremonias y actos religiosos, estarían más descuidados.
Mas cómo esto llegara a adquirir cierta publicidad, y los del Albaicín tuvieran interés en alejar de sí toda sospecha, presentáronse los más ricos y principales al presidente de la audiencia, e hiciéronle mil protestas de su cristianismo y su fidelidad. Esto no impidió para que el presidente mandase a los alcaldes de chancillería y escribanos del crimen que buscaran todos los procesos que hubiese contra los moriscos, y que fuesen poco a poco prendiendo a los procesados y sospechosos, cuyo mandamiento produjo nuevos agravios, viéndose perseguidos y atropellados hombres que habían hecho grandes servicios. Pero observando los jefes de la rebelión las prevenciones de las autoridades, avisaron para que se suspendiera el movimiento.
Pasó el Jueves Santo sin novedad; pero la noche de la víspera de Pascua, creyendo el centinela de la torre de la Alhambra que eran moriscos unos soldados que subían con hachas de viento al cerro del Albaicín, tocó la campana de rebato, y gritaba desde la torre: «¡Cristianos, alerta, que esta noche vais a ser degollados! Alborotose con esto la ciudad; las mujeres corrían a los templos; los hombres salían armados y medio desnudos, sin saber donde habían de acudir; hasta los frailes de San Francisco se presentaron armados en la plaza; el presidente de la audiencia y el corregidor hicieron tomar las boca-calles del Albaicín, y pasaron toda la noche rondando, hasta que se penetraron del motivo de la falsa alarma. Al día siguiente (17 de abril) llegó a Granada de la corte el marqués de Mondéjar, con cuya presencia se aquietaron un tanto los moriscos, puesto que les permitió representar de nuevo a S. M. sobre las injusticias, tiranías y agravios que con ellos se cometían. El encargado de esta comisión fue el ilustre don Alonso de Granada Venegas, descendiente del célebre príncipe Cid Hiaya, de quien tanto tuvimos que decir en la historia de los Reyes Católicos. Pero la misión de Venegas no tuvo más favorable éxito que la anterior de don Juan Enríquez. Ahora como antes, el presidente del consejo de Estado, Espinosa, lo remitió al de la audiencia de Granada, a quien estaba cometido aquel negocio.
Como se ve, no faltaban personajes de cuenta que intercedieran y abogaran con interés por los moriscos; mas todos sus buenos oficios se estrellaban en la dureza de «dos bonetes,» como decía el marqués de Mondéjar, aludiendo a los dos presidentes inquisidores, Espinosa y Deza. El mismo marqués, con ser el capitán general del reino de Granada, destinado a hacer ejecutar la pragmática o a perseguir a los rebeldes, tendía más a transigir con los moriscos que a hacerles guerra. Pero sucedió que yendo con su hijo el conde de Tendilla a visitar la costa, vinieron a parar a sus manos un libro arábigo y unos papeles sueltos que se le habían caído a un morisco del Albaicín, que con algunos otros, conducidos todos por Aben Daud, habían intentado embarcarse para África, llevando consigo algunas mujeres y tres cristianos cautivos, y por haber sido denunciados y descubiertos habían tenido que volver a refugiarse en la sierra. Los papeles sueltos eran una larga elegía en verso, pintando los trabajos y la opresión en que vivían los moriscos andaluces, y una carta escrita por Daud a los moros de Berbería suplicándoles viniesen a ayudarles a sacudir el yugo y a salir de la angustiosa esclavitud en que gemían, y que los nuevos bandos iban a hacer más insoportable. Con esto ya no quedó duda al marqués de los designios de los moriscos, a pesar de la quietud y sosiego que aparentaban.
Así fue, que congregados los del Albaicín en una casa no lejos del edificio mismo de la Inquisición, acordaron la necesidad de un pronto y general alzamiento para la noche del día de año nuevo, porque sus pronósticos aseguraban que Granada sería reconquistada por los musulmanes el mismo día que se había perdido. El plan era que la revolución comenzara en el mismo Albaicín, no moviéndose los de las sierras y valles hasta que se les diera aviso y señal de la ciudad. Entretanto se enviaron oficiales de confianza para que empadronaran con el mayor disimulo posible hasta ocho mil hombres en los lugares de la Vega y valle de Lecrín, y otros dos mil en la sierra. A la señal que se les haría del pico de Santa Elena acudirían todos estos vestidos a la turca, para que pareciesen turcos que venían de socorro. El orden que los de la ciudad habían de seguir, era dividirse en tres trozos, mandados cada uno por un jefe; se señalaron los colores de cada estandarte, los barrios y parroquias cuya gente había de acaudillar cada uno, los puestos que cada cual había de atacar, debiendo todos matar los cristianos que pudieran, soltar los presos de las cárceles de Chancillería e Inquisición, prender o matar al presidente Deza y al arzobispo, y reunirse todos en la plaza de Bibarrambla, donde habían de acudir los ocho mil hombres de la Vega y valle de Lecrín, y de allí a donde conviniese para poner a fuego y sangre la ciudad.
