Filosofía en español 
Filosofía en español

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Ernesto Quesada

Director de la Academia Argentina, correspondiente de la Real Academia Española
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La evolución del idioma nacional

 

 

Buenos Aires
Imprenta Mercatali
Avenida Acoyte 271
1922



La evolución del idioma nacional

Arturo Costa Álvarez: Nuestra lengua,
Buenos Aires, 1922, 1 vol. in 8.º de 350 páginas.
 

¡Valiente empresa la del veterano periodista que acaba de publicar un nutrido volumen destinado a estudiar cuestiones correlativas con la lengua castellana, volcando en esas páginas, sin esfuerzo visible, sus interesantísimos recuerdos sobre las andanzas del idioma nacional en nuestro país, los traductores en general, los diccionarios allende y aquende los mares, y una serie de consideraciones, un tanto picarescas, sobre las lenguas, sus trastrueques y traspiés! Es ese libro, como se ve, una “olla podrida” literaria, en la más correcta acepción del vocablo –recuérdese la clásica definición de Covarrubias: olla podrida es lo mismo que poderío o poderosa– pues el autor ha reunido ahí todo lo que sobre lenguas y traducciones su larga experiencia, sucesiva o simultánea, de periodista y traductor público le ha permitido recoger en una existencia, ya que no excesivamente larga, por lo menos muy aprovechada. Seguirle en todas las fases de su obra sería casi escribir otra sobre lo mismo: por eso deseo concretarme principalmente a la primera parte, que intitula “los idiomólogos”, y que tiene para mí un sabor marcadamente criollo, en la buena acepción del término, siendo esta la primera vez que se escribe semejante capítulo de historia literaria argentina.

Estudia allí la evolución de la lengua castellana como idioma nacional nuestro, siguiéndola a través de las doctrinas literarias de Echeverría, Alberdi, López, Sarmiento, y Gutiérrez, como dii majores, y de la pléyade posterior; ocupándose sucesivamente de la disciplina académica, la incultura popular, el hoy olvidado libro de Abeille, el buen sentido definitivamente triunfante, y la unidad de la lengua misma: cosa que ahora nadie discute. Entre los dii minores de la pléyade, el autor se ocupa de Obligado, Oyuela, Argerich, del Solar, y Vedia, con motivo de la polémica de 1889; también de quien esto escribe, a propósito de dos de sus libros –de 1900 y 1902– y de su cargo de director de la Academia correspondiente de la Española, desde 1914; igualmente de Zeballos, Monner Sans, Rojas; cita en ocasiones a Payró, Olivera, Bunge, Wilde, Lugones, Gálvez, Terán, Weigel Muñoz. No admite la existencia de un “problema del idioma nacional” y, sobre la discusión que ello provocó entre nosotros a fines del pasado siglo, concluye por pasar –si bien en francés– la esponja: passons l’éponge..., dice, ¡aun cuando eso fuera quizá pasarse del pie a la mano!

En el orden de los tiempos, quizá hubiera debido este libro recordar cierto interesantísimo opúsculo –nada menos que de la imprenta de Niños Expósitos, y el cual parece haber hasta ahora burlado el afán de los bibliófilos por conocer todo lo que salió de dichas prensas– titulado Memoria sobre la necesidad de contener la demacia y perjudicial licencia de las mugeres en el hablar, y que lleva la firma de M. G., en Buenos Aires, a marzo 12 de 1813. Allí se queja, entre otras cosas, del habla descosida femenina, “de esa libertad desmesurada y escandalosa en producirse, que sin respeto alguno a tiempo, lugar o personas, dolorosamente se observa en muchas de las señoras mugeres...”. Costa Álvarez prescinde de ese antecedente y comienza a trazar la evolución de la lengua castellana en la Argentina arrancando desde la prédica romántica de Echeverría, al importar entre nosotros el movimiento parisiense del año 30, que había asimilado durante su estada en la gran ciudad del Sena: pero realmente correspondía todavía darle en esto la primacía, del punto de vista cronológico, a Alberdi, con su prédica juvenil de Figarillo en La Moda –cuyo ejemplar, por él anotado, con placer conservo en mi biblioteca– cuando llevaba su amor a lo francés hasta el extremo de preconizar el galicismo de “jefe de obra” como más expresivo que “obra maestra”. El caso de Alberdi es típico. Costa Álvarez cita esta frase suya en un trabajo de la primera juventud: “bajo la síntesis general de españolismo comprendemos todo lo que es retrógrado, porque no tenemos una idea, una habitud, una tendencia retrógrada que no sea de origen español”; transcribe después esta otra, de un trabajo de su ancianidad: “mi preocupación en mi juventud contra todo lo que era español me enemistaba con la lengua misma castellana, sobre todo con la más pura y clásica, que me era insoportable por lo difusa; falto de cultura literaria, no tenía el tacto ni el sentido de la belleza, y no hace sino muy poco que me he dado cuenta de la suma elegancia y cultísimo lenguaje de Cervantes”. Porque en los jóvenes de la época no sólo primaba el odio a lo godo, que caldeó explicablemente la atmósfera de entonces, sino además el hecho humano de ser, en razón de su misma juventud, absolutos en todo, desdeñosos de lo pasado y de lo presente, convencidos de que habían “descubierto” el mundo y de que eran los primeros que se daban cuenta de que el día tenía luz y la noche, sombra: rasgo perenne en toda juventud, por lo cual jamás respeta ésta a las generaciones anteriores y se complace candorosamente en proclamar que forma “nueva escuela”, repitiéndolo con la involuntaria prosopopeya de quien realmente se autosugestiona y está de ello convencido; y añade todavía, con igual aplomo, que renueva todos los conocimientos y que nadie antes ha sabido realmente nada! Esa actitud mental continúa –si bien haciendo sonreír a los de más edad y experiencia, pues solo puede momentáneamente seducir a los inexpertos o ingenuos– mientras no se ha realizado el objetivo común de la vida, es decir, “llegar” a la posición ambicionada, pues una vez que se “ha llegado”, el absolutismo juvenil se calma, la reflexión se impone, cambia insensiblemente el color de los lentes, y los ex jóvenes –cuando se hallan más cerca de los 30 años que de los 20: momento álgido de la gritería ensordecedora– comienzan a mirar a hombres y cosas con otra tolerancia y con mayor respeto por la ajena opinión, siquiera porque se aperciben de que solo así puede merecerlo a su turno la propia. De ahí que el caso de Alberdi, sosteniendo en la primera juventud que españolismo era sinónimo de retrógrado y, por ello, hasta renegando de la lengua nacional, encuentre su naturalísima explicación en su confesión de la edad provecta, al reconocer que cuando era joven le faltaba la cultura y el tacto que solo la vida enseña y lo cual, una vez adquirido, hace reír cuando se vuelven a leer las exageraciones del absolutismo juvenil... Pero después de Alberdi sigue la corriente de los emigrados que, en la Nueva Troya, también creían que la independencia consistía en el antagonismo feroz a todo lo hispano, como resabio colonial, y querían derrumbar la lengua como si fuera un vínculo nefasto; de lo cual participó Sarmiento –como casi todos los hombres de la época– durante su estada en Chile, con las “reformas” exageradas, en materia de lengua y de su ortografía, que imaginó ingenuamente al asimilarse a medias las sensatas observaciones del gran Bello. Gutiérrez –insigne hablista, sin embargo– perteneció a la misma generación, nutrida de un antagonismo ciego a lo peninsular en cualquiera de sus formas: atmósfera explicable durante la guerra de la independencia, pero un tanto anacrónica en el último tercio del siglo, y que hoy nadie acierta a imaginarse. En el fondo, esa prédica contra la lengua española era simple resabio de dicho odio a lo godo, de principios del siglo XIX: ninguno de aquellos cultos argentinos –como lo demuestra acabadamente Costa Álvarez– en realidad soñó con la suplantación del castellano por un dialecto cuasi indígena. Sólo Pellegrini –y de él evita enigmáticamente ocuparse este libro: ¿por qué?– apoyó sin atenuación alguna la tesis lingüística del francés de marras, que quizá imaginó adularnos colgándonos el sambenito de un “idioma nacional de los argentinos” con vocablos y giros arrabaleros: pero aquel político realista, no muy dado a ahondar cuestiones líricamente académicas, obró quizá más bien por espíritu chacotón de contradicción, desde que hizo gala de apoyarse únicamente en el conocido refrán de opereta: Il grandira... de “La Perichole”! Con todo, esas manifestaciones doctrinarias, sobre todo las de Alberdi, Echeverría, Sarmiento y Gutiérrez, –“los cuatro, dice Costa Álvarez, rendían culto en la práctica al barbarismo y al solecismo: Gutiérrez, por momentos; Echeverría, a cada instante; Sarmiento, por temporadas; Alberdi, toda la vida”– ejercieron una gran influencia en nuestro periodismo, el cual visiblemente se transformó, de purista que era en los albores de la revolución, en el chabacano –y un si es no descamisado– de Orión y su Porteño, buscando deliberadamente usar el habla vulgar de compadritos y orilleros, mezclada con la media lengua de los inmigrantes de toda procedencia, para hacerse así más popular. A ello contribuyó no poco, posiblemente, el resabio que la larguísima guerra del Paraguay (65 al 71) dejó por mucho tiempo en nuestras costumbres, con sus oficiales y soldados melenudos y barbudos, las levitas militares con pollerines, el kepi cantor echado a un lado sobre la oreja y luciendo, a lo compadrito, la aceitada cabellera con jopo, que era orgullo de su feliz poseedor, el cual se balanceaba al andar, escupiendo frecuentemente por el colmillo como si hiciera puntería en blanco fijo: rasgos todos que caracterizaron, no ciertamente a la cultísima oficialidad superior, pero si a no poca subalterna y a gran parte de la tropa, confirmando las excepciones la regla general. Agréguese a esto que Buenos Aires era entonces una verdadera aldea criolla, cuasi sin el menor ribete de extranjerismo en hombres y cosas, tanto que acababa poco antes de combatir ingenuamente el cólera morbo del 68 con aquellas fogatas que se hacían en las esquinas de las calles y en las que todos, grandes y chicos, participábamos entusiastas porque los médicos de entonces pretendían que el humo espeso ahuyentaba a la peste; y que poco después, en el horripilante desastre de la fiebre amarilla del 71, se transformó en un vasto cementerio, del cual me queda en la retina la visión del brutal recuerdo de los cadáveres transportados en carros, sin cajones, porque no había tiempo para hacerlos ni para organizar convoyes fúnebres separados. Y, al poco andar, después de la revolución mitrista de septiembre, popular y militar a la vez, viene la tejedorista que, al ser vencida, inicia el régimen ochentesco con el advenimiento de la presidencia Roca y la desaparición paulatina del viejo localismo; pero, como la popularidad porteña de la llamada “resistencia” fue casi unánime, convivió la juventud patricia con el compadraje y la chusma en los cuarteles improvisados, en los cuales tropa y oficialidad fraternizábamos y se establecía, como vínculo democrático común, el de un término medio equidistante en indumentaria y lenguaje: todas las capas sociales metropolitanas parecieron entonces no formar sino una sola entidad: “el pueblo”, y esto ayudó decididamente para que en el habla diaria se imitara el rasgo popular, que forzosamente tenía que ser más caló descuidado que lenguaje depurado, pues tengo aún muy presente como todos nos esforzábamos, en el cuartel y fuera de él por mostrar que éramos “pueblo”, exagerando quizá no pocos la manera de hablar, en los vocablos y aun en la tonada. Ese desgarbamiento desgalichado constituyó, durante mucho tiempo, el rasgo característico de nuestro diarismo, culminando en aquellos folletines espeluznantes de Eduardo Gutiérrez en La Patria Argentina, de donde pasó al moreirismo del circo Podestá y a la literatura del incipiente “teatro nacional” en sus primeros balbuceos, tanto que el autor de M'hijo el dotor ha preferido, para su prosa, el caló suburbano en vez de la lingua nobilis. En aquel entonces, próximo a finalizar el siglo anterior, pareció casi triunfar la tendencia del caló dialectal arrabalero, con la publicación del ruidoso libro de Abeille: en ese momento precisamente Pellegrini –con su sonada carta en El País– la cubrió con el manto mágico de su capa mefistofélica, cual si fuera el frate grigio de la ópera de Boito... Creímos entonces algunos –entre ellos quien esto escribe, pues expresé sin ambages mi opinión en los dos libros que Costa Álvarez cita y tan amistosamente recuerda– que era menester dar la voz de alarma y provocar una reacción seria: afortunadamente ésta culminó, al poco andar, con brillo inusitado en aquella soberbia y elocuentísima carta abierta que arrancó a Miguel Cané mi Criollismo y a la que prestó La Nación la potente bocina y la autoridad innegable de sus columnas, provocando otra serie de valientes cartas en análogo sentido, entre las cuales se destacan las del inolvidable Alberto del Solar, de Rafael Obligado y de Carlos de Estrada, nuestro actual embajador en España. El pleito estaba ganado. Verdad es que, entre los entendidos, había entonces ejercido visible influencia la reciente publicación de la soberbia Biblioteca histórica de la filología castellana por el conde de la Viñaza (Madrid, 1893), y la cual, como éste decía, “indicaba los estudios que, refiriéndose a la lengua, pueden conducir al perfeccionamiento y mayor riqueza de su gramática y de su diccionario, y desenvolver la historia de la filología castellana, mostrando y explicando sus progresos: estudios que se ayudan y dan la mano el uno al otro, ya que las investigaciones gramaticales y lexicográficas de los pasados siglos no pueden llevarse a cumplido efecto sin derramar vivísima claridad sobre las cuestiones que se refieren así al diccionario como a la gramática, y sin consignar al propio tiempo las etapas del desenvolvimiento de los estudios a que ha estado sometido nuestro idioma en los diversos períodos de su historia, desde que el lenguaje es un fenómeno social, que procede, como de sus causas y principios, de otros fenómenos análogos anteriores, y las formas y accidentes del hablar presente suponen otras formas y accidentes usados en tiempos que ya pasaron”. El hecho es que todos los entendidos, entre nosotros, se pusieron resueltamente del lado de la buena doctrina, y hasta aquel periodista finísimo –que es lástima se haya ahora llamado casi a silencio: él, tan espiritual y penetrante– quien, con su pseudónimo de Juan Cancio, había antes favorecido la tendencia criolla dialectal, con gallardía entonó el mea culpa y se tornó en paladín de la conservación y pureza de la nobilísima lengua castellana. Poco después comenzó lenta e irresistible la reacción, y nuestro diarismo emprendió, tesonera y calladamente, una eficaz campaña de depuración en el lenguaje: hoy, al finalizar el primer cuarto de siglo de la centuria presente, puede decirse que lo que entonces era “problema” ha dejado ahora de serlo, disipándose cualquier peligro de tendencia deliberadamente corruptora del idioma y aunando, todos, sus esfuerzos en mantener incólume la pureza de la lengua, sin menoscabo de su derecho de crecimiento y de reforma y de incorporación de términos nuevos o de índole regional, ya que todo idioma es un organismo vivo, que crece y se desarrolla y se transforma. Pero, hoy, nuestro idioma nacional es la propia lengua castellana, hablada por el mayor número de seres en el globo terrestre, con una tradición literaria que es orgullo y patrimonio de todos y que ha sido caracterizada por el venezolano Baralt, diciendo: “la sensata tradición que nada legítimo excluye, la tradición liberal y generosa que únicamente rechaza lo que perturba y desconcierta, la tradición que liga con cadenas de oro y flores lo pasado a lo presente y lo presente a lo porvenir; en suma, la tradición civilizadora y expansiva: la sola que la Academia Española está encargada de conservar”.

Cuando se examina la evolución del idioma en un país determinado, se investiga a la vez forzosamente un capítulo de su historia literaria, porque es la lengua usada por los buenos escritores, en el libro o el periodismo, lo que caracteriza el lenguaje nacional. En todo país, en efecto, las clases populares hablan por lo general la lengua oficial con tales variantes en la pronunciación o la acepción, que cada región viene a tener una especie de dialecto propio, como cada profesión o modo de vivir –sea de los intelectuales, de artes y oficios, gremiales de trabajo obrero, y aun los de atorrantes o criminales– tiene, queriéndolo o no, su caló tecnológico, con voces y giros propios. En puridad de verdad, la lengua oficial de un país es únicamente la enseñada en sus escuelas, usada en sus funciones públicas, y empleada en sus libros y periódicos: es a la vez hablada por un determinado número de personas, pero las cuales, comparadas con el resto de la población, solo constituyen una verdadera minoría, pues el mayor número de habitantes emplea dicha lengua con las recordadas variantes dialectales, en pronunciación o acepción, que imponen cada región o cada profesión o forma de vida. Nuestro país, de este punto de vista, no constituye excepción a la regla general; pero el gran peligro que corrió nuestro idioma nacional hace próximamente medio siglo fue el de ser suplantado por un simple caló popular e inferior, cual si el cockney londinense, por ejemplo, pretendiera sustituir al idioma inglés. La situación del país, por otra parte –en el momento a que se refiere Nuestra lengua– había cambiado del todo en todo: la sola ciudad de Buenos Aires estaba visiblemente transformándose en una de las más grandes urbes mundiales de la tierra, con una población cosmopolita que iba en camino de doblar la cifra del millón de habitante y estantes, lo cual traía la natural división en diversas capas sociales y la forzosa diversificación de los distintos modos de vivir según profesión y clase, variándose y ampliándose los apellidos tradicionales con la accesión inevitable de los advenedizos enriquecidos, representados por gentes originariamente venidas de los puntos más extremos del globo y cuyo idioma materno difería fundamentalmente del uno al otro y con relación al del país mismo, de modo que la lengua nacional tenía que tomar el carácter que la educación pública, en sus diversos grados, y la clase dirigente, en lo político e intelectual, le imprimiera, siguiendo el resto del país tal orientación.

En ese momento verdaderamente crítico se produjo la reacción, en la forma historiada por Costa Álvarez, y en la cual me correspondió la parte modesta, reconocida por éste: la lucha vivísima duró un par de lustros, encauzándose después, hasta que hoy por completo ha terminado con el triunfo del buen sentido. Se trata, pues, de un capítulo de nuestra historia literaria, que pertenece ya al pasado, y si me permito puntualizar algún detalle –en estas páginas, más de aplauso que de crítica– es sólo porque, habiendo querido la casualidad que fuera siquiera pars parva en dicha evolución, puedo invocar mis recuerdos de testigo ocular: condición que, por el natural transcurso de la vida, no puede ya ser reclamada por muchos y pronto, muy pronto, no tendrá siquiera quien la represente.

La evolución del idioma ha tomado, pues, formas definitivas y en buena hora viene Costa Álvarez, con su libro, a historiar las luchas pasadas y a proclamar el triunfo final de la sana doctrina. Tal libro merece, por lo tanto, ser aplaudido con ambas manos. Pero tiene, como todo lo humano, sus luces y sombras, sus prejuicios y deficiencias, que conviene quizá lealmente puntualizar, pues así se colabora mejor en la tarea del autor: de ese modo, al señalar tal o cual aspecto en el cual cabe, a mi entender, alguna observación, ello no implica falta de acatamiento al mérito global del libro.

