Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro II España en el siglo XVI

III

Carlos emperador.– Situación general de Europa.– Francisco I.– Pavía.– Madrid.– Saco de Roma.– El papa.– La Liga.– Paz universal.
 

De tiempo en tiempo, y siempre que esos grandes cuerpos sociales que llamamos naciones han de dar un paso avanzado en la carrera de la civilización, siempre que han de entrar en un nuevo período de su vida, se levanta un hombre que, siquiera sea agitándolas y conmoviéndolas, siquiera sea poniéndolas en lucha y haciéndolas disputarse intereses, derechos y territorios, las pone en contacto y comunicación, y produce esa trasmisión mutua de ideas que enseña y civiliza así a las naciones como a los individuos. Cupo la suerte de desempeñar esta misión en el siglo XVI a Carlos de Austria. Nacido en Flandes, heredero de la corona de España, con sus dominios de Indias, de África, de Sicilia y de Nápoles, electo emperador de Alemania, dominando en el centro y en los extremos de Europa, ¿qué le faltaba al joven Carlos para poner en comunicación los pueblos? Genio activo y emprendedor, elevación de pensamientos y de miras, ambición de dominio y de gloria, ánimo esforzado, movilidad suma, vasta concepción y gran comunicatividad; de todas estas cualidades le había dotado grandemente la naturaleza.

Los españoles sintieron que Carlos adquiriera la corona imperial, porque la calidad de emperador los privaba de la presencia del rey. El sentimiento y disgusto de los españoles era muy justo. El alejamiento de Carlos había de dañar a la prosperidad interior del reino; y ellos no comprendían, ni lo sabía él mismo, que aquel alejamiento, que aquellas ausencias, que aquellos viajes que comenzaba a hacer por Europa, habían de aprovechar a la vida universal del mundo, que se alimenta de la vida de todos los pueblos. «Levántase a veces un genio exterminador, dijimos en nuestro Discurso preliminar{1}, y el mundo presencia el espectáculo de un pueblo que sucumbe a sus golpes destructores; pero de esta catástrofe viene a resultar, o la libertad de otros pueblos, o el descubrimiento de una verdad fecundante, o la conquista de una idea que aprovecha a la masa común del género humano.» Carlos de Austria iba a ser, sin conocerlo ni imaginarlo, un instrumento de la Providencia, como lo habían sido Alejandro, César, Alarico y todos los grandes trastornadores del mundo. Es de lamentar que estos períodos de desarrollo de la vida de la humanidad, que estas transiciones de la sociedad humana se hayan realizado por medio de las guerras y de las calamidades a ellas consiguientes; mas es de esperar también que al paso que va la humanidad progresando en civilización y en cultura, estos cambios se hagan por el medio más pacífico y más suave de las doctrinas.

La bella Italia fue el país que estaba destinado a ser el primer teatro de las rivalidades y de las luchas porfiadas y sangrientas entre dos grandes pueblos y entre dos grandes hombres; Francia y España, Francisco I y Carlos V. Este fue un legado que los dos monarcas heredaron de sus predecesores, Carlos VIII y Luis XII de Francia, y Fernando el Católico de España. «Luis de Francia y Fernando de España, dijimos en la Introducción a la Edad Moderna{2}, dejaron en aquellos países ancho campo abierto a las sangrientas rivalidades de sus sucesores Francisco I y Carlos V.» Esto nos afirma más en nuestro principio del encadenamiento de los sucesos, y de que lo presente, producto de lo pasado, engendra a su vez lo futuro.