Por más que el plan de los conjurados no dejara de traslucirse, ni el presidente ni el marqués acababan de persuadirse de que pudiera hacerse un levantamiento general, y atribuíanlo todo a algunos perdidos, interesados en revolver el país; y aunque uno de ellos, acaso arrepentido, reveló como en confesión cuanto se trataba a un jesuita llamado el padre Albotodo (23 de diciembre, 1558), y éste dio cuenta de ello a las autoridades, contentáronse con reforzar las guardias y rondar aquella noche. Sucedió en esto que los monfis o salteadores alpujarreños, movidos ya por Farax Aben Farax, no tuvieron calma para esperar, y arrojándose sobre varios escribanos y alguaciles de la audiencia, que habían salido a la sierra a pasar, según costumbre, las vacaciones de Pascua, y andaban por los pueblos haciendo vejaciones a los moriscos, los asesinaron y se apoderaron de cuanto llevaban. La noticia de este suceso, que llegó el primer día de Pascua a las autoridades granadinas, no las alarmó tanto como era de esperar; creyeron que algunos moros berberiscos habrían desembarcado en la costa para ayudar a los monfis a tomar algún lugar, como otras veces lo habían hecho; y como aquel día lo fuese de un temporal frio y deshecho de agua y nieve, ni siquiera se creyó hacer en la ciudad la ronda de costumbre.
Muy de otra manera obró el activo y resuelto Aben Farax. Sin reparar en lo terrible y crudo de la noche, con menos de doscientos salteadores de la sierra que pudo recoger, diciendo a los alpujarreños que los del Albaicín les darían ya pronto la señal de la insurrección, y asegurando a los del Albaicín que los ocho mil hombres de Lecrín y de la Vega le seguían; haciendo a sus salteadores vestirse tocas y turbantes turquescos, a la media noche llegó a las puertas de Granada; con picos y otros instrumentos que llevaba agujereó el muro, entró audazmente en la ciudad, sorprendió un centinela y una guardia de soldados cristianos, recorrió con su gente dividida en dos cuadrillas varias calles, asaltó con ella algunas casas, despertó a voces a los moriscos del Albaicín llamándolos a las armas, porque era llegada la hora y toda la tierra de los moros se había ya alzado. Mas como aquellos mirasen y viesen tan poca gente, «Idos con Dios, hermanos, les dijeron, que sois pocos y venís sin tiempo.» Con esta respuesta, y oyendo ya tocar a rebato las campanas de San Salvador, el atrevido Aben Farax, renegando de sus hermanos del Albaicín, e insultando groseramente su cobardía, volvió a salirse al rayar el alba por el portillo por donde había entrado, la vuelta de Cenes, no habiendo acudido tampoco a auxiliarle los de la Alpujarra, porque la nieve no les había permitido franquear la sierra.
De tal manera había sido aquella entrada, que se pasó gran parte del día sin poderse averiguar en la ciudad la verdad de lo que había pasado, y quiénes, y cuántos, y de qué calidad habían sido los invasores. El marqués de Mondéjar hizo reconocer con muchas precauciones el Albaicín, y le halló sosegado y todos los moros encerrados en sus casas para no ser robados en el alboroto. Con noticias que fue adquiriendo, despachó a uno de sus escuderos para que averiguara la dirección que los monfis llevaban en su retirada. Cuando volvió el explorador con noticia de haberlos visto, salió el marqués con sus hijos y cuantos caballos había disponibles en su seguimiento, dejando orden al corregidor para que le enviara la infantería, según se fuera reuniendo, hacia Dilar por la falda de Sierra Nevada, que era el camino que llevaban los monfis. Pero se había perdido ya tanto tiempo, que cuando los cristianos llegaron a darles vista era ya casi de noche, y Aben Farax y los suyos se ocultaron entre las sierras cubiertas de nieve, y renunciando el marqués a darles alcance, se volvió a la ciudad.