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De mi padre, por ejemplo, se ocupa también, por inclusión o exclusión. En el primer sentido, dice: “cuando empieza a tomar cuerpo la idea de fabricar un idioma privativo, Vicente G. Quesada es el primero que alza la voz contra ella; en 1883, en El idioma nacional (en América literaria, de Lagomaggiore, B. A., 1883: es curioso que el autor lo cita así en la página 85, mientras en la 91 le da el título de El castellano en América, que es una simple fantasía suya; por lo demás, dicho “fragmento” había sido sacado de la obra Las bibliotecas europeas y algunas de la América latina, B. A., 1877, tomo I, página 491-503, siendo de observar que el compilador de aquella antología lo suprimió en la segunda edición, en 2 vols. B. A., 1890, dirigida por Juan A. Argerich), dice: “Es en la actualidad más que nunca conveniente y necesario conservar la pureza del idioma, por su cultura y su cuidadosa y esmerada enseñanza, para mantener las fáciles comunicaciones con los pueblos de nuestro mismo lenguaje, en vez de aspirar menguadamente a convertirlo en dialectos más o menos obscuros, que arraigarían el aislamiento, que es contrario a la civilización cosmopolita moderna”. El autor de esa monografía ha sido, sabido es, correspondiente de la Academia Española. En el segundo significado –el de exclusión– dice el autor: “En cierto momento el buen sentido brilló como un relámpago vivísimo para hacer ver a nuestros pedagogos el verdadero concepto de nuestra lengua: después de eso, las tinieblas volvieron al abismo. Carballido, ministro nacional de instrucción pública en 1891, al explicar su reforma del plan de estudios secundarios, formuló, por primera vez en nuestra historia, la declaración oficial expresa de cuál es y cuál debe ser nuestra lengua: esta declaración consta en la nota circular que dirigió en abril a los rectores de los colegios nacionales, y de cuya redacción se ha declarado autor Groussac.” Precisamente esa circular fue aplaudida por quien esto escribe, publicando en La Nación del 26 de dicho mes –y más tarde en mi libro Reseñas y Críticas– una “carta abierta”, en la cual decía: “Quiera la suerte que la palabra autorizada del ministro logre no sólo contener sino desviar la corriente misma, y encauzarla poco a poco en el lecho apropiado, para que la reforma iniciada con franqueza tan suma no se esterilice o periclite.” El frecuente cambio ministerial, que suele caracterizar nuestras prácticas de gobierno, convirtió pronto en un simple pio desiderio aquel propósito... Pero, en lo relativo a la afirmación de Costa Álvarez de ser aquella iniciativa, respecto del idioma, “por vez primera” objeto de declaración oficial, hay un singular error de información, que debe rectificarse por ser éste un libro con muy hondas raíces. El primer documento oficial que de ello se ocupa es una circular ministerial de mi padre, de marzo 5 de 1877, redactada a los pocos días de ocupar el ministerio de gobierno de Buenos Aires, en febrero 21 de dicho año. En esa nota –pasada a las direcciones de la escuela normal de maestros, id. de maestras y al instituto mercantil– dice el ministro Quesada: “Persuadido que es necesario atender cuidadosa y esmeradamente a la enseñanza de la lengua nacional, para impedir la anarquía que se ha introducido en la ortografía, y conservar puro y correcto nuestro idioma, como cumple a todo pueblo culto, recomiendo a V. de una manera especial preste la mayor atención a su enseñanza e impida que, por descuido del profesor o por indolencia de los discípulos, crean que es permitido a gentes bien educadas escribir incorrectamente su idioma e ignorar la gramática. Dará V. aviso de las medidas que haya tomado, del método que siga y de los textos que sirvan para la enseñanza, y pondrá en mi conocimiento si es extranjero el profesor encargado de enseñar la lengua nacional.” Esa circular, publicada en los diarios de la época –en La República de marzo 7, por ejemplo– levantó una polvareda extraordinaria. Sarmiento era entonces director general de escuelas y precisamente en materia de ortografía tenía el antecedente herético de su ingenua cuasi reforma chilena, y lo reconocidamente desgalichado de su lenguaje, lo cual explica que en el número correspondiente a marzo 15 de la revista La educación común en la provincia de Buenos Aires (tomo II, entrega I.ª) comente vivamente dicha circular.

Sarmiento, molestadísimo porque se recomendaba implícitamente la ortografía académica y no la cuasi chilena aludida –como hai en lugar de hay y otras ingenuas reformas análogas, por cierto más “inocentes” que las posteriores y “audaces” del trasandino Sr. Carlos Cabezón, empeñado en sustituir, por ejemplo, la C con la K, de donde resultaba una singular cacofonía al firmar con sus solas iniciales,– exclamaba: “Habrá entre nuestros más distinguidos literatos, y entre ellos se cuenta el Sr. Quesada, ministro actual de gobierno, quienes sostengan a capa y espada que aquellas innovaciones introducen la anarquía y no sientan bien a un pueblo culto! Si así sucediere, diremos que dada la falta de sistema y de clasificación de nuestra ortografía, debieran dejárseles ir su camino, hasta que, aceptadas por la generalidad, ayudasen a los niños a comprender más pronto el sonido que arrojen dos letras cuando son los equivalentes de dos sonidos, tan distintos los unos como los otros.” Por suerte no prosperó el fonetismo “reformista” sarmientesco, abandonado tiempo ha en Chile después de un cortísimo reinado, en el cual se imprimieron libros que hoy provocan una tranquila sonrisa, como el conocido e interesante Curso de bellas letras de Vicente Fidel López (1845) con su umanidad, su ombre, acer, qe, emos, y otras reformas análogas, aplicadas aún a la transcripción de versos conocidos, como “Ubo un tiempo funesto, en qe tirano…”.

¿Cómo escapó al meticuloso autor de este libro la nota del ministro y la arremetida del director de escuelas? No sólo era un dato histórico interesante, al estudiar la evolución de la lengua en la Argentina, sino una aclaración a su interpretación de la doctrina de Sarmiento sobre el particular. En el escrito citado, agregaba éste: “no es fuera de propósito que alguien muestre celo en materia que parece librada en otros países al constante y buen uso de los escritores que hacen autoridad, a no ser que se dé por autoridad para nosotros lo que haya acordado o haya descuidado acordar la Academia de la Lengua en la península, en la que no estamos representados, habiendo dado uno de nuestros hablistas sus razones para no aceptar en ella el título de miembro honorario.” Quiso decir: individuo correspondiente, al referirse a Gutiérrez y su sonada nota de 1876; pero olvidaba que el ministro autor de la circular, ha sido cabalmente uno de aquellos representantes, en clase de correspondiente: como igualmente lo fueron Juan B. Alberdi, Luis L. Domínguez, Ángel J. Carranza, Bartolomé Mitre, Vicente F. López y Carlos Guido Spano, de modo que, de aquella generación, hubo 7 argentinos en la Academia. Se ve, con todo, que Sarmiento daba a la actitud de Gutiérrez la acepción que todos le han dado siempre y que Costa Álvarez ahora repudia, diciendo: “Más de un escritor argentino y extranjero han hecho de las razones dadas por Gutiérrez en su nota las causas determinantes de su rechazo del diploma, y en virtud de la influencia de esos escritores se ha seguido atribuyendo ese acto de Gutiérrez a su pretendido celo por la emancipación y especialización de nuestra lengua. La tesis del idioma privativo, atribuida a Gutiérrez por Berra en su tiempo y por Menéndez Pidal en el nuestro, no resulta de los términos de la nota, cuando se la lee sin prevenciones: Gutiérrez alude a la inconveniencia de crear obstáculos a la corrupción del castellano entre nosotros, corrupción por intereses superiores al que representa el cuidado de la lengua, y agrega que, a su juicio, no por tal negligencia se va a reducir nuestra lengua a una jerga indigna de países civilizados: eso sí, el castellano se transformará…” Ya se ve cómo, en la incipiente polémica con el ministro Quesada, Sarmiento abogaba por la transformación de la ortografía castellana y repudiaba las reglas de la Academia.

Sarmiento, por lo demás, a raíz de esa cuasi polémica a propósito de la nota ministerial sobre la pureza del idioma nacional, la emprendió –en las entregas de junio 15 y julio 1.º (1877) de la recordada revista, periódico oficial de la dirección general de escuelas –con el libro que Quesada acababa de publicar: Las bibliotecas europeas y algunas de la América latina (B. A., 1877). Con la arrogancia de su temperamento de autodidacta, invocaba sus lejanos recuerdos de Estados Unidos para combatir las grandes bibliotecas y abogar solo por las librerías circulantes, con préstamo de obras, ponderando “que empiezan a generalizarse las bibliotecas populares en toda la república”. Porque las “observaciones” estadunidenses del genial argentino habían sido gallardamente “a poncho limpio”: Mariano de Vedia ha referido poco hace una característica aventura de Sarmiento en Washington, que demuestra acabadamente los puntos que calzaba a ese respecto, –pues su diploma de doctor de la universidad de Michigan fue un simple acto de cortesía... honoris causa– “por razón de su sordera y de una deficiencia muy grande para la penetración de los idiomas extraños”, por lo cual resolvió a todo contestar Yes, a pesar de no comprender un palote de lo que se le decía, lo que no le ha impedido más tarde hacer gala de sus recuerdos de lo oído en aquel país. Con motivo de aquella afirmación sarmientesca sobre bibliotecas, se produjo, entonces, alrededor de esa cuestión técnica una verdadera polémica entre autor y crítico: aquél escribió, a propósito de dicho artículo, en La Prensa de noviembre 3; contestando éste en dicho diario el 6; entonces el primero replicó en La República de noviembre 8 y el segundo volvió a contestar en La Tribuna del día siguiente 9; replicándole el criticado en el mismo diario, el 10; tornó el crítico, siempre en dicho diario, el 15, y el criticado dijo la última palabra allí mismo, al siguiente día 16. El tiempo ha demostrado quién estaba en lo justo: la tesis sarmientesca era que las bibliotecas serían circulantes o bien no existirían; siendo así que se trata de dos clases de instituciones absolutamente diferentes y que no cabe confundir. Las grandes bibliotecas del país siguen existiendo y las populares circulantes han casi desaparecido.

A pesar de su extrema meticulosidad en procurarse todos los elementos necesarios de juicio al estudiar cada cuestión que dilucida, quebrándose la cabeza en libros y periódicos, Costa Álvarez evidentemente no recordó aquella conocida obra de mi padre, de 1877, porque la nota a las escuelas se encuentra reproducida en la página 494 y se agregan allí los comentarios de la prensa argentina de la época, constando que oficialmente contestó Sarmiento “que en todas las escuelas de su dependencia se prestaba preferente atención al estudio de la lengua nacional, cuidando que los profesores extranjeros en esta materia fueran españoles peninsulares”. Los diarios de la época aconsejaron este triple temperamento: 1.º aceptar las resoluciones de la Academia Española, único cuerpo constituido que hoy se ocupa de regularizar la lengua que se habla en el país; 2.º crear una Academia Nacional que se ocupe del mismo asunto, con entera independencia; 3.º aceptar las resoluciones de la Academia Española a condición de que esté representada en ella la República Argentina, formando un cuerpo cuya jurisdicción en materia de lenguaje sea común a los dos países.

