Filosofía en español 
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biblioteca económica de andalucía
 

 La mujer del porvenir
por
Doña Concepción Arenal

 
Artículos sobre las conferencias dominicales para la educación de la mujer, celebradas en el Paraninfo de la Universidad de Madrid.

 

 

Sevilla: Eduardo Perié, Calle de Jimios, núm. 20.

Madrid: Félix Perié, Calle de San Andrés, 1, dup. 3.º

Madrid, 1869. Oficina tipográfica del Hospicio.

 

Índice

A la memoria del malogrado D. Celestino de Olózaga, 5

Al lector, 7

Capítulo primero. Contradicciones, 9

Capítulo II. Inferioridad de la mujer, 14

Capítulo III. Inferioridad moral de la mujer, 23

Capítulo IV. La Historia, 29

Capítulo V. Consecuencia para la mujer de su falta de educación, 41

Capítulo VI. Consecuencias para el hombre de la supuesta inferioridad de la mujer, 60

Capítulo VII. Consecuencias para la sociedad de la supuesta inferioridad intelectual de la mujer, 72

Capítulo VIII. ¿Qué oficios y profesiones pueden ejercer las mujeres?, 79

Capítulo IX. ¿Cómo se modificará el carácter de la mujer educada?, 87

Capítulo X. ¿Hay incompatibilidad entre el cultivo de la inteligencia y los quehaceres domésticos?, 96

Capítulo XI. ¿Qué será de los hijos cuando la madre pueda ejercer una profesión u oficio lucrativo?, 101

Conclusión, 112
 

[ Nota editorial ], 114

Primera conferencia, 121

Segunda y tercera conferencia, 127

Cuarta conferencia, 135

Contradicciones, 138

Quinta conferencia, 143

Sexta conferencia, 151

Sétima conferencia, 159

Octava conferencia, 163

Novena conferencia, 170

Décima conferencia, 177

Undécima conferencia, 184

Duodécima conferencia, 191

Décimatercia conferencia, 196

Décimacuarta conferencia, 201

Décimaquinta conferencia, 209
 

[ Nota editorial ], 215

Carta III. Necesidad de las leyes, 217

Carta IV. A las corrigendas, 229

Carta V. Grandeza de arrepentimiento, 237

Carta XXIV. Delitos contra la honestidad, 241

Carta XXII. Imprudencia temeraria, 254

Carta XXXV. A los inocentes, 261

(página 275.)


A la memoria del malogrado D. Celestino de Olózaga

Has caído como un árbol en flor que troncha el huracán. Al saber tu fin, un ¡ay! doloroso ha salido de todos los corazones amigos y enemigos. ¡Enemigos! Tú, tan joven, tan dulce, tan inteligente, no los tenías. El primero que te ha aborrecido, te inmoló: uno de esos hombres que vienen al mundo para merecer y recibir maldiciones.

Las últimas horas de tu breve existencia son un misterio, cuyo velo no puedes descorrer, ¡pobre víctima! ¿Cómo hemos de saber la verdad por los que necesitan desfigurarla? Yo te juzgo por tu vida, no por tu muerte: así creo que te habrá juzgado Dios.

Si desde donde estás se oyen las voces de la tierra, escucha la mía dolorida, que te envía un recuerdo envuelto en lágrimas. ¿Quién no llora al ver apagarse, cuando apenas había empezado a brillar, tu privilegiada inteligencia? ¿Quién no llora al pensar en tu desventurado padre? Como esos cuerpos, todos una llaga, y a los que no se puede tocar sin producir acerbos dolores, así imagino su pobre alma. Por eso no me he atrevido a dirigirle ni una palabra de consuelo: dolores como el suyo sólo pueden hallarle en la muerte, que no suele venir a quien la llama. La espera, sin buscarla. No ha querido que le defendamos, sino que le admiremos, ni terminar con un acto de egoísmo una vida de abnegación. Su agonía es una gran lección, un alto ejemplo, y una prueba de que la existencia del hombre bueno no es nunca inútil. ¿Quién se creerá autorizado para buscar la muerte, cuando vive D. José de Olózaga?

Adiós, Celestino. Descansa con la inolvidable Elisa. Los dos merecíais vivir mucho y habéis muerto en la aurora de una vida llena de esperanzas, y quedan los que nada esperan ya. ¡Orfandad horrible la de esos dos ancianos que lloran sobre vuestras tumbas!

Concepción Arenal.


Al lector:

Más bien te preveo hostil que te espero benévolo, lector, a quien por tanto no me atrevo a llamar amigo.

Te presento este librito, y si te propones leerle, me debes agradecer que sea tan breve porque el asunto es largo, y te aseguro que me ha costado trabajo no decir más sobre él.

He procurado agrupar los argumentos y concentrar las razones para que tengan más fuerza, porque ya se me alcanza que no será poca la resistencia que necesitan vencer.

Los que se dirigen a tí, suelen tener la idea de atraerte a su creencia, a su opinión; mis pretensiones son más modestas: no intento persuadirte ni convencerte; toda mi ambición se limita a que al concluir estas páginas, dudes y digas, primero para tí y después para los otros: –¿Si tendrá razón esta mujer en algo de lo que dice?



Capítulo primero
Contradicciones

El error, tarde o temprano, acaba por limitarse a sí mismo, y la primera forma de su impotencia, es la contradicción: si quisiera ser lógico, se haría imposible. La humanidad, que puede ser bastante ciega para dejarle sentar sus premisas, no es nunca bastante perversa o insensata para permitirle que saque todas sus consecuencias: le opone su razón, sus afectos o sus instintos, y él transige; podemos estar seguros de que donde hay contradicción hay error o impotencia.

Aplicando esta regla al papel que la mujer representa en la sociedad, por la falta de lógica del hombre, vendremos a convencernos de su falta de razón primero, y de justicia después.

Una mujer puede llegar a la más alta dignidad que se concibe, puede ser madre de Dios: descendiendo mucho, pero todavía muy alta, puede ser mártir y santa, el hombre que la venera sobre el altar y la implora, la cree indigna de llenar las funciones del sacerdocio. ¿Qué decimos del sacerdocio? Atrevimiento impío sería que en el templo osara aspirar a la categoría del último sacristán. La lógica aquí sería escándalo, impiedad.

Si del orden religioso pasamos al civil, las contradicciones no son de menor bulto. ¿Cómo una mujer ha de ser empleada en aduanas o en la deuda, desempeñar un destino en Fomento o en Gobernación? Sólo pensarlo da risa. Pero una mujer puede ser jefe del Estado. En el mundo oficial se la reconoce aptitud para reina y para estanquera: que pretendiese ocupar los puestos intermedios, sería absurdo. No hay para qué encarecer lo bien parada que aquí sale la lógica.

En las relaciones de familia, en el trato del mundo, ¿qué lugar ocupa la mujer? Moral y socialmente considerada, ¿cuál es su valor? ¿Cuál su puesto? Nadie es capaz de decirlo. Aquí es mirada con respeto y con desprecio allá. Unas veces sufre esclava, otras tiraniza; ya no puede hacer valer su razón, ya impone su capricho. Buscad una regla, una ley moral: imposible es que la halléis en el caos que resulta del choque continuo entre las preocupaciones y la ilustración, el error y la verdad, la injusticia y la conciencia. El libertino que escarnece la virtud, cree en la de su madre; el cínico arriesga la vida en un desafío por defender el honor de su hermana; el que ha hecho muchas víctimas y hollado las más santas leyes, recibe como tal un capricho de la que ama; el que tiene teorías y hábitos de tirano, viene a ser el esclavo de su hija o de su nieta. El corazón, los instintos, la conciencia, se oponen de continuo en la práctica a esas teorías que conceden al hombre superioridad moral sobre la mujer. Se ve, pues, arrastrado a ceder de lo que llama su derecho cuando no abusa de él, y al conceder esta gracia, ya no establece reglas de justicia, porque no es fácil poner límites a la generosidad del que da por afecto, ni a la exigencia del que recibe sin reflexión. Así, pues, en las relaciones domésticas y sociales del hombre y la mujer, como lo que se llama justicia no lo es, ni puede por lo tanto convertirse en regla permanente y respetada, todo está a merced de los afectos y de las pasiones, todo es tan ocasionado a mudanzas como ellas, y por punto general, a las mujeres se les da más o menos de lo que merecen y les es debido: son, el niño oprimido a quien se hace siempre guardar silencio, o el niño mimado que impone su voluntad. Con sólo mirar lo que pasa enrededor nuestro, veremos tantas contradicciones como individuos hemos observado.

Si dejando las costumbres pasamos a las leyes, ¿qué es lo que ven nuestros ojos? ¡Ah! Un espectáculo bien triste, porque la ley no tiene la flexibilidad de los afectos, y si el padre, y el esposo, y el hermano son inconsecuentes para ser justos, la ley inflexible no se compadece del dolor ni se detiene ante la injusticia. Las contradicciones de la ley pesan sin lenitivo alguno sobre la mujer desdichada. Exceptuando la ley de gananciales, tributo no sabemos cómo pagado a la justicia, rayo de luz que ha penetrado en oscuridad tan profunda, las leyes civiles consideran a la mujer como menor si está casada, y aun no estándolo le niegan muchos de los derechos concedidos al hombre.

Si la ley civil mira a la mujer como un ser inferior al hombre, moral e intelectualmente considerada, ¿por qué la ley criminal la impone iguales penas cuando delinque? ¿Por qué para el derecho es mirada como inferior al hombre, y ante el deber se la tiene por igual a él? ¿Por qué no se la mira como al niño que obra sin discernimiento, o cuando menos como al menor? Porque la conciencia alza su voz poderosa y se subleva ante la idea de que el sexo sea un motivo de impunidad: porque el absurdo de la inferioridad moral de la mujer toma aquí tales proporciones que le ven todos: porque el error llega a uno de esos casos en que necesariamente tiene que limitarse a sí mismo, que transigir con la verdad y optar por la contradicción. Es monstruosa la que resulta entre la ley civil y la ley criminal; la una nos dice: –Eres un ser imperfecto; no puedo concederte derechos.– La otra: –Te considero igual al hombre y te impongo los mismos deberes; si faltas a ellos incurrirás en idéntica pena.

La mujer más virtuosa e ilustrada se considera por la ley como inferior al hombre más vicioso e ignorante, y ni el amor de madre, ¡ni el santo amor de madre! cuando queda viuda, inspira al legislador la confianza de que hará por sus hijos tanto como el hombre. ¡Absurdo increíble!

Es tal la fuerza de la costumbre, que saludamos todas estas injusticias con el nombre de derecho.

Podríamos recorrer la órbita moral y legal de la mujer y hallaríamos en toda ella errores, contradicciones e injusticias. La mitad del género humano, la que más debiera contribuir a la armonía, se ha convertido por el hombre en un elemento de desorden, en un auxiliar del caos, de donde salen antagonismos y luchas sin fin.

Las cuestiones de las mujeres en sus relaciones con el hombre y con la sociedad, están siempre más o menos fuera de la ley lógica. ¿Es esto razonable, es racional siquiera? No hay más que una razón, una lógica, una verdad. El que quiera introducir la pluralidad donde la unidad es necesaria, introduce la injusticia y con ella la desventura.

Si supiera el hombre que nunca se equivoca impunemente, buscaría el acierto con mayor solicitud. Nosotros, que tenemos esta íntima persuasión, procuraremos desvanecer los errores que existen con respecto a la mujer. Tal es el objeto del presente escrito.



Capítulo II
Inferioridad de la mujer
Cuestión fisiológica

Después de haber manifestado que las contradicciones en las leyes y en las costumbres con respecto a la mujer prueban los errores que acerca de ella existen, nos parece lógico investigar si su inferioridad social es consecuencia de su inferioridad orgánica, si así como su sistema muscular es más débil, su sistema nervioso es también más imperfecto; si hay en ella una desigualdad congénita que la rebaja; si su cerebro, en fin, es un instrumento del alma, menos apropiado que el del hombre para las profundas meditaciones y los elevados pensamientos.

En los tiempos en que la fuerza material lo era todo, se comprende que la mujer no fuese nada. La inferioridad de sus músculos debía hacer imposible la sanción de sus derechos, y en sociedades formadas por los combates y para los combates, ¿qué consideración había de merecer en la paz la que era inútil en la guerra?

Las sociedades modernas están lejos de haberse limpiado de la lepra de sus preocupaciones. Hijas de la conquista, no han renunciado del todo a la desdichada herencia de su madre, y aún hay leyes que parecen escritas con una lanza, costumbres formadas en el campamento romano, y opiniones salidas del castillo feudal. No obstante, el progreso es visible, la fuerza es cada vez menos fuerte, y en casi todas sus manifestaciones paga tributo a la inteligencia. Aflige, es cierto, ver la profanación de la ciencia aplicada a la guerra, y convertida en elemento de destrucción; pero la gran ley providencial no se infringe; la sociedad, como el hombre, se mejora ilustrándose; en su cólera, es menos feroz, y cuanta más ciencia se emplea en la guerra, hay en ella menos crueldad: aun en el campo de la fuerza, la victoria corresponde en adelante a los que saben más.

Si mucho en el presente, si todo en el porvenir depende de la inteligencia, preciso será discutir si la de la mujer es realmente inferior a la del hombre, y si esta inferioridad es orgánica; o lo que es lo mismo, si es la obra de Dios. Consultemos para esta discusión al gran maestro de la anatomía y de la fisiología del cerebro, a Gall, y como su opinión está conforme con la opinión de los más, veamos si se halla fundada en hechos y razones, o si el grande hombre, tan observador y circunspecto casi siempre, resolvió esta cuestión sin meditarla bastante.

«Sólo por la diferente organización de los dos sexos, dice el Dr. Gall{1}, puede explicarse cómo ciertas facultades son más enérgicas en el hombre y otras en la mujer.

»El cerebro de la mujer está generalmente menos desarrollado en su parte anterior-superior, y por eso, por lo común, las mujeres tienen la frente más estrecha y menos elevada que los hombres{2}.

»Las mujeres, en cuanto a sus facultades intelectuales, son generalmente inferiores a los hombres{3}.

»Si tales debilidades (la superstición y fe en oráculos, sueños, presagios, &c.) son más bien propios de las mujeres, aunque sean muy instruidas y de talento, la razón es que, generalmente, la parte cerebral anterior-superior adquiere un desarrollo mucho menor en las mujeres que en los hombres, y que por consiguiente, apenas les ocurre que no puede haber ningún suceso, ningún efecto sin causa.»{4}

Por lo que dejamos copiado, y por otras citas que podríamos hacer de la misma obra, se ve que, en opinión de Gall, la inferioridad intelectual de la mujer es orgánica. Veamos ahora si al afirmarlo así, apoyándose en el menor volumen de la parte anterior-superior de la cabeza de la mujer, no está en contradicción consigo mismo y con los hechos.

«La energía de las funciones (del cerebro) no depende solamente del tamaño de los órganos, sino también de su irritabilidad.

………

»Las mujeres están dotadas de una irritabilidad más pronta y de una sensibilidad más exquisita{5}.

»La perfección, con la cual los sistemas nerviosos diferentes del encéfalo llenan sus funciones, no depende de ningún modo de la masa mayor o menor del cerebro, sino de su propia organización más o menos perfecta. ¿No vemos ciertos insectos dotados de un tacto, de un oído, de un gusto sumamente delicados, aunque su cerebro es muy sencillo y muy pequeño?{6}

»Vemos, además, que la naturaleza con masas cerebrales extraordinariamente pequeñas, llega a producir los efectos más admirables; quién no recuerda aquí la hormiga, la abeja, etcétera, &c.{7}

»Por más que el hombre esté organizado de la manera más perfecta, el ejercicio es indispensable para aprender a combinar muchas ideas relativamente a ciertos objetos{8}

Resulta, pues, que el mismo autor que da como cosa cierta la inferioridad intelectual de la mujer, apoyándose en el volumen menor de su frente, afirma que la energía de las funciones del cerebro no depende solamente de su tamaño; que con masas cerebrales muy pequeñas, la naturaleza produce los efectos más admirables; que la irritabilidad de los órganos influye en la energía de las funciones, con todo lo demás que acabamos de ver. Fijémonos bien en esta última circunstancia: la irritabilidad. Gall dice, y todo el mundo sabe, que el sistema nervioso de la mujer es más irritable; el vulgo dice que es más nerviosa, y está fuera de duda que su sistema nervioso tiene más actividad. Siendo, pues, más activo, ¿no podrá hacer el mismo trabajo intelectual con menor volumen? ¿No vemos esto mismo en muchos hombres más inteligentes que otros, cuya frente es mucho mayor? Cualquiera que haya observado cabezas y comparado inteligencias, ¿puede dudar de que en muchos casos la calidad de la masa cerebral suple la cantidad?

Además, según la experiencia lo aconseja, y el autor que vamos refutando lo hace, no se han de apreciar las masas cerebrales teniendo en cuenta su volumen absoluto, sino el relativo; de otro modo, el elefante y muchos cetáceos serian más inteligentes que el hombre. Apreciando, pues, como se debe el volumen de la cabeza de la mujer, no de una manera absoluta, sino relativa, ¿resultará menor que la del hombre? Si su cuerpo es menor, ¿no ha de serlo la masa cerebral?

No siendo el diámetro del occipital al frontal, que es mayor en la mujer, lo cual atribuye Gall al mayor desarrollo del órgano del amor a los hijos; no siendo este diámetro, decimos, todos los demás de la cabeza de la mujer son menores que los de la del hombre, o lo que es lo mismo, la cabeza de la mujer es más pequeña. Si fuera necesaria la igualdad de volumen para que la energía en las funciones fuese la misma, la inferioridad de la mujer sería para todo. Sus sentidos serían más torpes, y siguiendo a Gall en su clasificación de facultades, sería menor su circunspección, su instinto de localidad, su amor a la propiedad, su sentimiento de la justicia, su disposición para las artes, &c., &c. Nada de esto sucede: en la mayor parte de las facultades la mujer es igual al hombre; la diferencia intelectual sólo empieza donde empieza la de la educación. Los maestros de primeras letras no hallan diferencia en las facultades de los niños y de las niñas, y si la hay, es en favor de éstas, más dóciles por lo común y más precoces.

En la gente del pueblo, entre los labradores rudos y siempre que los dos sexos están igualmente sin educar, ¿qué observador competente puede decir con verdad que nota en el hombre superioridad intelectual? En los matrimonios de esta clase, la autoridad del marido se apoya en su fuerza muscular, de ningún modo en la de su inteligencia.

Dice el Dr. Gall que el órgano del cálculo está generalmente menos desarrollado en las mujeres que en los hombres; pero nunca hemos visto que los niños cuenten mejor que las niñas antes de aprender aritmética, ni que los hombres del pueblo que no la saben manifiesten mayores disposiciones para el cálculo que las mujeres.

Bien podría suceder también, que como la forma del cráneo depende de la del cerebro, y todo órgano aumenta con el ejercicio y disminuye en la inacción, bien podría suceder, decimos, que no cultivando las mujeres ciertas facultades, los órganos del cerebro correspondientes menguasen por falta de ejercicio; que esto contribuyese algo a su menor volumen, siendo efecto lo que se considera como causa.

Ya hemos dicho que, según el Dr. Gall: «Por más que el hombre esté organizado de la manera más perfecta, el ejercicio es indispensable para aprender a combinar muchas ideas, relativamente a ciertos objetos.» ¿Tienen las mujeres este ejercicio indispensable? ¿Pueden tenerle? Y si no le tienen, ni por regla general es posible que le tengan, ¿cómo combinarán muchas ideas relativamente a ciertos objetos, tarea que en efecto necesita una gran gimnasia intelectual?