Había entre los moriscos granadinos un joven llamado don Fernando de Córdoba y Valor, descendiente de los antiguos califas Beni-Omeyas, que había sido caballero veinticuatro de la ciudad de Granada. Este joven, de carácter ligero, de no muy arreglada conducta, y que por su prodigalidad se hallaba cargado de deudas habiendo tenido que vender hasta su veinticuatría, y se encontraba reducido a prisión, tuvo medio de evadirse la noche de la víspera de Navidad, y dio consigo en la Alpujarra acompañado solamente de una morisca su amiga y de un esclavo negro. Alojose en Beznar en casa de un pariente suyo, donde concurrieron otros muchos de su parentela. Acordaron estos entre sí, y con otros moriscos rebelados de tierra de Orgiba que allí acudieron, que puesto que el país se sublevaba y no tenían cabeza a quien obedecer, sería bueno nombrar un rey, y nadie podía serlo mejor que el mismo don Fernando Valor, toda vez que venía de línea derecha de reyes, y no estaba menos ofendido que otro alguno de los cristianos. Aclamáronle, pues, por rey de Granada y de Andalucía con el nombre de Muley Mohamet Aben Humeya. Hízose la ceremonia de la coronación con la antigua fórmula de los musulmanes, rezó su oración, juró morir en defensa de la fe muslímica, y todos le fueron besando la mano según la costumbre antigua de sus mayores.
Al segundo día de este ensalzamiento, apareciose allí Farax Aben Farax de regreso de Granada con sus compañías de bandidos con una algazara como si volviera victorioso. Alterose grandemente al saber que acababa de ser alzado por rey don Fernando de Valor, siendo así que él había sido nombrado antes cabeza y gobernador de todos los moriscos por los del Albaicín, diciendo a voz en grito que si la estirpe de don Fernando era ilustre, él también descendía de la noble familia de los Abencerrajes, y era el primero que había dado al pueblo la voz de libertad. Insistían los de Beznar en que no había de ser otro que el que habían elegido; sobre esto hubieron de venir a las manos, pero mediaron algunos, y lograron concertar a los dos aspirantes a aquel simulacro de trono, quedando convenido que don Fernando de Valor sería el rey, y Aben Farax su alguacil mayor, cargo el más preeminente entre los moros cerca de la persona real. De nuevo aclamaron los de Beznar a Valor en el campo debajo de un olivo, y Aben Farax se fue con trescientos monfis o salteadores a acabar de sublevar la Alpujarra.
«Congoja pone verdaderamente pensar, cuanto mas haber de escribir las abominables maldades con que hicieron este levantamiento los moriscos y monfis de la Alpujarra y de los otros lugares del reino de Granada.» Con estas palabras comienza el minucioso historiador de la Rebelión y Castigo de los Moriscos la narración del alzamiento general de las tahas o distritos en que moraban los moros alpujarreños{16}. En verdad estremece y horroriza la relación de las atroces y bárbaras iniquidades que se cometieron en esta insurrección, autorizadas unas y mandadas otras por el feroz Farax Aben Farax. Si la causa de los moriscos hubiera sido justa, bastarían a hacerla detestable las crueles abominaciones con que la mancharon, sin que por eso disculpemos ni menos podamos justificar a los que con medidas o imprudentes o exageradas exasperan a un pueblo y le conducen a la desesperación.
Estremecen, repetimos, y horrorizan los actos de bárbara venganza que ejercieron en los cristianos aquellos terribles monfis o salteadores, y hacen rebosar de amargura el corazón, y hasta la pluma parece resistir a estamparlos. Era poco saquear y destruir casas y templos, romper imágenes, despedazar reliquias, hollar las formas sagradas, y profanar todos los objetos del culto religioso: era poco prender los sacerdotes, pasearlos desnudos y descalzos por plazas y calles con público escarnio y ludibrio: era poco dar muerte a todos los cristianos que pudieran haber de diez años arriba, «sin respetar vecino a vecino, compadre a compadre, y amigo a amigo:» era poco incendiar la torre o el templo en que se hubieran refugiado los niños y mujeres cristianas huyendo del cuchillo homicida, hasta hacerla desplomarse sobre los infelices que estaban dentro, aplastándolos a todos: era menester a aquellos hombres furiosos e iracundos apurar el refinamiento de los tormentos, de los martirios más atroces y bárbaros. Aquí enterraban a un sacerdote vivo hasta el cuello, y se entretenían en asaetearle la cabeza. Allí mutilaban a otro miembro a miembro, y luego entregaban el cuerpo a las mujeres para que le picasen con agujas. Acá quemaban un convento de agustinos, y anegaban a los infelices en