Hallose, pues, Carlos desde su advenimiento al trono, con un rival formidable, con un monarca guerrero, que contaba ya entre sus glorias el triunfo del Combate de los Gigantes. Y sin embargo, Carlos desde su salida de España se conduce a los veinte años de edad con la habilidad de un diestro y consumado político; sabe atraerse a Enrique VIII de Inglaterra, divorciándole de la amistad con Francisco I, no obstante la famosa entrevista de aquellos dos monarcas en el famoso Campo de la Tela de Oro; con la misma destreza logra captarse al pontífice León X, a pesar de un tratado que éste acababa de hacer con Francisco. Despojado así de aliados el francés, en las dos primeras guerras que mueve a Carlos, la de Navarra y la de Milán, recoge por fruto ver sus ejércitos rechazados de España y arrojados de Lombardía. Este último suceso mató de alegría a León X, el pontífice literato, y el joven Carlos de Austria aprovechó aquella ocasión para sentar en la silla de San Pedro a su antiguo preceptor Adriano de Utrecht, gobernador de España. De esta manera al cumplir Carlos los veinte y dos años tiene en su cabeza una corona imperial, y en sus manos el poder de la tiara.

Hábil, enérgico, vigoroso y afortunado Francisco para defender el territorio de su reino contra toda invasión extranjera, salvó maravillosamente la Francia, y rechazó admirablemente los ejércitos combinados de España, de Inglaterra, de Alemania y de Flandes. Pero fascinole aquel triunfo y lanzose temerariamente a la conquista de Milán, y el león que había sabido hacerse invulnerable en su cueva, dejose coger en la red que diestros cazadores le tendieron. El vencedor de Marsella cayó prisionero en Pavía. Consternación y abatimiento en Francia: asombro y temor universal en Europa. Carlos V se hallaba a la sazón en España. Esto nos sugiere una observación. Las Comunidades de Castilla y las Germanías de Valencia fueron vencidas y domadas mientras Carlos andaba por Alemania, Flandes e Inglaterra. Francisco I de Francia fue vencido y hecho prisionero en Pavía hallándose Carlos en España. Ni a uno ni a otro triunfo se halló presente el emperador. Hacemos ver con esto su fortuna; no intentamos rebajar su gloria personal, que si en estos dos sucesos no le cupo tanta como se le había atribuido, en mil otras ocasiones la recogió después abundosa. El célebre triunfo de Pavía fue debido a los generales españoles formados en Italia en la escuela del Gran Capitán. El insigne marqués de Pescara, el denodado Carlos de Lannoy, el intrépido Fernando de Alarcón, el imperturbable Antonio de Leiva, eran dignos sucesores del vencedor de Garillano. Fernando el Católico había echado los cimientos del imperio español en Italia, y Gonzalo de Córdoba los había asegurado con su indomable brazo. Carlos V supo utilizar y extender la herencia que le dejaron la política de Fernando de Aragón y la espada de Gonzalo de Córdoba.

El ilustre prisionero de Pavía fue traído con engaño a Madrid, y el joven emperador le trató con un desdén humillante y con una desatención nada caballerosa. Fue menester que el rey cautivo se viera postrado en una cama y en peligro de muerte para que Carlos de Austria se dignara hacerle una visita de caridad. Entonces se cruzaron entre los dos monarcas palabras tiernas y protestas afectuosas que ninguno cumplió. Madrid, y el pueblo español en general se mostró más compasivo del infortunio que su soberano, y le dio ejemplos de respeto a la desgracia, que él no quiso imitar. Carlos de Austria no era todavía español. Ni siquiera acertó a ser galante con la princesa Margarita, viuda desconsolada y hermana dolorida.– El célebre tratado celebrado entre Carlos y Francisco, conocido por la Concordia de Madrid, fue de parte de Carlos un abuso de la situación de un desgraciado, de parte de Francisco una decepción, no disimulable en ningún príncipe, pero mucho más abominable en quien se decoraba a sí mismo con el dictado de rey-caballero. El uno insultó la desgracia, el otro desacreditó la palabra de rey, y ambos ofrecieron un espectáculo triste al mundo. Carlos casi merecía ser engañado, si la deslealtad pudiera ser en alguna ocasión, que no lo es nunca, justificable. La protesta secreta de que usó Francisco es una capciosidad que ni tiene siquiera el mérito de ser ingeniosa, ni puede tranquilizar jamás la conciencia propia, cuanto más satisfacer la conciencia pública. El tratado era, sí, ominoso para la Francia, y degradante aun para un rey privado de libertad; pero Francisco, antes que echar sobre sí la mancha indeleble de felonía, debió arrojar a los pies de Carlos la corona, y aun perder la vida si necesario fuese. Los reyes deben su vida a su propia dignidad y a la dignidad de su pueblo. Las palabras con que se despidió del emperador consintiendo en que se le tuviera por lasche et méchant si faltaba a sus compromisos, y el comportamiento que en consonancia con estos dictados observó después, le pusieron en tan mal predicamento a los ojos del mundo, que casi hicieron olvidar la poca generosidad del emperador.