El trabajo de la inteligencia está lejos de ser una cosa espontánea en el hombre. El temor, la necesidad, el cálculo, el amor a la gloria, vencen la natural repugnancia que por lo común inspiran las fatigas del entendimiento. El profesor y el discípulo necesitan un esfuerzo, grande por regla general, para habituarse a los estudios graves y a las meditaciones profundas. ¿Cómo las mujeres vencerán esta resistencia natural, cuando para vencerla no ven objeto; cuando se les dice que no la pueden ni la deben vencer, y cuando tienen para ello hasta imposibilidad material? Si ciertas facultades sólo se revelan con el ejercicio continuado, cuando este ejercicio falta, de que no se manifiestan ¿debe concluirse que no existen? ¡Extraña lógica! Tanto valdría afirmar que un hombre no tiene brazos, porque habiéndolos tenido toda la vida ligados y en la inacción, no puede levantar un gran peso. Y decimos grande, porque la mujer no aparece privada de ninguna de las facultades del hombre: como él, reflexiona, compara, calcula, medita, prevé, recuerda, observa, &c. La diferencia está en la intensidad de estas funciones del alma y en los objetos a que se aplican. Su esfera de acción es más limitada, pero no vemos que en ella revele inferioridad. La inferioridad, dicen, aparecería si la esfera se ensanchase. Esto es lo que no hemos visto demostrado con razones; esto es lo que nadie puede probar con hechos; esto es lo que importa mucho que se averigüe, y esto es lo que con el tiempo se averiguará. Palabras sonoras, pero vacías: autoridades, costumbres, leyes, rutinas, y el ridículo y el tiempo; esto es lo que suele traerse al debate en vez de razones. En tratándose de las mujeres, los mayores absurdos se sientan como axiomas que no necesitan demostración.

Ni el estudio de la fisiología del cerebro, ni la observación de lo que pasa en el mundo, autorizan para afirmar resueltamente que la inferioridad intelectual de la mujer sea orgánica, porque no existe donde los dos sexos están igualmente sin educar, ni empieza en las clases educadas, sino donde empieza la diferencia de la educación.

——

{1} Physiologie du cerveau.

{2} Gall. Physiologie du cerveau.

{3} Gall. Physiologie du cerveau.

{4} Gall. Physiologie du cerveau.

{5} Gall. Physiologie du cerveau.

{6} Gall. Physiologie du cerveau.

{7} Gall. Physiologie du cerveau.

{8} Gall. Physiologie du cerveau.



Capítulo III
Inferioridad moral de la mujer

Hay autores (les haremos el favor de no citarlos) que afirman la inferioridad moral de la mujer: hay leyes que no se comprenden si no son consecuencia de la misma opinión, y la suponen también algunas costumbres, aunque pocas, y próximas a desaparecer. En las costumbres, este error puede decirse que acaba, que está agonizando.

¿Qué es la superioridad moral? Comparando dos seres libres y responsables, es moralmente superior al otro aquel que tenga más bondad y más virtud, aquel que sienta menos impulsos malos o los enfrene con mayor energía, aquel que haga más bien y menos mal a sus semejantes, y para decirlo brevemente: aquel que sea mejor. ¿El hombre es mejor que la mujer? Investiguémoslo.

La bondad es sensibilidad, compasión y paciencia ¿El hombre es tan sensible, tan compasivo y tan paciente como la mujer? Suponemos que no habrá ninguno bastante obcecado para responder afirmativamente; más por si le hubiere, que al cabo existen en el mundo seres inverosímiles, nos haremos cargo de algunos hechos de tanto bulto, que quien no los vea podrá palparlos.

La paciencia de la mujer, facultad que tiene bien ejercitada, se echa de ver en todas las situaciones de la vida. Niña, empieza a auxiliar a su madre, a cuidar a sus hermanos pequeñuelos, a ocuparse en faenas minuciosas y en labores de un trabajo prolijo, que acepta sin murmurar, y a que sería difícil, sino imposible, sujetar a ningún niño. Madre, tiene con sus hijos una paciencia verdaderamente infinita, de que ni remotamente es capaz el hombre. Sin que creamos que todos los maridos son unos tiranos, sabiendo, por el contrario, que hay muchos, muchísimos muy buenos, y que casi todos son mejores de lo que debería esperarse dadas las leyes, las opiniones y el estado de inferioridad intelectual de la mujer, no obstante, no nos parece dudoso que, generalmente hablando, la paz de los matrimonios exige mayor paciencia de la esposa, que con pocas excepciones es la más paciente.

Teniendo menos fuerza, es providencial que la mujer tenga más paciencia; si no sucumbiría en una lucha fácil de provocar e imposible de sostener.

Que la sensibilidad de la mujer es mayor se ve harto claro, aun sin observarla; todo la conmueve, todo la impresiona más que al hombre. Se asusta, se exalta, se entusiasma, adivina antes que él. Su ¡ay! es el primero que se escucha, su lágrima la primera que brilla; los dolores le duelen más, y cuando el hombre se estremece, ella tiene una convulsión. El fisiólogo dice que es más irritable, el vulgo que es más débil; pero todos convienen, porque es evidente para todos, en que es más sensible.

¿Quién cuida del niño abandonado, del enfermo desvalido y del anciano decrépito? ¿Quién halla disculpa para todos los extravíos del triste? ¿Quién tiene lágrimas para todos los afligidos? ¿Quién no puede ver llanto sin llorar? ¿Quién padece con los que sufren y es compasiva, sino la mujer? ¿Cuándo el hombre se duele como ella de los ajenos dolores, ni con tanto afán les busca consuelo? En la plaza pública y en el hogar doméstico, en el hospital y en la inclusa, donde quiera que haya un dolor, la mujer aparece más compasiva que el hombre.

Siendo más paciente, más sensible y más compasiva, ¿no podremos concluir que es más buena?

Y si cuando se trata de consolar a los tristes la mujer se presenta la primera, ¿lo es también para hacer desgraciados, para causar mal? ¿Infringe los preceptos de Dios y las leyes humanas? ¿Ataca la honra, la vida y la propiedad con tanta frecuencia como el hombre? Aquí responden los números.

La mujer, más impresionable, menos educada, puesta a veces por la opinión en circunstancias terribles, oprimida otras por la fuerza brutal; reducida muchas a la miseria por la sociedad que le cierra la mayor parte de los caminos para ganar su subsistencia, escuchando el grito horrible de sus hijos hambrientos cuando no tiene pan que darles, recibiendo el bofetón ignominioso del desprecio público cuando ha sido débil, expuesta al tedio por falta de ocupación racional y útil, la mujer debía abandonarse a la desesperación con más frecuencia que el hombre y recurrir más veces al suicidio. Y, sin embargo, no es así; el ser débil soporta con mayor fortaleza una vida de dolores; lucha hasta caer herida por la mano de Dios omnipotente, y no por la suya culpable. La proporción varía de unos países a otros, pero en todos es menor el número de mujeres que se suicidan que el de hombres.

No falta quien diga que esto es cobardía ¡como si el suicidio fuera un acto de valor, y como si las mujeres no supieran arrostrar la muerte cuando el deber o la caridad lo mandan, como si retrocedieran ante el peligro en los cataclismos y las epidemias!

Las mismas causas que debieran impulsar al suicidio más mujeres que hombres, debían llevar mayor número a las cárceles. Más pobres, más despreciadas y con peor educación, están en las circunstancias más propias para ceder a las tentaciones del crimen y pagar mayor tributo a la prisión y al patíbulo. No sucede así. En ningún pueblo del mundo puede compararse la criminalidad de la mujer con la del hombre, ni por el número ni por la gravedad de los delitos. En los Estados-Unidos, donde están mejor educadas y tienen mayor facilidad de ganar el sustento honradamente, el número de mujeres criminales es tan corto, que al establecer el sistema penitenciario, creyeron los reformadores que podían prescindir de ellas. En España la proporción de criminalidad entre los dos sexos es de siete hombres por una mujer, y mientras en los hombres la cuarta parte de los delitos son contra las personas, entre las mujeres, uno de trece.

Cuando la mujer, en las malas condiciones en que está, hallando tantas dificultades para proveer a su subsistencia, careciendo de educación y siendo poco considerada, en general, se ve más en las casas de beneficencia y menos en las prisiones que el hombre; es decir, que hace a la sociedad más bien y menos mal, ¿no podremos afirmar que es mejor?

Observando con atención e imparcialidad no es posible desconocer la superioridad moral de la mujer. Sus pasiones son menos agresivas, y menos fuertes en ellas esos instintos cuya preponderancia conduce al crimen. El deseo de agradar, que torcido por una educación absurda la lleva con frecuencia a ridículas frivolidades, la hace muy sensible a la reprobación, y en muchos casos le sirve de freno. Tienen sus pasiones otro más eficaz, el sentimiento religioso, mucho más fuerte en ella que en el hombre. El temor de Dios la contiene, su amor la eleva y la purifica, y la esperanza en Él le da fortaleza y resignación; el sexo piadoso tiene en la piedad un elemento más para marchar con firmeza por el camino de la virtud y para levantarse cuando una vez ha caído.

Padres amantes que veis con tristeza el nacimiento de una hija porque prevéis para ella más penalidades que si fuera varón, calmaos, porque esta criatura, físicamente débil y sujeta a tantos dolores, tendrá la fortaleza de la resignación y el consuelo de la esperanza. Su mayor sensibilidad, origen de muchas tristezas, lo será también de muchas alegrías; las malas pasiones la arrastrarán menos veces, y en medio de la lucha recia con el mundo, le será más fácil hallar la paz del alma. Ni siempre que aparezca como víctima lo será en efecto, porque halla más goces en la abnegación que en el egoísmo. Si marcha más veces por los caminos de la tristeza, no frecuentará los de la culpa. Sus ojos derramarán lágrimas, pero casi nunca sus manos verterán sangre. No recibáis a la pobre niña recién nacida con desdén o con temor; dadle el ósculo de bienvenida, diciendo: ¡Hija del alma! Si tal vez eres menos afortunada por ser mujer, también serás mejor y más virtuosa.



Capítulo IV
La historia

Lo que se llama historia en la vida intelectual de la mujer es una patraña, porque no se puede hacer la historia de lo que no existe. Las mujeres no han tenido hasta aquí vida intelectual: algunas, venciendo todo género de obstáculos, se elevaron muy altas en las regiones del pensamiento, como otras tantas protestas que decían al hombre: –Calumnias a la mitad del género humano.– Pero a estos rayos de luz se les llamó una rara excepción, sin dudar ni un momento que pueda haber error ni daño en pensarlo así. Es de notar que en todos sus juicios acerca de las mujeres, los hombres se creen infalibles: su opinión es una especie de dogma; sus ideas artículos de fe. Aun los que están dispuestos a discutirlo todo, admiten mal la discusión en este terreno; parece que en él no se puede encender una luz sin incurrir en la nota de incendiario; que todo llamamiento es somatén, y que el orden ha de establecerse necesariamente en silencio y a tientas. Esta observación, de cuya exactitud puede cerciorarse cualquiera, debería dar a todos que pensar.

En los pueblos salvajes, la mujer, instrumento pasajero de placeres brutales, es horriblemente desdichada. Su feroz tirano la sacrifica y la abruma de trabajo y de dolor. Sin más ley que la fuerza ni más necesidades que groseros apetitos, oprime a la pobre esclava que no halla misericordia, porque su verdugo no sabe lo que es amor, compasión ni justicia; tampoco sabe lo que es felicidad.

La vida del bárbaro ya no es tan dura ni tan rudo su entendimiento. Empieza a pensar, a sentir, a guarecerse de la intemperie; su mujer le parece hermosa, y aunque con un amor grosero, la ama.

El hombre se civiliza, se hace más sensible, más humano, más justo; se mejora. Entonces, hasta sus necesidades materiales deben satisfacerse de un modo menos material; quiere adornar su casa y su persona, quiere que la mujer sea bella, y para esto necesita pensar en que al menos materialmente no sufra, y cuida en efecto de que sus sufrimientos no disminuyan sus atractivos: este egoísmo está ya muy lejos del egoísmo salvaje, y prueba bien que el hombre es mejor a medida que es menos grosero. Cuando da un paso más, cuando su corazón empieza a tener necesidades, cuando se apercibe que en aquel ser donde al principio no había visto más que belleza material hay tesoros de amor que pueden serlo de dicha para él, entonces el instinto se hace sentimiento, se purifica, se espiritualiza y el placer se convierte en felicidad. Pero veleidoso, busca el bien en uniones pasajeras, o grosero todavía, se deja arrastrar muchas veces por sus instintos brutales. Entonces aparece una religión que diviniza la castidad, santifica el amor, bendice la unión de los dos sexos y hace del matrimonio un sacramento. La mujer pudo creerse doblemente redimida por el que murió en la cruz.

Elevada a compañera del hombre, quedó moralmente rehabilitada. El guerrero del norte rompió lanzas por su belleza y por su virtud; su amor formó el caballero, hermosa creación que puso un freno a la fuerza, dio amparo a la debilidad y apoyo a la justicia. La virtud de la mujer fue una necesidad para la familia, y con su honra se identificó el honor del esposo y del padre.

Así ha vivido mucho tiempo elevada hasta el hombre por el corazón, considerada inferior a él porque era físicamente más débil, y la fuerza lo era todo en la sociedad. Pero la manera de ser de los pueblos cambia; empiezan a cultivarse las artes y las ciencias; al ejercicio de los músculos sucede el de las facultades intelectuales, y el mundo recibe leyes, no del que maneja con más bríos una lanza, sino del que discurre mejor. El hombre estudia, medita, sabe, y así como al principio de la civilización quiso adornar materialmente a la mujer para gozarse más en su hermosura física, ahora empieza a sentir un vacío, viendo que no puede asociarla a los altos goces de la inteligencia, y se ha preguntado: –¿La mujer podrá ser verdaderamente mi compañera?– Sus facultades intelectuales cultivadas, ¿podrán levantarse hasta las altas regiones del pensamiento?– ¿Su razón podrá comprender la mía y auxiliarla?–  A estas preguntas el hombre no ha respondido todavía; pero el problema se ha planteado y el tiempo despejará la incógnita.

En todas las cuestiones de sentimiento, de honra, de delicadeza y de conciencia, la mujer ha mostrado que llega a donde puede llegarse, apenas se la ha sacado del envilecimiento en que yacía. Tratándose de las facultades intelectuales, no ha podido hacer esta demostración por estarle vedado el terreno en que se cultivan. Alguna vez se ha entrado por él con gran trabajo y no pequeño peligro, recogiendo opimos frutos y siendo calificada, como hemos dicho, de excepción rara, y que no se admite como argumento en pro de su inteligencia. Algunos hechos hay, sin embargo, que hablan muy alto en favor de ella.

El hombre, padre cariñoso, no ha querido privar a su hija, porque no era varón, de la herencia paternal, y cuando las naciones se consideraban como el patrimonio de los reyes, a falta de varón, las mujeres han subido al trono. ¿Han dado a esa altura muestras de incapacidad intelectual? Cuéntese el número de reyes y de reinas en los países en que las hembras pueden ceñir la corona, y véase si no están en mayor proporción las reinas notables por sus talentos y aptitud para el mando. Isabel I, doña María de Molina, Isabel de Inglaterra, Cristina de Suecia, las Catalinas de Rusia, forman un grupo de mujeres inteligentes, que si se compara al corto número de las que han reinado, debe hacer pararse al más resuelto campeón de la inferioridad intelectual de la mujer.

En las artes se distinguen las mujeres a pesar de la desventaja con que las cultivan. Aunque por regla general, con menos instrucción que el hombre, no se muestran inferiores en la escena, y son cómicas, trágicas y cantantes eminentes. ¿Para esto no se necesita inteligencia, y mucha inteligencia?

En el trono y en el teatro, que es donde han podido brillar los talentos de la mujer, brillan, cuando menos, al par de los del hombre. ¿Qué razón hay para afirmar tan resueltamente, que en otros terrenos, si no se le vedasen, no manifestara igual aptitud?

Y si de los hechos públicos que pueden consignarse en la historia pasamos a los privados y observamos en el hogar doméstico, ¿quién no recuerda haber oído en su casa o en las ajenas, que muchas veces, comparando a los hermanos de diferente sexo, se dice: «Aquí están cambiados; la fulanita debía ser hombre, porque aprende incomparablemente mejor que su hermano, &c.» Al cabo de algunos años, las aventajadas facultades de la niña estarán por falta de ejercicio embotadas en la mujer, que parecerá vulgar, y el hermano habrá recibido un título académico, y será muy superior a ella, y su superioridad será un hecho, y un argumento poderoso en favor de la de su sexo.

En los adultos no educados no se advierte diferencia en las facultades intelectuales de los dos sexos. Tampoco se nota entre los niños y niñas de las clases educadas. Problema: Para las personas que reciben educación, ¿A qué edad empieza la superioridad intelectual del hombre? Se puede ofrecer un buen premio al que le resuelva, en la seguridad de que no le alcanzará nadie. La cuestión así planteada, ¿no parece ridícula? Seguramente, porque la lógica del absurdo lleva al dolor o al ridículo.

La historia, es decir, la experiencia, o calla o dice: La inteligencia de la mujer no es inferior a la del hombre.

——

Terminando este escrito llega a nuestras manos uno en que se da noticia de la instrucción superior de las mujeres en los Estados-Unidos. Por él se ve que la cuestión de si la inteligencia es igual en los dos sexos, esta de hecho resuelta afirmativamente. Copiaremos algunos párrafos de M. Trippeau, que es el autor de esta interesante noticia. Dice así:

«No fueron los pobres maestros de escuela los que menor tributo pagaron a la muerte en esta guerra (la de los Estados del Norte con los del Sur). Del Estado de Connecticut solamente se alistaron 2.500 en el ejército del Norte y han sido contados los que han vuelto a su hogar. Fue necesario, pues, que las maestras se multiplicaran para sustituirlos, y así se verificó; de tal modo, que de cada 100 escuelas de los Estados-Unidos, 70 se hallan dirigidas por mujeres.

»Las consecuencias de la guerra han sometido el talento de las mujeres a una nueva prueba. El triunfo del Norte sobre el Sur ha rescatado una población de negros calculada en 4.000.000 de almas que gemían sujetas a la ominosa esclavitud. La religión y la humanidad, como era consiguiente, se ocupan en aliviar la suerte de los infelices, que al día siguiente de ser manumitidos se veían arrojados por sus señores y obligados a buscar el sustento y el de sus hijos en el trabajo. Pero en los Estados-Unidos no podían faltar numerosas asociaciones para la fundación de escuelas, y en efecto, en los del Norte se fundaron más de 6.000 para los niños negros de ambos sexos. Con este motivo se hizo un llamamiento entusiasta a las personas bien acomodadas, de esas que allí se asocian siempre, y ya como por costumbre, a todos los actos de beneficencia, y desde el año de 1863 se han establecido 4.000 escuelas para la juventud de color en los Estados del Sur.

»La enseñanza en estos nuevos centros de caridad y de instrucción se han encomendado a las mujeres, a estas generosas misioneras de la ciencia, que no han vacilado en abandonar su país y sus familias para consagrarse a un trabajo penoso de suyo, y más todavía por la acogida poco benévola que de ordinario encontraban en las poblaciones donde se establecían. Yo he tenido ocasión de verlas en el ejercicio de sus funciones, y no sé qué admirar más, si su celo e inteligencia, o los sorprendentes resultados de su enseñanza. Así se explica, que en las memorias anuales de los inspectores de las escuelas públicas, se consigne siempre por estos funcionarios, que las mujeres demuestran en el magisterio una inteligencia, una habilidad y un tacto, que difícilmente se encontraría en los hombres, hasta el punto, de que si de algo se las puede motejar, es del excesivo ardor con que se entregan al trabajo, a veces con perjuicio de su salud.

»La enseñanza en las escuelas públicas de los Estados-Unidos dista mucho de hallarse encerrada en los límites de la que nosotros llamamos instrucción primaria; puesto que comprende las materias de la escuela elemental, las de los colegios de enseñanza especial y la mayor parte de las que son propias de los Liceos (Institutos en España), y con ser así, se dispensa gratuitamente a los alumnos de ambos sexos, desde cinco hasta diez y ocho años, Latín, Griego, Alemán, Francés, Historia (en particular de los Estados-Unidos), Geografía, Literatura, Aritmética, Algebra, Geometría, Astronomía, Física, Química, Historia natural. Anatomía; todas estas lenguas y ciencias se enseñan así a las niñas como a los niños, reunidos en las mismas escuelas, en las mismas salas, y generalmente sentados en los mismos bancos.

»Ahora bien; como hay muchos Estados que para la enseñanza prefieren decididamente a las maestras, calcúlense los conocimientos que deberán atesorar para obtener su título de capacidad. Así es, que nada asombraría tanto a un habitante de Nueva-York, de Boston o de Filadelfia, como el que se tratase de convencerle, de que entre las diferentes ramas de los conocimientos humanos, hay algunas que deben reservarse a los hombres con entera exclusión de las mujeres.