aceite hirviendo. Allá eran centenares de prisioneros, a quienes después de haber atormentado con todo género de instrumentos cortantes y de punta, los llevaban a la hoguera, quemándolos de cuatro en cuatro, para que durara más tiempo el espectáculo y presenciaran los unos los suplicios de los otros. Hombre había… mas no hombre, sino fiera, que arrancaba el corazón a un cristiano y le devoraba como hambriento tigre. Eclesiástico hubo a quien después de muerto llenaron el cuerpo de pólvora y le pusieron fuego por tener el placer de verle estallar como una bomba. El martirio del cura de Canjayar don Marcos de Soto enciende en ira santa al hombre que no tenga del todo borrado el sentimiento de la humanidad. Después de haberle de mil maneras escarnecido en el púlpito de su misma iglesia a que le amarraron y sujetaron; después de haberle arrancado la barba y las cejas; después de haberle ido mutilando las extremidades, extraídole los ojos con que los vigilaba, y sacádole la lengua con que los reprendía, echaron su corazón a los perros… No podemos proseguir.{17}
Sobre tres mil españoles perecieron de estas horribles maneras en el espacio de seis días, por orden a presencia del feroz Aben Farax. Al fin el reyezuelo Aben Humeya, bien fuese que le repugnaran tales horrores y crueldades, bien que entrara en su cálculo observar otra política, mostrose indignado de ver las sendas y caminos por donde andaba sembrados de cadáveres, y mandó por pregón que no se diera muerte a las mujeres ni a los niños, y que a los hombres mismos no se los ejecutara sin formación de proceso. Creció su indignación al ver que ni sus amigos personales habían sido perdonados por su bárbaro alguacil mayor, y al llegar al castillo de Laujar (29 de diciembre, 1568), residencia en otro tiempo del desgraciado Boadil, mandó comparecer a Farax, y haciendo mañosamente retirar a sus monfis, y privándole así del apoyo que pudieran darle aquellos verdugos, le intimó que rindiera cuentas de sus robos al tesorero Miguel de Rojas. No era fácil que se pudiera justificar el autor de tantos crímenes, y aunque Aben Humeya no le impuso toda la expiación que merecía, al menos hizo un bien a la humanidad con inutilizarle quitándole el cargo y mando de alguacil mayor, y trasfiriéndosele a su antagonista Aben Jahuar el Zaguer, tío de Aben Humeya.
Este rey de los moriscos, después de haberse hecho coronar de nuevo solemnemente en Laujar, publicó un edicto ordenando la insurrección general de todos los moriscos del reino, pero prohibiendo los asesinatos bajo pena de la vida y de confiscación de bienes. Nombró un alcaide para cada taha, y volviéndose a Ujijar pasó a correr el valle de Lecrín (30 de diciembre), que todo hasta el pie de Sierra Nevada estaba por los moriscos, rechazadas de él las avanzadas cristianas. Para acreditarse de verdadero musulmán, inmediatamente después de su coronación se había casado con tres mujeres, de familias influyentes, además de la que de Granada había llevado consigo.
Mientras así se habían ido alzando una tras otra y con poco intervalo de tiempo todas las tahas de la Alpujarra, en Granada, después de muchas dudas sobre el partido que convendría tomar para sofocar la insurrección, reunida la audiencia con su presidente don Diego de Deza, propuso uno de sus individuos, el licenciado Núñez de Bohorques, consejero que había sido de Castilla y de la Inquisición, que se hiciera salir veinte leguas tierra adentro de la ciudad a todos los moriscos del Albaicín y de la Vega, donde no pudieran auxiliar a los de la sierra ni con avisos, ni con armas, ni con gente, ni con consejo; la medida parecía bien a todos, pero se tuvo por peligroso ejecutarla, y por prudente suspenderla. Diose de todo parte al rey, y el marqués de Mondéjar ordenó a todos los señores de Andalucía que le acudiesen a la mayor presteza con gente de armas. El presidente de la audiencia por su parte, con noticia de que la rebelión se extendía ya hasta el reino de Murcia, acordó avisar también al adelantado de aquel reino don Luis Fajardo marqués de los Vélez, creyendo que su solo nombre llenaría de terror a los moriscos y los haría entrar en razón. Los de la ciudad se presentaron otra vez con su procurador general al presidente Deza, protestando de nuevo no tener parte alguna en el alzamiento, estar prontos a servir al rey con sus haciendas como buenos y honrados, y a observar y cumplir la pragmática de S. M. Pero continuaron las precauciones, la vigilancia y las rondas en Granada, así como la insurrección prosiguió extendiéndose por todo el país comprendido entre Granada, Málaga, Murcia y Almería.