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Y ya que de la Academia hablo, debo recoger lo que al respecto dice el autor de este libro. Hablando de los individuos correspondientes de la Española –“que esta elige entre nuestros literatos, desde hace ya medio siglo” (sic)– añade: “La acción de estos correspondientes en nuestro medio literario, como representantes de una autoridad en materia de lengua, ha sido nula hasta ahora, aún cuando al cabo de 30 años de gestiones siempre infructuosas, en 1910 lograron al fin constituirse en cuerpo. Porque la existencia de esta corporación –la Academia argentina correspondiente– es nominal puramente: conspira contra ella, en su seno mismo, nuestro espíritu refractario a reconocer potestades extranjeras en nuestro medio, aún cuando se trate de una autoridad lírica como la de una academia de la lengua. Puede asegurarse por esto que, cuando los miembros de la Correspondiente se decidan a hacer algo que dé carácter efectivo a su actual título decorativo, su acción será cualquiera menos la de imponer ese título: predomina entre ellos la tendencia a considerar a la Academia Española no como autoridad absoluta sino como colaboradora en la obra de fijar, limpiar y dar esplendor al castellano en América.” Recuerda el crítico, sin embargo, la iniciativa de Rafael Obligado para formar un vocabulario de argentinismos, y el informe presentado sobre el particular por los académicos Zeballos y quien esto escribe. Pero agrega: “nuestra Correspondiente no ha hecho absolutamente nada hasta ahora, según lo ha reconocido su actual presidente”, aludiendo a mi artículo sobre Obligado en el número especial de Nosotros. Debo, pues, hacer presente que de las explicaciones dadas en dicho artículo se desprende por el contrario que la Correspondiente más bien se encuentra en vísperas de un período de gran actividad, así que se reciban públicamente los académicos electos como individuos de número. El reproche es, por lo tanto, injusto y fácil me será demostrarlo. El último anuario de la Academia Española (1922) trae la siguiente nómina de los miembros de la Academia Argentina, establecida en Buenos Aires y compuesta reglamentariamente de 18 individuos de número: “Ernesto Quesada, director; Calixto Oyuela, secretario perpetuo; Estanislao S. Zeballos; Carlos María Ocantos; Pastor S. Obligado; Joaquín V. González; Belisario Roldán; Marco M. Avellaneda.” Esos 8 individuos han quedado reducidos a 7 con el fallecimiento de Roldán; en realidad son aquí sólo 6, pues Ocantos reside permanentemente en España; y la desgraciada enfermedad de Avellaneda reduce todavía aquel número a 5, de los cuales algunos, por su edad, como P. S. Obligado, cuyos 80 años hace rato celebramos; y otros, por su salud delicada, como J. V. González, obligado a residir casi constantemente en Rioja; limitan aún el número de los que normalmente pueden concurrir a sesión. Pero hay, en cambio, 8 individuos electos: Osvaldo Magnasco, José María Ramos Mejía, Samuel Lafone Quevedo, Enrique E. Rivarola, José Nicolás Matienzo, Norberto Pinero, Ricardo Rojas, Ángel de Estrada; de esos 8 han fallecido los 3 primeros y sólo quedan 5, pero residiendo actualmente en Europa uno de ellos, Estrada, y siendo en estos momentos otro, Matienzo, ministro del interior, en realidad quedan sólo 3 de quienes se puede esperar en su discurso de recepción para poder ser recibidos en sesión pública y solemne, resultando entonces incorporados definitivamente en su carácter de individuos de número. A este respecto, en la sesión de septiembre 5 de 1914, se lee en el acta: «...El señor director recordó a los presentes que el señor Menéndez Pidal había observado que, con arreglo a los estatutos de la Real Academia, los académicos electos anteriormente por la corporación argentina, a saber: Samuel Lafone Quevedo, Osvaldo Magnasco, Enrique E. Rivarola y José Nicolás Matienzo, no podían ser considerados académicos propietarios sino después de pronunciar su discurso de recepción, siendo este contestado por un individuo de número, y que sólo a partir de tal ceremonia procedía poner el hecho en conocimiento de la corporación de Madrid, a fin de que ésta los considerara como individuos de número de la de Buenos Aires, y en tal carácter les hiciera figurar en sus Anuarios. Agregó el señor director que precisamente en virtud de esa justificada observación, dichos académicos electos, pero no recibidos, no habían sido convocados a la presente sesión, pues si bien habían asistido a alguna de las anteriores, fue por pura cortesía y en señal de agradecimiento por la designación recaída en ellos. Se resolvió entonces que era conveniente regularizar cuanto antes la situación de los académicos electos, invitándolos a que se recibieran oficialmente en la forma usual, para lo cual se les pasaría la nota de estilo”. En la sesión de octubre 2 de 1915 se lee: “el señor académico electo Osvaldo Magnasco comunica que en su discurso de recepción disertará sobre la lengua española en América”; a continuación: “el señor Lafone Quevedo manifiesta que, por su parte, espera tener listo su discurso para las primeras sesiones del año entrante”; debe todavía agregarse que Enrique E. Rivarola había comunicado que el tema de su discurso sería “la poesía en América”. Es notorio que los dos primeros académicos electos fallecieron, desgraciadamente, sin llegar a cumplir con aquella prescripción reglamentaria. En el acta de agosto 15 de 1916, al ser electos Rojas y Estrada, se lee: “con tal motivo, el señor director observó que los académicos anteriormente electos, señores Osvaldo Magnasco, José Nicolás Matienzo, Samuel Lafone Quevedo, Enrique E. Rivarola y Norberto Piñero, aún no habían comunicado tener listos sus discursos de recepción, por lo cual no se había designado tampoco quienes deberán contestarles. En consecuencia, se resolvió invitar nuevamente a dichos señores a cumplir a la brevedad posible con la prescripción reglamentaria de su recepción solemne y pública. El hecho de que concurran a las sesiones, y de que algunos de ellos tomen parte activa en los trabajos de la Academia, no debe hacerles olvidar que conviene regularizar su situación de académicos electos, a fin de que cuanto antes se les pueda saludar como a titulares”. Et sic de cœteris: con una regularidad cuasi cronométrica se repiten, año tras año, análogas manifestaciones en las actas de otras sesiones. Por eso –en el recordado escrito sobre Obligado– decía: “Existiendo varios individuos electos, todavía no se apresuran a entrar en funciones, presentando su obligatorio discurso de recepción: las esperanzas, sin embargo, prevalecen contra la angustia y es preciso salir con mucha enseñanza y decir que todo aquello es por mejor: en cuanto a mí, las promesas de asistencia, aun cuando difícilmente se cumplen, me sirven de bordón en que me sustento...” No se puede reprochar siquiera a los electos que no se apresuren demasiado: lo sabe la misma R. Academia Española, que no pocas veces ha esperado pacientemente años y años hasta que un electo se haya decidido a pronunciar el famoso discurso, y ahora mismo, sin ir más lejos, espera hace años a Jacinto Benavente, electo, pero quien no parece muy apurado por ser recibido, a no ser que lo decida el reciente premio Nobel, que se le otorga cuando Azorín afirma que su reinado en el teatro parece entrar en el ocaso, renovando el conocido episodio de Bretón... Cualquier día, entonces, nuestros 5 electos o algunos de ellos terminarán sus discursos y se celebrará la sesión pública de recepción, con lo cual la corporación tendrá asegurado ampliamente su quorum para las juntas ordinarias, sin perjuicio de que puede aun elegir 6 nuevos individuos de número para completar la cifra reglamentaria de 18: si bien hasta ahora se había considerado más discreto y prudente esperar a que los ya electos se reciban y proceder entonces a la nueva elección, buscando así mayor acierto en ésta. Pero no faltarán, sin duda, candidatos para llenar esas vacantes: bastaráme recordar a Larreta, García, Lugones, Gálvez, con La gloria de don Ramiro, La ciudad indiana, La guerra gaucha, y El solar de la raza, para no mencionar sino a los literatos puros, pues, en cuanto a gramáticos. Selva con su Guía del buen decir representará para no pocos una candidatura formidable; quedando todavía un puesto a llenar, con lo que vienen a los puntos de la pluma una serie de nombres, entre los cuales no es fácil elegir y que se recomiendan todos, sea por su obra en verso o en prosa... Ignoro lo que mis colegas piensen al respecto, pero en general paréceme que la única dificultad estará en escoger entre los muchos candidatos, de títulos bien aquilatados, y no en buscar quiénes puedan aspirar a tales candidaturas: las 6 vacantes no lograrán evitar más de un quizá justificado resentimiento, pero –¡la muerte se encarga fatalmente de facilitar la solución, poniendo plazas a disposición de los que por sus méritos se impongan, ya que todo llega a tiempo para quien puede esperar! Todo esto es tanto más interesante cuanto que, rigiéndose las Academias americanas por los estatutos de la Española, ésta no puede ya directamente nombrar individuos correspondientes a argentinos, pues es la corporación nuestra, desde que se encuentra constituida, la única autorizada para ello. Consta, en efecto, en una de las actas de nuestra Academia –la de septiembre 5 de 1914– que “el señor Menéndez Pidal había manifestado que tenía encargo del señor director actual de la R. Academia D. Antonio Maura, de regularizar las relaciones entre aquélla y esta Academia correspondiente, interrumpidas de tiempo atrás por haberse traspapelado en poder del anterior secretario de la Española, D. Mariano Catalina, la nota de la Academia argentina de que fue portador el señor académico D. Eugenio Selles, al ausentarse de esta ciudad: añadiendo que debido a ello la corporación de Madrid había estado en la inteligencia de que la de Buenos Aires había cesado de funcionar y, a causa de ese error, había reasumido sus facultades de nombrar individuos correspondientes en la Argentina, designando al efecto al actual ministro de esta república en aquella corte, Marco M. Avellaneda; que daba esta explicación a fin de satisfacer la posible justa susceptibilidad de la Academia argentina, pues, según los estatutos de la Española, a ella le corresponde únicamente efectuar tales nombramientos desde que se ha constituido y funciona regularmente; que deseaba, en caso de ser acogida en su debido valor tal explicación, dejar reanudadas las relaciones oficiales entre ambas corporaciones y le sería grato ser portador de alguna comunicación en tal sentido, de esta Academia para la matritense. El director, terminada esta exposición, sometió el caso a la deliberación de los presentes. Tras un breve cambio de ideas, se resolvió que en vista de aquella aclaración esta Academia se diera por satisfecha y considerara el nombramiento del correspondiente Avellaneda como si ella misma lo hubiera verificado, por ser exacto que tal facultad le competía. Así lo confirma también la R. Academia Española en su circular de 31 de enero del corriente año, pasada a las Academias correspondientes, en la cual censura la insistencia de algunos escritores americanos en solicitar su incorporación directa a la Academia de Madrid, en vez de hacerlo a las correspondientes de sus respectivos países, y comunica su resolución de abstenerse en lo sucesivo de nombrar académicos correspondientes en las repúblicas americanas que ya tengan, o lleguen a tener, Academias correspondientes. La Academia resolvió también invitar al señor Menéndez Pidal para que concurriese a la próxima sesión y, antes de su regreso a España, entregarle la comunicación acordada para la R. Academia dejando las relaciones entre ambos cuerpos en los mejores términos de cordialidad.” Así sucedió, y se lee en el Boletín de la R. Academia Española (II. 110) lo siguiente: “En juntas de 23 y 30 de diciembre de 1914 se dio cuenta a la Academia Española de haberse reorganizado la ilustre Academia Argentina mediante sesión celebrada en Buenos Aires el 5 de septiembre próximo pasado, eligiendo nuevo director en la persona del señor don Ernesto Quesada, y secretario, en la del señor don Calixto Oyuela, bien conocidos ambos en España por su vasta cultura y obras literarias. En la misma sesión acordó la Academia Argentina completar el número de sus individuos, persuadiendo a los electos y no recibidos a que presenten sus discursos de ingreso lo más pronto que puedan, a fin de activar los trabajos propios de la Academia, en especial la redacción de un buen diccionario de argentinismos. A esta sesión asistió el académico de número de la Española don Ramón Menéndez Pidal, quien, por encargo y en nombre de esta última, les excitó a persistir en tales proyectos hasta darles cumplido término. La Academia Española aprobó todo lo hecho por sus compañeros de allende el Atlántico y acordó felicitarles por ello.” Es de observar que sólo después de comunicar la Correspondiente que se ha verificado la recepción pública del académico electo, extiende la Española a su favor el diploma de individuo correspondiente: mientras no se verifique la recepción pública, el electo es solo un académico in spe. Por lo demás –y sin esperar a la incorporación de dichos electos– los actuales titulares ciertamente han seguido trabajando en las papeletas de las letras del vocabulario de argentinismos, que les fueron repartidas; habiendo correspondido en la distribución primitiva, efectuada en la reunión de septiembre 14 de 1910, la A a Rafael Obligado, hoy fallecido; la B a quien esto escribe; la C a Estanislao S. Zeballos; la CH a Pastor S. Obligado; la D a Calixto Oyuela; la E a Vicente G. Quesada, fallecido también; la F a Carlos Guido Spano, igualmente fallecido; la G a Joaquín V. González; la H a Belisario Roldan, fallecido; la I a Carlos María Ocantos, ausente; la J a Eduardo Wilde, fallecido. La reunión y depuración de esas papeletas es, entre nosotros, tarea lentísima, sea porque cada académico numerario tiene muchísimas otras preocupaciones, por lo general más apremiantes o absorbentes, que atender, sea porque ninguno de ellos tiene la singularísima cualidad que distingue al actual director de la R. Academia Española, el ilustre estadista Antonio Maura, quien “ha leído, y más de una vez, de punta a cabo el Diccionario actual”, y de quien en ocasión solemne la misma corporación –en su sesión de diciembre 6 de 1921– ha dicho: “leyó de arriba abajo todo el Diccionario, obra que antes de él no ejecutó hombre alguno, y averiguó los errores, y saneó el ambiente espiritual del léxico, y mediante el arte máximo que Dios le otorgara para definir, modo en el que su ingenio y su saber del habla se sintetizan, puso en millares de vocablos una interior iluminación, que los convirtió en centelleantes gritos del alma castellana.” Si entre los individuos de número de la Correspondiente argentina hubiere uno siquiera que algo tuviera, por lo menos, de esa estupenda cualidad lexicográfica, evidente es que estaría ya terminada la tarea de la formación del Vocabulario de argentinismos. Pero confieso que, por mi parte, carezco de la sombra de cualidad semejante, y de mis compañeros no podría lealmente decir cuál pudiera competir, de lejos a lo menos, con aquel don preclaro del ilustre colega español. Por eso es menester tener con los modestos académicos argentinos un poco de paciencia... Por otra parte, la misión de los individuos de nuestra Academia no es, como lo supone Costa Álvarez, la de “imponer tutela” sino sencillamente la de desempeñar –sin excesiva precipitación– sus tranquilas funciones académicas, como lo hacen los colegas de la corporación matritense, los cuales dan prueba de un eximio adiestramiento de tradición secular; pero estos mismos, sabido es, tampoco publican a día fijo las sucesivas ediciones del Diccionario: así, la última (XIV) apareció en 1914, la penúltima (XIII) en 1899; la anterior (XII) en 1884, y siempre ha transcurrido un largo período entre una y otra edición, pues la I es de 1726, la II de 1770, y así sucesivamente, siendo la VI de 1822, la VII de 1832, la VIII de 1837, la IX de 1843, la X de 1852, la XI de 1869, de modo que corrieron 15 años hasta que apareció la recordada XII en 1884: ahora se anuncia para este año (1923) la XV. La influencia, pues, que pueda ejercer la corporación matriz estriba principalmente en la publicación del Diccionario y esta es obra –sobre todo en su primera edición– que no pudo ni debió verificarse con ligereza: las ediciones sucesivas son ya de ejecución relativamente más sencilla; pero, como se ha dicho alguna vez, “los diccionarios, reducidos por su índole y naturaleza propia a un repertorio de voces, no se ocupan, no deben ocuparse en dar a conocer las locuciones, los giros, la construcción, el número, la armonía peculiar de los idiomas: esta parte esencialísima, la más necesitada hoy de protección y defensa, se halla expuesta, sin escudo, a los tiros de la muchedumbre”. Con todo, la Academia ha sostenido siempre como doctrina que “el caudal del diccionario o materia de la lengua, lo suministra el estado de nuestra civilización entera, cada uno de cuyos elementos en la larga serie de conceptos, modos y relaciones que se le allegan, ha de contar oportuna expresión: siendo los nombres para las cosas, siempre que nazca un nuevo concepto habremos de buscarle su leal expresión; lo que exige la lengua es que no se admitan o legitimen y menos se formen nuevas voces, fuera de caso rigurosamente preciso; y que cuando las admitamos se mire, en orden a su fondo, que la excelencia y propiedad del nombre esté en que convenga a lo nombrado, por entrañar alguna esencia o cualidad suya: con lo que será tan imagen del pensamiento, como es el pensamiento imagen de su objeto; en orden a su forma o estructura, que se adapte y amanere al genio y composición tradicional de la lengua, de forma que no la adultere y desnaturalice”. Sin embargo, a la vez se ha sostenido siempre que “tanto se refieren y casan el elementó formal y material, que para dejar una lengua de ser lo que es, basta la retirada de uno de los dos, aunque subsista el otro; porque no concurren las voces a la expresión de un pensamiento mas que observando la disciplina, orden y trabazón, en que han de juntarse para hacer sentido perfecto; los miembros y articulaciones de ese organismo atañen al Diccionario: su estructura, colocación y movimiento, a la Gramática; en su consecuencia, el trabajo directo de la Academia sobre la lengua se refiere a la Gramática y al Diccionario”. Por esa razón, en cuanto a la Gramática, es esa tarea exclusiva de la misma corporación madre, si bien los trabajos regionales pueden ser de enorme utilidad, ya que quizás los gramáticos más ilustres –Bello, Baralt, Cuervo, Isaza, &c.– han sido hispanoamericanos. ¿Qué entiende, entonces, Costa Álvarez por “carácter efectivo del actual título decorativo”? No alcanzo a vislumbrarlo.

Por último, basta recorrer las publicaciones oficiales de la Española y de las correspondientes, para darse cuenta de que no se trata de “imponer tutela”: el Boletín de la R. Academia Española, hoy en su año IX, fue fundado en febrero de 1914 para “comunicar más y mejor con las corporaciones hermanas o similares, con sus propios individuos residentes fuera de Madrid y con la generalidad del público, acrecentando la intensidad y la eficacia de su labor, para los fines con que fue instituida ahora va para dos centurias”. Antes, a partir de 1870, había editado la serie de sus Memorias, que alcanza ya 9 vols., como la de Discursos, que cuenta 10 tomos: ninguna de las cuales “se han de interrumpir, pues colacionan y difunden documentos literarios, filológicos y gramaticales, de perdurable interés, pero no mantienen el contacto íntimo y actual que la Academia necesita con la vida palpitante del idioma y de la literatura”. Además, con motivo de cada recepción, distribuye los discursos impresos del nuevo individuo de número y de quien le contesta. La Academia todavía agrega: “El comercio, que venturosamente se agranda cada día, con lenguas y obras literarias de otros pueblos, a la vez que estimula los trabajos y hace más pingüe su rendimiento, agrava la contingencia de perder su pureza el patrimonio genial y castizo, cuya custodia está encomendada a la Academia Española. A los académicos, sean de número o correspondientes, nacionales o extranjeros, ofrecerá el Boletín fácil ocasión para exposiciones doctrinales, reseñas bibliográficas, notas de critica o advertencias que a menudo sugieren los abusos o defectos más señalados en el habla popular y aun en la que generalmente se considera como literaria. Servirá esta publicación periódica y constante, cinco veces cada año, para acortar distancias entre unos y otros miembros de la corporación, para realizar con la actualidad el provecho de los trabajos, no todos igualmente fecundos en cualquiera sazón, y para franquear y fomentar las recíprocas influencias vivificadoras entre la Academia y los pueblos que hablan nuestra lengua. Los académicos cuyas residencias están diseminadas, no sólo por varias comarcas sino por extrañas y aun remotas tierras, dispondrán constantemente de órgano adecuado para comunicar y divulgar sus aportaciones, sugeridas por la observación directa de las realidades sociales, a quienes corresponden el impulso originario y la última sentencia en materia de lenguaje. No todo el fruto quedará pendiente hasta la vez de cosecharle en las publicaciones oficiales de la corporación”. De las correspondientes, la mexicana comenzó a publicar sus Memorias, cuyo tomo I es de 1876, el II de 1880, el III de 1886, el IV de 1895. Exponía los fines de tal publicación en términos que cualquiera de las corporaciones similares puede hacer suyos, pues decía: “Instituida la Academia mexicana con los mismos fines que la matriz, y regida por los estatutos y reglamentos de ella, encuentra, empero, ocupado ya en gran parte el campo que debe cultivar. México no asistió a la transformación sucesiva de la lengua que hoy habla, sino que la recibió toda entera y precisamente en el apogeo de su lustre, como una preciosa herencia acumulada por el trabajo de muchas generaciones. Mas no por eso se crea que es pequeña la parte que toca a la Academia en la labor. Puede, sin duda, extender sus investigaciones hasta los más remotos orígenes de la lengua: nadie se lo veda, salvo la conveniencia de dejar ese terreno a quienes con mejor derecho pueden recorrerle, y con tanto éxito le han cultivado ya, reservando las propias fuerzas para lo que más de cerca toca a la nación en que se halla establecida. No necesita, en verdad, la Academia mexicana echar sobre sus hombros la pesada carga de la formación del diccionario de la lengua, pero puede contribuir al perfeccionamiento del que existe, ya con observaciones acerca de lo que en él ha tenido cabida, ya con la adición de voces, acepciones o frases de uso común en México: tomadas unas de la misma lengua castellana, y otras, no pocas, de las lenguas usadas en el país a la llegada de los españoles, en especial de la mexicana, señora de las demás. Esto, que desde luego pudo mirarse como una parte muy principal del negocio de esta Academia, es ahora una obligación cuyo desempeño le confía la matriz, pues con su acostumbrada benevolencia ha pedido nuestra ayuda para la nueva edición que prepara de su diccionario vulgar. Podemos también, y es tarea muy nuestra, investigar el origen de las diferencias que se notan entre la lengua hablada o escrita en México y la pura castellana; patentizar el incremento y decadencia de ésta entre nosotros, casi por los mismos pasos que en la metrópoli: atestiguar con ejemplos de nuestros buenos escritores los diversos significados que muchas voces han adquirido en México, así como la introducción de algunas nuevas; y, en suma, presentar el diseño fiel de esta rama lejana, sin que eso nos impida cooperar en general a los fines de aquella Academia, pues nuestra es toda la lengua castellana, y nuestro podemos llamar también el inagotable tesoro de su literatura. Corre muy extendido el error de creer que el instituto de la R. Academia española, y por consecuencia el de las correspondientes americanas, está reducido a conservar y purificar la lengua por medio de la publicación de diccionarios, gramáticas, disertaciones y otros escritos en que se fije la significación de las voces castizas, desechando las advenedizas o espurias, se establezcan reglas para hablar y escribir correctamente, y se diluciden cuestiones de lenguaje. Tan difundido está el error, que el vulgo, y mucho de lo que no se tiene por tal, da a la Academia, no su verdadero nombre, sino el de Academia de la Lengua. Nada de eso: basta con leer sus estatutos y reglamento para advertir que es una Academia Española en toda la extensión de la palabra y que a su cargo tiene cuanto toca al lustre de las letras españolas. Lo mismo debe cuidar de la pureza de la lengua fijando sus elementos y sus reglas, que divulgando, para ejemplo común, las obras en que campea con todas sus galas, o las que sirven para dar a conocer su desarrollo. No le es ajeno el formar juicios críticos de las producciones más notables de la literatura, ni tejer elogios de los sabios que más en ella se distinguieron. Suyo es el cuidado de sacar del olvido monumentos antiguos, y suyo también el de estimular la composición de nuevas obras, alentando a los autores con la esperanza del premio.” La Correspondiente colombiana había iniciado aún antes, en 1874, la publicación de su Anuario; y a este respecto, recordaré lo que ha dicho Unamuno: “naciones hay en América, como Colombia, donde se escribe en general un castellano mucho más castizo que en España.” El propósito que aquella corporación tuvo, al iniciar dicha publicación, está consignado en estas palabras: “publicará la Academia en este Anuario los trabajos literarios que presenten sus socios, y sacará a luz muestras inéditas escogidas de los autores colombianos más notables, precedidas de una noticia biográfica y crítica; ocuparán la parte final de cada volumen las observaciones que comuniquen los académicos acerca del diccionario vulgar, puestas en orden alfabético y marcada cada cual con la cifra del contribuyente.” A pesar del indiscutible celo de la Academia colombiana, el tomo II sólo apareció a los 37 años, en 1911; y el III en 1914. La Corporación chilena comenzó sólo en 1915 la publicación mensual del Boletín. Las otras Corporaciones hispanoamericanas aún no han dado principio a esa tarea: la guatemalteca lo ha hecho a ratos en revistas, pero aún no han aparecido ni sus Memorias ni su Boletín ni su Anuario. Eso no quiere decir que cada una de ellas no trabaje silenciosamente, siguiendo la antigua divisa castellana: poco a poco. La argentina se encuentra también en esa situación: y téngase presente que, siendo el cargo de secretario perpetuo el de guardián de la tradición y verdaderamente el de representante del alma misma de la respectiva corporación, el hecho de serlo en la nuestra nada menos que Calixto Oyuela, cuyo elogio es innecesario hacer, constituye la mejor garantía de la discreción y eficiencia con que cuida por el buen nombre y más sólido éxito de esta correspondiente de la Española. Por lo demás, debo recordar que el Boletín de la R. Academia Española (IV.122) en febrero de 1917 insertó el informe leído en sesión de aquella por su individuo de número, José Ortega Munilla, –que infaustamente acaba de fallecer– refiriendo los trabajos de nuestra Correspondiente y la sesión de esta a la cual asistió, a saber: “El gran pleito que allá se sostiene es el del derecho que puedan tener los vocablos argentinos para ser incluidos en nuestro léxico. Con discreción suprema esos doctos literatos dicen que el idioma castellano debe conservarse puro de ajenas sangres, atribuyéndole la condición que es propia de los altos linajes, en los que un entronque plebeyo mancha el escudo y le avillana. Ellos no aspiran a que voces formadas por el choque de los españoles conquistadores con la indiada, ya en guerras, ya en amores, afee la hermosura del decir de Garcilaso; ni a que la decantación secular de las lenguas guaraní, quichua o araucana, aporquen y envilezcan el habla de santa Teresa. Se contentan con que los vocablos nuevos que expresan ideas y actos, costumbres y menesteres de la vida argentina, sean estudiados por nosotros para que les demos el exequátur, si lo valen, o los rechacemos si lo merecen, substituyéndoles por otros que correspondan al genio castellano.” Y agregaba: “por no ser del lugar, omito los datos que allí he recogido acerca del camino que siguen los trabajos de la Academia.” Se ve, pues, que tampoco la argentina se encuentra en mora, pues apenas cuenta 12 años de existencia y posiblemente pronto aparecerá el tomo I de sus Memorias, destinadas a contener los trabajos de sus individuos de número sobre cuestiones relativas a la lengua: se ha preferido esperar a que tuvieran lugar las recepciones públicas de los electos, para insertar los discursos en dicho volumen. De modo que, teniendo en cuenta la prudente mesura con que las otras corporaciones americanas han ido llenando su misión, no se puede afirmar que la argentina sea pasible de especial reproche. Y corresponde aquí hacer resaltar esta peculiaridad: en todas las repúblicas hispanoamericanas los gobiernos respectivos han otorgado tal protección a las academias correspondientes que les asignan local para reunirse y recursos para sus trabajos, honrándose con asistir a las recepciones de sus miembros y favoreciéndolas en todas formas. España ha edificado a la corporación madre un palacio, dotado de presupuesto amplio, y los académicos saben que por cada ficha de asistencia a las reuniones, se les liquida un honorario determinado. Francia no sólo ha dotado de un palacio y de suficientes recursos a su Academia de la lengua, sino que ha ido más allá, organizando la corporación del Instituto, que agrupa a las diversas Academias, dejándoles la necesaria independencia para sus trabajos. Se me ocurre que quizá sería un tanto prematuro si nuestro gobierno se decidiera a oficializar la serie de academias existentes, sobre todo las universitarias, y las cuales llevan una existencia semi precaria, siquiera por la falta de recursos para costear sus publicaciones, creyendo que es llegado el momento de crear el Instituto Nacional de la Argentina, a semejanza del recordado Instituto de Francia. Es verdad que, en él, nuestra Academia de la lengua tendría su lugar indicado, análogo al de la Academia Francesa en aquel otro Instituto, incorporándose probablemente las Academias universitarias actuales como ramas del mismo, cual son allí la academia de ciencias morales y políticas, la de inscripciones, de bellas artes, &c. Eso permitiría al gobierno dotar a tales instituciones de sede permanente y de los recursos necesarios, con lo que posiblemente se lograría dar así un impulso considerable a la vida intelectual nacional: al Instituto le correspondería, entonces, la aplicación de la ley 9141 y de los premios en dinero para obras literarias o de arte, subvenciones a editores o adquisiciones oficiales de libros, distribución de “bolsas de viaje” de carácter cultural, publicaciones oficiales de carácter histórico o literario, y una serie de otras funciones que hoy están deficientemente distribuidas en nuestro país, o que los cuerpos legislativos se ven obligados a desempeñar, con lo que se deja ancho campo al simple favor político en vez de recompensar el verdadero mérito, en obras o autores. Pero todo eso puede ser posiblemente un simple pio desiderio en el momento actual, si bien alguna vez ha de realizarse, porque es lógico y es conveniente. Por el momento, la Correspondiente argentina jamás ha costado un centavo al erario, carece de sede propia, no tiene presupuesto oficial, no goza de subvención de carácter alguno, sino que se reúne en la casa particular de su director, no incurre en gastos, y cuando llegue el momento de comenzar la publicación de sus Memorias los académicos probablemente tendrán que cotizarse entre sí para costear los gastos de impresión. Y esta es otra de las razones que hace tan deseable la pronta incorporación de los electos y la elección de los llamados a ocupar las vacantes existentes... He entrado en estos detalles acerca de la Academia correspondiente de la Española porque constituyen una faz poco conocida de nuestra historia literaria, y porque me pareció conveniente llenar así lo que consideré ser solo una deficiente información en el autor de la obra que motiva estas ligerísimas observaciones.