——

»Mr. Vassar, enriquecido por el comercio, concibió la idea de consagrar su pingüe fortuna a la creación de un gran establecimiento de enseñanza, en donde las jóvenes pudieran recibirla tan vasta como la que se da a los varones en los mejores colegios de los Estados-Unidos. Para realizar semejante proyecto se puso en relación con los hombres más entendidos, de los que en diferentes países se dedicaban a elevar por medio de la enseñanza el nivel intelectual de las mujeres, y en 1861 puso por obra su plan, que había meditado mucho, y fundó el colegio que de su nombre se llama Vassar.

»E1 día en que la Legislatura de Nueva-York, aceptando el ofrecimiento hecho por el Señor Vassar, decretó la incorporación de este colegio a la Universidad, es una fecha importante en la historia de la instrucción pública de los Estados-Unidos, porque en ella quedó solemnemente reconocido el derecho de la mujer a recibir la enseñanza superior, hasta entonces reservada a los hombres, proclamándose con no menos solemnidad el principio de igualdad, de inteligencia en ambos sexos.

——

»La edad de catorce años es la fijada para que las alumnas sean admitidas en el colegio, en donde los estudios duran cuatro años. Para cursar el primero de éstos se requiere que las aspirantas sepan traducir y comentar de César (4 libros), de Cicerón (4 discursos), de Virgilio (6 libros), y que hayan estudiado Álgebra hasta las ecuaciones de segundo grado, Retórica y un compendio de Historia general.

»La enseñanza de los cuatro años comprende: las de las lengua latina, griega, francesa, alemana, e italiana; la de las matemáticas, física, química, geología, botánica, zoología, anatomía, fisiología, retórica, literatura inglesa, literatura extranjera, lógica y economía política.»

——

»La consideración más importante que nos inspira el colegio Vassar, es que las alumnas no resultan inferiores bajo ningún concepto, y sean cualesquiera los estudios a que se dediquen, a los jóvenes de los demás colegios que tienen la misma edad y circunstancias. De ello he podido convencerme plenamente asistiendo, como lo he hecho, a todas las clases, y viendo a las alumnas siempre dispuestas a contestar con el mayor lucimiento a cuantas preguntas se les dirigían. Iguales resultados he tenido ocasión de observar en los demás establecimientos de enseñanza superior destinados a las mujeres.»

Estos hechos, ¿no son de bastante bulto para hacer dudar siquiera a los que temen más comprometer su infalibilidad que su justicia, y llaman bueno al camino trillado, sueño a todo lo que no se ha realizado, peligro a cualquiera innovación, trastorno al movimiento, y creen atentatorio a la dignidad del género humano que se eleve el nivel intelectual de la mitad de él?

Todavía queda por algún tiempo el recurso de negar hechos que no son muy conocidos; pero día vendrá en que sean evidentes y abrumadores para los que miran con desdén las teorías. Día vendrá en que los hombres eminentes que hoy sostienen la incapacidad intelectual de la mujer, serán citados como prueba del tributo que a veces pagan a su época las grandes inteligencias, y se leerán sus escritos con el asombro y el desconsuelo que causa ver en los de Platón y Aristóteles la defensa de la esclavitud.



Capítulo V
Consecuencias para la mujer de su falta de educación

El error de que las facultades intelectuales de la mujer son inferiores, y muy inferiores a las del hombre, tiene fatales consecuencias como todos los errores, y más que muchos. Los hay que se podrían llamar simples y otros compuestos; el que tratamos de combatir hoy es de los últimos, y sus resultados se extienden y ramifican al infinito. Aunque la injusticia y el error son malos para todos, aunque cuanto perjudica a la mujer es en perjuicio del hombre, y no puede haber cosa mala para entrambos que sea buena para la sociedad; a fin de fijarnos mejor, veamos algunas consecuencias de la supuesta inferioridad de la mujer.

Primero. Para ella.

Segundo. Para el hombre.

Tercero. Para la sociedad.

En el orden moral la mujer se encuentra rebajada, porque no se puede separar la moralidad de la inteligencia. De aquí el que la legislación la haya tratado como menor en muchos casos, dado poco valor a su testimonio, y que sólo por las necesidades de la justicia, a impulsos de la conciencia e incurriendo en grave contradicción, se la iguale al hombre. Esta desigualdad ante la ley la perjudica, no sólo por los derechos de que la priva, sino por lo que disminuye su prestigio. Rebajada la mujer en el concepto de todos y en el suyo propio, no reclama, no puede reclamar ni aun los derechos que tiene. Todo lo ignora, todo lo teme, todos se atreven a vejar a una mujer sola, y la letra de la ley es muerta cuando la favorece, si no hay una persona del otro sexo que haga valer su justicia. Estos valedores son rara vez desinteresados, y por regla general la engañan y la explotan, sin que pueda evitarlo, sin que lo intente siquiera, porque ella es la primera convencida de su inferioridad.

Las desdichas que esto le acarrea no tienen cuento: soltera, ve disminuirse y tal vez desaparecer el fruto de los sudores de su padre; viuda, mira acaso sumidos en la miseria a sus hijos, que podrían vivir holgadamente sin su incapacidad para los negocios; soltera, casada o viuda, es tenida y se tiene por incapaz de ninguna profesión que exija inteligencia, y esto es lo más grave de todo.

La ley prohíbe a la mujer el ejercicio de todas las profesiones: sólo en estos últimos tiempos se la ha creído apta para enseñar a las niñas las primeras letras.

La opinión ha sacado las últimas consecuencias de estas premisas y ha ido mucho más allá que la ley. En cuanto un trabajo, aunque sea mecánico, exige alguna inteligencia, no se permite a la mujer que en él tome parte, ni ella lo intenta. Cosa bien material es copiar, pero como es preciso, o por lo menos conveniente tener ortografía, no hay escribientas. Bien propios para las delicadas manos de una mujer son los trabajos de relojería, pero como conviene saber un poco de mecánica, aunque sea rutinaria, ya no hay relojeras. Así podríamos continuar haciendo una larga lista de oficios lucrativos que no exigen fuerza muscular y a que no pueden dedicarse las mujeres. En cambio llevan grandes pesos, sobre todo en algunos países: son lavanderas, &c.

Hay muchos oficios que no exigen mayor inteligencia que otros a que se dedican las mujeres, monopolizados no obstante por los hombres, nada más que porque así es costumbre. Esto consiste en que la vida toda de la mujer está encadenada a la rutina; en que el uso, bueno o malo, es para ella ley; y en que el ridículo la amenaza apenas quiere salir del carril trazado. ¿Cómo con su falta de iniciativa, con su debilidad y la idea que tiene de su incompetencia, podrá superar tantos obstáculos? No lo intenta. Su trabajo queda reducido a ocupaciones cada día menos retribuidas, porque las máquinas le hacen una competencia imposible de sostener, y si resta alguna tarea a que pueda dedicarse, acuden tantas operarias, que precisamente les ha de dar la ley, y una ley dura, el que les dé trabajo.

Si se exceptúa alguna artista, alguna maestra y alguna estanquera, en ninguna clase de la sociedad la mujer puede proveer a su subsistencia y la de su familia. Hija, no puede auxiliar a sus padres ancianos; esposa, no puede ayudar al esposo; madre, se ve en el mayor desamparo si la muerte la deja viuda o la perversidad de su marido la abandona. De aquí la miseria y la desdicha bajo tantas formas; de aquí la prostitución y los matrimonios prematuros o hijos del miserable cálculo y triste necesidad, porque el matrimonio es la única carrera de la mujer.

El concienzudo autor que ha estudiado la prostitución en París, observa, que la mayor parte de las mujeres que figuran en los afrentosos registros, habían sido lanzadas por la miseria al abismo de la prostitución. ¡Cuántas víctimas se le arrancarían si se dejaran a la mujer expeditos todos los caminos para ganar honradamente su subsistencia, si la ley y la opinión no le creasen obstáculos por todas partes, si no tuviera que sostener una lucha en que es a veces tan difícil que triunfe su virtud!

La prostitución es para la mujer el más horrible de los males, y repetiremos con este motivo lo que decíamos hace años en un libro impreso, pero no leído.{9}

«Nunca se conmueve tan tristemente mi corazón, como al entrar en un hospital de mujeres donde se curan las enfermedades consecuencia de la prostitución. Allí las enfermas no suelen quejarse; saben que a nadie inspiran lástima, y procuran sofocar el dolor físico lo mismo que el dolor moral con chanzas obscenas, y con blasfemias y con carcajadas que, como las de un loco, hacen llorar. Quieren embriagarse con el vicio, no les queda otro recurso; quieren escupir sobre las cosas santas parte del desprecio que inspiran; quieren negar lo que para ellas está vedado; quieren reírse del mundo para vengarse del dolor que les causa. ¡Pobres mujeres! Son y se sienten desdichadas, y lo confiesan cuando llega a su lado alguna de esas almas que tienen bastantes lágrimas de compasión para sofocar el fuego siniestro que brilla en la pupila de la prostituta. ¿Quién puede mirar sin profunda lástima aquel ser tan infeliz y tan degradado, que lleva su extravío hasta hacer gala de lo que debía causarle vergüenza? ¿Quién no se aflige al ver a aquella mujer que fue inocente y fue pura, que pudo ser respetada, querida, y hoy para ganar pan arroja su cuerpo al muladar del vicio que le envenena, vende por algunos reales a un hombre repugnante el derecho de trasmitirle una enfermedad asquerosa, y pasa continuamente de los brazos de la lujuria a la cama del hospital, donde a nadie inspira compasión, donde a todos causa desprecio y asco, donde se la cura para que vuelva a servir como a un animal que enferma y curado puede ser útil? Digo mal; esta comparación no da todavía idea de lo que inspira en el hospital la mujer deshonesta, cuando sus mismas compañeras se burlan de sus dolores, y cuando el practicante, al cortar o quemar sus carnes, le dirige por vía de consuelo alguna obscena chanza. Si no muere joven, ¡qué cosa más digna de compasión que su vejez anticipada y su muerte que nadie llora!

»La mujer criminal es sin duda más odiosa, pero no hay nada tan despreciable como la mujer deshonesta; no hay hombre tan vil, que no se juzgue superior a ella y la desdeñe. Como la primera necesidad de su ser moral es inspirar amor y sentirlo, como por más que haga la mujer no puede ser feliz, sino queriendo y siendo querida, la mujer deshonesta es profundamente desgraciada; cuando dice otra cosa, miente, y mentiras son su gozo cuando parece alegre, su contento cuando canta y su satisfacción cuando ríe. Si pudiera verse el corazón de las mujeres impúdicas que por algún tiempo parecen dichosas, se vería su desgracia como una llaga incurable, cubierta con paño lujoso: y digo algún tiempo, porque si la felicidad fuera posible, no dudaría más que su hermosura, que dura bien poco.»

A esta inmensa desdicha de la mujer contribuye eficazmente la falta de educación y la imposibilidad en que muchas veces se halla de ganar honradamente su subsistencia, por no poder ejercer ninguna profesión ni oficio lucrativo.

Es preciso ver cómo viven las mujeres que no tienen más recursos que su trabajo; es preciso seguirlas paso a paso por aquel via crucis tan largo, luchando de día y de noche con la miseria, dando un adiós eterno a todo goce, a toda satisfacción; encerrándose con su destino como con una fiera que quiere su vida, y que la tiene al fin, porque la enfermedad acude y la muerte prematura llega. ¿Cómo no ha de llegar, llamada por la pestilente atmósfera de la reducida habitación, por la humedad y el frío intenso y el excesivo calor, y la mala comida y escasa, y el trabajo continuo que no basta para libertar de la miseria a los seres queridos, y tantas penas del alma, y tantas lágrimas de los tristes ojos a los que no trae alegría el sol al salir, ni promete descanso la campana que toca la oración de la tarde? Quien ve estas existencias y las comprende y las siente, se admira de que no sea mayor el número de las prostitutas, de las suicidas, de las criminales, y cree en Dios y en su conciencia, que debe pedir educación para la mujer, que debe reclamar para ella el derecho al trabajo, no en el sentido absurdo de que el Estado esté obligado a darle, sino partiendo del principio equitativo de que la sociedad no puede en justicia prohibir el ejercicio honrado de sus facultades a la mitad del género humano.

Y aunque no giman luchando con los horrores de la miseria, y aunque no se vean unidas a un hombre que no aman o que les es antipático, y aunque no se atropelle su derecho y no se menoscabe su hacienda, ¡cuántos sinsabores y cuánto tedio acibaran la vida de la mujer por su mala educación!

Falta de autoridad en las cosas que no son de su competencia, es decir, en todo lo que no se refiere a los cuidados domésticos, ve extraviarse el esposo o el hijo, lo siente con su instinto o lo percibe con su natural razón, y se esfuerza para apartarlos del mal camino; pero se esfuerza en vano, porque le imponen silencio con un –¿Qué entendéis las mujeres de esto?– y le es preciso callar hasta que llore los males que había previsto y que su falta de prestigio no pudo evitar. Harto frecuente es ver que los hombres cometen los desaciertos y las mujeres sufren sus consecuencias; que la que el día del consejo no fue escuchada, el día de la desventura tenga la primera voz para la resignación, y el consuelo y el sacrificio.

El tedio es otra consecuencia de la falta de educación en las mujeres; muchas temen los días de fiesta. Y no se crea que el tedio es un mal de poca importancia y que no puede influir poderosamente en la felicidad doméstica y poner en riesgo la virtud: tal vez es un enemigo más terrible que el dolor. El dolor es activo, se gasta con el tiempo, se alivia; el tedio es una cosa pasiva, es un vacío que se siente siempre lo mismo, si no se siente más. El dolor ocupa, no deja a la imaginación que se extravíe más que en una dirección: si alguna vez da oídos a la tentación del crimen, rechaza las sugestiones del vicio; el tedio puede escuchar todas las voces tentadoras, tiene caminos para todos los extravíos, y no hay aberración que en un momento dado no pueda servirle de espectáculo. El dolor es motivado, impone respeto; el fastidio vago, sin causa determinada, halla poca tolerancia: el dolor hiere, el fastidio corroe.

En la vida íntima, una mujer muy fastidiada es difícil que no sea muy fastidiosa, a menos que tenga grandes tesoros de cariño y de bondad; y más difícil aún que el hombre tolere paciente un malestar a su parecer inmotivado. Su esposa tiene que comer y que vestir, y la casa bien amueblada; ni sus hijos le dan disgustos, ni él tampoco; todos disfrutan salud; ¿qué le falta a aquella criatura, y por qué se le ha de tolerar su mal humor, a ella que, más joven, tenía tan buen carácter? No se lo tolera, y se impacienta, y la paz se turba, y le es desagradable su casa, y tal vez busca otras satisfacciones culpables.

El hombre que no halla razón para tolerar el mal humor de su compañera, no repara que su amor se ha convertido en amistad, acaso tibia; que sus hijos no la ocupan ya incesantemente como en la infancia; que se van de casa a sus ocupaciones y a distraerse como él, y que su mujer pasa la vida casi sola. Los cuidados domésticos la ocupan, pero no lo bastante; no pueden satisfacer las necesidades de su ser moral e intelectual, y cuanto más activa sea y más inteligente, estará peor.

Si es devota, corre riesgo de hacerse beata; si no lo es, está en peligro de disiparse, arruinando a su marido con lujo y diversiones, suponiendo que no le deshonre con excesos; cuando no le suceden ninguna de estas dos cosas, se fastidia en el hogar doméstico, siendo realmente desgraciada. El tedio es una enfermedad del entendimiento que no acomete sino a los ociosos. Las ocupaciones de la mujer no le ocupan más que las manos; llega un tiempo en que a fuerza de abusar de ella en trabajos minuciosos, casi microscópicos, la vista le falta, y hasta la ocupación manual queda reducida a muy poca cosa.

Si las mujeres no tuvieran facultades intelectuales, debían estar satisfechas cuando no sienten grandes penas en el corazón, ni les falta lo necesario para la vida material; no obstante, no es así. Tal vez se nos arguya diciendo que incurrimos en un error de hecho; que las mujeres a que aludimos, cuando no se quejan, prueba es de que se encuentran bien, y que su desdicha es obra de nuestra imaginación o del deseo de hallar argumentos en confirmación de nuestras opiniones.

No son los hechos una cosa tan fácil de ver como se cree. ¡Cuántos hombres tocan los desdichados efectos del tedio de su mujer sin sospechar la causa! ¡Cuántas mujeres se hallan mal, o tal vez son desgraciadas sin que acierten por qué, y miran como inevitable su malestar, atribuyendo a sus nervios, a su desdicha o a su culpa, lo que es consecuencia de la inacción de sus facultades más nobles!

El tedio de la mujer hace grandes estragos en la paz doméstica; enemigo invisible y poderoso, parece como que se identifica con las existencias que envenena, y se presenta con el poder de la fatalidad. Es probable, es casi seguro, que muchos lectores creerán que exageramos sus consecuencias; pero todo el que le observe con atención se convencerá del daño que hace, de que produce un malestar en la mujer que se comunica a la familia, y es como ciertas enfermedades que revisten mil formas, pero cuyo origen es el mismo. Fuera de los casos excepcionales de virtud heroica o bondad sublime, cierto grado de malestar es un obstáculo insuperable para derramar el bien en derredor de sí; y cuando se derrama, hay siempre en él una acritud o una melancolía que revelan su triste origen.

Todos estos inconvenientes y otros muchos se remediaban con que las mujeres tuvieran ocupaciones útiles y racionales, ocupaciones que las ocupasen, y en que entrase en mayor o menor escala el ejercicio de las facultades más nobles. Las personas que empleen todas las que han recibido de la naturaleza, serán desgraciadas cuando Dios les mande alguna terrible prueba, pero no se fastidian nunca: el tedio es hijo de la ociosidad.

Otro inconveniente de no levantar el espíritu de la mujer a las cosas grandes, es hacerla esclava de las pequeñas. Las minuciosidades inútiles y enojosas, los caprichos, la idolatría por la moda, la vanidad pueril, todo esto viene de que su actividad, su amor propio, tiene que colocarse donde puede, y hallando cerrados los caminos que conducen a altos fines, desciende por senderos tortuosos a perderse en un intrincado laberinto. Las necesidades verdaderas, según la clase de cada uno, tienen límites; no los hay para las del capricho y la imaginación, que pide al lujo goces acaso incompatibles con la honra. La mujer se hace esclava del figurín y de la modista, cifrando su bienestar en la elegancia y la riqueza de su traje, y en que la casa esté lujosamente amueblada. Hay pocas disposiciones de nuestro espíritu con tendencias tan invasoras como la vanidad: se desborda si no se le pone coto. ¿Y cómo podrá contrarrestarla con sólidos diques el entendimiento de la mujer sin educación y sin ejercicio? Lejos de hallar grandes obstáculos, la vanidad encuentra poderosos auxiliares en las ocupaciones, en los hábitos, en los devaneos intelectuales de la mujer, y así hace en ella tantos estragos; al verlos se llaman inclinaciones innatas a las monstruosidades engendradas por el error, e imperfecciones naturales a la ignorancia de la naturaleza o a la impiedad de querer desfigurar con mano sacrílega la obra de Dios.

Es una inmensa desdicha para la mujer el dar mucha importancia a lo que tiene poca poniéndose bajo el yugo de las cosas pequeñas. Como son tantas, la desgracia puede venirle de muchas partes, y a veces sin voluntad o sin remordimiento del que la envía. En estas penas desproporcionadas al mal que las causa, se sustituye el ridículo a la gravedad; la prueba no proporciona triunfos a la virtud, ni da la resignación ejemplo, ni purifica el dolor. La existencia de la mujer se ve muchas veces como acribillada por un enjambre de insectos que llegan uno a uno, fáciles de aniquilar aislados, irresistibles reunidos, y no los pisa, no los aniquila, porque ha aprendido en mal hora que es para ella imposible. ¡Cuántas veces se parece su abatimiento al de aquel loco, inmóvil en su asiento, porque creía que era una gruesa cadena el hilo con que estaba atado!

¿Hay para la mujer más desdichas creadas o agravadas por la inactividad de sus facultades intelectuales? Sí, hay otro mal que extremece: la pasión; fiero enemigo ante el cual se halla sin defensa, ¿qué decimos defensa? le presta auxilio poderoso todo su modo de ser tal como la sociedad le ha forjado en el terrible yunque de su voluntad ciega.