Daban ya harto que hacer los rebeldes moriscos a los capitanes cristianos Diego de Quesada, García de Villarroel, Diego de Gasca, Ramírez de Haro y otros, en Orgiba, en Tablate, en las Guájaras, en Salobreña, en muchos lugares de la Alpujarra y valle de Lecrín y las cercanías de Almería, cuya ciudad se veía amenazada, mientras Aben Humeya se fortificaba en la taha de Poqueira, el más áspero territorio de la comarca insurreccionada. Aunque no abundaban en Granada los recursos para emprender una guerra, porque hombres, dinero, vituallas, todo lo necesitaba el rey para las que estaba sosteniendo en otros países, la necesidad era urgente, si no se había de dejar a los moriscos enseñorearse de todo el reino. Y así, recogiendo el marqués de Mondéjar cuantas compañías de infantes y caballos pudo de las ciudades de Loja, Alhama, Alcalá la Real, Antequera, Jaén, y de los lugares de la Vega; dejando el gobierno militar de Granada a cargo de su hijo el conde de Tendilla, emprendió la campaña contra los moriscos sublevados (3 de enero de 1569), con poco más de dos mil hombres, gente lucida y bien armada, pero nueva y poco hecha a la disciplina, llevando consigo a su yerno don Alonso de Cárdenas, a don Francisco de Mendoza su hijo, a don Luis de Córdoba, a don Alonso de Granada Venegas, don Juan de Villarroel y otros muchos caballeros, y los capitanes de la gente de las ciudades nombradas.
Con este pequeño ejército llegó al lugar del Padul, donde habremos de dejarle por ahora, mientras damos cuenta de otros sucesos no menos ruidosos que entretanto habían acontecido en la corte{18}.
{1} No es exacto, como apuntan algunos historiadores, y entre ellos Herrera en la General del Mundo, que uno de los motivos de esta determinación del rey fuese el haber asolado el día de la batalla un monasterio de San Lorenzo que había cerca de la ciudad, ni que hubiese hecho voto de edificar el monasterio si salía vencedor en la jornada, ni menos que el pontífice le impusiera esta obligación en expiación de las muchas víctimas que sus tropas sacrificaron en San Quintín. Los motivos fueron los que hemos expresado, y son los que el mismo rey expresó en la carta de fundación. «Reconociendo los muchos y grandes beneficios que de Dios Nuestro Señor avemos recebido, y cada día recebimos, y quanto él ha sido servido de encaminar e guiar nuestros hechos y negocios a su santo servicio… &c.»
Véase el P. Fr. José de Sigüenza en la Historia general de la Orden de San Gerónimo; Cabrera en la Historia de Felipe II, libro VI; Fr. Juan de San Gerónimo en el Libro de Memorias del Monasterio del Escorial; Quevedo en la Historia del mismo. Este último, monje y bibliotecario que fue en el monasterio, ha publicado una Historia y Descripción de la casa, templo y palacio del Escorial, para la cual tuvo ocasión de consultar los archivos del monasterio y de la villa, las Memorias manuscritas de Fr. Antonio de Villacastín, las Historias de la Orden de fray Juan Núñez y fray Francisco Salgado, también manuscritas, los Libros de actas capitulares, y otros varios interesantes documentos que se hallan en su preciosa Biblioteca. Las Memorias que dejó escritas fray Juan de San Gerónimo, uno de los primeros monjes del Escorial, con el título de: Libro de Memorias deste monasterio de San Lorencio el Real, el cual comienza desde la primera fundación del dicho monasterio como parescerá adelante, se publicaron en la Colección de Documentos inéditos y ocupan casi todo el tomo VII. Es una de las fuentes más auténticas y en que se hallan más curiosas noticias acerca de este asunto.
{2} Cuéntase que habiendo procedido también el juez de bosques a tomar informaciones de los alcaldes de las vecinas aldeas, le dijo el de Galapagar: «Asentad que tengo noventa años, que he sido veinte veces alcalde y otras tantas regidor, y que el rey hará ahí un nido de oruga que se coma toda esta tierra; pero antepóngase el servicio de Dios.»– Cabrera, Hist. de Felipe II, libro VI, c. 11.– No es maravilla que el alcalde de una aldea interpretara así el pensamiento de Felipe II, cuando muchos hombres que son tenidos por ilustrados han dicho después: «que Felipe II había destruido y despoblado muchas villas y lugares para poblar un monasterio de frailes.» ¿Cómo puede librarse un gran pensamiento de ser el blanco de todo linaje de interpretaciones?
{3} Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. VI, cap. 22.
{4} Cabrera, Hist. de Felipe II, lib. VII, cap. 44.
{5} Carta de Felipe II a Juan de Zúñiga, su embajador en Roma, de Aranjuez a 14 de mayo de 1568.– Archivo de Simancas, Estado, Roma, leg. 1.565.