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Recuerda Costa Álvarez mi libro: El problema del idioma nacional (1900) y da una sucinta idea de su contenido. Precisamente en su carátula se lee: “¿debe propenderse en Hispanoamérica a conservar la unidad de la lengua castellana, o es acaso preferible favorecer la formación de dialectos o idiomas nacionales en cada república?”, por ser ese el problema que el libro se proponía estudiar. El autor de Nuestra lengua lo atribuye a C. O. Bunge, por haberlo éste reproducido en El espíritu de la educación, y dice que “mete el pie en los baches del terreno”, concluyendo por aplicarle aquel recordado passons l’éponge que, en su indignación, no acertó siquiera a expresar en castellano... lo que quizá fue pasar la escoba por ahí un tanto de prisa, ya que esponja significa metafóricamente el que con maña atrae y chupa la substancia o bienes de otro, habiendo dicho Quevedo, en el Tacaño: “doy orden de chuparle todo con esponjas y quitarle de allí”. Costa Álvarez, sin duda, no tuvo intención de apostrofar así a Bunge...

Cabalmente, con motivo de aquel libro me escribía Miguel Cané –octubre 8 de 1900– “Estamos de acuerdo: con los Abeille, los dramas criollos, el lunfardo, &c., vamos rectamente a la barbarie; hay que resistir activa y pasivamente”. Daniel Granada, el ya clásico autor del Vocabulario rioplatense razonado, a su vez me decía –septiembre 28– “Acompaño a V. en sus justificadas quejas acerca de la inercia o frialdad con que se miran o con que parece que se mirasen, los americanismos de legítima formación. Con que parece que se mirasen, repito; porque sería a toda luz injusto atribuir, por ejemplo, a la Academia Española la idea del menosprecio en cosa que tanto interesa a su propio instituto y que ella misma ha procurado con la creación de academias correspondientes en el nuevo mundo. Pero hay algún defecto, falta algún resorte principal en la máquina que habría de producir movimientos rítmicos en la organización de la vida del lenguaje castellano, en uno y otro hemisferio”. Ricardo Palma –Lima, octubre 17– se apresuró a cazar algunos gazapos que se me habían escapado: “Veo que empieza V. a rebelarse contra las prohibiciones de la Academia –dice– pues emplea desapercibido y no inadvertido; sesionar, independizar, incásico, voces todas por mí defendidas y que la docta e infalible Corporación rechaza: eso prueba que hay vocablos que se imponen por sí solos a la pluma del escritor”. Ese libro, además, dio motivo a Eduardo Wilde para escribir al autor aquella aguda y herética carta abierta, titulada El idioma y la gramática, que precedió de poco, por singularísima coincidencia, a su elección como individuo correspondiente de la Española... La prensa misma fue muy benévola para apreciar dicho libro. La Nación –agosto 29– decía: “el estudio está desarrollado con la erudición que nadie desconoce al autor en estas materias y, no obstante el carácter un tanto restringido del tema, está revestido en su exposición de un interés que se sostiene sin esfuerzo a través de todo el volumen: conocidas como son las dotes literarias del autor es inoficioso agregar que su obra está escrita en vigorosa y robusta lengua castellana, con una claridad y elegancia de estilo que es la mejor defensa del libro en favor de la tesis que sustenta.” Y en la madre patria La Ilustración española y americana –Madrid, octubre 22– decía: “El autor, partidario acérrimo de la unidad de la lengua, responde categóricamente afirmando la necesidad y conveniencia de aquella conservación, y combatiendo el que se favorezca la formación de dialectos. Pero, con la misma franqueza y con abundante caudal de razones, demuestra al mismo tiempo que es preciso someter los vocabularios parciales de provincialismos nacionales a una cuidadosa revisión, pasando por el crisol de una crítica razonada las voces legítimas, cimentándolas en copiosas y sanas autoridades, para dar a la estampa el verdadero y anhelado diccionario de americanismos. Cree necesario para ello, como trabajo preliminar, la celebración de un congreso del lenguaje, que –convocado por el gobierno español, con la ayuda de la Academia– reuniera a los individuos correspondientes de ésta y a un número dado de delegados por país, que cada gobierno designaría, trazando de antemano un programa bien meditado, y estableciendo que las resoluciones de dicho congreso serían solamente obligatorias ad referéndum y después de un plazo dado, a fin de que la pública opinión de los países de habla castellana se pronunciara ampliamente al respecto. Para llegar lógicamente desde el enunciado del problema a estas conclusiones, desarróllase en el libro una verdadera exposición de doctrinas, datos, opiniones de los filólogos más eminentes de la América y de España en la lengua patria, y citas de gran número de autores y obras, que constituyen un verdadero tesoro de sana y utilísima erudición. Contiene asimismo la obra una crítica severa de las opiniones, a todas luces erróneas y exageradas, de algunos americanos y de bastante extranjeros, que, en su antipatía a todo cuanto se refiere a España, defienden la pretensión de formar dialectos nuevos o idiomas nacionales”. El autor de Nuestra lengua sostiene hoy que no tuvo siquiera principio de ejecución el congreso preconizado, del cual parece en cierto modo burlarse entre líneas, y agrega: “en este caso, a aquella displicencia nuestra para toda autoridad oficial en materia de lengua, se unía seguramente la del resto del continente, porque ese sentimiento es universal en América, desde un polo hasta el otro.” Es interesante observar de paso como un estudioso de tanta conciencia, cual el autor de este libro, ha pasado por alto una carta del ilustre Hartzenbusch a mi padre, –Madrid, mayo 3 de 1878, publicada en La Tribuna, de julio 24– en la cual le decía: “el pensamiento de convocar un congreso del lenguaje, compuesto de españoles y americanos, me ha parecido bellísimo, pero no sé yo qué parecerá a mis compañeros los que llevan la voz en la Academia: el momento quizá es oportuno, porque se va a principiar la XII edición de nuestro diccionario, y más derecho tienen a figurar en ella ciertas voces que usan ustedes por ahí que algunas de las infinitas que se han añadido para la edición nueva”. Porque precisamente el autor de Las bibliotecas europeas y alguna de la América latina (1877), en el capítulo dedicado a la nacional de Madrid, estudia esta cuestión diciendo: “¿Cómo quiere la Academia de la Lengua mantener uno, puro y limpio, el idioma español, si deja fuera de su recinto –y sin darles ninguna participación– a las naciones hispano-americanas? ¿Por qué no convoca de tiempo en tiempo un congreso lingüístico español, para que el Diccionario y la Gramática lleven el prestigio de que son el fruto del estudio de todas las naciones de la misma habla?” Y agregaba: “Lejos de que la conservación castiza del idioma pueda ser traba para el desenvolvimiento de la civilización de los estados hispanoamericanos, sería por el contrario la mejor prueba de la cultura y adelanto de esos pueblos: sería un nuevo vínculo que los uniría más por el trabajo común en conservar pura la lengua nacional. En vez de introducir anarquía y desorden en la ortografía y la gramática, y como consecuencia la corrupción en el idioma, que sería propósito mezquino, bajo el frívolo pretexto de necesidades extrañas y nuevas a la metrópoli antigua, la razón aconseja que éstas y las que fueron sus colonias acepten las voces nuevas con que incesantemente se enriquecen y aumentan las lenguas vivas, para que se conserve, en la estructura de la frase y en la ortografía, la posible uniformidad: la pureza del idioma patrio, hermoso y rico, por otra parte, pero de ninguna manera estacionario.” Ya ve Costa Álvarez, entonces, como el pensamiento del congreso lingüístico español, que censuraba al encontrarlo expuesto en el libro de Bunge, quien solo lo había tomado de mi Problema del idioma nacional (1900), venía de muy atrás y pertenecía a Vicente G. Quesada, estampado en el recordado libro de 1877... Y algún tiempo después, en 1889, nada menos que un escritor tan voluntariamente descuidado, como el general Lucio V. Mansilla –quien gustaba decir: “si otros hablan la lengua castellana, yo hablo la que me da la gana...”– afirmaba en una de sus tituladas Causeries, dedicada a “Académicos de número, honorarios, correspondientes y electos”, lo siguiente: “No hay que tomar el rábano por las hojas. No hay que hablar entonces de “partido patricio”. ¿Por qué? Porque la patria no tiene nada que hacer con esto, y porque si lo tuviera forzosamente tendríamos que dividirnos en dos campos, uno de los cuales sería el de los “godos” desde que hay “criollos”, cuyo patriotismo no se puede poner en duda, que creen que podemos y debemos, sin menoscabo de nuestro legítimo orgullo nacional, cooperar en el sentido del ideal, diré así, cuya realización parecen tomar a pecho –no españoles, sino americanos– como Bello, Baralt, Caro, Vicente G. Quesada, &c., los cuales han escrito en diversas ocasiones que debíamos tratar de limpiar, purificar y ennoblecer nuestra bella lengua americana, que no es, en resumidas cuentas, más que la lengua española.” Todavía agregaba: “fuera del congreso de filólogos que se reunió en París, hace algunos años, con el fin de arribar a establecer las bases de un idioma universal, no tengo noticia de ningún otro: respecto a las ventajas que reportaría un congreso de hablistas españoles, creo que serían muchas y muy provechosas, sin traer a colación las opiniones de Antonio Flores y de Vicente G. Quesada, sino recalcando sobre la conveniencia americana, no española, de uniformar la lengua, pues en casi todas las repúblicas de Hispanoamérica hay giros peculiares, maneras de decir, acepciones de palabras, que no constan en ningún libro, &c. Pero esos ecos se perdieron en el vacío, como se habían perdido los de tantos otros. ¿Por qué? Porque 20, 15, 10 años atrás, en estos países de América, son un mundo; sobre todo en la República Argentina, cuya marcha vertiginosa de progreso la transforma, a punto de verla, por decirlo así, nacer, crecer y desenvolverse, como se ve la larva con el microscopio.”

Con motivo del proyectado congreso, Costa Álvarez –hablando sobre el planeado vocabulario de argentinismos, de Obligado, y, más tarde, de la Academia correspondiente– dice a continuación: “En cambio, han visto la luz los de otros compiladores, que han presentado vocabularios más o menos embrionarios y en algunos casos simples muestras de lo que se proponían hacer. La lista es ésta: Francisco J. Muñiz, en 1848, Voces usadas con generalidad en las repúblicas del Plata (en Obras de Sarmiento, XLIII, 239); Manuel R. Trelles, en 1876, Colección de voces americanas (en El Plata literario, de Vega Belgrano); Benigno T. Martínez, en 1887, Diccionario de argentinismos e indigenismos (en Revista Nacional, III); Juan Seijas, en 1890, Diccionario de barbarismos cotidianos; Daniel Granada, en 1890, Vocabulario rioplatense razonado; Enrique Tagle J., en 1893, Diccionario de las voces americanas; Antonio Dellepiane, en 1894, El idioma del delito; Juan A. Turdera, en 1896, Diccionario de barbarismos argentinos; C. Martínez Vigil, en 1897, Sobre lenguaje; S. A. Lafone Quevedo, en 1898, Tesoro de catamarqueñismos; Enrique T. Sánchez, en 1901, Voces y frases viciosas; R. Monner Sans, en 1903, Notas al castellano en la Argentina; Ramón C. Carriegos, en 1910, Minucias gramaticales; Ciro Bayo, en 1910, Vocabulario criollo-español; Tobías Garzón, en 1910, Diccionario argentino; Lisandro Segovia, en 1911, Diccionario de argentinismos; D. Díaz Salazar, en 1911, Vocabulario argentino; E. Molina Nadal, en 1912, Vocabulario argentino-español; Luis C. Villamayor, en 1915, El lenguaje de bajo fondo; Z. P. y W. P. Bermúdez, en 1916, Lenguaje del Río de la Plata.” Tal lista –de casi estricto orden cronológico– es incompleta: ni siquiera incluye los libros de que especialmente se ocupa la obra misma y los cuales son muchos, a saber: Esteban Echeverría, Obras; Juan B. Alberdi, desde La Moda hasta sus Obras póstumas; Domingo F. Sarmiento, Obras; Juan M. Gutiérrez, su ruidosa nota a la Academia en 1876 y la polémica en La Nación entre Berra y Pelliza; después: Alberto del Solar, Cuestión filológica; Juan B. Selva, El castellano en América y su Guía del buen decir; Enrique García Velloso, El castellano en América; Antonio J. Valdés, Gramática y Ortografía de la lengua nacional (1817); Rufino Sánchez, Gramática argentina (1852); Ernesto Quesada, El problema del idioma nacional (1900) y El criollismo (1902); Carlos O. Bunge, El espíritu de la educación (1900); Luciano Abeille, El idioma nacional de los argentinos; Ricardo Rojas, Historia de la literatura nacional; Eduardo Wilde, El idioma y la gramática; Leopoldo Lugones, Didáctica.

Además el autor de Nuestra lengua, tanto en los libros de su lista como en los citados en otras partes de la obra, tampoco ha tenido en cuenta la existencia de muchos otros, ya anotados en mi trabajo El problema del idioma nacional (pág. 136 a 145) y de los cuales –siguiendo el mismo orden cronológico, observado por aquel,– conviene recordar: Esteban Pichardo, Diccionario provincial cuasi razonado de voces y frases cubanas (Matanzas, 1836: 1849; 1869; Habana, 1872, 1875); Hipólito Sánchez, Recopilación de voces alteradas en el Perú por el uso (Arequipa, 1859); Antonio J. de Irisarri, Cuestiones filológicas (Nueva York, 1861); Pedro Paz Soldán y Unanué, Diccionario de peruanismos (Lima, 1871, 1883; antes publicó en Londres, 1861: Galería de novedades filológicas); Rufino José Cuervo, Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (Bogotá, 1872; 1876; 1881; Chartres, 1885); Miguel Riofrío, Correcciones de defectos del lenguaje (Lima, 1874); Rafael M. Baralt, Diccionario de galicismos (Madrid, 1875); Zorobabel Rodríguez, Diccionario de chilenismos (Santiago, 1875); Fidelis P. del Solar, Reparos al diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez (Santiago, 1876); Fernando Paulsen, Reparo de reparos o sea examen de los reparos de del Solar (Santiago, 1876); Sandalio Letelier, Inflexiones y derivaciones castellanas (Santiago, 1877); Pedro Fermín Cevallos, Breve catálogo de errores en orden a la lengua castellana (Ambato, 1878); Manuel J. Marroquín, Diccionario ortográfico (Nueva York, 1882); Olegario O. Reyes, Compendio de gramática castellana (Santiago, 1882: con lista de barbarismos); Juan Ignacio de Armas, Orígenes del lenguaje criollo (Habana, 1882); Algo sobre filología ecuatoriana (Quito, 1882); Ramón Sotomayor Valdez, Formación del diccionario hispanoamericano (Santiago, 1885); José D. Medrano, Apuntaciones para la crítica del lenguaje maracaibero (Maracaibo, 1885); M. L. Amunátegui, Acentuaciones viciosas (Santiago, 1887); Arístides Rojas, Diccionario de vocablos indígenas de uso frecuente en Venezuela (Caracas, 1887: fue sólo muestra de una obra inédita); Baldomero Rivodó, Voces nuevas en la lengua castellana (París, 1889); Íd., Venezolanismos (París, 1889); Santiago Michelena, Verdades políticas y pedantismo literario (París, 1899); Baldomero Rivodó, Entretenimientos gramaticales, 7 vols. (París, 1890-93); Alejandro Cárdenas, Notas sobre el lenguaje vulgar y forense (Quito, 1892); Algo sobre filología ecuatoriana; a propósito del libro titulado “Notas sobre el lenguaje vulgar forense” (Quito, 1892); Carlos Gagini, Diccionario de barbarismos y provincialismos de Costa Rica (San José, 1893); Carlos Leitzner, Tesoro de voces y provincialismos hispanoamericanos (Leipzig, 1892); Antonio Batres Jáuregui, Vicios del lenguaje: provincialismos de Guatemala (Guatemala, 1892); Juan Fernández Ferraz, Nahualtismos de Costa Rica: ensayo lexicográfico de las voces mexicanas que se hallan en el habla corriente de los costarricenses (San José, 1892); Rodolfo Lenz, Ensayos filológicos americanos (Santiago, 1893); Barbarismos más usuales del lenguaje vulgar en la república del Ecuador (Quito, 1893); Camilo Ortúzar, Diccionario manual de locuciones viciosas y correcciones del lenguaje (Turín, 1893); Santiago I. Barberena, Quicheismos: contribución al estudio del folklore americano (San Salvador, 1894); M. L. Amunátegui Reyes, Borrones gramaticales (Santiago, 1894); Tomás Guevara, Incorrecciones del castellano (Santiago, 1894); M. L. Amunátegui Reyes, A través del diccionario y de la gramática (Santiago, 1895); Victoriano E. Montes, Parónimos castellanos (Buenos Aires, 1895); R. Espech, Elegancia del lenguaje (Santiago, 1896); Íd., Propiedad del lenguaje (Santiago, 1896); Baldomero Rivodó, Voces y locuciones (Caracas, 1896); Ricardo Monner Sans, Minucias lexicográficas: tata, tambo, poncho, chiripá (Buenos Aires, 1896); Julio Calcaño, El castellano en Venezuela (Caracas, 1897); Alberto Membreño, Hondureñismos: vocabulario de los provincialismos de Honduras (Tegucigalpa, 1897); Eduardo de la Barra, Investigaciones sobre la lengua y su desarrollo (Santiago, 1898); A. Guzmán, Lexicología castellana (Santiago, 1898); Aníbal Echeverría y Reyes, Voces usadas en Chile (Santiago, 1900); Félix C. Sobrón, Los idiomas de la América Latina; Guillermo Tell Villegas, Homófonos de la lengua castellana; G. Maspero, Sobre algunas particularidades fonéticas del español hablado por los campesinos de Buenos Aires y Montevideo (en Mémoires de la société de linguistique, de París, t. I).