No es ya la mujer la hembra del bárbaro o del salvaje, embrutecida y mártir, que apenas tiene fuerza ni tiempo más que para resistir el dolor y la opresión: no es tampoco la mujer de Oriente cuya belleza física se precia escarneciendo la hermosura de su alma; el hombre ha comprendido que su corazón es un tesoro, y la mujer del mundo civilizado y cristiano, moralmente rescatada de su largo cautiverio, es amada, puede amar, ama: sus facultades afectivas se han reconocido antes que sus facultades intelectuales, y su corazón no se halla dentro de un círculo de hierro como su inteligencia. Así era necesario; el hombre siente antes que piensa. El cariño, si no es mutuo, no puede ser dichoso, y el hombre no podía prohibir a la mujer el sentimiento, sin vedarse a sí propio la felicidad. En el mundo de los afectos, la mujer tiene ya personalidad, nadie le niega su competencia y su derecho.

Tal es la situación de la mujer: abiertos todos los caminos del sentimiento, cerrados todos los de la inteligencia. Impresionable y amante por naturaleza, toda su actividad se lanza por el único camino que no le está vedado.

Amar para ella es la vida, toda la vida; el amor es a la vez un recurso, una ocupación, un sentimiento, y ama sin medida, ciegamente, con locura, con delirio, porque sin el amor, sin algún amor, su existencia es la negación, es la nada. Así se la ve recorrer apasionadamente la escala de todos los amores, los sublimes como los ridículos, desde el santo amor de Dios, al que le inspira su perro o su gato. Más impresionable, más amante que el hombre, para no verse arrastrada por la pasión, necesitaba mayor contrapeso que él, y no tiene ninguno. El hombre cultiva sus facultades intelectuales, preparando así el equilibrio, ya por la actividad que se reparte, ya por el adversario que el día de la lucha hallarán los afectos en la razón ilustrada. El hombre tiene una vida activa y necesidad de prestar atención a las cosas exteriores y de concentrarla en los trabajos del espíritu; así puede prestar menos al sentimiento, teniendo contra sus extravíos armas poderosas para defenderse. Su existencia es compleja, el bien y el mal tienen muchos caminos, pero lleva en sí medios variados para buscar el uno y huir el otro.

La vida de la mujer es sedentaria y monótona: no tiene ni actividad ni variedad. Si es vulgar, admite el amor, cualquier amor, como pasatiempo; si no lo es, ama con vehemencia, con pasión. Toda la febril actividad de su alma se concentra en un solo punto; ninguna cosa la distrae de su peligroso éxtasis, y el día que se extravía, nada la contiene, y el día que se aflige, nada la consuela, porque un ser era la luz de sus ojos, y cuando la pierden quedan en la oscuridad y ven extrañas visiones. El mundo con sus trabajos, con sus ruidos, con sus hechos, no turbó sus sueños de felicidad ni consolará las realidades de su desgracia. En sí no halla recursos para combatir la pasión, que es la única forma en que concibe la vida. Su dicha no tiene más que un molde; roto éste es imposible. Hará oír el gemido de la mujer piadosa o la carcajada de la prostituta, y según el camino que elija, será digna de desprecio o de respeto, pero nunca será feliz. La pasión para el hombre es un torrente, para la mujer un abismo.

Tal es la situación de la mujer en el mundo civilizado y cristiano, en que tiene grande actividad la parte afectiva de su alma, mientras permanece en letargo su inteligencia. Más impresionable y más amante por naturaleza, todos los amores de la mujer serán siempre más vehementes, pero con otra educación, más y mejor ocupada, atrayendo una parte de su actividad a sus facultades intelectuales, que pudieran en el día de la lucha hacer de contrapeso, servir de faro y llenar un vacío; la mujer no se vería indefensa contra la pasión que clava en ella la garra, destrozando sus entrañas. De todas sus grandes desdichas ésta es acaso la mayor. Para la mujer vehemente y apasionada, inevitables son las borrascas de la vida, lo sabemos; pero si ha de lanzarse al mar tempestuoso, no privarla siquiera de brújula y de timón.

La inteligencia que ha profundizado más en el estudio de las pasiones, Mad. Staël, dice: «...las leyes mismas de la moralidad, según la opinión de un mundo injusto, parecen suspendidas en las relaciones entre las mujeres y los hombres; pueden ser buenos y haberlas causado el más horrible dolor que a un mortal le es dado producir en el alma de otro; pueden engañarlas y pasar por veraces; en fin, pueden recibir de una mujer servicios, pruebas de abnegación que unirían a dos amigos, a dos compañeros de armas, deshonrando al que fuese capaz de olvidarlas; pero si estas mismas pruebas las recibió de una mujer, a nada queda obligado, atribuyéndolo todo al amor, como si un sentimiento, un don más, disminuyera el precio de los otros.»

Esto es evidente. Que hay una moral para las relaciones de los hombres entre sí, y otra para su trato con las mujeres; que con ellas los compromisos, la palabra empeñada, el honor, la gratitud tienen una significación distinta, no es cosa que puede ponerse en duda. Un hombre puede ser mil veces infame, y con tal que lo sea con mujeres, pasará por caballero; puede ser vil, y gozar fama de digno; puede ser cruel, sin que le tengan por malo.

¿Cuál será la causa de este increíble absurdo que apenas se nota? ¿Tal es la desdichada facilidad con que nos acostumbramos a respirar la atmósfera del error? ¿Cómo hay dos criterios, uno aplicable al mal que hacen a las mujeres, y otro al que pueden hacerse los hombres entre sí? La razón de esto es la supuesta inferioridad de la mujer; nada puede ser mutuo entre los que no se creen iguales. ¿A qué se juzga obligado, moralmente hablando, un orgulloso aristócrata con el último de sus criados? A muy poca cosa. Y si le habla y le considera y le compadece y no le falta en nada, dígalo o no, cree hacerle un favor, y llama a su deber caridad. A medida que sus inferiores se aproximan a él, les concede más derechos, es decir, cree que tiene más deberes, y no le parecería decente mirar a su mayordomo o a su contador como a su mozo de cuadra.

Si recorremos la escala de las relaciones que los hombres tienen entre sí, veremos que para con el esclavo, ser inferior, vil y despreciado, apenas hay más que derechos: a medida que el hombre se levanta en la ley y en la opinión, y le creemos más semejante, el número de nuestros deberes se va aproximando al de nuestros derechos, hasta la perfecta igualdad, en que no hay derecho que no imponga un deber.

Si el hombre no se cree obligado con la mujer como con otro hombre, es porque la juzga inferior, y tan cierto es esto, que la opinión le permite perjudicar a una criada mucho más que a una señora, y a medida que su víctima desciende en la escala social, puede subir él en la de la maldad, sin que le llamen malvado.

Hay mujeres que se quejan del matrimonio, atribuyendo a la institución que más las favorece, los males que vienen de otra parte. No hay contrato que establezca igualdad ni deberes mutuos entre dos seres, de los que uno se cree más perfecto que el otro. El mal no está, pues, en el matrimonio, que favorece mucho a la mujer, dadas sus condiciones, sino en la desventaja con que va a él, siendo inferior en la opinión y en la realidad, porque inferior es su inteligencia no cultivada.

Bajo cualquier aspecto que se considere la vida de la mujer, se ve la necesidad de educarla y las tristes consecuencias de que no se eduque. Físicamente más débil, necesita suplir con la inteligencia la falta de fuerza muscular; más impresionable, más vehemente, ha menester educar sus facultades intelectuales para que sirvan de contrapeso a los extravíos de su imaginación y a los ímpetus de su vehemencia. El hombre, no obstante, le cierra los libros del saber, y ¡cosa increíble! le permite que abra los que pueden hacerle un daño incalculable, y no lleva a mal que se envenene con novelas inmorales y que resabie su entendimiento con lecturas frívolas: más lógico y más racional era no enseñarla a leer. Combate el tedio con las novelas, y las novelas, ¿con qué las combatirá? Bebidas hay que aumentan la sed, y distracciones que, buscadas para llenar un vacío, le hacen mayor.

La falta de educación, tan fatal para la mujer, ¿es ventajosa para el hombre? Investiguémoslo.

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{9} Carta a los delincuentes.



Capítulo VI
Consecuencias para el hombre de la supuesta inferioridad de la mujer

Con decir que la mujer es la compañera del hombre; que hija, madre, esposa, hermana, marcha con él por el camino de la vida; que unidos arrostran sus borrascas y atraviesan sus desiertos, parece que se ha dicho que el hombre está interesado en que esa criatura que ha de ir con él, de la que no puede separarse, sea todo lo fuerte, todo lo perfecta, todo lo parecida a él que fuere posible, para que le ayude más, para que le comprenda mejor, y en fin, para que su compañía en muchos casos no le deje enteramente solo. Esta verdad es tan clara, que no debería necesitar explicación alguna; pero como el hombre parte para formular sus opiniones y sus leyes de los errores opuestos, necesario es combatirlos por su propio bien que desconoce.

Hay casos en que el hombre empieza a sentir antes de nacer las fatales consecuencias de la inferioridad de la mujer.

La pobre madre abandonada por su amante o por su marido, o viéndolos enfermos, necesita dedicarse a un trabajo superior a sus fuerzas, no tiene pan, sufre amarguras y dolores punzantes, que influyen en la criatura que lleva en su seno. ¡Quién sabe si la expondrá en el torno de una inclusa, si la inmolará tal vez!

Si la mujer mejor educada fuese menos crédula, si su imaginación y sus instintos tuvieran el contrapeso de una razón más cultivada y de una ocupación más racional, ni sería débil tantas veces, ni abandonaría tantas el fruto de una unión ilegítima, por la imposibilidad de sostenerle sola.

En las clases elevadas, el tedio, la excitabilidad, las exigencias caprichosas que producen tempestades domésticas, la falta de higiene, la presión del vientre, y tantas otras cosas análogas que ocasiona o exagera la educación frívola de la mujer, ¿no influyen en el hijo que lleva en su seno?

Nace este, y aun favorecido por la fortuna, difícil será que no le perjudique la falta de conocimientos higiénicos de su madre. Si es pobre, luego empezará a sentir las consecuencias de la pobreza, contra la que lucha en vano una pobre mujer cuyo trabajo, si acaso le halla, es tan mal retribuido, que abandonando a sus hijos todo el día, no gana para pan. Aunque tenga marido y no esté enfermo, y trabaje, y no distraiga para vicios una parte de su jornal, cosas que muchas veces no suceden, un jornalero no puede atender a todas las necesidades de una numerosa familia, y la mujer le ayuda poco o nada, porque se la considera inútil para los oficios más lucrativos.

Con la falta de lo necesario viene la niñez enfermiza, y la juventud débil, y la enfermedad, y la muerte prematura. Con la falta de lo necesario se exaspera el carácter, se endurece el corazón, se aflojan los lazos de familia, la educación es imposible, y fácil pagar tributo al vicio, al crimen tal vez. Todo lo que tiende a hacer miserables, tiende a hacer degradados, y la inferioridad de la mujer, su inutilidad en muchos casos, es un elemento de miseria.

Aun en las clases mejor acomodadas, dado el desnivel de las aspiraciones que se creen necesidades con los medios de satisfacerlas, es raro que en la casa haya desahogo y bienestar, que no haya apuros y privaciones que turben más o menos la paz doméstica. El niño, el joven empieza a sentir los efectos de este malestar, de este desnivel que se nota entre las aspiraciones y los medios, y sería menor si su madre tuviera una ocupación racional y lucrativa, que la hiciera aumentar un poco los ingresos y disminuir algún tanto su presupuesto de gastos en el capítulo de lujo.

Cuando el adolescente trata de seguir una carrera, su madre es quien mejor puede guiarle, porque es la que mejor le conoce y la que le quiere más. ¿Pero sabe su madre la conexión que existe entre ciertas aptitudes y ciertas profesiones? ¿Conoce ella si las disposiciones que nota en su hijo deben hacerle sobresalir en tal carrera, si tales carencias le hacen inútil para tal otra? La madre no suele influir en la dirección que ha de seguir su hijo, o influye con poco acierto. Si tal vez su buen instinto le hace adivinar lo mejor, su voto carece de autoridad, y con un las mujeres no entendéis de estas cosas, el joven obedece a su padre, o toma consejo de su vanidad o de su pereza, y se acuerda tristemente del de su madre cuando ya no es tiempo de seguirle. Quien le ama y le conoce mejor, no tiene competencia para guiarle, y su entendimiento se halla en una especie de orfandad que tal vez llore toda la vida.

El niño tiene el instinto de Dios, su madre le convierte en sentimiento y le enseña a orar. La religión es un consuelo y un freno; el freno estorba al joven, y le rompe, porque por el momento tiene la dicha de la juventud, y no necesita consolarse; además, para parecer hombre en ciertos países, no basta fumar; conviene también no ir a la iglesia. Su pobre madre le ve extraviarse, le mira ya en el camino del vicio que envenena el alma y el cuerpo, quiere hablarle de Dios y de sus mandamientos que pisa, pero su palabra no tiene prestigio ni su voz autoridad; la religión es cosa de mujeres, y él debe ostentar sus bríos varoniles no creyendo en nada, máxime cuando aquella creencia le impone deberes que no está dispuesto a cumplir y le estorba para sus devaneos o para sus vicios. Su madre, poco ilustrada, acaso fanática o supersticiosa, le da pretexto o motivo para que no la escuche dócil; tal vez atribuye más importancia a una práctica indiferente que a una ley santa; tal vez compromete el prestigio de las cosas graves con exageraciones ridículas; tal vez tiene en más la forma que la esencia; tal vez no sabe cuándo es menester ceder un poco para no comprometerlo todo; tal vez quiere combatir una ceguedad con otra, y se irrita con el choque inevitable. La mujer es la que conserva en el hogar el fuego sagrado de los sentimientos religiosos; si la ignorancia la hace fanática y supersticiosa; si mira la razón como un monstruo y quiere combatirla siempre sin concederle nada nunca, se queda sola: sus hijos se van con su padre por el camino de la duda, de la indiferencia o del error, tan fácil al principio, tan penoso después. ¡Qué de amarguras prepara al hombre y al anciano, el joven que rompe con toda creencia religiosa y pierde enteramente la fe, que tal vez conservaría si su madre hubiera sido más respetada y más razonable! Hay muchas personas que ven en la educación intelectual de las mujeres un gran peligro para la religión; a nosotros nos parece evidente que la regeneración religiosa sólo puede venir por ellas; que sólo cuando no se presten a ser instrumento de exageraciones absurdas o de cálculos interesados; sólo cuando aparten del santuario lo que desfigura su majestad; sólo cuando no conviertan muchas de sus acciones en argumento contra sus creencias, sólo en fin, cuando sepan razonarlas, podrán inocular su fe en un mundo corroído por la duda, gangrenado por la indiferencia.

El joven ama, y halla en su amada las consecuencias de una educación absurda. La coquetería en la mujer tiene una parte natural e inocente; la mayor y la peor parte es obra de la sociedad. La mujer ociosa, pueril y vana, tal vez acoge las protestas de amor, tal vez responde a ellas, no porque ame, sino por vanidad y pasatiempo. Los afectos del corazón, una cosa tan seria, tan grave, vienen a ser acaso un medio de distracción para una persona desocupada. Hay muchos hombres, y suelen ser los que más valen, que en la mejor época de su vida, si no en toda ella, son esclavos de su corazón, es decir, de una mujer que tal vez no les corresponde, porque no hay en ella nada grave ni formal, porque su vida es una vanidad de vanidades, y porque siendo el juguete de tantas cosas, concluye por tomarlo todo a juego. Imposible parece que los hombres no traten de ilustrar la razón y fortificar la conciencia de una criatura que puede llegar a ser su tirano; y no obstante así sucede.

Las comedias, las novelas, los sainetes, los refranes, todas las expresiones del sentido común están llenas de los caprichos, de las veleidades, de la inconstancia de la mujer. En esto hay un fondo de verdad. El alma de la mujer tiene que aparecer en muchas ocasiones con los defectos propios de la esclavitud y de la ociosidad. Si ama, si ama de veras, se salvará su virtud, su moralidad. Hija, esposa, madre amante, es buena, noble, sincera; el fuego santo que arde en su corazón, purifica todo su ser, le ocupa, le llena. Está en riesgo, en grave riesgo de ser muy desgraciada, pero está segura de no ser infame ni vil.

Todo cariño verdadero, vehemente, puro, es noble, es moral; la mujer que le siente, tiene en él un guía y un escudo, si no contra el dolor, contra la maldad; pero si su corazón no es capaz de amar bastante, o si no ha visto ninguna criatura digna de su amor; si la injusticia y el desdén con que se ve tratada la irritan y hacen injusta; si en la ociosidad en que vive su alma y en el tedio que a veces la abruma, quiere distraerse y toma el gusto de un pasatiempo por el goce de una pasión, entonces es fácil que engañándose a sí propia, o no escrupulizando en engañar a los otros, jure un amor que es mentira, y sea según si carácter y su inteligencia la coqueta vulgar, o la mujer peligrosa, verdaderamente infernal, como muchas veces se la llama.

La mujer sin ocupación ni educación para sus facultades superiores, va por el mar de la vida sin timón y sin brújula; el sentimiento que puede salvarla, si no es muy puro, puede extraviarla también, y cuando se estrella hace víctimas, porque no va sola.

Esta mujer de ahora de que tanto se queja el hombre, no es a veces muy propia para contentarle; es, permítasenos la frase, una mujer de transición, con todos los defectos y las desdichas de quien vive en medio de la lucha del pasado y del porvenir, marchando por el caos a la luz de los relámpagos, y queriendo comprender en vano las armonías de la tempestad.

El amante no sólo tiene que temer las veleidades y caprichos pueriles de la que pretende hacer su esposa, y que le escuche por pasatiempo, y que le engañe, engañándose ella misma; en aquella unión a que él no lleva más que amor, puede llevar ella nada más que cálculo. Puede no amarle, ni sentirse con vocación para el matrimonio, y no obstante, casarse, porque las mujeres no tienen otra carrera. La joven mira su porvenir: muerto su padre, casados sus hermanos, le espera la pobreza, tal vez la miseria o el amargo pan que le dé una cuñada; la soledad material y moral de quien recorre la triste escala de no ser necesaria, ser inútil y ser estorbo; ve su destino de vestir imágenes y su apodo de solterona, y se casa sin amor, tal vez sintiendo aversión por el hombre que ha de ser su compañero hasta la muerte. ¡Desdichado si la ama! ¡Desventurados los dos si ella ama a otro algún día!

¿Sucedería esto si la mujer tuviera medios de ganar su subsistencia, según su clase, como el hombre? ¿Si tuviese verdadera personalidad, y no esa mentida, que se pierde cuando concluyen los atractivos de la belleza y las simpatías del sexo? Si adquiriese instrucción proporcionada a su categoría, ocupación racional y lucrativa y adornase su alma con los encantos que no envejecen, ¿vería al quedarse sola la pobreza, el abandono y el ridículo? ¿Tendrían los hombres que temer con tanta frecuencia que la mujer que quieren hacer su esposa por amor se una a ellos por… cuesta trabajo, pero es preciso decirlo, por comer?

La mujer necesita en este caso, como en otros muchos, una especie de heroísmo para no mentir, para no engañar, y la mujer miente y engaña. ¿Con qué derecho exige de ella fortaleza el que hace cuanto puede para que sea débil?

Una vez casado, el hombre sufre las consecuencias de la falta de educación intelectual de su mujer. En nada relativo a su profesión puede ayudarle, sigue tal vez el consejo del amigo pérfido y no consulta a la compañera que le ama y está identificada con él. Si buen sentido y su afecto la hacen adivinar los peligros de una empresa arriesgada, lo descabellado de un proyecto, pero se le impone silencio con la frase sacramental: –¿Qué entendéis las mujeres de estas cosas?

El sentido común se ha hecho cargo de lo que vale el consejo de la mujer a pesar de su incompetencia, y si bien para no comprometer la supremacía masculina, dice que vale poco, añade que el que no le toma es un loco. Contradicción notable, que como otras muchas, es el resultado del absurdo de las ideas, viniéndose a estrellar contra la evidencia de los hechos. La naturaleza, que hizo a la mujer más débil, le dio más sagacidad; su consejo ilustrado debía valer mucho, y el hombre se priva de él o le desdeña.

Enfermo o agobiado de trabajo, en nada puede auxiliarle la esposa que tanto sufre, viendo que compromete su salud y tal vez su vida, por no tener un descanso que ella le daría a costa de los mayores sacrificios, y que en su ignorancia no pueden proporcionarle.