{6} Petición 72.ª de las Cortes de Madrid de 1567.– Cuadernos de Cortes de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia.
{7} Petición 71.ª
{8} En estas Cortes de 1567 que casi ningún historiador menciona, a pesar de haberse tratado en ellas tantos y tan útiles puntos de administración y gobierno, hallamos una petición muy notable hecha por los procuradores, a saber, que se suprimieran las corridas de toros, y se reemplazaran por otros ejercicios militares. «Otrosí decimos que por experiencia se ha entendido que de correrse toros en estos reinos da ocasión a que muchos mueran con peligro de su salvación, y suceden otros inconvenientes dignos de remedio: suplicamos a V. M. provea y mande que de aquí adelante no se corran más, en lugar destas fiestas se introduzcan ejercicios militares, en que los súbditos de V. M. se hagan más hábiles para le servir.» Pero a esta petición de los procuradores, que sin duda conocían bien los males que ocasionaban semejantes fiestas, respondió el rey: «A esto vos respondemos, que en cuanto al daño que los toros que se corren hacen, los corregidores y justicias lo prevean, y prevengan de manera que aquel se excuse en cuanto se pudiere; y en cuanto al correr de los dichos toros, esta es una muy antigua y general costumbre en estos nuestros reinos, y para la quitar, será menester mirar más en ello, y así por ahora no conviene se haga novedad.» Petición 51.ª
{9} En el capítulo 42, lib. VII, de la Historia de Felipe II de Cabrera se refieren con bastante latitud diferentes choques gravísimos que la reclamación del pontífice Pío V para que pasasen sus bulas sin el Exequatur de los Consejos produjo en los dominios españoles de Italia, llegando en algunos puntos a vías de hecho y a luchas sangrientas y escandalosas entre los defensores de ambas autoridades.
{10} Véase el cap. 14 del libro I, parte III, de nuestra Historia.
{11} Por este tiempo habían sido desarmados también los moriscos de Valencia (1562), con motivo de las relaciones y tratos que mantenían con los moros y con el virrey de Argel. Allí había tomado el rey tan acertadas disposiciones que en un solo día se hizo el desarme general, según dejamos ya apuntado en el capítulo 3.° de este libro.
{12} Mendoza, Guerra de Granada, lib. I.
{13} Mármol, Rebelión y castigo de los moriscos, lib. II.– Mendoza, Guerra de Granada, lib. I.
{14} Son notables varios párrafos de este discurso: «Cuando los naturales deste reino (empieza) se convirtieron a la fe de Jesucristo, ninguna condición hubo que los obligase a dejar el hábito ni la lengua, ni las otras costumbres que tenían para regocijarse con sus fiestas, zambras y recreaciones; y para decir verdad, la conversión fue por fuerza, contra lo capitulado por los señores Reyes Católicos cuando el rey Abdilehi (nuestro Boabdil) les entregó esta ciudad, y mientras sus Altezas vivieron, no hallo yo con todos mis años que se tratase de quitárselo. Después, reinando la reina doña Juana, su hija…»– Va haciendo la historia de las provisiones que en diferentes tiempos se habían dado contra ellos, y de la contradicción que siempre habían hallado, hasta venir a los capítulos de la presente pragmática, y dice: «Quien mirare las nuevas premáticas por de fuera, pareceranle cosa fácil de cumplir; mas las dificultades que traen consigo son muy grandes, las cuales diré a vuestra señoría por extenso, para que compadeciéndose deste miserable pueblo, se apiade dél con amor y caridad, y le favorezca con S. M., como lo han hecho siempre los presidentes pasados. Nuestro hábito cuanto a las mujeres no es de moros; es traje de provincia, como en Castilla y en otras partes se usa diferenciarse las gentes en tocados, en sayas y en calzados. El vestido de los moros y turcos ¿quién negará sino que es muy diferente del que ellos traen? Y aun entre ellos mesmos se diferencian… Si la secta de Mahoma tuviera traje propio, en todas partes había de ser uno: pero el hábito no hace al monje. Vemos venir los cristianos, clérigos y legos de Suria y de Egipto vestidos a la turquesca… hablan arábigo y turquesco, no saben latín ni romance, y con todo eso son cristianos. Acuérdome, y habrá muchos de mi tiempo que se acordarán, que en este reino se ha mudado el hábito diferente de lo que solía ser, buscando las gentes traje limpio, corto, liviano y de poca costa, tiñendo el lienzo y vistiéndose