Todos estos datos resultan hoy incompletos como bibliografía de la cuestión, pues en la sección respectiva de mi biblioteca americana, además de todos los anteriormente citados, he logrado reunir los que a continuación expreso: Catálogo de nombres, verbos, adverbios, &c., que por lo común se pronuncian defectuosamente en castellano (Santiago, 1843); Ulpiano González, Observaciones curiosas sobre la lengua castellana (Bogotá, 1848); Antonio Álvarez Pereira Coruja, Collecção de vocábulos e phrases usados na provincia de S. Pedro do Rio Grande do Sul (Río, 1851, en Revista do Instituto histórico; además: Londres, 1856); Ortografía razonada de la lengua hispanoamericana (Bogotá, 1857); José Ramón Saavedra, Gramática elemental de la lengua española (Santiago, 1859: contiene un “diccionario de algunas voces araucanas usadas entre nosotros”); Valentín Gómez, Correcciones lexicográficas sobre la lengua castellana en Chile (Valparaíso, 1860); Ezequiel Uricoechea, Gramática, frases y oraciones en la lengua chibcha (Bogotá, 1861); Miguel A. Caro, Tratado del participio (Bogotá, 1870); Ruperto S. Gómez, Ejercicios para corregir palabras y frases mal usadas en Colombia (Bogotá, 1872); Eufemio Mendoza, Apuntes para un catálogo razonado de las palabras mexicanas introducidas en el castellano (México, 1872); Vicente García Aguilera, Tratado de análisis lógico y gramatical de la lengua castellana (Buenos Aires, 1880); Baldomero Rivodó, Tratado de los compuestos castellanos (París, 1883); José F. López, Filología y etnología filosófica de las palabras griegas de la lengua castellana (París, 1884); Andrés Bello, Obras completas (Santiago, 1884: en los 15 tomos hay muchísimo referente al idioma); José Miguel Macías, Diccionario cubano etimológico, crítico, razonado y comprensivo (Veracruz, 1885; Coatepec, 1888); Ricardo Palma, Neologismos y americanismos (Lima, 1886); Rufino J. Cuervo, Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, 2 vols. (París, 1886-1893); Rafael Uribe, Diccionario abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones del lenguaje (Medellín, 1887); Juan B. Calcaño y Paniza, Los verbos castellanos que rigen preposición (Curazao, 1887); Eduardo de la Barra, Elementos de métrica castellana (1887); íd., Estudios de versificación castellana (1889); Baldomero Rivodó, Diccionario consultor o memorándum del escribiente (París, 1888); H. Beaurepaire Rohan, Diccionario de vocablos brasileiros (Río, 1889: hay muchísimos castellanos de los países linderos); Demetrio Santander, Palabras homófonas (Cali, 1890); Eduardo de la Barra, Nuevos estudios sobre versificación (1892); José Sánchez Somoano, Modismos, locuciones y términos mexicanos (Madrid, 1892); Mariano Barreto, Vicios de nuestro lenguaje (León, 1893); Tomás Guevara, El lenguaje incorrecto de Chile (Santiago, 1893); Eduardo de la Barra, Problemas de fonética (1894), íd., Cuestión filológica: examen y refutación de un folleto sobre gramática arcaica (1894); Abel del Sorralto (A. del Solar), Valbuenismos y Valbuenadas (Buenos Aires, 1894); Cayetano A. Aldrey, Estudio crítico sobre el texto oficial de gramática de lengua castellana de Baldmar P. Dobranich y R. Monner Sans (Buenos Aires, 1894); Gervasio Muñoz Rivera, Valbuena y su crítica (Buenos Aires, 1894); R. Monner Sans, Con motivo del verbo desvertirse (Buenos Aires, 1895); Eduardo de la Barra, El endecasílabo dactílico (1895); Isabel Bering y José T. Sepúlveda, Teoría y práctica de la enseñanza del castellano (Santiago, 1890); Eduardo G. Piñeres, Lexicografía castellana (Cartagena, 1896); Eduardo de la Barra, Las palabras compuestas son conservadoras (Santiago, 1897); Aníbal Echeverría y Reyes, Sobre lenguaje (Valparaíso, 1897); Emiliano Isaza, Diccionario de la conjugación castellana (París, 1897); Fred. M. Page, Los payadores gauchos: the descendants of the juglares of old Spain in La Plata (Darmstadt, 1897: disertación doctoral presentada a la universidad de Heidelberg); Aníbal Echeverría y Reyes, Nociones de ortografía castellana (Santiago, 1897); Baldomero Pizarro, Informe presentado al decano de humanidades sobre la obra “Lexicología castellana”, de A. Guzmán (Santiago, 1898); J. Romaguera Correa, Vocabulario Sul Rio Grandense (Pelotas, 1898); Félix Ramos Duarte, Diccionario de mexicanismos (México, 1898); Carlos Gagini, Vocabulario de las escuelas (San José, 1898); Fidelis P. del Solar, Carta de par en par (Santiago, 1899); Alberto Brenes, Ejercicios gramaticales (San José, 1899); Rodolfo Lenz, Memoria sobre los tendencias de la enseñanza del idioma patrio en Chile (Santiago, 1899); R. Monner Sans, La religión en el idioma: ensayo paremiológico (Buenos Aires, 1899); Abraham Fernández, Nuevos chilenismos o catálogo de las voces no registradas en los diccionarios de Rodríguez y Ortúzar (Valparaíso, 1900); Carlos R. Tobar, Consultas al diccionario de la lengua (Quito, 1900); Daniel Granada, Idioma nacional (Montevideo, 1900); Cayetano A. Aldrey, Correspondencia sobre discusiones gramaticales con Eduardo de la Barra (Buenos Aires, 1900); Aníbal Echeverría y Reyes, Solecismo chileno (Santiago, 1900); M. Barreto, Ejercicios ortográficos (Leen, 1901); R. J. Cuervo, El castellano en América (Bordeaux, 1901 : también en Bulletin hispanique, III. i); A. Cañas Pinochet, Estudios etimológicos de las palabras de origen indígena usadas en el lenguaje vulgar que se habla en Chile (Santiago, 1902); Baldomero Rivodó, Entretenimientos filosóficos y literarios (Caracas, 1902); Julio Figueroa G., Vocabulario etimológico de nombres chilenos (Santiago, 1903); Estanislao S. Zeballos, El castellano en América (Buenos Aires, 1903: también en R. Monner Sans, Notas al castellano en la Argentina); Ricardo Palma, Papeletas lexicográficas: 2700 voces que hacen falta en el diccionario (Lima, 1903); Ramón C. Carriegos, El idioma argentino: observaciones críticas a la gramática de la Real Academia Española (Buenos Aires, 1904); R. Monner Sans, Ruidos, gritos y voces especiales de algunos animales (Buenos Aires, 1904); Rodolfo Lenz, Los elementos indios del castellano de Chile: diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de las lenguas indígenas americanas (Santiago, 1904: en realidad se terminó de imprimir en 1910); Antonio Batres Jáuregui, El castellano en América (Guatemala, 1904); R. Monner Sans, Señor y don: nueva fruslería gramatical (Buenos Aires, 1905); íd., Como debe escribirse la data o fecha (B. A., 1905); Valentín Letelier, Ensayo de omomatología o estudio de los nombres propios y hereditarios (Santiago, 1906); Julio Saavedra, Nuestro idioma patrio (Santiago, 1907); Miguel Luis Amunátegui, Apuntaciones lexicográficas (Santiago, 1907-9; en 3 vols.); Manuel A. Román, Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas (Santiago, 1908); Juan B. Selva, Porvenir del habla castellana en América (B. A., 1910); Gonzalo Picón Febrés, Libro raro: voces, locuciones y otras cosas de uso frecuente en Venezuela (Curazao, 1912); Pedro Fabo, Rufino José Cuervo y la lengua castellana (Bogotá, 1912; en 3 vols.); Gumersindo Perea, Prontuario de las apuntaciones críticas de Cuervo (Bogotá, 1912); J. T. Medina, Voces chilenas de los reinos animal y vegetal que pudieran incluirse en el diccionario de la lengua castellana y propone para su examen a la Academia chilena (Santiago, 1917); Miguel de Toro y Gómez, Nuestra lengua: vínculo espiritual de la raza (Buenos Aires, 1918); Miguel L. Amunátegui Reyes, La reforma ortográfica ante nuestros poderes públicos, ante la R. Academia Española y ante el buen sentido (Santiago, 1918); íd., Uso de la g y de la j: representación hecha ante la R. Academia Española (Santiago, 1920); Enrique Ortega, Modismos y locuciones en Sud América; Manuel Siero, Nicaragüismos o migajas del lenguaje; Juan F. Ferraz, Síntesis trilingüe; M. Barreto, Idioma y Letras (León); García Icazbalceta, Vocabulario de mexicanismos (hasta la letra G.).

Resulta de ahí que Costa Álvarez ha conocido 16 trabajos sobre el castellano en América, los que discute o cita en el transcurso de su obra, y 20 más que constituyen la lista bibliográfica que da en la página 95. Pero, además de ellos, mi libro El problema del idioma nacional contenía otros 51 en la recordada nomenclatura. Y, a todos los anteriores, se unen los que existen además en la sección respectiva, destinada exclusivamente a la lengua castellana en América, de los 60.000 vols. de mi biblioteca americana. Poseo, pues, otros 96 títulos más, de modo que dicha sección –que he tratado de completar en cuanto cabe,– contiene, en todo, 183 libros o folletos sobre la materia. Sin embargo resulta todavía incompleta, pues no he logrado obtener muchas de las obras citadas en no pocas de las anteriores, principalmente las que registran Echeverría y Reyes, Lenz, Batres Jauregui, Fabo y cuantos se han ocupado de la bibliografía de la materia. Cierto es que muchos de semejantes trabajos son opúsculos difíciles de encontrar, agotados en su mayor parte, de difusión local exclusiva; confieso, con todo, que ambiciono tenerlos todos para poder, con tan completo material a la mano, redondear el estudio general que aún falta: la evolución de la lengua castellana en Hispanoamérica. He reunido no pocas papeletas sobre ello: quizá me sea dado algún día terminar ese trabajo, que ya va tomando más desarrollo del que imaginé. En mi anterior lista he prescindido deliberadamente de las “literaturas” de nuestros calós de diverso género, desde el cocoliche hasta el lunfardo; en mi Criollismo inserté una bibliografía de aquella producción y posteriormente, sobre todo en lo lunfardo –el hampa criolla– la literatura pertinente ha asumido proporciones serias y registra hasta una serie de diccionarios, sin contar con la que cierta parte de nuestro diarismo vespertino y nocherniego suele dedicarle. Esa sola faz del asunto requeriría una monografía aparte. Por lo demás, falta también en la anterior bibliografía el contenido de las revistas de diverso género, en cuanto determinados trabajos se refieran a la lengua castellana en Hispanoamérica; siendo de observar que el número de papeletas de ese género es considerable y que es menester tenerlas al día: así, en el último número del Boletín de la Academia Española (IX.526) se encuentra un estudio titulado: “El idioma de un argentino”, referente a La guerra gaucha de Leopoldo Lugones.

Por supuesto Costa Álvarez, a pesar de su vasta y puntillosa información, ha debido tratar demasiado someramente diversos aspectos de la cuestión, por no haber tenido quizá a la mano los escritos pertinentes de los idiomólogos. Prescindo, por el momento, de los del resto de Hispanoamérica, pues los pocos que ha incluido en su lista –como Seijas, Granada, Martínez Vigil, Bayo, Bermúdez, Tagle– sirven visiblemente más bien de adorno, pues salen del marco del libro que, en esa parte, se concreta a lo argentino: pero, de lo netamente criollo, se ve con todo que no ha tenido presente la mayor parte de la producción. Cita entre lo nuestro al libro de Seijas, pero quizá no lo examinó, pues habría visto que, si bien impreso aquí, no se ocupa de argentinismos sino exclusivamente de venezolanismos. En cambio, de Monner Sans sólo cita sus excelentes Notas al castellano en la Argentina, en su edición de 1903, siendo así que la de 1917 está notablemente aumentada; pero no parece conocer ni sus Minucias lexicográficas (1895), ni su Señor y don (1905) o Cómo debe escribirse la data o fecha (1905) ni muchos otros trabajos análogos suyos. Otras veces, como en el caso de Alberto del Solar, cita sólo su Cuestión filológica: suerte de la lengua castellana en América (1889), pero no recuerda su Valbuenismos y Valbuenadas (1894) ni la réplica de Muñoz Rivera (1894). Respecto de discusiones sobre el idioma, entre nosotros, no trae a colación ni los trabajos de Aldrey: su Estudio crítico sobre la gramática de Dobranich y Monner Sans (1894) o su Correspondencia sobre discusiones gramaticales con E. de la Barra (1900): ni la serie de trabajos de este último, cuando fue rector del colegio nacional del Rosario; como solo al pasar menciona los detenidos estudios de Juan B. Selva, de mérito indiscutible, sin utilizarlos mayormente. Por último, menciona apenas el libro de Ramón C. Carriegos, Minucias gramaticales (1910), y parece no conocer el de 1904: El idioma argentino: observaciones críticas a la gramática de la R. Academia Española, en el cual réplica a El problema del idioma nacional y se complace en señalar todos los gazapos lingüísticos de mis diversos libros... No se diga que estos son peccata minuta, porque, en materia tan especial como la elegida por Costa Álvarez, es menester siempre “agotar la literatura de la cuestión”: de lo contrario, aparece el trabajo como si fuera deliberadamente tendencioso, cuando es simplemente incompleto.