Vienen a comprometer la paz doméstica, o por lo menos a hacer menos grato el hogar:

El tedio, cuyos efectos son tristes, aunque la causa pase desapercibida.

Las vanidades pueriles y los despilfarros, que son su consecuencia.

Las genialidades indómitas, no tenidas a raya por las facultades más nobles que se debilitan en la inercia.

El ocio intelectual, que exalta la imaginación, que quiere dar cuerpo a fantasmas soñados y forja amantes quiméricos que no realizan los maridos.

La lucha, en fin, de dos personas que ven las cosas de muy distinta manera.

La naturaleza ha hecho al hombre y a la mujer diferentes, pero armónicos; la sociedad los desfigura, de modo que vienen en muchos casos a ser opuestos.

El hombre recoge también en sus hijos las consecuencias de la degradación intelectual de la mujer. Sobre ellos se refleja todo malestar o lucha doméstica, la falta de higiene, y el mal humor que el tedio produce, y los efectos de la ignorancia de su primera maestra, que alguna vez los extravía en lugar de guiarlos, que no tiene prestigio para encaminarlos bien. Todos los defectos, todos los extravíos de los hijos, son pena para el padre. Si tiene hijas, recogerá en ellas todo el fruto de los errores que sembró respecto a su sexo. Tal vez las vea desgraciadas en el matrimonio, o tenga el desconsuelo de dejarlas en la soledad y en la pobreza; tal vez anciano, enfermo y pobre, sufre en la miseria porque su hija se esfuerza en vano para proporcionarle recursos con su trabajo; y por mucho que la fortuna le favorezca, será difícil que no le lleguen de algún modo los efectos de tantas desventajas como tiene la mujer, de tantos dolores como son su consecuencia.

Hermano, ve sufrir a las dulces amigas de su infancia, y ¡cuántas veces tiene que imponerse sacrificios para auxiliarlas!

Desde la cuna hasta el sepulcro, en todo el camino de la vida, va recogiendo el hombre las tristes consecuencias de la inferioridad intelectual de la mujer. Es preciso que así sea. Aunque no la mirase más que como instrumento de placer, claro está que le dará más cuanto sea más perfecto. El día que se ilustre bastante para aprender a ser razonablemente egoísta, la educación intelectual de la mujer no tendrá impugnadores.

El hombre civilizado y cristiano que ama a su esposa y venera a su madre, está bien lejos del salvaje que oprime a la hembra. El mundo antiguo consagró el abuso de la fuerza; el mundo moderno le escarnece. Maltratar a una mujer parece hoy cosa tan vil, que es raro que ningún hombre lo haga si no está embriagado por el vino o por la cólera. Y cuando vuelve en sí, y alguno le dice: –¿No te avergüenzas de pegar a una mujer?– es seguro que le da vergüenza, o no la tiene.

A medida que el hombre se ilustra, se civiliza, se hace mejor, mejora la condición de la mujer; le da derechos, le reconoce más semejanza. Esto es necesario: no puede progresar dejando a la mujer estacionaria, ni tener los goces sublimes del corazón y de la inteligencia con un ser grosero. Aunque en esto no haya obrado por cálculo, puede notar que cada concesión que hace a su compañera es para él como un manantial de bienes, y que se eleva a medida que la levanta. ¿Se concibe dignidad en un hombre cuya esposa, cuya madre y cuya hija sean viles? ¿Se conciba libertad en un hombre cuya esposa, cuya madre, cuya hija sean esclavas? ¿Se concibe idea de derechos en un hombre que no reconozca deberes para con su esposa, su madre y su hija? ¿Se concibe dicha en un hombre que haga desdichadas a su esposa, a su madre y a su hija? La ventura es mutua, el bien es armonía, y por la justicia de los hombres se mide su felicidad.



Capítulo VII
Consecuencias para la sociedad de la supuesta incapacidad intelectual de la mujer

Todo lo que altera los componentes ha de alterar el compuesto. En los dos capítulos anteriores tenemos los sumandos; en éste no hay más que verificar la suma.

Si por la falta de educación de la mujer, ella y el hombre son peores y más desgraciados, peor y más desgraciada será la sociedad. La prostitución aumentará a medida de la miseria y la ignorancia de las mujeres, y en la misma proporción, las enfermedades vergonzosas que degradan las razas y los delitos que llenan las prisiones, porque es muy raro que mujer pura sea criminal, y que en las grandes maldades de un hombre no entre por algo alguna mujer mala.

La religión, esta poderosa palanca social que debía fortificar a la mujer, queda muchas veces debilitada por ella; al desfigurarla, la desacredita; carece de conocimientos para razonar sus creencias, contesta a los argumentos de los impíos cerrando los ojos, y no puede ser como debía el lazo entre la ciencia y la fe{10}. La educación es imposible con la ignorancia y la falta de prestigio de la mujer. El catedrático enseña al abogado, al médico o al ingeniero; pero al hombre le educa la madre, la mujer y la hija, porque la educación dura toda la vida. En la práctica de todas las profesiones, de todas las ciencias, entra por mucho, entra por la mayor parte, el elemento moral, la honradez, la elevación de miras, el noble orgullo, el sentimiento. ¿De qué sirve un operador sin conciencia que calcula las ventajas de la operación por los miles de reales que puede valerle? ¿El abogado que defiende todas las causas malas con tal que le paguen en buena moneda? ¿El militar que se rebela por un grado? ¿El notario que da fe de lo que no ha visto, siempre que vea provecho? ¿El farmacéutico que difama o engaña al médico y sacrifica el enfermo por embolsarse íntegro el precio de una droga cara? ¿El ingeniero que arriesga la vida de los viajeros o de los operarios por recibir la gratificación del contratista? ¿El empleado, el hombre político que toma dinero a cuenta de maldades, ni el juez que vende la justicia? ¿Para qué sirve la ciencia a todos estos hombres, sino para hacer más repugnante, para hacer inconcebible su degradación?

Pero se dirá: el hombre tiene resortes nobles, idea del deber; la mujer le olvida muchas veces, cede con frecuencia a sus malas inclinaciones, y en el mundo ha de haber siempre quien escuche la voz de su interés y esté sordo a la de su conciencia.

Así es la verdad; pero es igualmente cierto que, negando a la mujer toda competencia intelectual en las cosas de la vida, se disminuye la influencia de muchos sentimientos, y por consiguiente, de la moralidad. La ciencia y la razón tienen su puesto, la benevolencia y la ternura tienen el suyo, y es absurdo, al organizar una sociedad de seres sensibles, prescindir del sentimiento. Medítese la historia y se verá cuántos siglos necesita a veces la razón para llegar a la justicia que el corazón comprende instantáneamente.

No sólo la prostitución, como hemos dicho, degrada las razas; también contribuyen a este mal grave los matrimonios precoces. El hombre, por regla general, no se casa hasta concluir su educación industrial, mercantil, artística o científica; hasta que puede dedicarse a una profesión u oficio y sostener la familia de que va a ser jefe. La mujer, como no tiene más carrera que el matrimonio, se casa así que se le presenta ocasión, y cuanto antes mejor. Los padres suelen tener una impaciencia, que en algunos podríamos llamar febril, por colocar a sus hijas; muchas se casan, más que por amor, por temor de verse en el abandono y en la pobreza. Las consecuencias de los malos matrimonios son fatales para la sociedad, y aunque estén bien avenidos, una niña, ni física ni moralmente, debe ser madre. Cuando todavía no está completamente formada, los nuevos seres a que da vida son débiles y la debilitan. Del matrimonio precoz viene la vejez precoz y la prole raquítica; viene la inexperiencia para criar a los hijos y para educarlos; viene la pérdida de los atractivos físicos y el alejamiento del esposo; vienen el mal gobierno de la casa y los caprichos infantiles, y el arrepentirse la mujer de los compromisos irrevocables, contraídos por la niña, y el sentir su primera, su única pasión por un hombre a quien no puede unirse, y vienen todos los males que a la sociedad llevan todas estas cosas.

Gran número de profesiones, todas las que exigen más imperiosamente sensibilidad y buenas costumbres, se desempeñarían mejor por las mujeres, a quienes están vedadas.

Al hablar de su educación, se habla sólo de la madre, y se prescinde de las que no lo son: error grave y reminiscencia brutal de los tiempos en que la mujer se miraba nada más que como hembra. Dedicaremos un capítulo especial a la mujer soltera, por cuya razón solo indicamos aquí, que por falta de educación intelectual, deja de prestar a la sociedad grandes servicios la mujer que no se casa.

Así como es absurdo excluir el sentimiento de la organización social, lo es del propio modo prescindir de la razón en las cosas del sentimiento. Ya no se niega en teoría que la caridad es de la competencia de la mujer; pero se ve que en la práctica es un obstáculo su ignorancia; que las que compadecen no saben; que se separan la caridad y la beneficencia, y que en este ramo hay empleados con gran perjuicio de la sociedad y de la desgracia. Este mal es grave, muy grave: la beneficencia pública y la caridad privada se resienten de la falta de educación intelectual de la mujer, de su falta de medios pecuniarios, de iniciativa, de esa perseverancia firme y razonada, que es la única capaz de vencer los grandes obstáculos, y que no puede existir en quien no tiene más que buena voluntad. Las prisiones de mujeres piden también a grandes voces el concurso reunido de la caridad y de la inteligencia.

Los impulsos benévolos y compasivos de la mujer se esterilizan en todo o en parte por falta de aptitud para el trabajo intelectual, por ignorar cómo puede realizarse un buen pensamiento, o por no saber combatir las inteligencias egoístas, para las cuales es muy cómodo poder incluir la compasión entre las debilidades del sexo, y desdeñar los deberes de humanidad como cosas de mujeres.

La mujer, que debía ser un grande auxiliar del progreso, se convierte a veces en un gran obstáculo por falta de educación intelectual. Todo error, toda preocupación, todo fanatismo, toda rutina, han de hallar poderoso valedor en su ignorancia, y ninguna reforma puede prometerse apoyo de quien no comprende sus ventajas. Por regla general, las mujeres que están en favor de las reformas lo hacen, o por afecto a los hombres reformadores, o por instinto, y aquel voto que no se razona es ocasionado a exageraciones y extremos, más propios para perjudicar que para servir la causa que patrocinan.

Debemos insistir de nuevo, porque la cuestión es de gran importancia para la sociedad, en que siendo la prostitución hija de la miseria y de la ignorancia de la mujer, debe combatirse ilustrándola, no cerrándole los caminos por donde puede ganar el pan honradamente. La civilización sustituye el trabajo de la inteligencia al de la fuerza bruta, las máquinas a los trabajos maquinales, y como algunos de estos son los únicos a que puede dedicarse la mujer, tiene cada día menos ocupación, más miseria y se prostituye más. La mecánica va haciendo todo lo que ella hacía. ¿Se la condenará a que sea una máquina inútil, desechada, porque hay otras más perfectas? Irá entonces a engrosar el ejército de las prostitutas, a envenenar material y moralmente la sociedad, a escupir sobre ella su oprobio, a escarnecer la virtud con su carcajada, a destilar ignominia y dolor sobre todo lo que la rodea, porque estas máquinas, que sienten y sufren, cuando son inútiles se convierten en máquinas infernales.

Seríamos interminables si quisiéramos enumerar todos los males de la falta de educación de la mujer, y seguirlos por todos sus variados caminos, y ver cómo se combinan y multiplican y crecen: basta lo dicho para comprender que no pueden sembrarse errores sin recoger desventuras.

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{10} Las consecuencias de abrir un abismo entre la fe y la razón se exponen en un libro inédito, que tal vez publicaremos en breve, titulado Dios y Libertad.



Capítulo VIII
¿Qué oficios y profesiones pueden ejercer las mujeres?

Todas nuestras observaciones y todos nuestros raciocinios nos conducen a creer que las facultades intelectuales de la mujer no son inferiores a las del hombre, y por consiguiente, que en la esfera de la inteligencia puede llegar hasta donde él llega. Además, como Dios no ha hecho nada inútil, y todo el que se desvía de su destino se deprava más o menos, prohibiéndole a la mujer que cultive y ejercite su entendimiento, se hace de ella un ser imperfecto, se convierte en elemento de perturbación la que debería serlo de armonía, y se establecen reglas en la sociedad opuestas a las leyes de la Providencia.

La mujer puede ejercer toda profesión u oficio que no exija mucha fuerza física y para la que no perjudique la ternura de su corazón. Y aun fuerza física tiene la mujer mucha cuando la ejercita, como puede observarse en las comarcas en que se dedican a los más rudos trabajos de la agricultura y a llevar pesos enormes.

Nuestra opinión, que hemos procurado razonar, es que la inteligencia de la mujer no es inferior a la del hombre; pero concediendo por un momento que no se elevase tanto, que no pudiera ser Hipócrates, Platón, Galileo, Wat, Leibnitz, Pascual, Monge, Montesquieu, Kant ni Cervantes, San Isidoro ni Bossuet; suponiendo que no hiciera dar grandes pasos a las ciencias, ¿se sigue de aquí que sea incapaz de aplicarlas y de ejercer con ventaja cualquiera profesión?

Observemos lo que sabe y lo que hace un farmacéutico, un abogado, un médico, un notario, un catedrático, un sacerdote, un empleado, vulgares, de la talla común; observemos bien, sin preocupación, en conciencia, y digamos si no puede una mujer aprender lo que ellos saben y hacer lo que ellos hacen.

Siendo la mujer naturalmente más compasiva, más religiosa y más casta, nos parece mucho más a propósito para el sacerdocio, sobre todo en la Iglesia católica, que ordena el celibato del sacerdote y la confesión auricular. Todos los inconvenientes de esta confesión, hecha entre personas de diferente sexo, desaparecerían si la mujer pudiera ejercer el sacerdocio, cuyos deberes están tan en armonía con sus naturales inclinaciones. Instruir a los niños, enseñar a los ignorantes cosas buenas, sencillas y precisas; acompañar a los enfermos; auxiliar a los moribundos; compadecer a los desdichados; consolar a los tristes; hablar a todos del Dios en quien cree con tanta fe, son cosas muy propias del sexo compasivo y piadoso. No sabemos si entre las mujeres habría muchas doctoras que causaran admiración, pero de seguro habría muchos ejemplos que imitar y muchas virtudes que harían amar la religión que las inspiraba. Sintiendo se hace sentir; la religión es principalmente un sentimiento, y la mujer su más natural y fiel intérprete. Capacidad le sobra para adquirir la instrucción indispensable; no es un monstruo ni está fuera de las leyes de la armonía del Universo, donde se ve, que si Dios concede pocas veces sus altos dones, distribuye con mano pródiga todo lo que es necesario.

Esto que vamos diciendo parecerá muy extraño, muy absurdo, y probablemente será para algunos poco piadoso; hemos meditado mucho sobre la materia, y nos parece más fácil hallar chistes para ridiculizar nuestras ideas, que razones para combatirlas. El ridículo tiene su esfera de acción activa, pero limitada, y no llega a las regiones del entendimiento, en que de buena fe se busca la utilidad por las vías de la justicia. El ruido de las carcajadas pasa; la fuerza de los razonamientos queda: toda persona sensata sabe que suelen pensar poco los que se ríen mucho, y no debe parecerle bien que se traten con risa las cuestiones de un mundo en que se llora tanto. Por lo que hace al anatema que tal vez alguno quiera lanzar contra nosotros, le conjuramos diciendo: que nuestras opiniones tendrán de poco piadosas todo lo que tengan de erróneas; pero que si tenemos razón, no podemos tener culpa: el error es impío, la verdad es santa.

En el ejercicio de todas las profesiones, consideradas bajo el punto de vista del bien social, entra por tanto, casi siempre por más, la conciencia que la ciencia. Poco le basta saber a un escribano; lo que necesita aquel en cuya causa o en cuyo pleito actúa, es su honradez, su buena fe; que no enrede, como vulgarmente se dice.

La ciencia del jurisconsulto es profunda, profundísima la del criminalista; pero la del abogado vulgar, la necesaria para deslindar lo justo de lo injusto y saber lo que es contra derecho y contra ley, no supone ni una gran capacidad ni un grande estudio. Lo que le importa mucho al cliente es la conciencia del abogado, para que le diga que no tiene derecho si no le tiene, y le evite un pleito con todos los sinsabores y perjuicios que trae. Hay casos dudosos, pero en general la justicia es clara, y en un pleito, uno de los abogados sabe que no la defiende. Lo que como juez condenaría, sostiene como letrado; su buena reputación consiste en ganar todos los pleitos, sean justos o no lo sean; su inteligencia se alquila al que la paga, y como una fuerza ciega, defiende indistintamente el absurdo y la razón, la verdad y la mentira. El que no lo hace así, el que no admite ninguna causa que no sea justa, es ciertamente un dechado de virtud, casi un santo, porque el ejemplo y la opinión le arrastran en una sociedad que con a veces prescinde de toda moralidad en las acciones de los hombres.

El médico necesita ciencia, pero ¡ay del enfermo si no tiene conciencia también! ¡Si no le trata como él quisiera ser tratado! ¡Si no pesa y mide y calcula por átomos las ventajas o inconvenientes de un medicamento! ¡Si no tiene más temor de hacer mal que vana ostentación de hacer bien! ¡Si no está pronto a sacrificar su amor propio a su amor a la humanidad! Y en fin, si no conserva aquella sensibilidad sin la cual falta un sentido a su ciencia!

Sin que nosotros creamos que cualquiera puede ser buen empleado; pensando, por el contrario, que necesita conocimientos especiales, según el ramo a que se dedique, en todos le hace tanta falta la conciencia como la ciencia, y no hay ninguno en que la moralidad no entre por mucho.

El farmacéutico necesita ciencia, pero más conciencia todavía, porque principalmente de ella depende que no sea inútil el acierto del médico, y en muchos casos, la salud o la vida del enfermo.

Si las observamos de cerca, no hay profesión en cuyo ejercicio no entre por la mayor parte, o por mucho, la moralidad del que la ejerce. ¿Y no podría desempeñarlas la mujer, más sensible, más compasiva, más religiosa, más casta, más moral, en fin?

En la práctica de la medicina las mujeres podrían hacer mucho bien, sobre todo a las personas de su sexo, cuyo pudor no ofenderían; a los pobres, a quienes compadecen, y a los niños a quienes adivinan. Como operadoras tal vez no servirían; la mujer tiene un santo horror a la sangre. ¿Para qué vencerle? Dejemos a los hombres las operaciones cruentas, útiles sólo cuando están hechas por manos muy hábiles, y cuya omisión no sería una gran pérdida para la humanidad.

Excusado es decir que las mujeres no se han de dedicar a la profesión de las armas, tan antipática a su natural sensible y compasivo. No deben ir a la guerra más que para curar a los heridos, ni arrostrar la muerte sino para salvar alguna vida.

A la mujer, que desempeñaría bien la profesión del letrado, no le daríamos el cargo de juez, y no porque no esperásemos mucho de su rectitud, y quién sabe si de su firmeza, sino porque no queremos provocar una lucha continua entre su deber y su corazón, ni que su nombre esté nunca al pie de una sentencia aflictiva. Su mano ha de enjugar lágrimas, no hacerlas asomar ni aun a los ojos del criminal: no le ha dado Dios su voz suave para que formule fallos terribles.

Puede desempeñar bien un empleo, pero no le estaría bien la autoridad. En el ejercicio de la autoridad hay siempre algo de militante; puede ser necesaria la coacción, y además, el respeto que inspira la mujer, no es, ni puede, ni debe ser, ese respeto mezclado de temor que inspiran y necesitan inspirar los que han de vencer las resistencias que se presentan a la ejecución de la ley en todas las esferas. La mujer, que domina por la persuasión, la dulzura y el cariño, no ha nacido para mandar por medio de la fuerza: debe apartarse de donde hay necesidad de coacción.

Tampoco quisiéramos para ella derechos políticos ni parte alguna activa en la política. Hay ahora mucho, creemos que habrá siempre bastante de militante en la política; hay ahora mucho, creemos que habrá siempre bastante en ella de pasiones, de intereses, de intrigas, de luchas de mal género, de ruido desacorde, de necesidad de recurrir a medios no siempre honrados y a instrumentos y auxiliares no siempre puros, para que queramos ver a la mujer en ese campo de confusión, de dolor, y muchas veces de iniquidad.