dello. Hay mujer que con un ducado anda vestida, y guardan las ropas de las bodas y placeres para tales días, heredándolas en tres y cuatro herencias. Siendo, pues, esto ansí, ¿qué provecho puede venir a nadie de quitarnos nuestro hábito, que, bien considerado, tenemos comprado por mucho número de ducados con que hemos servido en las necesidades de los reyes pasados? ¿Por qué nos quieren hacer perder más de tres millones de oro que tenemos empleado en él, y destruir a los mercaderes, a los tratantes, a los plateros y a otros oficiales que viven y se sustentan con hacer vestidos, calzado y joyas a la morisca? Si doscientas mil mujeres que hay en este reino, o más, se han de vestir de nuevo de pies a cabeza, ¿qué dinero les bastará?… Los hombres todos andamos a la castellana, aunque por la mayor parte en hábito pobre: si el traje hiciera secta, cierto es que los varones habían de tener más cuenta con ello que las mujeres…»
Tratando de la variación de lengua, decía: «Pues vamos a la lengua arábiga, que es el mayor inconveniente de todos. ¿Cómo se ha de quitar a las gentes su lengua natural, con que nacieron y se criaron? Los egipcios, surianos, malteses y otras gentes cristianas, en arábigo hablan, leen y escriben, y son cristianos como nosotros; y aun no se hallará que en este reino se haya hecho escritura, contrato ni testamento en letra arábiga desde que se convirtió. Deprender la lengua castellana todos lo deseamos, mas no es en manos de gentes. ¿Cuántas personas habrá en las villas y lugares fuera desta ciudad y dentro della, que aun su lengua árabe no la aciertan a hablar sino muy diferente unos de otros, formando acentos tan contrarios, que en solo oír hablar un hombre alpujarreño se conoce de qué taha es? Nacieron y criáronse en lugares pequeños, donde jamás se ha hablado el aljamía ni hay quien la entienda, sino el cura o el beneficiado o el sacristán, y estos hablan siempre en arábigo: dificultoso será y casi imposible que los viejos la aprendan en lo que les queda de vida, cuanto más en tan breve tiempo como son tres años, aunque no hiciesen otra cosa sino ir y venir a la escuela. Claro está ser este un artículo inventado para nuestra destrucción, no habiendo quien enseñe la lengua aljamía, quieren que la aprendan por fuerza, y que dejen la que tienen tan sabida, y dar ocasión a penas y achaques, y a que viendo los naturales que no pueden llevar tanto gravamen de miedo de las penas dejen la tierra, y se vayan perdidos a otras partes y se hagan monfies (salteadores). Quien esto ordenó, con fin de aprovechar y para remedio y salvación de las almas, entienda que no puede dejar de redundar en grandísimo daño, y que es para mayor condenación. Considérese el primero mandamiento, y amando al prójimo, no quiera nadie para otro lo que no querría para sí; que si una sola cosa de tantas como a nosotros se nos ponen por premática se dijese a los cristianos de Castilla o del Andalucía, morirían de pesar, y no sé lo que harían…»
Puede verse el discurso íntegro en Mármol, Rebelión, lib. II, capítulo 10.
{15} He aquí cómo comenzaba uno de estos jofores: «En el nombre de Dios piadoso y misericordioso. Léese en las divinas historias que el mensajero de Dios estaba un día asentado, pasada la hora de la oración que se hace al medio día, hablando con sus discípulos, que están todos aceptos en gracia, y a la sazón sobrevino el hijo de Abi Talid y Fátima Alzaha, que están asimesmo aceptos en gracia, y asentándose par dél, le dijeron: “¡Oh mensajero de Dios! haznos saber cómo ha de quedar el mundo a tu familia al fin del tiempo, y cómo se ha de acabar.” El cual les dijo: “El mundo se ha de acabar en el tiempo que hubiere la gente más perversa y mala…”»– Trad. de Mármol, lib. III, cap. 3.
El conde de Circourt, en su Historia de los Moros mudéjares y de los Moriscos de España, ha publicado, traducidos al francés, el Discurso de Núñez Muley y esta profecía, en el tomo II, apénd. 8 y 9.
{16} Taha o taa se llamaba el partido, distrito, jurisdicción o agregación de pueblos sujetos a un alcaide o gobernador militar. Las tahas o cabezas de distrito eran doce: Orgiba, Poqueira, Ferreira, Jubiles, Ujijar, Andarax, Luchar, Marchena, Los Ceheles, Adra, Berja y Dalias. Se conserva todavía en Andalucía esta voz geográfica, dice el Diccionario de voces españolas geográficas, publicado por la Academia de la Historia.