Francisco recobrando la libertad y entrando en su reino a costa de dejar en rehenes a Carlos sus dos hijos mayores, con el pensamiento de quebrantar la concordia y poner de manifiesto su artificioso engaño, exponía a sabiendas sus hijos a la venganza del monarca burlado, dio al traste con los sentimientos más vivos y más puros del hombre, y entregó al sacrificio los pedazos de su corazón por el placer de exclamar: «¡Todavía soy rey!» cuando pisó el suelo de la Francia. Si en el Bidasoa se mostró padre desnaturalizado, cambiándose por sus hijos, en Bayona negándose a ratificar la Concordia de Madrid acabó con el prestigio de la palabra real y anunció nuevas guerras y calamidades.

El triunfo de los imperiales en Pavía alarma a toda Europa, que teme el excesivo engrandecimiento de una nación y de un hombre: comienza a conocerse la necesidad del equilibrio europeo, base de la política y de la existencia de las sociedades modernas, y para atajar la preponderancia amenazadora de Carlos V se forma la Liga Santa, o sea la Confederación de Cognac. Los aliados se le convierten en enemigos: Roma, Venecia y Milán se unen a la Francia contra el emperador, e Inglaterra acepta el protectorado de la Liga. El papa Clemente VII, que entre otros favores debía a Carlos V la tiara, rompe con su política vacilante, solapada y ambigua, y dispensa a Francisco I del juramento de cumplir la Concordia de Madrid: y Francisco, envalentonado con la dispensa del papa, soberbio con la protección de la Liga, insulta al emperador de quien acaba de recibir la libertad. Carlos V usa de su derecho de llamar al rey de Francia «soberano sin fe y sin honor;» pero no limitándose a simples recriminaciones, sin temer a ninguno se propone escarmentar a todos. Despliega entonces toda su actividad y energía, refuerza su ejército de Italia, y comienza por castigar al duque Sforza despojándole del ducado de Milán y transfiriéndole al condestable de Borbón. Penetra en Roma un cuerpo de tres mil hombres al mando de Moncada apellidando libertad, y el papa encerrado en Sant-Angelo se ve obligado a solicitar del general español una capitulación humillante.

No era esto, sin embargo, sino un amago de las amarguras que esperaban al pontífice. Al poco tiempo los muros de la ciudad Santa son escalados por un enjambre de guerreros, en cuyos escuálidos y denegridos rostros se ve retratada el hambre y la desesperación, pintado el furor del pillaje, de la muerte y del exterminio. «¡Sangre y venganza!» es el grito de aquella hueste aterradora; y al grito de ¡Sangre y venganza! se derrama por la ciudad de los Césares y de los Pontífices: degüella, roba, saquea, viola, escarnece, incendia... ¿Son acaso las hordas salvajes de Atila? ¿Son las bárbaras legiones de Alarico? No; no son vándalos, ni alanos, ni ostrogodos: que al grito de ¡Sangre, venganza! ha precedido el de ¡España, Imperio! Son guerreros cristianos los que destruyen la cabeza del orbe cristiano: son españoles, italianos y alemanes, son las huestes imperiales de Carlos V, conducidas primero por el condestable de Borbón, tránsfuga francés que ha muerto en el asalto, y mandadas después por el príncipe de Orange, francés también como él, proscrito como él, y ambos generales al servicio de Carlos de España y de Austria. Refugiado otra vez el pontífice en el castillo de Sant-Angelo es bloqueado y preso, y forzado a firmar la paga de una suma enorme y la entrega de las principales ciudades y de casi todas las plazas fuertes de la Iglesia. La guarda del cautivo pontífice es encomendada al capitán español Fernando de Alarcón, el guardador de Francisco I.