El tiempo, dicen, suavizando las costumbres y educando las masas, hará que la política no tenga nada de antipático a la naturaleza femenina. Lo dudamos. Dudamos que los vestigios de lo pasado, los intereses del presente y las aspiraciones del porvenir, unidos a las pasiones del hombre y a los dolores de la humanidad, dudamos que estos elementos de la política de todos los tiempos, dejen de producir lucha, que podría suavizarse en la forma, pero que en el fondo tendrá siempre injusticias y rencores: en las ciencias sociales, la idea necesita hacerse hombre, y al encarnar, pierde mucho de su diáfana pureza.

Si no por siempre, por mucho tiempo, por muchos siglos, la política será militante, y si la mujer toma parte activa en ella, podrá verse envuelta en sus persecuciones, y la familia dispersa y los huérfanos sin amparo. Necesita ser neutral, sagrado el hogar que custodia la mujer; allí debe estrellarse el oleaje de las pasiones políticas, vivir en paz el padre del rebelde, el hijo del proscripto, y acogerse los vencidos, sean quienes fueren.

Y la mujer, ser inteligente, ¿no ha de tener opinión ni influencia en una cosa tan importante como la política? Puede pertenecer a una escuela, puede tener opinión e influir en la de los otros por medio de sus escritos; pero no quisiéramos que tuviera partido ni voto. ¿Le necesita por ventura para contribuir eficazmente al triunfo de sus ideas? De ningún modo. Cuando sea ilustrada influirá en la política, aunque no tome parte directa en ella, porque influirá en el voto del hermano, del esposo, del hijo, del padre y hasta del abuelo.

Quédele al hombre el desdichado monopolio de todas las luchas, de todas las guerras, de todas las iras; la misión de la mujer sea de paz, y aliada natural de todo el que sufre, vuélvanse de su puerta todos los perseguidores.



Capítulo IX
¿Cómo se modificará el carácter de la mujer educada?

Todo el mundo sabe que con la civilización se suavizan las costumbres; que los pueblos menos civilizados son los más feroces. Este incontestable hecho social significa que el individuo, a medida que se educa, que se instruye, se hace menos irascible, menos violento, más benévolo. Esto para los pueblos, para los hombres. ¿Y las mujeres? ¡Oh! Con las mujeres se cree que sucederá lo contrario, porque todo lo que a ellas se refiere se rige por reglas especiales: el absurdo tiene también su lógica, que aplica hasta donde puede.

Más clara o más confusa, es muy común la idea de que la mujer, cuyas facultades intelectuales se eduquen, ha de hacerse más varonil; que ha de perder la suavidad y la dulzura, que son el encanto de su sexo; que ha de ser menos manejable; que ha de querer revestirse de autoridad con perjuicio de la de su marido; es decir, que la educación en ella ha de producir un efecto diametralmente opuesto al que produce en todos los vivientes racionales e irracionales. Esta opinión podrá carecer de sentido común, pero en cambio tiene numerosos partidarios.

Preguntemos a la experiencia, que aunque tratándose de la educación de la mujer, está muda en muchos casos, debemos recoger respetuosamente sus respuestas cuando puede darlas. ¿Qué nos dice? Que la educación, aun incompleta, produce en la mujer los mismos efectos que en el hombre.

Esas mujeres duras, brutales, crueles, desalmadas, intratables, pertenecen, por regla que apenas tiene excepción, a las clases no educadas. A medida que la mujer se educa, menos por lo que aprende en el colegio que por lo que se modifica con el trato, el ejemplo y el amor del hombre ilustrado, ¿no se hace más dulce, más afectuosa, más dócil a la voz del deber, de la razón y del cariño?

Nuestro ser es un compuesto de instintos, de facultades, de sentimientos; buenos cuando se dirigen al bien, malos cuando al mal se encaminan. ¿Qué es la educación en la mujer? Lo mismo que en el hombre. El medio de fortificar los buenos impulsos y de debilitar los malos. Tal vez se nos dirá: ¿esos impulsos naturales no son naturalmente armónicos? Responderemos: que los instintos, estando encargados de la conservación del individuo y de la especie, nacen educados; son necesariamente de una energía más espontánea que las facultades, y por un misterio impenetrable de la Providencia, esta energía necesaria pasa fácilmente al límite debido y se convierte en crimen o pasión perturbadora apenas le ha pasado.

Los instintos son indispensables a nuestra vida material, y la vida del alma es una guerra contra los instintos, que exceptuando un solo, el maternal, tienen tendencia a desbordarse y son fatales cuando se desbordan ¿Por qué son los salvajes lascivos, sanguinarios, egoístas y ladrones? Porque se dejan arrastrar por sus instintos. Combatiéndolos el hombre civilizado, se hace un ser moral y llega a la benevolencia, a la piedad, a la abnegación, a la virtud. ¿Cómo se combaten los instintos? Con los sentimientos y la inteligencia; pero las manifestaciones de ésta, necesaria a la perfección, no a la vida, son menos enérgicas y han menester educarse. A medida que se educan, los instintos se tienen a raya, los sentimientos se elevan, las ideas se extienden y el hombre se hace mejor. A la mujer le sucede lo propio, y no es posible sostener que su compañero estará peor con ella cuando sea más dulce, más razonable, más buena.

Pero se dice: el hombre quiere ser obedecido sin discusión, sin razonar su mandato; así lo exigen su instinto de mando y la paz doméstica.

Respondemos: que el instinto pierde terreno a medida que la razón avanza; que la paz va siendo, no el silencio, sino la armonía; que el principio de autoridad no razonada e irresponsable no puede vivir en la familia cuando muere en la sociedad. Y no vive en efecto. El marido que no es bueno, abusa muchas veces de su fuerza y de la ventaja que le proporciona la ley; pero el hombre justo y razonable, muchas veces toca también los inconvenientes de que su mujer no se haga cargo de la razón. ¿No tiene que transigir con las genialidades y con los caprichos, y siguiendo el consejo de San Pablo, por la paz ceder de su derecho? ¿No tiene que renunciar a hacer valer su razón, y calla como quien trata con una criatura que de ella carece, por no aceptar y educar la inteligencia en su mujer? ¿No se ve en la precisión de concederle privilegios muy parecidos a los de los niños y los locos, y cuyo límite es más fácil extender que fijar? ¿Al imponer la tiranía de los fuertes no sufre la de los débiles, que si son queridos, pueden ejercerla?

El principio de autoridad está debilitado en el hogar doméstico como en la plaza pública; las mujeres se quejan de la tiranía de los maridos y éstos de la desobediencia de las mujeres, y es que la época es de transición, y que la paz doméstica no tiene ya los elementos del pasado, ni cuenta todavía con los del porvenir.

Si se respetan los fueros de la justicia, la paz entre seres sensibles y razonables ha de establecerse por la razón y el sentimiento. La mujer educada sentirá y comprenderá mejor, tendrá más elevación para pensar y más delicadeza para sentir, y será con su marido más razonable y más amante. ¿Qué hombre, si no es perverso o brutal, preferirá la obediencia ciega del temor a la docilidad razonada del cariño?

Pero en fin, ¿quién mandará en casa, quién será el jefe de la familia? Mandar despóticamente, no debe mandar nadie; tener fuero privilegiado, no debe tenerle ninguno, ni tampoco hacer concesiones de gracia y andar en tratos con la justicia, porque la justicia no se suple por ninguna cosa, ni sobre ella hay nada. Pero el hombre es físicamente más fuerte que la mujer; es menos impresionable, menos sensible, menos sufrido, lo cual le hace más firme, más egoísta, y le da una superioridad jerárquica natural, y por consiguiente, eterna en el hogar doméstico.

La mujer, que ha de ser madre, ha recibido de la naturaleza una paciencia casi infinita, y debiendo por su organización sufrir más, es más sufrida que el hombre. Su mayor impresionabilidad la hace menos firme; su sensibilidad mayor la hace más compasiva y más amante. Por más derechos que le concedan las leyes, la mujer, a impulsos del cariño, cederá siempre de su derecho; callará sus dolores para ocuparse de los de su padre, su marido o sus hijos; la abnegación será uno de sus mayores goces; dará con gusto mucha autoridad por un poco de amor, y suplirá con la voz dulce y persuasiva que Dios le ha dado, la fuerza que le negó. No queremos ni tememos conflictos de autoridad en la familia bien ordenada, de que el hombre será siempre el jefe, no el tirano.

Así como no vemos diferencias de inteligencia en los niños de diferente sexo, vemos muchas de carácter. La niña es desde luego más dócil, más dulce, más cariñosa, menos egoísta: está ya allí el germen de la madre, que ensaya con sus muñecas lo que más adelante hará con sus hijos. Son naturales; y por consiguiente eternas, las diferencias de carácter necesarias para la armonía, porque (y nótese esto bien) las de la inteligencia no contribuyen a ella, sino que, por el contrario, la turban.

Entremos en el hogar doméstico y observemos un matrimonio. La paz no se alterará nunca porque piensen del mismo modo, sino que al contrario, será tanto más perfecta cuanto sus opiniones sean más idénticas y sus entendimientos puedan marchar más tiempo unidos. Donde las diferencias son necesarias es en el carácter, y allí están grabadas por la mano de Dios. La dulzura, la perseverancia, la docilidad, la abnegación, la debilidad física de la mujer; su natural más compasivo, más amante, más paciente y sufrido: estos son los elementos de la armonía. Añádase que en el hombre, al menos en el hombre de nuestra raza, cristiano y civilizado, hay, además del amor, muchos sentimientos que, lejos de arrastrarle al abuso de la fuerza, le impulsan a amparar la debilidad, a proteger a la mujer, a devolverle en consideración y respeto todo lo que puede haber recibido de su abnegación y de su paciencia. Cuando la mujer no tiene ya ningún atractivo es todavía objeto de miramientos y consideraciones, en que no tienen parte las simpatías del sexo; independientemente del amor hay entre los dos sexos armonías, cuyo origen está en las diferencias de carácter y de modo de sentir.

Existen pocos hombres que no cedan a la razón y a la dulzura de una mujer prudente, y si no ceden, bien pueden entrar en alguna de las diferentes categorías del malvado. Como creemos que la mujer será tanto más prudente y más dulce y suave de carácter, cuanto esté mejor educada, tenemos por cierto que habrá más armonía en el matrimonio a medida que la esposa tenga más cultivada su razón y más elevados sus sentimientos. No puede llamarse armonía el silencio de la mujer, que si no tiene una palabra para la contradicción tampoco la halla para el consejo, y que si no se opone a nada, tampoco comprende ni consuela.

La experiencia poco puede decir en la materia, porque en nuestra patria es muy corto el número de mujeres que tienen alguna instrucción, y esta poco sólida, adquirida sin plan ni método y a veces teniendo que vencer grandes obstáculos. En las mujeres que hemos podido observar de cerca, hemos visto, lo que no podíamos menos de ver, que la instrucción las hace más razonables y mejores, más dulces y menos expuestas a devaneos y extravíos: sentimos no poder citar aquí algunos nombres, que probarían la natural alianza de una inteligencia cultivada, de un corazón amante y de una abnegación sin límites.

Si se nos presentase algún ejemplo de lo contrario, responderemos que no hemos creído que instruyéndose las mujeres no ha de haber ninguna díscola, viciosa ni perversa; responderemos que pueden rechazarse todos los ejemplos, porque entre nosotros no hay mujeres que tengan verdadera instrucción, y responderemos, en fin, que habiendo sido hasta aquí necesario sostener una lucha para que la mujer en España se instruyese algo, ha necesitado, a veces, condiciones de carácter especiales para instruirse, y nada tendría de extraño que esta energía tuviese la apariencia y acaso la realidad de mayor violencia y menos dulzura que en lo general del sexo. Aunque así fuese, carecería de fuerza el argumento que en este hecho se apoyase; pero repetimos que no es así; aunque hecha la observación en las condiciones más desfavorables, ha confirmado siempre esta verdad. Todo ser racional o irracional se mejora a medida que se instruye y se educa.

Hay mucho que esperar y nada que temer para la armonía y paz doméstica, de la educación intelectual de la mujer, que no necesita mandar para dirigir, ni dominar para ser dichosa. No queremos quitar al hombre su autoridad, ni tememos que abuse de ella cuando halle enfrente la razón ilustrada y el cariño. No queremos que se pretenda destruir la obra de Dios, prohibiendo a la mujer el uso de las facultades que de Él ha recibido, ni tememos que, excepción inconcebible entre todos los seres educables, sea menos dulce y suave cuando esté mejor educada. No queremos que se la prive de su derecho, ni tememos que abuse, ni que use de él siquiera reclamándole con todo rigor; halla más gusto en hacer gracia que en exigir justicia, y el consejo que San Pablo da al hombre, ella le recibe de su corazón: Por la paz cederás de tu derecho.



Capítulo X
¿Hay incompatibilidad entre el cultivo de la inteligencia y los quehaceres domésticos?

Dado que la mujer tiene inteligencia y necesidades físicas, no puede haber incompatibilidad esencial entre el cultivo de esa inteligencia y el cuidado de las atenciones materiales de la vida; de otro modo, Dios habría establecido, en lugar de la armonía, el antagonismo, y la lucha donde es necesaria la paz. Las ocupaciones y cuidados de la vida física, un trabajo manual, lejos de perjudicar, pueden servir de descanso a los del espíritu. Cuando todas las horas del día y parte de las de la noche se empleen en trabajos materiales, será difícil que la mujer, lo mismo que el hombre, se dedique a ejercitar mucho el entendimiento: habrá, pues, imposibilidad material, común a los dos sexos; no incompatibilidad entre ocupaciones de un orden diverso.

Creemos que en todas las clases se podía y se debía dar alimento al espíritu; creemos que en todas se podía y se debía hallar tiempo para pulir los gustos groseros, elevar los sentimientos, rectificar los errores, enseñar las verdades necesarias y elevar el alma del trabajador, redimiéndola de la esclavitud en que ahora gime. Grave cuestión es ésta, que no puede tratarse incidentalmente, y sólo hablaremos de aquellas clases que tienen tiempo para educarse.

Las niñas, por regla general, más precoces y más dóciles que los niños, ¿qué hacen desde que son susceptibles de recibir instrucción hasta que se casan? Aprender a leer, escribir y contar mal o bien, y lo que se llaman las labores propias del sexo: costura, bordado, más o menos primoroso, y cuya utilidad consiste en gastar algún dinero en sedas y en estambres, y mucha vista para contar hilos y combinar colores. Si la educación es esmerada, se agrega un poco de geografía y de música, en algunos casos dibujo y francés: entonces es ya una joven instruida. Por regla general todo esto se aprende con poca formalidad, sin tomarse el trabajo constante, necesario para saber bien una cosa, y sin la idea de que pueda servir para algo útil y positivo: la joven no trata de adquirir conocimientos, sino habilidades. Generalmente las olvida cuando se casa, es decir, que ha gastado muchos años de su niñez y juventud y algún dinero, a veces bastante, para aprender lo que primero no le sirve de nada, y después olvida. Como no se ocupa formalmente, se aburre y lee novelas, muchísimas novelas, con las que completa su educación intelectual.

Así despilfarra la joven los primeros y mejores años de su vida, sin hacer nada útil, ni tratar de nada formal, ni pensar en nada grave. Así tiene la veleidad y la ligereza propias del que no se emplea en nada serio; así adquiere hábitos de holganza intelectual que la imposibilitarán toda la vida para los trabajos del espíritu, que exigen mucho hábito y esfuerzo; así, no pudiendo ser para ella la vida una ocupación, quiere convertirla en un entretenimiento.

Se dirá. La joven aprende a gobernar la casa, que es lo que importa. No creemos que sepa gobernar la casa quien no sabe gobernarse a sí misma, y aunque el gobierno de la casa se limitara al papel de ama de llaves, dudamos que le desempeñase bien. Es muy común en las jóvenes bien educadas y llenas de habilidades, no saber coser bien un punto a una media, ni hacer un zurcido, ni echar una pieza, y lo que es peor, difícilmente tiene espíritu de orden quien tiene poca fijeza en sus ideas y base poco estable para sus juicios.

Pero supongamos que la joven tiene buen juicio, y mucho instinto del bien, y bastante conocimiento práctico de las cosas materiales, y hábitos de orden y economía. El gobierno de la casa, ¿absorberá toda su existencia? Soltera en casa de su padre, casada en la suya, ¿no le quedará tiempo para ningún otro trabajo?

La dificultad y el mérito del gobierno de la casa se ha exagerado mucho, y no podía menos de suceder así. Los hombres no entienden de eso y creen que es cosa ardua, como las mujeres se figuran que es muy difícil el más sencillo trabajo intelectual. Además, la mujer exagera la dificultad de los cuidados domésticos por la natural propensión a exagerar la importancia de lo que constituye la única ocupación de la vida, y porque si el gobierno de la casa no es un problema muy difícil, no ha de ser tan grande el mérito de quien le resuelve.

Las grandes señoras y las señoras ricas no gobiernan su casa, ni aun suelen dirigirla. Semejante ocupación es para las mujeres de la clase media y las pobres; éstas trabajan muchas horas del día y de la noche para ganar pan, y les bastan pocas para el gobierno de la casa.

La costura llevaba antes mucho tiempo, malgastando en ella no poco las mujeres hacendosas. No era, ni es raro, ver como se gastan muchas horas o muchos días en coser una pieza de ropa vieja, que se rompe a la primera lavadura, cuando el valor del tiempo, aun tan mal pagado como se paga el de las mujeres, bastaba para comprar nueva aquella prenda. Entre no componer la ropa usada y empeñarse en coserla cuando ya no vale el tiempo que cuesta, hay un medio, y ateniéndose a él, y con las máquinas, la mujer más hacendosa necesita dedicar poco tiempo a la costura, aun suponiendo que no tenga quien la auxilie.

El cuidado de la despensa y la vigilancia de la cocina no exigen tampoco tanto tiempo, que a una mujer que madruga y sabe aprovecharle, no le queden algunas horas, o muchas, según las circunstancias de su familia, para dedicarse a trabajos útiles, mentales o materiales, según su disposición o su gusto.

Hablamos por experiencia propia y ajena; conocemos mujeres que, sin descuidar sus deberes domésticos, hallan tiempo que dedicar a trabajos mentales, a buenas obras, o a uno y otro. Para que la mujer tenga tiempo para todo, no se necesita más que fortificar su juicio, a fin de que no le pierda de mil maneras. Salvo cuando tenga muchos hijos pequeños y nadie que la ayude (lo que quiere tomarse como regla y es la excepción), o mediando alguna otra circunstancia fuera de la regla general, en los demás casos la mujer tiene tiempo para instruirse y utilizar su instrucción en provecho suyo y de su familia.

Todo esto que vamos diciendo podrá parecer absurdo, pero es exacto, y cualquiera que observe en el hogar doméstico a las mujeres de la clase media, se convencerá de que si para dedicarse a algo útil, después de atender al gobierno de la casa, les falta tiempo, es porque le malgastan. El modo de emplearle bien es una de las primeras cosas que deberían aprender. La educación de las mujeres hasta aquí podría llamarse, sin mucha violencia: Arte de perder el tiempo.



Capítulo XI
¿Qué será de los hijos cuando la madre pueda ejercer una profesión u oficio lucrativo?

Se supone que todas las mujeres son madres, que todas pueden dedicarse exclusivamente al cuidado de sus hijos, y que toda la vida de la mujer necesita estar empleada en llenar los deberes materiales, minuciosos, incesantes de la maternidad. Partiendo de supuestos falsos, las consecuencias no pueden ser verdaderas.

Hay un gran número de mujeres que no son madres: de ellas trataremos en el capítulo de la mujer soltera.

La inmensa mayoría, compuesta de mujeres pobres, no puede dedicarse al cuidado asiduo e incesante de sus hijos pequeñuelos, porgue necesitan trabajar para darles pan. Unas veces llevan consigo al hijo que amamantan, exponiéndole a la intemperie, otras le dejan al cuidado de alguna anciana, o le dejan solo: si hay alguna casa benéfica donde le recojan mientras van a su trabajo, es gran favor para el inocente y gran descanso para ellas. En la mayoría de los casos, es gratuita la suposición de que la mujer está ni puede estar continuamente al cuidado de sus hijos.