Respecto de los Diccionarios de Garzón y Segovia, el autor de este libro no se ocupa de ellos en la primera parte, dedicada a la evolución de la lengua castellana entre nosotros, sino en la sección final de la lexicografía: no los conceptúa, pues, como legítimos exponentes del idioma nacional. Alude veladamente a la discusión en el senado nacional y a la excusa de Joaquín V. González, con motivo del “escudo nacional estampado en blanco en la tapa celeste del Diccionario Argentino” de Garzón, algunas de cuyas pintorescas definiciones –como las clasificadas de “voz corriente en Buenos Aires” o “es conocida en la Capital Federal”– provocaron entonces explicables protestas. Costa Álvarez no encuentra términos suficientemente severos para fulminar “el guirigay que ese engendro lexicográfico exhibe como lengua argentina”; agregando: “¡bonito concepto van a formarse de la cultura argentina los filólogos extranjeros que lleguen a juzgar nuestra lengua por las palabras y locuciones que contiene el Diccionario Argentino!” Y sin embargo, es curioso observar que un filólogo indiscutido y reñido con la paradoja, como Unamuno, dedicó en La Nación –septiembre de 1911– dos sesudos artículos a ensalzar tal diccionario, diciendo: “la inmensa mayoría de las voces y de las acepciones, que como argentinismos nos dá, se usan en España corrientemente: las mismas voces, las mismas acepciones de voces y los mismos giros”; únicamente formula esta crítica: “la equivocación más grande que ha sufrido ha sido la de incluir como argentinismos voces tomadas del diario, de la revista o de la crónica, voces que emplea un escritor o emplean unos pocos escritores, pero que no se han hecho populares y corrientes todavía: llamar argentinismo a un vocablo que empleó un argentino en una crónica o artículo de diario, es como si llamásemos españolismo –o mejor, madrileñismo– a la voz “balompié” con que Mariano de Cavia trata de substituir la voz “football”, pronunciado “fútbol”, que es aquí la corriente para designar el juego ése introducido de Inglaterra, y voz que como argentinismo también incluye Garzón en su obra.” Todavía agrega Unamuno: "Las más de las voces, en efecto, que como argentinismos figuran en este diccionario, son tomadas de libros, revistas o artículos de periódicos, y la inmensa mayoría de ellas tan en uso en libros, revistas o diarios de España o de México como de la Argentina: y otras son voces de uso poco más que individual. Por cualquier sitio que se abra el Diccionario Argentino se encuentra uno con lo mismo. Si su autor, en vez de limitar sus investigaciones a los libros, revistas y diarios, publicados en la Argentina, las hubiese extendido a los que se publican en las demás naciones de lengua castellana, incluso España, habría visto desvanecerse ese ilusorio argentinismo en los más de los casos. Claro está que, con esto y con todo, la obra es meritísima y que algunas voces hay en ella, aunque bien pocas, que la Argentina ha introducido en la circulación general de nuestro común idioma; ahora, de momento, recuerde dos: “cancha” y “tengo”, que de ahí nos trajeron los pelotaris o pelotaires. Y volviendo a los neologismos individuales, hay que andarse con mucha cuenta con ellos y no darles carta de naturaleza hasta que el uso común los haya sancionado: lo patológico en el lenguaje es lo individual, es lo que procede o de capricho o de una reflexión mal guiada. La semiciencia hace a este respecto más estragos que la ignorancia: un conocimiento lingüístico imperfecto nos descarría más que el instinto lingüístico del pueblo.” Con esto Unamuno se acerca a Costa Álvarez, quien dice: “No es cierto que los argentinos hayamos dejado de hablar en castellano, ni es cierto que el autor haya tenido el propósito de demostrar tal cosa; porque su diccionario no contiene todas nuestras expresiones: es sólo un vocabulario de barbarismos y solecismos, y de unos cuantos neologismos justificados, que pasa enteramente por alto nada menos que el fondo de nuestra lengua y sus formas más comunes. En su obra, toda expresión correcta está desechada y todo vicio del lenguaje está admitido: la inepcia ha llegado así al punto de exhibir la parte corrompida de nuestro idioma, no al lado de la parte sana, sino como si la parte sana no existiera... Y hé aquí que en nuestro suelo aparece, con la pretensión de sancionar el atropello, un lexicógrafo de pacotilla que considera al diccionario no como escuela, en la que la autoridad es el maestro, sino como plaza pública, en la que la plebe ignara vocea a su antojo desenfrenadamente.” En cuanto al otro Diccionario de Segovia, dice el mismo crítico: “en resumen, llama diccionario a un cuerpo de docena y media de vocabularios; el autor no es un lexicógrafo, no es más que un glosógrafo y maníaco, dada la amplitud de su muy ruda faena, e iliterato, vista la falta de claridad de sus conceptos y la falta de corrección de sus expresiones.” La franqueza de este juicio es, por lo menos, formidable: siendo así que el libro de Segovia tiene verdadero valor, sobre todo en las voces provenientes del guaraní. Ignoro por qué no recordó que cuando la Academia argentina, correspondiente de la Española, se ocupó de la cuestión, eludió abrir opinión sobre esos libros de Garzón y Segovia, si bien se refirió –como puede verse en el informe oficial de la comisión especial, compuesta por Estanislao S. Zeballos y quien esto escribe, el cual fue presentado a la Academia en noviembre 30 de 1911, y publicado en Revista de derecho, historia y letras, XLI, 224– al “amontonamiento de trabajos heterogéneos, que pueden servir únicamente como materia prima o como elemento coadyuvante a las academias en su tarea de preparar y tamizar sus respectivos regionalismos”; aconsejando proponer a la Corporación matritense “fijar criterio uniforme para esta tarea lexicográfica en toda América”, en cuyo caso “amoldaremos nosotros a él lo que tengamos ya hecho y nos ajustaremos al mismo para lo que aun faltare”, agregando que “si no lo hace, o si considera prematura la idea y no se ocupa de ella, nuestra Corporación no habrá perdido nada pues seguirá tranquilamente preparando su diccionario regional”. Esta es la hora de decir que, a pesar del tiempo transcurrido, la Española aún no ha hecho conocer su opinión: lo que siempre me ha extrañado, pues –como se dijo en la recordada sesión de la matritense, de diciembre 6 de 1921, en homenaje a su director, el ilustre Maura: Boletín, VIII.633– “en cuanto a las relaciones de la Academia Española con sus filiares americanas, no ha sido menos eficaz la gestión continuada bajo el enérgico y sabio impulso dado por el actual director”. Desgraciadamente deben haberse traspapelado las comunicaciones de nuestra Correspondiente, pues se agrega esta singular e inexplicable noticia: “se está en vías de ultimar la reconstitución de la argentina”, cosa curiosa desde que no cabe reconstituir lo que constituido está, y que no se ha recibido aquí, en tal sentido, ninguna comunicación de la Española. Y, sin embargo, entiendo que suele asistir a las sesiones de la matritense el académico argentino Ocantos, quien podría quizá informar al respecto, si bien su ausencia de nuestro país data de tantos años atrás que no conservo recuerdo de haberle visto concurrir a ninguna de nuestras reuniones. Y, además de eso, ahí estaba el reciente informe del académico español Ortega Munilla –Boletín, IV.122– sobre la marcha de la corporación argentina. Sea de ello lo que fuere, y aún sin demostrar conocer esos antecedentes, Costa Álvarez observa en su libro, refiriéndose a la proposición de Obligado y al informe de Zeballos y Quesada: “esta proposición fue aceptada por la Academia argentina inmediatamente (1911), pero la Española no se ha pronunciado al respecto todavía.” Es esto desgraciadamente exacto todavía en 1923, siendo así que, aún en el supuesto de haberse traspapelado aquella comunicación en algún rincón del inmenso archivo de la matritense, habría debido bastar el recordado informe de quien, hasta su recientísimo fallecimiento, fue su censor, –Ortega Munilla– en el cual se refiere a ambas cosas con caluroso elogio, para que la Española se hubiera preocupado del asunto y, si no se pudiere encontrar la documentación original, una simple nota suya habría provocado el envío de un duplicado, con lo que habría podido pronunciarse definitivamente sobre tal consulta; la argentina, en cambio, tiene, de tiempo atrás, distribuida entre sus individuos de número la tarea de formar las papeletas respectivas, habiéndose publicado alguna de ellas: Revista cit. XLI.181.

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Costa Álvarez ha estudiado, con visible fruición, lo que se refiere al criollismo en la evolución de nuestro idioma nacional: lo sigue desde Ascasubi y del Campo, pasando por Eduardo Gutiérrez, después por José S. Álvarez –el inolvidable “Fray Mocho”– hasta llegar al “último canto desmayado, en Nostalgia de Soto y Calvo”, sin mencionar, con todo, a Nastasio y su vocabulario; como tampoco parece haber tenido a la mano el clásico estudio de Maspero sobre el hablar gauchesco, ni en su editio princeps en el t. I de las Mémoires de la société de linguistique de París, ni en su texto español del Tesoro que Leitzner publicó en Leipzig; y menos parece conocer la fundamental tesis de doctorado sobre dicho lenguaje, presentada por Page a la universidad de Heidelberg en 1897. Rojas, en el tomo Los gauchescos de su Historia de la literatura argentina, ha reunido un material considerable, que ciertamente no ha escapado al autor de Nuestra lengua, si bien no lo utiliza mayormente: el Martín Fierro de Hernández no parece haberle seducido, pues prefiere casi no mencionarlo, siendo así que se deleita con el Viaje al país de los matreros, de Álvarez. La explicación de ese silencio respecto de Hernández está posiblemente en que Costa Álvarez comparte la opinión de Oyuela, con tanto vigor expresada en el vol. VI de su reciente y premiada Antología poética hispanoamericana: “Un poema cerrado de gauchos e indios, cualquiera que sea su mérito, aun prescindiendo de los demás impedimentos, no es ni podrá ser nunca una epopeya argentina: pese a todos los fetichismos gauchos e indígenas, y a nuestra relativa y desdichada mezcla con aborígenes, por lo cual los yanquis nos llaman espurios, ni el gaucho ni el indio pueden explicar ni caracterizar nuestra nacionalidad, ni nuestro español abolengo, ni nuestra rica herencia europea, ni las luces y sombras de nuestra historia, ni nuestro actual desenvolvimiento, ni el ideal superior de nuestra cultura... Martín Fierro es sólo una pintura vigorosamente realista de un caso individual, contaminado de muchas impurezas vulgares; representativo, a lo sumo, no del gaucho ideal y legendario, sino de una especie maltratada y adulterada por las asperezas de la vida vulgar, por su propio e irremediable anacronismo ante una sociedad que lo rechaza sin experimentar el menor desgarramiento de sus fibras fundamentales, y con visible declinación hacia el tipo moreiresco de gaucho malo, agresivo, matón y peleador con la policía: de él a la presentación suprema del gaucho argentino en la plenitud de su tipo y los prestigios de su leyenda popular, media un abismo insalvable. El lenguaje del poema es otro elemento que depone en contra del pretendido carácter genuinamente popular del mismo, como verdadera epopeya: no es ese lenguaje el que el pueblo y su órgano poético usan en común, identificándose espontánea y espiritualmente en él, sino una deliberada imitación del habla vulgar gauchesca –inculta y retardada– por un poeta culto, que habla y escribe generalmente en buen castellano... Abundan en Martín Fierro los participios correctos en ado, que el gaucho no pronuncia jamás: otras veces la incorrección consiste en hacer conjugar correctamente ciertas formas de verbo, contra la más inveterada costumbre gauchesca y criolla en general; en la versificación, adviértese en seguida el deliberado designio de la incorrección, mezclando constantemente la consonancia y la asonancia, adoptando desde un extremo a otro del poema un sistema uniforme de vulgarismo, que consiste en rimar una palabra en singular con otra en plural. Una poesía popular no puede ser obra de un hombre intelectualmente superior, por su educación y su clase, al pueblo cuyo sentir interpreta: la intención francamente docente y la tendencia reformista del poema es antítesis de la poesía popular y espontánea, y por tanto ausente de toda primitiva epopeya.” Costa Álvarez, a su turno, dice: “el lenguaje gauchesco tiende a seguir la suerte del gaucho ya desaparecido: a éste lo está reemplazando el inmigrante analfabeto, y a aquél la jerga gringocriolla correspondiente; el lunfardo, lenguaje de los maleantes, que Ernesto Quesada –en El criollismo– considera típicamente español; y el guirigay compadrito, jerga de los arrabales, en la que –tal como Fray Mocho la presenta– Unamuno cree estar oyendo el habla andaluza, son lenguajes confinados a un círculo estrecho.”

En ese libro mío (1902) estudiaba yo el criollismo en la literatura argentina, no sólo en el lenguaje gauchesco, sino en el arrabalero de diverso género. Los veinte años transcurridos, y el hecho de estar de tiempo atrás agotada la edición de aquel trabajo, convierten a la referencia de Costa Álvarez casi en una evocación. Y sin embargo aquel libro produjo, en su época, un intenso movimiento literario entre nosotros, que la revista Estudios describió en detalle: IV 238, 286, 340, 352, 429. D. Granada –Montevideo, 26.X.02– decía: “considero muy oportuna la crítica del criollismo en la literatura: es una tendencia que bastardea las letras; una cosa es usar con oportunidad alguna que otra voz plebeya o alterada en boca de la gente inculta, y otra cosa es admitirlas a diestro y siniestro y como por derecho propio en las composiciones literarias.” R. Obligado – B. A., 9.X.02– escribía: “le envía sus plácemes y felicitaciones por la vigorosa defensa que ha hecho de la más sana doctrina literaria, única capaz de producir obras bellas en las letras nacionales: fuera de ese credo todo es humo de paja, nada será estable ni hermoso, nada digno de nuestra civilización y posteridad.” C. O. Bunge –en su artículo “Psicología de la tristeza gaucha”– agregaba: “este libro, unánimemente juzgado con grande y merecido elogio, hace un estudio concienzudo de las formas que ha asumido la literatura gauchesca; estudia tres manifestaciones de criollismo: el de los payadores gauchos, el de imitación y el llamado cocoliche, jerga sui generis...” A. del Solar –El País, 26.X.02– exclamaba: “al combatir en su bello trabajo lo espurio, lo vicioso, lo que envenena, corrompe y mata, lo hace con elocuencia, valentía y ese lujo de erudición que es prenda sola suya: sostengo que serán vanos los esfuerzos de los que pretendan alterar la sustancia y el fondo de nuestra lengua soberana, envidiada por los más grandes ingenios del mundo literario.” M. Cané –en su ruidosa carta en La Nación, 11.X.02– escribía: “Acabo de leer con creciente interés y con creciente asombro el estudio de primer orden que ha dedicado V. al criollismo en la literatura argentina. Con creciente interés, porque cada página trae un aporte mayor de esa erudición de buena ley, que es una de las fases más atrayentes de su labor intelectual y a la que V. nos ha habituado desde que, casi un niño aún, nos hizo conocer su excelente estudio sobre Persio y Juvenal. Con creciente asombro, porque me parecía imposible, viviendo en mi tierra, curioso de las cosas del espíritu bajo todas sus formas, que pudiera ignorar de una manera tan absoluta la existencia de esa literatura “cocoliche” que V. nos revela en toda su frondosidad y en toda su inepcia. ¿Cómo? ¿Aquel napolitano mercachifle que tanto nos hizo reír allá por el año 1888, en la primera representación de Juan Moreira, se ha convertido en jefe de escuela, ha creado un idioma literario y ha dado su nombre a una nueva forma del “arte” nacional? No me consuelo de haber ignorado la existencia del “cocoliche” cuando hace algunos años escribí mi impresión sobre el libro de Abeille: El idioma nacional de los argentinos. Helo ahí, el idioma nacional: tiene todas las condiciones requeridas, es una lengua no fijada aún, en formación, con sintaxis flexible, en perenne gestación de neologismos y con una conciencia semántica más ancha que el río de la Plata.” Monner Sans –en El Diario de Barcelona, n. 14796– decía: “Los que entre comprensible pesadumbre y pujos de hilaridad hemos visto hace poco tiempo cómo un francés, que no conoce el castellano, publicaba voluminosa obra, en la que se defienden todos los dislates y las incorrecciones todas de que hace uso el vulgo y muchas gentes que no son vulgo, hemos de agradecer con el alma que un argentino de la talla intelectual de Quesada vuelva por los fueros de la razón y de la lógica, defienda con brío la hermosa parla de Castilla y cierre contra esa literatura llamada nacional, que en lo psíquico y ético tiene por tipo el bravucón y en lo literario la jerga urdida con elementos italianos y lunfardos; sabido es que el lunfardo argentino equivale a la germanía de la península.” Unamuno –en la revista madrileña La Lectura, II.521– se refería a este trabajo “de mucha y muy curiosa erudición, de solidísima doctrina y de argumentos incontestables contra el pretendido idioma nacional argentino con que nos salió un francés extremadamente ligero y superficial y en extremo ignorante en achaques de la lengua castellana.” Lázaro –en otra revista madrileña, La España moderna, XV.136– dijo: “el autor es contrario a la tendencia de formar un idioma nacional de los argentinos, que lleva en su seno una extemporánea intención política, un revivir malsano de antiguos rencores y que literariamente no es menos peligroso.” Correa Luna le dedicó en Caras y Caretas –noviembre I– un sabrosísimo palique “cregoyo”, titulado La cuestión del criollismo. La revista montevideana Vida Moderna –octubre 1902– afirmaba que “el criollismo tal como lo vemos hoy, ya en la poesía, ya en el teatro, indebidamente llamado nacional, sólo es escuela de compadraje intolerable: este libro sano es interesante y sugerente en extremo, y esperamos de su lectura que por lo menos haga meditar a los que, quizá fascinados por un mal entendido patriotismo, siguen esas corrientes literarias a todas luces espurias y degenerantes”. En la Revista de archivos, bibliotecas y museos –Madrid, noviembre 1902– se lee: “No es la vez primera que en esta revista se han elogiado las publicaciones del infatigable escritor, en quien merece aplausos no solamente la vasta erudición con que trata asuntos muy diversos, ya históricos, ya literarios, más también el recto juicio y la sensatez con que examina algunos problemas de actualidad, discutidos por varios, aunque pocos afortunadamente, de sus paisanos, con apasionamiento anacrónico. Tal es la cuestión del llamado futuro idioma argentino, con que sueñan aquellos hispanoamericanos que, no comprendiendo las ventajas de una lengua internacional grande y admirable por sí misma y por las joyas literarias que en ella hay redactadas, quieren resucitar el episodio bíblico de la torre de Babel, para aislarse con un idioma extraño que nadie entienda y en el que acaso ni ellos mismos se entenderían. Muy lejos de tan absurdas corrientes van los pueblos anglosajones, y los yankees a la cabeza, quienes ven en su idioma el vínculo más eficaz para establecer entre ellos mutuas relaciones y lo consideran cual iniciación o bautismo de la multitud abigarrada que emigra a los Estados Unidos, dando a la lengua inglesa la misma importancia nacional que entre nosotros tuvo el catolicismo en los siglos pasados: la de emblema o bandera de una raza y elemento de unidad nacional.” En la revista limeña El Ateneo –IV.823– se dice: “contiene dicho volumen una crítica por todo extremo interesante de las producciones poéticas peculiares de la gran república del Plata, en que, buscando el aura de la popularidad, se emplea unas veces la graciosa jerga formada por la mezcla del castellano y el gauchesco, y otras la resultante cómica de la amalgama de voces y giros caprichosamente corrompidos por el contagio de elementos extranjeros, y en particular del idioma italiano.” El insigne R. J. Cuervo –carta: París, 19.II.03– aludiendo a algunas observaciones del libro, dice: “Leo que de mi artículo intitulado El castellano en América se coligen mis tendencias separatistas en materia de idioma. Al escribir ese artículo no tuve otro intento que el de defender la verdad científica contra las pretensiones del diletantismo; y al hacer el cotejo entre la suerte del latín y la del castellano, tan ajeno estuve de aplaudir la disgregación de aquél, como la de éste: el cotejo mismo patentiza que aún no han pasado los siglos suficientes para que la fruta se caiga de madura. Si algunos quisieren apasionar esta cuestión, pensando apoyarse para hoy en las razones que suministra la ciencia del lenguaje, el tiempo demostrará que obraron con ligereza. Yo por mi parte declaro que, aunque juzgo inevitable la disgregación del castellano en época todavía distante, procuraré siempre escribir conforme al tipo existente aun de la lengua literaria, aunque de él ocasionalmente se aparten los españoles o los americanos. No porque uno crea que nuestros cuerpos, sin remedio, han de venir a ser pasto de gusanos, deja de asearse y aderezarse lo mejor que puede.” En la revista madrileña Nuestro tiempo –III.831– se lee: “El libro de Quesada puede decirse apriorísticamente ser lo mejor que hasta ahora se ha hecho: documentado minuciosamente, no hay un solo detalle en que deje de aparecer como eruditísimo en la materia tratada. Escrita en el estilo de los verdaderos escritores. El criollismo es una obra que se deja leer: amena, interesante, erudita, llena de amor uncioso a la pampa desierta, al payador que en las noches azules canta la melancolía de una raza lejana, triste, inextinguida…” En una carta de Unamuno a Casabal, –El Tiempo, junio 6 de 1903– se dice: “Quesada me ha hecho el honor de poner a buena contribución mis trabajos en su Criollismo, y se lo agradezco. No quiero entrar en el fondo de la cuestión lingüística acerca del porvenir de la lengua española en América... Indudable es que la lengua española, como toda lengua y todo lo vivo, está sujeta a proceso evolutivo, pero no debe olvidarse que la evolución abarca a los procesos mismos evolutivos: quiero decir con esto que si bien es indudable que las cosas cambian según ley, la ley según la cual cambian las cosas está a su vez sujeta a cambio, y que así como hay ley del cambio hay cambio de la ley del cambio... Lo cual equivale a sostener que de la manera como se ha cumplido hasta aquí el proceso lingüístico no puede concluirse, sin más determinación, el cómo ha de seguir cumpliéndose: es cosa sabida que el progreso de la civilización ha traído una más estrecha relación entre los pueblos que viven a largas distancias y entre las generaciones a las que separa el tiempo; las relaciones mercantiles y de todo género hacen que cada vez se comuniquen más entre sí los diversos pueblos y entre ellos los de lengua española, y la difusión del conocimiento de la lectura, y la imprenta sobre todo, hacen que cada vez haya más gentes que se comunican con sus antepasados. Aún no se ha hecho ningún estudio de valía, que yo sepa, en que se investigue la influencia que el descubrimiento de la imprenta pueda tener en el proceso lingüístico. Lo indicado basta para que se me entienda bien si afirmo que por mucho que se cumpla la diferenciación lingüística o dialectal de hoy en adelante, la integración le irá de par: no están hoy los pueblos de lengua española tan apartados unos de otros, que quepa en algunos de ellos diferenciación lingüística que no refluya inmediatamente en los demás. Por fuerte que pueda llegar a ser la tendencia a la diferenciación, la tendencia a la integración será mayor. Siempre predominará el interés supremo: el de que nos entendamos todos. Estas sumarias consideraciones he de desarrollar con extensión, siguiendo mi tarea de demostrar que las diferencias entre el español que se habla en España y el que se habla en la Argentina son mucho, muchísimo menores, de lo que muchos argentinos, que no conocen bien esto, se figuran, y que esas diferencias no son mayores que las que separan al habla de unas regiones españolas respecto de otras, también españolas: y de esto sin referirme, claro está, al vascuense, catalán, gallego, bable y valenciano.” En cambio, Pellegrini –en una de esas juguetonas exageraciones que le eran familiares: El País, octubre 29, 1902– decía: “Indudablemente ese idioma argentino es hoy apenas un balbuceo, un cocoliche, un embrión que los puristas se entretienen en examinar con microscopio, encontrándolo deforme y hasta repelente. Dejémoslos tranquilos en su inofensiva manía, que nada hay inútil en la tierra, y limitémonos a cantar en coro y como única respuesta el aire de la “Perichole”: il grandirá, car il est espagnol!!” C. A. de Estrada, nuestro actual embajador en España –en una carta abierta: en El Tiempo, octubre 21– decía: “La República Argentina es un estado constituido a la moderna, pero que no por eso deja de tener su Rochela: esta es la prensa. En ningún país es más omnipotente: ella forma la opinión, la orienta y la dirige; es la cátedra por excelencia, la única voz que tiene resonancia social. Por eso mismo en parte alguna de la tierra es mayor su responsabilidad ni más civilizadora su misión: a ella corresponde, en consecuencia, gran lote de culpa en los extravíos intelectuales que V. ha estudiado con tan acertado criterio, y de ella dependerá que la reacción se produzca inmediatamente o se dilate. V., amigo mío, ha colocado la piedra angular: su libro representa el mayor esfuerzo intelectual dedicado a escudriñar el origen de esas reproducciones híbridas y guarangas del criollismo enfermizo y pretencioso. Hago votos porque sus sanas ideas fructifiquen y prosperen, y que, a la manera del labrador afortunado, cuando llegue el momento de la cosecha encuentre el campo, donde V. las ha sembrado, libre de roedores y malezas.”