De cuantos escándalos y sacrilegios presenció la cristiandad en el siglo XVI, fue el mayor, porque mayor no podía ser ya ninguno, el asalto y saco de Roma por las tropas imperiales. Si Lutero hubiera asaltado a Roma con un ejército de protestantes, no habría cometido más crímenes ni más profanaciones. El papa Clemente no había sido ni discreto ni justo; pero la cólera divina se derramó tan copiosamente sobre la ciudad y sobre la silla de San Pedro, que pareció haber querido castigar a todos los que en ella habían faltado a sus santos deberes. ¿Se libraría Carlos V de la participación y de la responsabilidad del gran desacato, porque protestara haberse hecho sin su mandamiento, porque deplorara las iniquidades cometidas, porque suspendiera los festejos preparados en España para celebrar el natalicio de su hijo, porque se vistiera de luto, porque diera el pésame al papa, y porque mandara hacer rogativas públicas por la libertad del mismo a quien tenía en su mano sacar del cautiverio? La Europa cristiana consideró estas demostraciones exteriores como un horrible sarcasmo, y nosotros sentimos no poder sincerar a Carlos de Austria por lo menos de haberse deleitado en la humillación del pontífice, y de haber prolongado su amarga situación en mengua y desprestigio de la suprema dignidad de la Iglesia.

Nueva conjuración de príncipes y potencias contra Carlos V. Los soberanos de Francia e Inglaterra se ligan de nuevo por el tratado de Amiens. Roma, Venecia, Florencia, toda Italia se une a aquellos aliados contra el gigante que amenazaba absorberla. El fundamento de la alianza no podía ser más plausible. La libertad de Italia; el rescate del pastor universal de los fieles; la reposición de Sforza en el ducado de Milán. ¿Llevaban todos tan nobles designios?

Con todos estos protectores, si el papa salió al cabo de siete meses de su cautividad, fue teniendo que fugarse de noche y disfrazado de mercader a Orvieto. Y más adelante, desengañado de unos aliados, que proclamándose libertadores de la Santa Sede se habían repartido su patrimonio, prefirió concertarse con Carlos V, y olvidando los ultrajes hechos a su dignidad, y absolviendo a los depredadores de Roma, sucumbió a poner la corona imperial en las sienes de Carlos y a darle la investidura de Nápoles, a trueque de recobrar las ciudades de la Iglesia y de que se restableciera en Florencia el gobierno y la soberanía ducal de los Médicis, es decir, el patrimonio de San Pedro y el señorío de su familia.– Y es que todos los aliados llevaban personales e interesados fines, harto diferentes de los proclamados en la Liga. Si Enrique de Inglaterra se presentaba como protector del papa, era que se proponía arrancar su consentimiento para el escandaloso divorcio de la reina Catalina. Y más que a libertar al pontífice enderezaba Francisco I de Francia sus planes a negociar el rescate de sus dos hijos cautivos en Madrid, y a disputar a Carlos los señoríos de Nápoles y de Milán. Otra guerra en Italia; otro triunfo para Carlos V; otra humillación para Francisco I. Dos ejércitos franceses son aniquilados casi a un tiempo en Milán y en Nápoles; aquí triunfa el de Orange y sucumbe Lautrec, allá sucumbe Saint-Pol y triunfa el veterano Antonio de Leiva. Mientras los ejércitos franceses perecían en Italia, el rey-caballero pasaba una vida licenciosa en Francia entre cortesanas y favoritos, provocaba con sus imprudencias la defección de sus mejores generales, y entretenía y escandalizaba al mundo con aquellos arrogantes y pueriles retos a Carlos V, con aquellos carteles de desafío, con aquellas fórmulas romancescas, con que excitaron dos poderosos monarcas la curiosidad de Europa, para acabar por decir el retado que el retador había eludido el duelo. Sin embargo algunos han celebrado mucho esta puerilidad de dos grandes hombres.