Queda reducida la cuestión a saber cuál será mejor: que deje la casa para ejercer una profesión u oficio lucrativo, o para dedicarse a un trabajo material, penoso y mal pagado. Afirmamos sin vacilar, que la mujer más educada, más perfecta, más útil, puede atender más constantemente al cuidado de sus hijos, porque puede estar más tiempo en casa y tener más vagar. Su trabajo, muy mal retribuido, lo será cada vez menos, porque es mecánico, y como máquina es inferior a las que perfecciona todos los días el genio del hombre. Para ganar, no digamos algunos reales, sino algunos cuartos, necesita estar trabajando en casa, o fuera todo el día, y a veces una parte de la noche. Si entrara por algo la inteligencia en su obra, se pagaría mejor, ganaría mayor suma en menos tiempo y podría dedicar más a sus hijos. Para que los atienda pedimos que según su clase tenga educación y utilice las facultades que ha recibido de Dios. Es extraño modo de observar, fijarse en un corto número de mujeres de la clase media que se dedican asiduamente al cuidado de sus hijos, y prescindir de la inmensa mayoría de mujeres pobres que para buscar pan tienen que dejarlos o no atenderlos bastante.

El hijo necesita siempre de su madre, aunque la mantenga. ¿Quién le amará como ella le ama? Pero el cuidado asiduo de todos los momentos no es necesario sino en los primeros años de la vida. La mujer vive 60 o 70 años; según su fecundidad, tiene hijos pequeños, cuatro, seis, ocho, diez o doce años. ¿Es esto la vida? Aunque en este período tuviera que dedicarse al cuidado exclusivo de sus hijos y no pudiera hacer otra cosa; aunque no estuviera a su lado madre o tía anciana que la ayudase, o hermana que le diera auxilio, antes y después de este período, ¿no tiene la mujer tiempo y necesidad de cultivar sus facultades para que su trabajo sea más útil y más lucrativo?

Esta consideración se aplica como a las mujeres del pueblo a las de las clases elevadas, y más aún, porque en ellas son las mujeres menos fecundas, y es menos el tiempo en que la lactancia y corta edad de los hijos exige cuidados incesantes. ¿Y lo son siempre tanto como se dice? ¿El ama, la niñera, la abuela, la tía o la hermana, no procuran algún descanso, y dejan algún tiempo que puede emplearse con utilidad mayor, según el mayor grado de perfección a que se haya llegado? Cuando el esposo está enfermo o abrumado de trabajo, para ayudarle, cuando falta para suplirle, ¿no podría la mujer hallar algunas horas que dedicar a trabajos lucrativos, para que sus hijos no careciesen de lo necesario y para que la enfermedad o la muerte del padre no fuera la ruina de la familia?

Aun en ese período, no muy largo comparado con la vida entera, en que los hijos pequeños necesitan cuidados continuos, se ve que las mujeres pueden disponer de algún tiempo, que unas emplean útilmente, y otras malgastan de una manera lastimosa.

La mujer educada será madre no sólo más inteligente y capaz de allegar recursos para sus hijos, sino más tierna y cariñosa; las infanticidas no son personas instruidas, ni tampoco las que tratan a sus hijos con incomprensible dureza. Lo repetimos: la mujer no sale ni puede salirse de la ley eterna, por la cual todo ser que se educa dulcifica su carácter, se hace más humano: y cuando la mujer dilate los horizontes de su entendimiento; cuando comprenda las armonías del mundo moral, cuando vea toda la fealdad del vicio y del crimen y toda la hermosura de la virtud; cuando su exaltación se convierta en entusiasmo y sus instintos se eleven a sentimientos; cuando su razón pueda servirle de faro en las borrascas de la vida y de apoyo contra los embates del mundo; cuando el ejercicio de las facultades más nobles eleve su ser, purifique sus afectos y le dé mayor delicadeza y sensibilidad; cuando, en fin, sea más buena, ¿no será mejor madre?

Si no fuera este nuestro íntimo convencimiento, si tuviéramos la más leve duda de que la mujer al cultivar su inteligencia disminuía en lo más mínimo su cariño maternal, arrojaríamos estas páginas al fuego. ¿Cómo habíamos de querer despojar a la humanidad de su sentimiento más elevado?

En todos los amores de la tierra se revela por algún egoísmo, el miserable barro de que está hecho el hombre: sólo el amor de una madre nos puede dar idea del amor del Cielo; sólo en él hay pureza inmaculada, abnegación que no conoce límites, perdón para todas las culpas, olvido para todas las faltas, y piedad y misericordia sin medida: sólo él purifica cuanto toca, hace comprender al alma un mundo de afectos sublimes y la pone en relación con el Infinito.

Mirad en su prisión a la mujer más despreciable, a la prostituta delincuente; vedla trasfigurada al lado de su hijo enfermo, y escuchad las palabras sublimes, que no se manchan al pasar por sus labios impuros.

Ved aquel reo en capilla; es un monstruo: cínico e impenitente, repugna y espanta. ¡Su madre! Al verla llegar se estremece el centinela y se conmueve hasta el verdugo. Cuando la sacan, la expresión del monstruo ha cambiado; aquella alma empedernida se ha conmovido, e inclina su frente ungida por las lágrimas de la que le dio el ser. Allí donde todo inspiraba repugnancia y horror, hay algo que hace sentir compasión y respeto; aquella atmósfera pestilente se ha purificado al pasar por ella el amor desolado de una madre.

Y este amor, lo más grande que hay en el mundo moral, ¿había de ser incompatible con la perfección del entendimiento, lo más grande que hay en el mundo de la inteligencia? ¿Había de haber antagonismo entre los atributos más nobles de la humanidad? ¿No sería posible la armonía entre las cosas más sublimes, ni que la mujer que piensa fuese madre amorosa?

Dios que es inteligencia y amor, ¿apartaría en la madre el amor de la inteligencia? ¡Hijos de las mujeres pensadoras y amantes, vosotros responderéis algún día a esta especie de blasfemia!



Capítulo XII
La mujer soltera

La mujer soltera inspira cierto desdén, reminiscencia brutal, como hemos dicho, de los tiempos en que no se la consideraba más que como hembra, y efecto de que, por falta de educación, no es todo lo útil que pudiera ser; a veces parece que su vida sin objeto es una carga para la sociedad.

Hay un tipo de mujer soltera, ciertamente poco recomendable. Egoísta, extravagante, concentra sus afectos en su perro o en su gato, o se vuelve a Dios con tan poca benevolencia para las criaturas, que hace incomprensible su amor verdadero al Criador. Es la mujer excéntrica, intratable, o la beata maldiciente, sin caridad. Este tipo es raro; lo sería mucho más si la mujer se educase; aun creemos que llegaría a desaparecer, porque es una consecuencia del fastidio, del ocio intelectual y del sentimiento de la propia inutilidad: la prueba es que la solterona extravagante de la clase media y elevada, no existe en la mujer del pueblo que trabaja.

La mujer, es mujer aunque no sea madre, es decir, que es compasiva, paciente, afectuosa, y dispuesta a la abnegación. Más aún: sin ser madre, tiene afectos maternales. Observemos en el hogar doméstico, cuántas veces la hermana o la tía soltera cuida de los niños con celo incansable, y los sufre y los ama con afecto verdaderamente maternal. Observemos esas sagradas legiones de Hermanas de la Caridad que amparan a los pobres niños que dejó huérfanos la muerte, la miseria o el crimen. En toda mujer cuyo natural no se haya torcido de algún modo, hay amor a los niños, compasión hacia el que sufre y piedad religiosa. La sociedad, en vez de explotar este tesoro, le desdeña, si acaso no le escarnece.

La mujer soltera, casta si tiene un poco de pan y un poco de educación, no es, como el hombre célibe, un elemento de vicios, desórdenes y males, sino que por el contrario, puede consagrar toda su existencia al bien de la sociedad. El amor de Dios y del prójimo forma parte muy esencial de su naturaleza: la lleva a los hospicios, a los hospitales, a la inclusa, al campo de batalla, y la hace atravesar los mares en busca de dolores que consolar. Dad instrucción a esta criatura así organizada, dadle instrucción sólida, y veréis desaparecer los empleados de los asilos benéficos, y veréis convertirse las casas de beneficencia en casas de caridad.

La mujer soltera, que caritativa e ilustrada se dedica al consuelo de sus semejantes, es un elemento social de bien y prosperidad que no tiene precio; su actividad, su vehemencia, su piedad, su abnegación, su vida entera, se concentra en la buena obra objeto de sus afanes; allí está su hogar y su familia, allí sus alegrías y sus dolores. Toda mujer en la cual la educación no haya contrariado los buenos sentimientos, tiene cuidados, o por lo menos disposiciones maternales para los desvalidos que padecen; esto es tan cierto, que los acogidos en las casas de beneficencia, por instinto o por gratitud, llaman a las Hijas de la Caridad, las madres.

No es necesario que la mujer soltera haga votos ni vista un hábito para que su vida se consagre al bien de los demás. ¡Cuántas veces sola en su casa vive exclusivamente para la caridad bajo cualquiera de sus formas, o agregada a una familia cuida al niño como si fuera su madre, y al anciano como si fuera su hija! Y si esto no sucede con más frecuencia y la mujer soltera no es más útil, consiste en que no tiene la conciencia de todo lo que vale; en que muchas veces se considera como un ser inútil que para nada sirve; en que no hay en ella esa independencia moral y esa firmeza e igualdad de carácter que da la ocupación útil y la inteligencia cultivada, y en fin, en que carece de recursos porque no puede dedicarse a oficios o profesiones lucrativas.

Si para convencernos de que los errores se encadenan como las verdades, necesitásemos una prueba más, lo sería la especie de desdén que inspira la mujer soltera, en vez del respeto que debería inspirar. Dada la preocupación de que en la mujer no hay facultades intelectuales que cultivar, ni aptitudes para las artes, la industria y el comercio; suponiendo que multiplicar la especie es su única misión, cuando no la llena, lógico es que se la considere como un ser inútil. Este absurdo está en armonía con otros, y lo estaba con el modo de ser de las sociedades antiguas, en que el suelo carecía de pobladores. Pero en el mundo moderno, en los pueblos civilizados, los hombres se multiplican con sobrada rapidez, el exceso de población se hace sentir con frecuencia, no son madres lo que falta, y la mujer pura y benéfica que se dedica a hacer bien a sus semejantes, que como no hace falta a nadie está pronta a sacrificarse por todos, que tiene en mucho el hacer bien a cualquiera y en poco su vida, que forma su familia de aquella parte del género humano que sufre y la necesita, y que usa de su libertad haciéndose esclava de las santos deberes que se impone; esta mujer es tan respetable y tan útil como la mejor de las madres. Y no se diga que este es un ser ideal; hay muchas de estas mujeres, y podría haber más.

Es tiempo de que no se trate sólo de la madre cuando se habla de la mujer; de que se comprenda que en toda mujer honrada hay sentimientos maternales; de que no se mire desdeñosamente un gran elemento de bien para la sociedad; de que se salga de las rutinas para el respeto y para el desprecio; de que no se rebaje nada que esté elevado, ni se niegue prestigio a nada bueno, ni admiración a nada sublime, ni se quieran hacer moldes para vaciar el mérito. Es tiempo de poner fin a la reacción que enaltecía el celibato sobre el matrimonio, y de comparar la excelencia de las acciones y no el estado de quien las lleva a cabo. ¡Santas mujeres, que no siendo, madres habéis prohijado al género humano, recibid el homenaje de mi respeto, el recuerdo de mi cariño, y las lágrimas que corren de mis ojos al pensar en las que habéis enjugado! Sirva vuestra vida ejemplar de argumento contra los que, combatiendo una preocupación con otra, se niegan a haceros justicia.



Conclusión

Hemos procurado demostrar las contradicciones de las leyes y la confusión de las opiniones y de las costumbres en lo que a los derechos y capacidad de las mujeres se refiere.

Las contradicciones en que incurre el Dr. Gall al asegurar la inferioridad orgánica de las facultades intelectuales de la mujer.

La superioridad moral de la mujer.

Que habiéndose vedado a la mujer el ejercicio de las facultades intelectuales superiores, poco puede decir la historia, y no obstante su testimonio es favorable a la opinión de que la inteligencia de la mujer no es inferior a la del hombre.

Las funestas consecuencias que acarrea para el hombre, para la sociedad y para la mujer el error de su incapacidad intelectual, y la imposibilidad de ejercer ninguna profesión, y la mayor parte de los oficios.

Que la mujer puede ejercer todas las profesiones y oficios para que no se necesite mucha fuerza física ni sea un obstáculo la ternura de su corazón, ni tengan algo que repugne a su natural benigno.

Que la mujer educada será más dulce, más benévola, porque la educación suaviza el carácter hasta de los irracionales.

Que no hay incompatibilidad entre el cultivo de la inteligencia y los quehaceres domésticos.

Que los hijos, en vez de perder, ganarán, cuando la madre pueda ejercer una profesión u oficio lucrativo.

Que la mujer soltera no debe ser mirada con desdén; que educada puede llenar una alta misión social; que cuando la llena es tan respetable como la madre.

Esto es lo que hemos procurado probar con toda la brevedad que nos ha sido posible, y tratando sólo las verdades esenciales que una vez admitidas conducen a todas sus múltiples consecuencias.

¿Defendemos lo que se ha llamado emancipación de la mujer? No está muy bien definido lo que con estas palabras se quiere dar a entender, y nosotros deseamos consignar con claridad nuestro pensamiento.

Queremos para la mujer todos los derechos civiles.

Queremos que tenga derecho a ejercer todas las profesiones y oficios que no repugnen a su natural dulzura.

Nada más. Nada menos.

Queremos para la mujer la dependencia del cariño, y la que ha establecido la naturaleza haciéndola más débil, más sufrida y más impresionable; pero rechazamos la dependencia apoyada en leyes injustas, en costumbres inmorales o absurdas, y en la pobreza o la miseria de quien no tiene medios de ganar su subsistencia. Queremos la independencia de la dignidad, la independencia moral de un ser racional y responsable; pero estamos persuadidos de que la felicidad de la mujer no está en la independencia, sino en el cariño, y que como ame y sea amada, cederá sin esfuerzo por complacer a su marido, a su padre, a su hermano y a su hijo.

Queremos que sea dócil, dulce: madre, hija y esposa tierna antes que todo; que su misión sea una especie de sacerdocio, y que la llene con todo el amor de su corazón y todas las facultades de su inteligencia.

Queremos que puesto que las costumbres le conceden mayor libertad que a la mujer de Oriente, de la Edad Media y aun de principios de este siglo, su educación esté en armonía con esta libertad, para que sepa usar de ella.

Queremos que sea la compañera del hombre. Pudo serlo sin educar, del hombre ignorante de los pasados siglos; no lo será del hombre moderno, mientras no exista entre sus ideas la misma armonía que hay en sus sentimientos.

Queremos que no se establezcan diferencias caprichosas entre los dos sexos, sino que se dejen las establecidas por la naturaleza que están en el carácter y bastan para la armonía, porque conviene no olvidar que esta se establece con tanta mayor facilidad, cuanto las ideas están más acordes.

Queremos que en la vida social esté representado el sentimiento y admitida la realidad de sus verdades; que esta representación la tengan las mujeres principalmente, y lleven a las costumbres, a la opinión, y por consiguiente a las leyes, un elemento que muchas veces les falta. Que sin negar a la razón sus derechos, hagan valer los del corazón, y digan y prueben que hay casos y cuestiones, grandes cuestiones en que un ¡ay! es un argumento, y una lágrima, una demostración.

Queremos que la mujer avive el sentimiento religioso por medios que estén en armonía con la época en que vive. Ya no se imponen las creencias con la autoridad ni se infunden por el martirio. La caridad y la razón deben fortificar la idea de Dios. La caridad está viva, pero la razón yace casi muerta en la mujer, semejante a un misionero que ignorase el idioma de los pueblos que quería convertir. Es necesario que aprenda ese lenguaje, que purifique sus creencias de toda superstición; que con su ejemplo combata la idea de los que pretenden hacer incompatible la instrucción y la piedad; que multiplique los caminos para llegar a Dios, y sobre todo, que no haga reflejar sobre la religión algo del descrédito intelectual de quien la practica.

La mujer tiene que quebrantar por segunda vez la cabeza de la serpiente, de ese escepticismo que se enrosca alrededor de nuestra existencia, que nos inocula su veneno, que nos hiela con su frío, y en vez de armonías sublimes, nos da su silbar siniestro.

Las grandes cuestiones se resuelven hoy a grandes alturas intelectuales; es necesario que la mujer pueda elevarse hasta allí para que no preponderen el egoísmo, la dureza y la frialdad, para que no se llame razón al cálculo, y cálculo a la torpe aplicación de la aritmética.

Dulce, casta, grave, instruida, modesta, paciente y amorosa; trabajando en lo que es útil, pensando en lo que es elevado, sintiendo lo que es santo, dando parte en las cosas del corazón a la inteligencia del hombre, y en las cuestiones del entendimiento a la sensibilidad femenina; alimentando el fuego sagrado de la religión y del amor; presentando en esa Babel de aspiraciones, dudas y desalientos el intérprete que todos comprenden, la caridad; oponiendo al misterio la fe, la resignación al dolor, y a la desventura la esperanza; llevando el sentimiento a la resolución de los problemas sociales, que nunca, jamás se resolverán con la razón sola: tal es la mujer como la comprendemos, tal es la mujer del porvenir. Por ella nacerán a la vida del alma los hijos del pueblo en las generaciones futuras; por ella será más pausada y más continua la marcha de las sociedades, sin alternativas de velocidad vertiginosa y de paralización mortal: por ella se acabarán si es posible las luchas sangrientas y las victorias de la fuerza; por ella será magnetizado ese mundo, tantas veces impenetrable a la palabra de vida.

Y si todos los pueblos necesitan que conmueva sus entrañas la sensibilidad de la mujer, mucho más aquellos menos adelantados y menos dichosos. La comunicación continua con otros países da lugar a comparaciones desventajosas, que si unas veces determinan nobles impulsos de emulación, no pocas inspiran desdén y desaliento, y afán de ir a gozar en el extranjero las ventajas de una civilización más adelantada. Contra este deseo, tantas veces puesto por obra y causa permanente de empobrecimiento, ¿pediremos leyes a los hombres? No. Invoquemos una que Dios ha grabado en el corazón de la mujer. Vosotras ¡oh mujeres! que no dais el primer lugar en vuestro cariño a los predilectos de la naturaleza o de la fortuna; vosotras que queréis más al hijo enfermizo, deforme, desventurado, comunicad al hombre el más generoso de vuestros instintos, enseñadle a amar a la patria, a su madre, porque es infeliz; hacedle sentir cuan vil es y cuan culpable, el que abandona a los suyos en la desgracia; cread una nueva, una grande escuela política, que no combata más que un adversario: el egoísmo; que no escuche más que un oráculo, el corazón.



[ Nota editorial ]

Como complemento del precioso libro que tenemos hoy la dicha de ofrecer a los lectores de la BIBLIOTECA ECONÓMICA DE ANDALUCÍA, publicamos a continuación los artículos que la señora doña Concepción Arenal ha publicado en diferentes periódicos acerca de las Conferencias dominicales celebradas en la Universidad de Madrid durante el presente año, para la educación de la mujer.

Su mérito no tenemos que encomiarlo; el público lo conoce ya, y nosotros le prestamos el servicio de presentárselos recopilados en un volumen, como debían estarlo, formando parte de la biblioteca doméstica de todo buen ciudadano y buen padre de familia. La forma en que han visto la luz pública ha impedido a muchas personas leerlos todos; tanto estas, como las que no los conocen, y mucho más las que han podido seguir el curso de las Conferencias, estamos seguros de que nos agradecerán mucho la recopilación.



Primera conferencia

Discurso inaugural, leído por el Sr. D. Fernando de Castro.
Conferencia del Sr. D. Joaquín María Sanromá, Sobre la educación social de la mujer.

Cuando en los siglos venideros escriba un filósofo la historia del progreso en España, citará, acompañándola de reflexiones profundas, una fecha: el 21 de Febrero de 1869. ¿Se ha dado en este día alguna gran batalla en que ha triunfado la justicia? ¿Una Asamblea ha promulgado como ley algún derecho, hasta allí desconocido o negado? ¿Se han agitado las masas como el mar embravecido, y en las oleadas de su cólera han sepultado en el abismo algún impío error, han levantado hasta el cielo alguna verdad santa? No. El 21 de Febrero de 1869 no ha sucedido ninguna de estas cosas. Ni estruendo marcial, ni aclamaciones de la multitud, que no se ha apercibido siquiera que allá en la Universidad central se reunían algunas personas en el salón de grados. ¿Se iba a conferir alguno? Tal vez. El señor Ministro de Fomento llegaba, y el Sr. Rector y algunos Catedráticos; muchas señoras corrían impacientes en busca de local que ya no había, y era tal su actividad y el interés con que buscaban lugar en que colocarse, que no parecía sino que el graduando era hijo de todas y de cada una. ¿Pero dónde estaba el joven que con tanta ansia querían ver y escuchar?