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Mucha razón tenía Estrada. La evolución de nuestro idioma nacional ha sido principalmente la obra de la prensa periódica, sobre todo del diarismo. Los libros y folletos, sea por lo diminuto de sus tradicionales ediciones de 500 ejemplares por término medio, sea por la corruptela criolla de que circulaban por lo general más como obsequio del autor que como venta de librería, no han ejercido la influencia honda que en otros países caracteriza a la producción libresca. Entre nosotros es el diarismo el vehículo todopoderoso de las ideas, pues todo el mundo lee regularmente los diarios y la influencia ejercida por la prensa es de trascendental importancia. Y bien: ha coincidido aquel sano consejo del embajador Estrada con la visible transformación de nuestra prensa diaria en lo referente al idioma, pues cada diario ha cuidado de incorporar a su personal superior un técnico, generalmente español, que fuera hablista consumado, y quien revisa lo que publica el periódico, limpiándolo de abrojos y malezas en punto a lenguaje. Poco a poco el gusto público se ha ido así formando, acostumbrándose los lectores a leer una prosa castiza e insensiblemente habituándose a reflejarla en su propia conversación, de modo que se han ido así desterrando no sólo las vulgaridades que esmaltaban los diarios de otra época, sino los desfallecimientos en la sintaxis, los descuidos en el estilo, los inútiles extranjerismos en vocablos y giros, enseñando con esa lección de cosas, que entra por los ojos, como todo puede decirse con limpieza y propiedad, sin asomo de purismo afectado sino únicamente cual debe hacerlo toda persona culta y educada. La generación presente, acostumbrada a la lengua límpida y clara de nuestro diarismo actual, no puede fácilmente imaginarse lo que eran los periódicos de hace medio siglo, con aquel lujo de chabacanería y aquel guarangaje del tiempo de la melena, del chambergo terciado, del andar de matón provocativo y de toda esa broza suburbana de la cual ya no hay recuerdo en la actualidad, por lo menos en el centro de la ciudad y en su atmósfera culta y respetuosa. Menester es hoy ir a los suburbios para encontrar en los barrios de extramuros al compadraje y la jerga orillera, con sus manifestaciones corraleras, de lo cual –en otros barrios– son todavía tristes sobrevivientes los tenorios de zarzuela que molestan a las damas, susurrándoles al oído piropos vulgares u obscenos, en estilo de trastienda de almacén, o refregándose sadísticamente contra ellas apenas la densidad de la circulación callejera les da cabe: plaga inmunda en lenguaje y maneras, que constituye una verdadera vergüenza porteña, y que no ha podido todavía extirpar siquiera la multa policial de los “cincuenta”, ¡la cual no ha dado hasta ahora más resultado tangible que el popular tango –con corte y requebrada– del mismo nombre! Pero en los barrios centrales, donde se desenvuelve la parte culta y educada de la población, la transformación es realmente estupenda; el medio siglo que ha pasado desde que apareció mi primer libro –el Estudio crítico sobre Persio y Juvenal– ha dado a Buenos Aires un carácter completamente distinto del que entonces tenía y hoy podemos enorgullecemos justamente de ello. Porque de quienes puedan recordar lo que éramos entonces, todavía cabe decir que se encuentran siquiera en las postrimerías de la madurez: edad deliciosa en que el hombre se convierte en filósofo involuntario, aplacadas las pasiones, ecuánime el espíritu, agudísimos los ojos y oídos para sentir hondo, pensar alto y apreciar mejor. Y por eso, con plenísima conciencia, cabe reconocer, sin temor de incurrir en equivocación alguna, que en la referida evolución “la Rochela” de Estrada ha desempeñado un papel importantísimo.

Todavía hoy la prensa es exclusivamente todopoderosa entre nosotros. El libro comienza apenas a evolucionar; aun los verdaderos editores son rara avis, pero ya no es la actual la época tradicional de la cual poquísimos se acordarán hoy: la era del inolvidable Casavalle, como librero, y del activísimo Leguina, como empresario de subscripciones, quien recorría a pie la ciudad, conocía personalmente al “todo el mundo” de aquel tiempo y colocaba él solo casi toda la edición de un libro o de una revista, como sucedió con la vieja Revista de Buenos Aires. En esa época, en materia de negocios, bastaba la intervención del respetable don Trifón –la encarnación misma de la honradez– para que comprador y vendedor estuvieran absolutamente tranquilos... Hoy ya no hay ni Casavalle, ni Leguina, ni don Trifón... ¡Cierto es que la aldea de entonces se ha convertido en la gran ciudad de ahora! Pero si la librería ha comenzado a emanciparse de aquella organización primitiva, todavía el diarismo continúa constituido, para muchos, en fons et origo de todos los conocimientos: en sus páginas recoge el fervoroso lector sus ideas de todo género y acepta como evangelio lo que en ellas encuentra estampado. De ahí que sólo tenga vida lo que el diarismo menciona, sea para alabar o vituperar, mientras que lo que silencia parece no existir. La producción libresca, si no es ayudada por el diarismo, queda arrinconada en las librerías: el lector no compra sino lo que su diario indica, ignora lo demás que aparece, y todavía no ha sacudido la pereza intelectual que le impide pensar por sí mismo y formarse sólo su propia opinión, tanto que, sin las forzadas anteojeras de “su” diario, no se concibe en nuestro país a ningún estante o habitante, siendo de maravillar –para quien conoce “la cocina del diarismo”– cómo se redactaban hasta ayer esas noticias bibliográficas de lo que sale a luz, pues afortunadamente hoy es visible la nueva orientación de dar a la sección de crítica algo de la importancia que debe corresponderle. Sin duda este estado de cosas no deja de tener sus peligros, pues involuntariamente cada diario se convierte así en un recinto amurallado, donde no penetra ni permanece sino quien forma parte de la agrupación que allí se congrega, constituyendo un mundo per se, el cual se considera a sí mismo sin quererlo como “el mundo” a secas. Por ello, quien forma parte de la masonería de cada diario es únicamente quien vive y merece vivir, sea en persona o en la de sus amigos: los que no son ni siquiera “amigos” no existen, no se les menciona, se les mata en vida con el silencio más glacial. Los “chicos de la prensa”, sin poner en ello la menor mala voluntad ni propósito alguno aviesamente intencionado, no conciben que pueda figurar en un diario quien no es de “la casa”, sea personalmente o por recomendación de alguno de los del grupo. Los demás son como los extranjeros en la civilización antigua: no son “ciudadanos” y se les aplica el aforismo clásico: adversus hostem æterna auctoritas esto; de modo que no se les reconoce derecho alguno y todo es permitido en contra suya. Todavía eso es quizá un resabio del tiempo en que esta urbe mundial de hoy era “la gran aldea” que Lucio López daguerrotipó: seguramente esa idiosincrasia ha de modificarse con el andar del tiempo, pero, hoy por hoy, ese es todavía el actual rasgo característico. Quien, entre nosotros, vive fuera del diarismo, en realidad no vive; hasta su existencia material se torna un mito casi para los extraños, por más que, por lo menos en el círculo íntimo de personas con quienes las necesidades diarias lo ponen forzosamente en contacto, sea otra cosa para los que se dicen sus “relaciones”. Pero el público –el grueso público– no sabe siquiera que existen sino los que los diarios mencionan. Verdad es que el diarismo es monarca soberano, pero su soberanía es precaria y limitada al momento mismo, ya que al poco andar el recuerdo de lo estampado en sus columnas se borra y las colecciones de periódicos se convierten en verdaderos y gigantescos osarios: la consulta de los volúmenes encuadernados de esas “sábanas” criollas es sólo cosa reservada, en las bibliotecas, al paciente erudito o a quien busca obligadamente un dato determinado. Mientras que el libro, quizá de menor influencia en el momento de su aparición, va ensanchando su radio de acción con el tiempo; máxime cuando la edición es numerosa y se cuenta por la serie de millares que caracteriza, por ejemplo, la actual difusión de las novelas de Hugo Wast, pues las limitadas antiguas tiradas nuestras de 500 ejemplares convierten al poco andar a cualquier libro en una curiosidad bibliográfica que es menester rastrear en las librerías de viejo, –y cuidado con que ya hoy no puede recurrirse a Daponte, aquel portugués anticuario que era rival de Keal y Prado en libros de lance, cuyos títulos y peculiaridades parecía tener grabados en su prodigiosísima memoria, logrando desenterrar cualquier impreso, aun cuando estuviera sepultado en los escondrijos más inverosímiles!– por manera que el radio de su esfera de acción viene así a resultar limitado, si bien con el tiempo son siempre más accesibles que los enormes infolios de los diarios encuadernados. Por eso, en materia de lenguaje, la acción de la prensa diaria es de una eficacia educadora inmediata, mientras que la del libro es más lenta y más circunscripta, ya que el número de lectores de los libros es siempre infinitamente inferior al de los diarios.

Eso no quita que Estrada, en su invocación de 1902 a “la Rochela” del diarismo argentino, no tuviera perfectísima razón: su palabra fue escuchada y, por lo menos en la depuración del lenguaje, la influencia de la prensa ha sido visible y omnipotente. Y en el éxito de esta saludable evolución del idioma nacional, es de estricta justicia declarar que el mérito principal le corresponde al diario La Nación, pues fue el primero que dio al asunto toda la importancia que le correspondía, desde los tiempos remotos –para la generación actual– en que los infaltables lentes de Casimiro Prieto Valdés iluminaban la sección “gacetilla” con los chispazos de Aben Xoar, bajo la mirada bondadosa pero firmemente escrutadora de aquel simpatiquísimo salteño Ojeda, cuyas amplias patillas directoriales parecían columbrarse en todos los rincones del recinto de redacción de la época, en el cual se oía a las veces la risa juguetonamente sardónica de Claudio Caballero y se veía perfilarse la figura escuetamente quijotesca del inolvidable don Enrique, alma de la administración, cuando no cruzaba la sala, deteniéndose en las diferentes mesas, la noble personalidad de Adolfo, el hijo predilecto del general, el amigo incomparable, el talento que más prometía de toda su generación y que una muerte cruelmente temprana cortó en agraz! Muy presente tengo todavía haber oído una noche a Prieto Valdés, enardecido en una discusión sobre lenguaje, insistir en que era inexplicable se hubieran olvidado las enseñanzas del eximio hablista español. Mora, cuando regenteaba entre nosotros un colegio, en la época rivadaviana; aludiendo a la doctrina de éste, en términos que, por parecerme acertados, confié a un apunte al volver a casa, a saber: “la pureza del idioma es una de las leyes fundamentales del código del buen gusto: la conservación de esta pureza, una de sus más asiduas atenciones; la relación entre el lenguaje y el pensamiento no consiste solamente en que el uno expresa lo que el otro concibe: consiste también en que el uno comunica al otro sus perfecciones y sus vicios; en que es imposible que un lenguaje desordenado, inculto y en que se eche de menos el esmero en la elección de la voz propia y genuina que corresponde a cada concepto, no proceda de un entendimiento confuso, de un gusto depravado, de una instrucción mutilada, incompleta y errónea.” El cuidado del idioma, que Prieto Valdés proclamaba así cuasi maniáticamente en todos los instantes, a la larga caracterizó a dicho diario y constituyó una cualidad que le ha distinguido siempre, a la vez que ha enaltecido la faz literaria del periódico y lo ha conducido a la posición espectabilísima que tiene hoy día como representante genuino de la cultura argentina. Recuerdo aún que el general –en alguna de aquellas comidas familiares en el comedor que atravesaba el patio y en las cuales los que nos sentábamos alrededor de la larguísima mesa guardábamos un religioso silencio para que aquel, que presidía en una de las cabeceras, pudiera expresarse sin que los demás perdieran una sola de sus palabras –más de una vez acentuó la prédica de la cultura en el idioma, que consideraba tan indispensable como el aseo en el vestir... Tengo entre mis papeles de entonces el apunte de una de esas conversaciones de sobremesa, con cuyo motivo el general hizo traer de su biblioteca no recuerdo qué obra, en la que se encontraba esta exposición, que me recomendó e hizo copiar: “Hay en la lengua castellana toda la aptitud conveniente para expresar cuántos pensamientos y afectos quepan en la cabeza y en el corazón, todos los adelantos que logren las ciencias, todos los descubrimientos, modificaciones o innovaciones que nos ofrezcan las artes, la política o la frivolidad; para todo hay expresión, para todo hay palabras y genuino y fácil acomodamiento en nuestro lenguaje; teniendo asimismo aquellas locuciones orientales, aquel modo de sentir, pensar y creer de remotos pueblos que tanto influjo ejercieron en el desarrollo científico y literario del linaje humano: la elasticidad indoeuropea y la rigidez semítica, felizmente combinadas, forman el constitutivo esencial de nuestro idioma. Franco, varonil, sonoro, en unos casos; y en otros inflexible, severo, preciso; variado y grandilocuente en un concepto, sobrio y comedido en otro; ni la elasticidad lo hace irregular e inmanejable, ni la rigidez lo endurece hasta el punto de romperse o de necesitar prestados atavíos; no ha menester de largos períodos para cerrar graciosamente sus cláusulas, ni carece de incisos o estancias cortas con que amenizar su vastedad.” Estos recuerdos demuestran que en el hogar de aquel diario se tenía respecto del idioma un concepto elevado y clarísimo: no es de extrañar, entonces, que se le pusiese en práctica con todo empeño. Los demás diarios argentinos poco a poco siguieron la huella de La Nación y al poco andar nadie hubiera sospechado que algunos años antes el habla del compadrito orillero –o la de aquellas típicas “indiadas” de la calle Florida o la de las características romerías de la Virgen del Pilar, en el bajo de la Recoleta,– constituía la moda del periodismo de entonces.

Costa Álvarez, “hombre de prensa”, que ha formado parte de más de una agrupación periodística, conoce a todo el mundo en los principales diarios y sabe por ende, mejor que nadie, cuán importante ha sido el papel del diarismo en aquella evolución de nuestro idioma. Podrá ahora pertenecer o no en un momento dado al personal de tal o cual diario, pero eso no le quita su segunda naturaleza de “periodista”: es del gremio, tiene el apretón de manos masónico, continúa formando virtualmente parte de la logia, y si hoy no ejerce su profesión puede volver a desempeñarla mañana, pues sus antecedentes están bien “aplomados” y tiene abiertas las puertas del “taller”. No podría, sin embargo, afirmar de él, en todas sus partes, lo que tuve oportunidad de decir respecto del ilustre académico español e insigne periodista. Ortega Munilla, a saber: “Es un caso típico de vocación periodística: no cupo en su deseo el tomar la redacción de diarios como pasadizo para ir a parlamentos, ministerios o embajadas, como tantos otros a quienes se les van los pies muchas veces; ama el diario en sí mismo, y por él siente gran fuego en el corazón, tanto que busca solamente la vida gloriosa escribiendo desde las columnas de un periódico, y sabe y siente que el público lo comprende, lo alienta, atiende sus indicaciones, y que de esa guisa puede, hora tras hora, arrojarlo de unas a otras manos, haciendo a la vez vibrar el alma de centenares de miles de lectores. Tan enamorado anda del diarismo, que considera visiblemente al cuarto poder del estado como el poder supremo por antonomasia, y le ha parecido siempre inferior al mismo cualquiera de esas posiciones políticas de relumbrón, que tanto suelen fascinar a la generalidad amorfa de las gentes, no pocas de las cuales crecen sin término más que la espuma, ahítas de importancia tan sólo porque es importante la función que transitoriamente desempeñan, como si el cargo honrara por sí solo al hombre, cuando es siempre éste quien enaltece al puesto que ocupa. El periodista se le antoja superior, y más poderoso que presidente de consejo de ministros; de ahí que haya desdeñado figurar en la política militante y convertirse en funcionario: jamás ha querido desaparecer dentro de alguno de esos uniformes recamados de oro y cubiertos de condecoraciones, que el vulgo suele admirar sin percatarse a las veces de quien los lleva, como cuando las señoras quedan arrobadas y fuera de sí contemplando, en los salones de cualquier “modisto” a la moda, la elegancia de las vestiduras y ropajes con que se exhibe ataviada una modelo, sin detenerse a observar a esta misma. Ha preferido que pase por su mano la historia, en vez de pretender dirigirla desde palacios ministeriales, tribunas parlamentarias, o salones diplomáticos.” El caso de Costa Álvarez es muy diverso. Toma todo con mesura: el periodismo no lo afiebra. Hoy es periodista o puede serlo; mañana preferirá ser otra cosa, traductor público –como reza su conocido aviso: “de toda lengua oficial americana y europea”, lo cual le convierte en un poliglota émulo del abate Hervás y Panduro– o lo que más a mano venga. Pero su estada en otros medios sociales y el ejercicio de otras actividades han depurado la experiencia del autor de Nuestra lengua, y su libro revela que respeta a los que han actuado o actúan fuera del círculo especial de los periodistas profesionales, apreciando sus trabajos con la consideración que merece el esfuerzo ajeno, sea que provenga de jóvenes o de viejos, máxime cuando lo cortés no quita lo valiente y ello no le impide manifestar sus coincidencias o disidencias con unos y con otros. Pero no hay en todo el libro una sola de esas alusiones de dudoso buen gusto, que salpican algunos volúmenes de los “chicos de la prensa” en actividad, –referentes por lo general a escritores cuya producción no conocen sino por los chascarrillos de quienes tampoco los han leído: con lo que suele suceder que a menudo pagan justos por pecadores– cuando además de ser profesionales anónimos del diarismo, se dan el lujo de aparecer esporádicamente como escritores, cual si sus libros hubieran nacido en la atmósfera tranquila del gabinete de estudio, y no en la fragua, a las veces caldeada al rojo blanco, de una sala de redacción. No cae en el error de muchos “iniciados” nuevos que, en su ardor de los primeros grados masónicos, creen que sólo deben hablar bien de los “hermanos” y que están obligados a hacerlo siempre mal de quienes no les consta sean fieles adeptos. Costa Álvarez se ha emancipado de esa característica del diarista convertido transitoriamente en autor o del neófito ingenuamente exagerado, y las páginas de su libro no pueden confundirse con los sueltos impersonales de las columnas de un diario: conserva su absoluta independencia de juicio, pero no olvida jamás que la buena educación le impide ser innecesariamente poco cortés. En otras partes del mundo esto no sería ya mérito, pues el simple deber no constituye jamás mérito alguno: entre nosotros menester es aún hacerlo resaltar porque todavía resulta necesario. Verdad es que frecuentemente al más experto periodista –sin que haya de su parte propósito preconcebido– se le pasa de la memoria lo que, sobre un asunto determinado, se ha publicado antes en forma de libro u opúsculo, y por ende el nombre de quien tal hizo, por más que en el instante respectivo semejante esfuerzo hubiera tenido una repercusión más o menos honda. Con tal olvido posterior se pone en perpetuo silencio esa memoria cual si hubiera aquel escrito en el polvo o en el agua, o esparcido sus palabras en el aire: se le cuenta así con los muertos. No ha sucedido tal cosa con Costa Álvarez: en su libro evidentemente ha tratado de no dejar ninguno en el tintero y se esfuerza en no pasar muy de corrida por ellos; de ahí que ese capítulo de nuestra historia literaria sea tan interesante, pues se nota que no reina allí pasión alguna, sino la honrada verdad, el esfuerzo más ecuánime por ejercitar una justicia lealmente distributiva.