Algo más grandes aparecen a nuestros ojos las dos esclarecidas damas Margarita de Austria y Luisa de Saboya, que sin ruido, sin ostentación y sin aparato, supieron negociar la paz de Cambray, y proporcionar con ella a las naciones siquiera un respiro, de que todas tenían necesidad, siquiera un plazo de reposo que todas habían menester. La paz de Cambray, pequeña modificación de la Concordia de Madrid, puesto que en aquella como en esta todo lo cedía Francisco a Carlos, a excepción de la renuncia de Borgoña, fue poco menos ominosa al francés hallándose en libertad que el tratado hecho en el cautiverio de Madrid. Sin embargo, se dio por contento con el rescate de sus dos hijos a precio de dos millones de escudos de oro. Se dio por contento, porque no podía aspirar ya a salir más aventajado. El rival estaba vencido. La política y la energía del austriaco habían prevalecido ya muchas veces sobre los errores y la flojedad del francés. Carlos de Austria era ya la figura más prominente de Europa.

De esta guerra, de esta lucha de ambiciones, nació una idea saludable, y resultó un gran bien a un pueblo, la libertad de Génova, que le dio el famoso almirante Andrea Doria, uno de esos insignes y generosos patricios que muy de tarde en tarde producen las naciones. Una injusticia de Francisco I con Andrea Doria produjo la emancipación de Génova, y dio a Carlos V el mejor general de mar que se conoció en el siglo. Y Carlos de Austria, rey absoluto, aceptando el protectorado de una república, privó a Francisco de un estado, afianzó la libertad de un pueblo, y se acreditó de hábil político. La adhesión de Doria le valió desde luego la conservación de Nápoles.

Carlos V en Italia, de paso para sus estados alemanes a combatir a Lutero y al turco, es una figura altamente dramática, y sublimemente heroica. Carlos V, joven de veinte y nueve años, aclamado con entusiasmo por los republicanos genoveses sus protegidos, acatado con respeto por los príncipes, recibiendo la sumisión del de Milán, concertándose con Venecia, esperado en Bolonia por el Santo Padre, besando respetuosamente el pié al pontífice a quien acababa de tener cautivo, recibiendo en sus mejillas el ósculo de paz, en sus sienes las dos coronas de oro y de hierro, aquél de los labios, éstas de las manos del Sumo Sacerdote a quien tuvo prisionero en Sant-Angelo, restableciendo generosamente en su soberanía de Milán al desgraciado y sumiso Sforza, celebrando una paz universal con Roma, Francia, Inglaterra, Escocia, Portugal, Hungría, Bohemia, Polonia, Dinamarca, Venecia, Génova, Siena, Luca, Milán, Ferrara y Helvecia, con todo el mundo menos con los infieles y herejes, con los turcos y los luteranos, subyugando a Florencia que rehusó entrar en el tratado general, y autorizado por la Señoría para que pusiera en ella la forma de gobierno que fuera de su agrado, es para nosotros una de las figuras de más magnitud que pueden verse en la gran galería histórica. Y el humillador del papa prosternado a los pies del pontífice, y el opresor de Italia apareciendo el libertador de los príncipes y estados italianos, y el agitador del mundo presentándose como el pacificador general, podría ser un grande hipócrita, pero no podía menos de ser un grande hombre.