{17} Mendoza, en el libro I de su Guerra de Granada da cuenta de estas atrocidades en globo, y solo refiere en particular alguno que otro caso notable. Mármol, más extenso y minucioso, dedica unos treinta capítulos del libro IV de su obra a hacer la descripción topográfica de cada taha, a contar detenidamente la manera y circunstancias del alzamiento de cada una, y a consignar los actos de horrible barbarie que se cometieron en cada pueblo. Crónica escandalosa de los moriscos se podía llamar este libro IV de la Historia de su rebelión, y de él podía sacarse un cuadro estadístico criminal que repugnaría leer.
{18} A no dudar, los dos autores de más crédito y que pueden mejor servir de guía para conocer las causas que prepararon y produjeron este lamentable episodio de la historia de España, el carácter del levantamiento de los moriscos, y los sucesos de la sangrienta guerra que dejamos comenzada, son don Diego Hurtado de Mendoza y Luis del Mármol, ambos contemporáneos y que pudieron ser testigos de los acontecimientos, ambos dotados de claro y recto juicio, de cualidades históricas, de grande erudición, y colocados en condición ventajosa por su posición social para poder escribir con conocimiento y con datos.
Don Diego Hurtado de Mendoza, autor de la Guerra de Granada, vástago de una de las más nobles y esclarecidas familias del reino, descendiente del célebre marqués de Santillana, y quinto hijo de don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, primer marqués de Mondéjar; discípulo del sabio Pedro Mártir de Anglería y del famoso sevillano Montesdoca; versado en los estudios de jurisprudencia y de humanidades, y en las lenguas latina, griega, arábiga y hebrea, que había cultivado en Granada, Salamanca, Padua, Roma y Bolonia; distinguido como militar en las guerras de Italia del tiempo del emperador; embajador por Carlos V en Venecia y en Roma, y uno de los nobles españoles que asistieron en representación y con poderes del emperador al concilio de Trento, y de los que se opusieron a su traslación a Bolonia; en cuyos honrosos cargos se señaló por su energía, su valor, y aun su dureza en defender los derechos y prerrogativas de su soberano contra las pretensiones de la corte pontificia; nombrado por Felipe II para una comisión delicada en Aragón; por último, alternativamente desterrado e indultado por el rey a causa de algunos arranques de su genio severo y un tanto impetuoso; poseedor de una preciosa librería que regaló al rey para su biblioteca del Escorial; autor de varias obras literarias graves y festivas, de las cuales unas se han publicado impresas, y otras existen manuscritas en la Biblioteca Nacional: tales son en compendio los títulos del autor de la Guerra de los moriscos de Granada. Muéstrase en ella familiarizado con las escenas que describe y con los sucesos que relata, los cuales se ven por lo tanto marcados con el sello de la verdad. Su estilo es por lo común vigoroso y brillante, bien que se note demasiado estudio en imitar a los clásicos antiguos, y en especial a Salustio, que parece se propuso por modelo. Es digna de elogio la franqueza con que suele censurar, así las providencias del gobierno como las operaciones de los generales cristianos, a pesar de haber sido algunos de ellos tan próximos parientes suyos. Sin embargo, su obra se puede considerar más como un bosquejo que como una verdadera historia de aquel período. Así poco más o menos la juzgan también Ticknor en su Historia de la Literatura española, tom. II, y el autor de la Noticia de las obras y autores de historias de sucesos particulares que precede al tomo XXI de la Biblioteca de autores españoles.
Luis del Mármol Carvajal, también guerrero antes que historiador como Mendoza; que por espacio de veinte y dos años siguió las banderas imperiales en todas las empresas de África; que hizo otros viajes por mar y por tierra, y visitó muchos reinos y países de África y Asia; versado igualmente en las historias latinas, griegas, árabes y vulgares; comisario y ordenador que fue de ejército; de familia noble también, aunque él solamente se titula andante en corte, dio mucha más latitud a su obra titulada: Historia de la Rebelión y castigo de los moriscos de Granada; es como el desarrollo, el cuadro completo de lo que Mendoza había hecho un diseño. Minucioso y prolijo en el relato de los pormenores de los sucesos, como un testigo de sus circunstancias, sabe darles el interés de quien pinta lo que ha visto. Su narración es clara, el lenguaje puro en general, los períodos a veces demasiado prolongados, y abunda en documentos importantes y curiosos.
El conde Alberto de Circourt, que ha escrito en nuestros días la Historia de los Moros Mudéjares y de los Moriscos de España, se ve que ha seguido generalmente a Mármol, aunque a veces se desvía de él, anteponiendo o posponiendo algunos sucesos, y ha tomado también algunas noticias de Bleda, de Pérez de Hita y de Peraza, Antigüedades eclesiásticas de Sevilla, que no añaden interés particular a las que suministran los dos principales historiadores antes mencionados.