Tocome, en cierta época de mi vida, convivir con el autor de Nuestra lengua en la atmósfera de un diario; aprendí entonces a apreciarle como periodista y como compañero; hoy le saludo como escritor y, al aclamarle por diestro, predico gustoso con el aplauso que su innegable talento merece.




Obras de Ernesto Quesada

Fiscal de Cámara
 
Profesor de sociología en la Facultad de Filosofía y Letras (Bs. As.) y en la Facultad de ciencias jurídicas y sociales (Universidad de La Plata).
Correspondiente de la Academia española; ídem de la Academia de historia (Madrid), Director de la Academia argentina de la lengua.
del Instituto histórico e geographico do Brazil; del Instituto dos advogados brazileiros (Río de Janeiro).
del Instituto histórico y geográfico del Uruguay (Montevideo).
Miembro honorario de la Facultad de leyes y ciencias políticas (Universidad de Chile).
de la Academia nacional de historia y Academia Colombiana de jurisprudencia (Bogotá).
de la Academia nacional de Historia (Caracas).
de la Academia ecuatoriana de Historia (Quito).
de la Sociedad Argentina de derecho internacional (Buenos Aires).
de la Internationale Vereinigung für vergleichende Rechtswissenschaft und Volkswirtschafstlehre (Berlín).
Miembro del consejo de honor de la Internationale Vereinigung für Rechts und Wirtschafstphilosophie (Berlín).
de la American Academy of social science (Philadelphia).
de la American political science association (Baltimore).
de The Hispanic society of America (Nueva York).
de la Rhode Island historical society (E. U.).
de la Societé d'études legislatives (París).

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En colaboración:

1.º con Nicolás Massa

1.– Memoria de la biblioteca pública, correspondiente a 1876. B. A. 1877. 1 vol. de 222 págs.

2.– Memoria, &c., correspondiente al año 1877, B. A. 1878, 1 vol. de 389 págs.

3.– Informe sobre las colecciones de obras argentinas que se envían a la exposición universal de París. B. A. 1878. 1 vol. de XIX-77 págs.

2.º con Adolfo Mitre

4.– Derecho internacional privado, B. A. 1878. 3 vols. de 148 págs. c/u.

3.º con Vicente G. Quesada

5.– Nueva revista de Buenos Aires. B. A. 1881-1885, 13 vols. de 250 págs. prox. c/u.

Del autor:

6.– La sociedad romana en el primer siglo de nuestra era: estudio crítico sobre Persio y Juvenal. B. A. 1878. 1 vol. de XII-280 págs.

7.– L'imprimerie et les livres dans l'Amérique espagnole aux XVI, XVII et XVIII siécles. Discours prononcé au congrés international des américanistes. Bruxelles, 1879. 1 vol.

8.– La recepción de Henri Martin en la academia francesa. B. A. 1888, 1 vol.

9.– Goethe: sus amores. De la influencia de la mujer en sus obras literarias. B. A. 1881. 1 vol.

10.– Disraeli: su última novela. De la influencia de la política en sus obras literarias. B. A. 1881. 1 vol.

11.– La quiebra de las sociedades anónimas en el derecho argentino y extranjero. B. A. 1881, 1 vol.

12.– La abogacía en la república. Discurso en la colación de grados. B. A. 1882. 1 vol.

13.– Contribución al estudio del libro IV del código de comercio. B. A. 1882. 1 vol. de 375 págs.

14.– Estudios sobre quiebras. B. A. 1882. 1 vol. de XXXII-374 págs.

15.– Las reformas del código civil. B. A. 1883, 1 vol.

16.– Discurso en la asociación de literatos del Brasil. Río de Janeiro, 1883. 1 vol.

17.– La política americana y las tendencias yankees. B. A. 1887. 1 vol.

18.– Un invierno en Rusia. B. A. 1888, 2 vol. de 245 y 352 págs.

19.– Las finanzas municipales. B. A. 1889. 1 vol. de 616 págs.

20.– Dos novelas sociológicas. B. A. 1892. 1 vol. de 223 págs.

21.– La municipalidad de Sarmiento y el F. C. al Pacífico. San Miguel, 1893. 1 vol.

22.– Reseñas y críticas. B. A. 1893. 1 vol. de 528 págs.

23.– La decapitación de Acha. B. A. 1895. 1 vol.

24.– La batalla de Ituzaingó: estudio histórico. B. A. 1894. 1 vol. de 121 págs.

25.– Reorganización del sistema rentístico federal: el impuesto sobre la renta. B. A. 1894. 1 vol.

26.– Alocución patriótica pronunciada en el Ateneo, el 25 de mayo. B. A. 1895. 1 vol.

27.– La deuda argentina: su unificación. B. A. 1895. 1 vol. de 144 págs.

28.– La política chilena en el Plata. B. A. 1895, 1 vol. de 382 págs. con 6 mapas.

29.– La iglesia católica y la cuestión social. B. A. 1896. 1 vol. de 101 págs.

30.– Los privilegios parlamentarios y la libertad de la prensa. B. A. 1896. 1 vol. de 115 págs.

31.– El museo histórico nacional y su importancia patriótica. B. A. 1897.

32.– Quiebra de las sociedades anónimas: responsabilidad personal de los directores. B. A. 1897. 1 vol.

33.– La época de Rosas: su verdadero carácter histórico. B. A. 1898. 1 vol. de 392 págs.

34.– La política argentina respecto de Chile. B. A. 1898. 1 vol. de 239 págs.

35.– Bismarck y su época. Conferencia en el Ateneo el 18 de agosto. B. A. 1898. 1 vol.

36.– La cuestión femenina. Discurso en la exposición femenina. B. A. 1898. 1 vol.

37.– El derecho de gracia: necesidad de reformar la justicia criminal y correccional. B. A. 1889. 1 vol.

38.– La reforma judicial: deficiencias del procedimiento e independencia del ministerio fiscal. B. A. 1899. 1 vol.

39.– Las reliquias de San Martín: estudio de las colecciones del museo histórico nacional. B. A. 1899. 1 vol.

40.– Las reliquias de San Martín: Segunda edición con la iconografía, y la poesía sanmartiniana. B. A. 1900. 1 vol. de 178 págs.

41.– La palabra «valija»: informe presentado al Ateneo. B. A. 1900, 1 vol.

42.– La reincidencia y el servicio antropométrico. B. A. 1900. 1. vol.

43.– El problema del idioma nacional. B. A. 1900. 1 vol. de 157 págs.

44.– Discurso en el banquete dado a los periodistas brasileros. B. A. 1900. 1 vol.

45.– Nuestra raza. Discurso en el teatro Odeón, el 12 de octubre. B. A. 1900.

46.– Las reliquias de San Martín. 3ª edición corregida. B. A. 1901, 1 vol. de 139 págs.

47.– Comprobación de la reincidencia. B. A. 1901. 1 vol. de 101 págs. con láminas.

48.– Historia diplomática nacional: la política argentino-paraguaya. B. A. 1902. 1 vol. de XI-302 págs.

49.– El criollismo en la literatura argentina. B. A. 1902. 1 vol. de 131 págs.

50.– Las reliquias de San Martín. 4ª edición. B. A. 1902. 1 vol.

51.– Tristezas y esperanzas. B. A. 1903. 1 vol. de 100 págs.

52.– Las reliquias de San Martín. 5ª edición. B. A. 1903. 1 vol. de 81 págs.

53.– La propiedad intelectual en el derecho argentino. B. A. 1901. 1 vol. de 496 págs.

54.– Un escritor guatemalteco: Antonio Batres Jáuregui. B. A. 1904. 1 vol.

55.– La sociología: carácter científico de su enseñanza. B. A. 1904. 1 vol.

56.– Las doctrinas presociológicas. B. A. 1905. 1 vol. de 95 págs.

57.– La propiedad raíz en el derecho argentino: reforma de su régimen. B. A. 1906. 1 vol.

58.– La crisis universitaria. Discurso en la colación de grados. B. A. 1906. 1 vol.

59.– La facultad de derecho de París: estado actual de su enseñanza. B. A. 1906. 1 vol. de 358 págs.

60.– El problema nacional obrero y la ciencia económica. La Plata, 1907. 1 vol.

61.– Herbert Spencer y sus doctrinas sociológicas. B. A. 1907. 1 vol.

62.– La cuestión obrera y su estudio universitario. B. A. 1907. 1 vol.

63.– La teoría y la práctica en la cuestión obrera: el marxismo a la luz de la estadística. B. A. 1908. 1 vol. de 67 págs.

64.– El sociólogo Enrique Ferri y sus conferencias argentinas. B. A. 1908.

65.– Identificación dactiloscópica. B. A. 1909. 1 vol.

66.– Augusto Comte y sus doctrinas sociológicas. B. A. 1910. 1 vol.

67.– La cuestión dactiloscópica: los títulos de la icnofalangometría vucetichiana. B. A. 1910. 1 vol.

68.– El derecho mercantil, de cambio, de quiebra y marítimo de la República Argentina. Berlín, 1910. 1 vol. de 344 págs.

69.– Das Handelsrecht, Wechselrecht und Seerecht der Republik Argentinien. Berlín, 1910. 1 vol. de 345 págs.

70.– La enseñanza de la historia en las universidades alemanas. B. A. 1910. 1 vol. de XXII-1328 págs.

71.– La mujer casada ante el derecho argentino. B. A. 1911. 1 vol.

72.– La mujer divorciada ante el derecho argentino. Santa Fe, 1911.

73.– The social evolution of the Argentine Republic. Philadelphia, 1911.

74.– La evolución social argentina. B. A. 1911. 1 vol.

75.– La enmienda de 1882 en la doctrina de la filiación natural. Santa Fe, 1911. 1 vol.

76.– El testamento ológrafo en derecho argentino. B. A. 1911. 1 vol.

77.– Alberto del Solar: su personalidad literaria. París, 1912. 1 vol.

78.– La ciencia jurídica alemana: tendencia actual de sus civilistas. B. A. 1912. 1 vol.

79.– Víctor Marguerite: la tesis de su última novela y la reforma del régimen matrimonial. B. A. 1912. 1 vol.

80.– La integridad de la familia en derecho argentino. B. A. 1912. 1 vol.

81.– The comercial bills of exchange, bankrupcty and maritime law of the Argentine Republic. London, 1912. 1 vol. de 318 págs.

82.– Los sistemas de promoción en la universidad de Londres. B. A. 1912. 1 vol. de 299 págs.

83.– Los fenómenos sociológicos australianos y el criterio argentino. B. A. 1913. 1 vol.

84.– Manuel F. Mantilla: su personalidad intelectual. B. A. 1914. 1 vol.

85.– Los tres López. Discurso de recepción académica. B. A. 1914. 1 vol.

86.– Una vuelta al mundo. B. A. 1914. 1 vol. de 83 págs.

87.– La actual civilización germánica. B. A. 1914. 1 vol. de 58 págs.

88.– La formación del profesorado secundario. B. A. 1914. 1 vol. de 43 págs.

89.– La actual civilización germánica y la presente guerra. Segunda edición, B. A. 1914. 1 vol.

90.– La evolución económico-social de la época colonial en ambas Américas. B. A. 1914. 1. vol.

91.– El “peligro alemán” en Sud América. B. A. 1915. 1 vol. de 75 págs.

92.– La legislación inmobiliaria tunecina. B. A. 1915. 1 vol. de 868 págs.

93.– La nulidad del matrimonio por impotencia del marido. B. A. 1915. 1 volumen.

94.– Las colecciones del museo histórico nacional. B. A. 1915. 1 vol.

95.– El éxito en la vida. Discurso ante 3000 personas. B. A. 1915. 1 vol.

96.– La guerra civil de 1841 y la tragedia de Acha. Córdoba, 1916. 1 vol. de 236 págs.

97.– El nuevo panamericanismo y el congreso científico de Washington. B. A. 1916, 1 vol. de 364 págs., con láminas.

98.– José Ortega Munilla: su personalidad literaria. B. A. 1916. 1 vol.

99.– El significado histórico de Moreno. B. A. 1916. 1 vol.

100.– Homenaje a Mariano Moreno. 2ª ed. B. A. 1916. 1 vol.

101.– La vida colonial argentina: médicos y hospitales. B. A. 1917. 1 vol.

102.– Un “hombre de letras” argentino: Ángel de Estrada. B. A. 1917. 1 vol.

103.– Juan B. Ambrosetti. Discurso necrológico. B. A. 1917. 1 vol.

104.– Avellaneda irónico. B. A. 1917. 1 vol.

105.– El pensamiento filosófico contemporáneo. Discurso académico. B. A. 1917. 1 vol.

106.– El desenvolvimiento social hispanoamericano. I. El periodo precolombiano. B. A. 1917. 1 vol. de 130 págs.

107.– Pujol y la época de la Confederación. B. A. 1917. 1 vol.

108.– Los numismáticos argentinos. Córdoba, 1918. 1 vol. de 101 págs.

109.– La psicología de Carlos Octavio Bunge. B. A. 1918. 1 vol.

110.– El ideal universitario. Conferencia. B. A. 1918. 1 vol.

111.– La separación judicial de bienes en la disolución de la sociedad conyugal. B. A. 1918. 1 vol.

112.– El ideal universitario. Segunda edición. B. A. 1918. 1 vol.

113.– El día de la raza y su significado en Hispano América. B. A. 1918. 1 vol.

114.– La personalidad de Carlos Guido y Spano. B. A. 1918. 1 vol.

115.– La ciudad de Buenos Aires en el siglo XVIII. Córdoba, 1918. 1 vol.

116.– La argentinidad de la Constitución. B. A. 1918. 1 vol.

117.– La disolución de la sociedad conyugal en derecho argentino. 2ª ed., B. A. 1919.

118.– La prueba científica de la filiación natural. Córdoba, 1919. 1 vol.

119.– La figura histórica de Alberdi. Córdoba, 1919. 1 vol.

120.– La personalidad de Alberdi. Dolores, 1919. 1 vol.

121.– La figura histórica de Alberdi. 3ª edición. B. A. 1919. 1 vol.

122.– El ostracismo de San Martín (1824). B. A. 1919. 1 vol.

123.– La evolución del panamericanismo. B. A. 1919. 1 vol.

124.– Primera conferencia panamericana (Washington, 1889-1890). B. A. 1919. 1 vol.

125.– La doctrina Drago. B. A. 1919. 1 vol.

126.– La doctrina Monroe: su evolución panamericana. B. A. 1920. 1 vol.

127.– Feminismo argentino: tendencias y orientaciones. B. A. 1920. 1 vol.

128.– Rafael Obligado: el poeta, el hombre. B. A. 1920. 1 vol.

129.– La psicología y sus problemas. Córdoba, 1920. 1 vol.

130.– Urquiza y la integridad nacional. Córdoba, 1920. 1 vol.

131.– Urquiza y la integridad nacional. 2.ª edic. B. A. 1921. 1 vol.

132.– Una nueva doctrina sociológica: la teoría relativista spengleriana. B. A. 1921. 1 vol.

133.– La universidad y la patria. Discurso oficial en el centenario universitario. B. A. 1921. 1 vol.

134.– La reconstitución de la Facultad de derecho y ciencias sociales: intervención de 1919. B. A. 1921. 1 vol. de 115 págs.

135.– La universidad, y la patria. 2.ª edición. B. A. 1921. 1 vol.

136.– La sociología relativista spengleriana. Curso universitario de 1921. B. A. 1921. 1 vol. de 618 págs.

137.– La evolución del idioma nacional. B. A. 1923. 1 vol.

NOTA.– Las publicaciones anteriores están de venta en las principales librerías. Algunas se encuentran agotadas. Dirigirse al autor: Buenos Aires, calle Libertad, 948.


{ Transcripción íntegra del texto contenido en un libro de 68 páginas impreso sobre papel, fechado en Buenos Aires en 1922 (texto: páginas 3-62; Obras del autor: páginas 63-68). Utilizando la misma composición tipográfica se publicó en Nosotros, revista mensual de letras…, Buenos Aires, año XVII, nº 164, enero 1923, páginas 5-31; y nº 165, febrero 1923, páginas 175-207. El ajuste de líneas por página, respecto del libro, varía en el segundo artículo de Nosotros y solo ligeramente en las numeradas 5-6 y 28-31 del primer artículo de la revista. En Nosotros, página 207, lleva fecha: “B. A., 1.I.23.”, que no aparece en el libro. }