Era en vano buscarle más que con los ojos del alma; el graduando no tenía cuerpo, era una idea que iba a ser proclamada desde la tribuna, una idea de esas que son el resumen de una época y el germen de otra; una idea de las que crecen primero al calor de algunas inteligencias elevadas, para llegar a ser algún día patrimonio del sentido común. Allí iba a decirse que la mujer es un ser racional, un ser inteligente, capaz de recibir educación y de elevarse a las regiones del pensamiento, de perfeccionarse aprendiendo y de mejorarse perfeccionándose. ¿Y quién se atreve a decir estas cosas en España, donde no ha mucho que el saber era un caso de conciencia? ¿Algún joven atolondrado, alguna cabeza volcánica, algún ambicioso oscuro, que no teniendo otro medio de llamar sobre sí la atención, quiere atraer las miradas por las excentridades de su inteligencia?

No. El Sr. Ministro de Fomento preside el acto, y no será seguramente por ninguna mira ambiciosa. El Sr. Rector de la Universidad central no ha menester del discurso que lee para formar su reputación literaria; antes de ahora ha probado el señor Castro que sabe pensar y sentir, y decir bien lo que siente y lo que piensa. El Sr. Sanromá debe haber aprendido desde la primera vez que habló en público, que ha nacido orador, grande orador. Así, pues, ni el Ministro ni el Rector ni el Catedrático, acudían a la Universidad por ambición mezquina ni por vanidad pueril; los impulsaba una idea que iban a proclamar, dándole el prestigio de su autoridad y de su ciencia.

En España, solo en voz baja, se habían atrevido a decir algunos que la mujer es un ser inteligente que puede y debe ser educado como tal, y he aquí que esta verdad brilla en las esferas del poder, en las regiones oficiales, y se dice con fe, y se aplaude con entusiasmo.

El hecho es grave, muy grave, y las nobles voces que se han levantado el 21 de Febrero en la Universidad central, tendrán el eco eterno de la aprobación de los siglos. Acaso por el momento, no sean los más los que aplaudan. ¿Qué importa? La verdad viene del cielo, y la ven primero los que están más altos: ellos la reciben amorosamente, preservándola a veces de los ataques de la multitud, que al fin la comprende y la adora.

Al ver al Sr. Ministro de Fomento presidir la inauguración de las Conferencias dominicales para la educación de la mujer, al oír en la tribuna al señor Castro y al Sr. Sanromá, muchos y diversos afectos debieron agitar el corazón de las señoras allí reunidas; pero uno tal vez se elevaba más alto que todos, el sentimiento de la gratitud. ¡Oh! sí; os damos gracias muy sinceras, gracias del alma, a los que con pensamiento levantado y mano firme habéis roto el primer eslabón de esa cadena de errores que nos sujetaba a la ignorancia; la ignorancia que engendra la preocupación, que abigarra el carácter, que degrada el ser moral, que sofoca el pensamiento, que aniquila la inteligencia, que seca las fuentes de toda inspiración grande y generosa. Gracias a los que habéis levantado el impío veto que nos cerraba el santuario del saber; gracias a los que no habéis desdeñado razonar con nosotras, aunque estamos tan abajo en las regiones del pensamiento; gracias a los que habéis extendido la esfera de nuestros deberes y de nuestros derechos, abriendo nuevos horizontes a nuestra pobre alma cautiva.

Vosotros sois los verdaderos caballeros, vosotros los nobles paladines que rompéis lanzas por la hermosura de nuestra alma. No negaremos una lágrima a vuestros dolores, ni un canto a vuestra memoria, ni el Supremo Juez os preguntará severo: –¿Qué habéis hecho de la compañera que formé a Mi imagen y semejanza?

No temáis, generosos campeones de la educación de la mujer, no temáis que vuestras lecciones se pierdan, ni que nuestros ojos se cierren a la luz de la verdad. Los hombres no han podido destruir la obra de Dios; adormecidas nuestras facultades, no están muertas. ¿No veis cómo por las rejas de ese calabozo, donde han querido encerrar nuestro entendimiento, se perciben los resplandores del fuego santo que arde en nuestra alma? ¿Cuándo, dónde se ha dicho a la mujer: «Marcha por esa difícil vía que conduce a un alto fin,» que la haya dejado desierta? Nos abristeis el camino del cielo, y llenamos los potros de mártires y los altares de santas. Nos declarasteis capaces de ejercer la caridad, y recogimos a los niños y consolamos a los ancianos, y cuidamos a los enfermos y auxiliamos a los moribundos. ¿Cuándo nos habéis otorgado vuestra confianza, que faltemos a ella? ¿Cuándo habéis aligerado el peso de nuestra cadena, que no demos un paso hacia el bien?

El hombre, a medida que se ha civilizado, ha refinado sus gustos y ha sentido la necesidad de que la mujer tomase parte en los espectáculos que le divierten. Le ha permitido que baile y cante, que toque y que declame. En las regiones de arte la ha visto elevarse tanto como él, y ha gozado de este placer sin sospechar que encerraba una lección. Y la lección era, no obstante, bien clara. La mujer ha recorrido con paso firme todos los buenos caminos que no se le han cerrado. Ha sido mártir, santa, sacerdotisa de la caridad y artista: no le habéis dejado ser más, hombres que ni aún sabéis ser egoístas; abridle nuevas vías, y las recorrerá; esto es lo que dice la lógica, el simple buen sentido.

Los que intentan educar a la mujer como a un ser racional e inteligente, han emprendido una tarea ardua, un trabajo rudo; pero el objeto es alto y el éxito, más o menos remoto, seguro. Apresurémosle nosotras con buena voluntad y perseverancia; procuremos vencer nuestros hábitos de frivolidad y holganza intelectual, persuadiéndonos de que el saber es estudio, y el estudio es trabajo. Demos a nuestros maestros la prueba de gratitud más profunda, la recompensa más dulce, utilizando sus lecciones y prestando con nuestros progresos argumentos poderosos que puedan arrojar a la cara de sus adversarios. Tendremos que luchar con muchas dificultades y que habérnoslas con un enemigo vil que a veces es poderoso: el ridículo; mas aprendamos a despreciarle, y comprenderemos que no hay razón para temerle. El ridículo es como los gases mefíticos de la cueva del perro: no matan sino a los que caminan a flor de tierra; levantemos la frente al cielo y le dejaremos muy por debajo, respirando en las regiones serenas de la inteligencia.



Segunda y tercera conferencia

Lectura por el Sr. Hartzenbusch de su cuento fantástico La hermosura por castigo.
Conferencia del Sr. D. Juan de Dios de la Rada y Delgado sobre La educación de la mujer por la historia de otras mujeres.
Lectura por el Sr. Arjona de El castellano viejo, de Larra.
Conferencia del Sr. D. Francisco de Paula Canalejas, Sobre la educación literaria de la mujer.
Lectura por el Sr. Campoamor de dos cantos de su Drama Universal.

Hemos contraído el compromiso, con alguna persona que tenemos en mucho, de dar cuenta al público de las Conferencias dominicales, no porque creamos que le interesen gran cosa, sino porque comprendemos que deben interesarle. Hablamos de la primera{11}, y no habiéndonos sido posible por falta de salud decir nada de la segunda, haremos hoy de ella mención al ocuparnos de la tercera.

En la segunda Conferencia dominical se han empezado las lecturas públicas, tan generalizadas fuera de España, y que hasta ahora no habían podido aclimatarse entre nosotros. Oreemos que el señor Hartzenbusch, que las ha inaugurado en la Universidad central, lo habrá hecho con buen éxito, y que muchos después de él darán instrucción y recreo por este medio, primero al público, después al pueblo: la armoniosa lengua en que han escrito Cervantes, Santa Teresa y Fr. Luis de Granada, es bien propia para ilustrar el entendimiento, regalando el oído. El ilustre autor de Los amantes de Teruel leyó su bello cuento fantástico La hermosura por castigo, altamente moral y bello y armonioso, como todas las obras del Sr. Hartzenhusch.

El Sr. Rada y Delgado, en un discurso de bellas formas, recordó los nombres y los merecimientos de las mujeres célebres, como un ejemplo y un estímulo para que las mujeres todas procuren cultivar sus facultades, y se extendió principalmente hablando de las mujeres españolas cuyos nombres conserva la historia. Oportuno fue el tema elegido por el Sr. Rada y Delgado, porque uno de los obstáculos más insuperables que se encuentran para la educación intelectual de la mujer, es la menguada idea que de su inteligencia tiene la mujer misma. Su ignorancia entraba hasta aquí como parte integrante del orden establecido, era la legalidad existente en el mundo moral, y es difícil que haya muchas que se sientan con bastante fuerza para ser rebeldes.

Dio principio a la tercera Conferencia dominical el Sr. Arjona, leyendo un artículo del inmortal Larra, El castellano viejo; decimos mal leyendo, representando, porque nunca ha sido el Sr. Arjona mejor actor. Nos hizo ver el cuadro tal como Fígaro le concibió, y el interés con que fue escuchado y la justicia con que fue aplaudido, son clara prueba de que con buena elección de lectura y de lector, las lecturas públicas podrán llegar a ser lecturas populares y un poderoso elemento de educación para el pueblo.

El Sr. Campoamor subió a la tribuna a leer versos, para lo cual se necesita cierto valor, dado el descrédito en que han caído. Pero el valor suele ser la conciencia de la fuerza, y el modo con que el señor Campoamor fue escuchado y aplaudido prueba bien que, por más que trabajen los copleros por desacreditar la poesía, el público reconoce siempre y saluda con respeto al poeta.

La inteligencia del Sr. Campoamor reviste tantas formas, que no sabemos, a decir verdad, cuándo llena su propio traje o cuándo está disfrazada. Ya gime doliente, ya ríe sarcástica; ya eleva su voz ronca y desapacible, ya entona cantos dulcísimos y suaves. Ayer dejó en nuestra frente el beso puro de un niño; hoy quiere acercar a nosotros los labios abrasados por donde parece haber pasado la blasfemia; ora nos mece en dulces sueños, ora exagera las amargas realidades; aquí da culto a la verdad, allá parece prendada del sofisma, y alternativamente se pasea por los abismos de la desesperación y por los cielos de la esperanza. Muchas veces le hemos preguntado: –¿Quién eres?– Nunca nos ha respondido.

En la tercera Conferencia dominical, la inteligencia del Sr. Campoamor vistió su traje más bello y alzó su voz más suave y también la más poderosa, dando imágenes para nuestra fantasía, verdades para nuestra inteligencia y sentimientos para nuestro corazón. ¿Por qué no es siempre así? ¿Por qué quien puede cautivar las miradas con un hermoso rostro, ha de llamar la atención con un gesto?

Comprendemos que no faltarían al Sr. Campoamor respuestas para esta pregunta, y le replicamos. En nuestra opinión, las inteligencias elevadas tienen deberes maternales para con la humanidad, que puede considerarse como doliente; que padece de ignorancia y de error; de fanatismo y de incredulidad; de egoísmo y de pasión, y sufre dolores crueles e infinitos. ¿Qué han de hacer los que más que ella saben, los que mejor que ella sienten? Lo que una madre con el hijo enfermo. Devorar sus lágrimas y su desesperación por no afligirla; decirle todo aquello que pueda hacerla mejor y menos desgraciada; buscar en la duda aquellas ideas que sean más consoladoras, y después de haber hecho cuanto es posible para suavizar los dolores de la vida, apartar la desesperación de su lecho de muerte. Este es, a nuestro parecer, el papel que deben representar las inteligencias superiores, y no comprendemos cómo quieren cambiarle por ningún otro. Hace muchos años, decíamos a una de nuestras primeras inteligencias exhortándola para que tomase un giro útil a la humanidad, y en la suposición de que así lo hiciera:

La página más bella de tu historia
Trazará el sacro fuego que te inflama:
Dejar al mundo un nombre; esa es la fama:
Hacer al mundo bien; esa es la gloria.

Sucede a veces, tratando de varias cosas, que se deja la más importante para la última, y esto nos acontece hoy al hablar del discurso del Sr. Canalejas, cuyo tema era Educación artística y literaria de la mujer. No caeremos en la mala tentación de hacer de él un resumen, dando el feo esqueleto de una hermosa figura. Los discursos pronunciados en las Conferencias dominicales se imprimen, y el del señor Canalejas es de los que, después de haberse escuchado con entusiasmo, se leerá con provecho. Pensamientos profundos, imágenes bellas, sentimientos delicados, conocimiento del corazón de la mujer, de sus ilusiones y de sus desengaños; de las fuentes de su desesperación y de su consuelo; todo lo notamos en el Sr. Canalejas al oír su voz elocuente. Bien pudo ver en el modo de escucharle y de aplaudirle que se comprendían sus ideas, que se sentían sus sentimientos, y que en el público se reflejaba su inteligencia, como se refleja la luz en las aguas puras y tranquilas. Pero hubo un momento en que no se aplaudió al poeta, ni al pensador, ni al orador elocuente, sino al hombre honrado; al que en nombre del arte, de la poesía, de la virtud y de la dignidad humana, levantaba su voz contra esa pública infamia que se llama baile en algunos teatros, y conjuraba a las señoras a que no asistieran a ella, rechazando con indignación tan vergonzosa inmoralidad. Las palabras con que el Sr. Canalejas anatematizó esos lascivos espectáculos fueron aplaudidas con entusiasmo: pero los aplausos que no van mezclados con bendiciones, son vano ruido, y los hombres de la talla intelectual del Sr. Canalejas deben aspirar a algo más que a triunfos del amor propio.

Nos decía el domingo estas o parecidas palabras: «Si después de oír un discurso o de leer un poema o de ver un espectáculo, hay más elevación en vuestros sentimientos; si os sentís mejores y con más propensión al bien, prueba es que en el poema, en el espectáculo y en el discurso hay poesía.» La del suyo tiene esta prueba entre otras, porque después de oírle ha adquirido fuerza una idea que con desaliento habíamos dejado entre las inútiles aspiraciones: la de levantar la voz, en nombre de la moral públicamente ultrajada, para combatir esos espectáculos, oprobio de un pueblo honrado. No es nuestra voz débil, es la poderosa y autorizada del señor Canalejas la que ha tomado esta generosa iniciativa, y ya que halló un eco tan prolongado, ya que le aplaudimos con las manos y con el corazón los que tenemos encanecido el caballo y los jóvenes imberbes, preciso es que esa voz tome cuerpo y se convierta en una asociación fuerte y poderosa, en un dique contra ese asqueroso torrente que amenaza inundarnos con su pestilencia. La antigua aristocracia decía: –Nobleza obliga.– La nueva, la del saber, debe decir: –Inteligencia obliga.– Y si obliga, en efecto, como creemos, mucho tiene obligación de dar quien mucho ha recibido.

Rogamos al Sr. de Canalejas que una la acción a la inspiración y al consejo; rogamos al inteligente auditorio que asiste a las Conferencias dominicales, que sirva de núcleo para una asociación contra los espectáculos inmorales; rogamos al Sr. Rector de la Universidad que, como sacerdote, se ponga a la cabeza de esta falange que va a combatir por la más delicada de las virtudes, la castidad: que como promovedor de las Conferencias dominicales procure que salgan de ellas más que elocuentes discursos y ruidosos aplausos, que salga alguna buena acción para que nadie pueda dudar de la bondad del árbol viendo la utilidad del fruto.

No se comprende cómo las autoridades de la libertad no ven que el despotismo puede descargar su maza sobre una multitud corrompida, pero que la libertad necesita buenas costumbres.

No se comprende cómo hay un hombre que por ganar dinero ha ido a Francia en busca de instrumentos viles que en España no pudo hallar, aceptando un ignominioso privilegio de introducción. No comprendemos cómo se prohíbe la venta de venenos que no son nocivos más que para el cuerpo, y se permite que se vendan los que a la vez envenenan el cuerpo y el alma. Pero aunque no las comprendamos, todas estas cosas suceden, y sería triste que no pudiera oponerse a tan grande mal correctivo alguno.

Asociémonos contra los espectáculos inmorales y obscenos; hagamos uso de todos los medios honrados, que son muchos, para rechazar la asquerosa baba del vicio que nos quieren escupir al rostro. Nadie nos impide escribir, asociarnos, reunimos, protestar. Si no lo hacemos, si no sabemos enfrenar la licencia con la libertad, merecedores somos del despotismo, y le tendremos.

——

{11} En La Reforma del 25 de Febrero.



Cuarta conferencia

Conferencia del Sr. D. Fernando Corradi acerca De la influencia del Cristianismo en la mujer, la familia y la sociedad.
Lectura por el Sr. Segovia de su artículo Del Lujo.
Lectura por el Sr. Valera de su poesía A Genoveva.

La cuarta Conferencia dominical para la educación de la mujer, estaba cargo del Sr. D. Fernando Corradi, que con la corrección y fluidez que distinguen su palabra, desenvolvió el siguiente tema: De la influencia del Cristianismo sobre la mujer, la familia y la sociedad. Puso de manifiesto las tendencias civilizadoras de la doctrina del Salvador, y cómo en el Evangelio estaba el germen del progreso, de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad. Hizo ver cuánto debe la mujer al Cristianismo, que la elevó compañera del hombre, fortificando en su corazón la caridad y la castidad, las dos virtudes que más la realzan. E insistió por fin, con aplauso de la concurrencia, en que la religión no es responsable de los excesos del fanatismo, condenando enérgicamente la intolerancia, causa, dijo, de nuestro atraso y de nuestra miseria.

El Sr. Segovia subió a la tribuna después, y citó, con merecido elogio, todos los señores que le habían precedido en aquel lugar, con motivo de las Conferencias, manifestando, que no todo había de ser brillante y elevado y florido, y que las señoras habían de permitir que allí se hablase también en tono humilde y hasta familiar, como él iba hacerlo, sirviendo como de conveniente sombra para que resaltasen más los efectos de luz. O la modestia del Sr. Segovia llega hasta un punto inverosímil, o quiso añadir la sorpresa a las varias y agradables impresiones que nos produjo su escrito, más propio para brillar entre los más brillantes, que para realzarlos por el contraste de sus pálidas tintas.

El Sr. Segovia tomó por asunto de su escrito el lujo, y nunca hemos visto mejor seguido el difícil precepto de instruir deleitando. Dijo muchas verdades, y dado que el auditorio era en gran parte femenino, algunas podían parecer algo aventuradas, pero todas fueron recibidas con aplauso; ni era posible otra cosa, presentándose ataviadas con tal primor de lenguaje y tanto chiste y gracejo. ¡Grande y hermoso privilegio del talento, abrirse paso hasta el entendimiento y hasta el corazón, ejerciendo una especie de dictadura sobre la voluntad! Comprendemos que quien maneja tan magistralmente nuestra armoniosa lengua, como el Sr. Segovia, se indigne y truene contra esa invasión de palabras extranjeras admitidas por buen tono y mal gusto, y en prueba de vasallaje intelectual que no pueden aceptar los que tienen en su ingenio medios de sustentar su independencia.

El Sr. Segovia ha empleado todos los tonos para llegar al corazón y el entendimiento, y por el modo de escucharle y de aplaudirle, le probó el público que lo había conseguido. Recomendamos a  todos los amigos de lo bueno y de lo bello la lectura de su discurso, que se imprimirá, y copiamos la definición del lujo, que nos parece notable. «Gasto supérfluo e improductivo, sostenido por mera ostentación, o desproporcionado a los recursos de quien le costea.»

Dijo el Sr. Segovia que, influyendo las mujeres tan principalmente en las costumbres, el lujo era en gran parte obra suya. Somos de su opinión, pero preguntamos: ¿Por qué sucede así? ¿Por qué las mujeres son más vanas que los hombres? Porque como ha dicho un hombre eminente, la vanidad se coloca donde puede, y las mujeres, dada su educación, apenas pueden colocarla más que en fruslerías. Detrás de todo error hay una desgracia, y la desgracia del lujo es en gran parte consecuencia de la mala educación de las mujeres, que da giros extravagantes y perjudiciales su actividad, y vedando las cosas nobles y grandes a su natural deseo de distinguirse, le impulsa hacia las pequeñas y ridículas.

La mujer, como el hombre, desea sobresalir, y para conseguirlo, echa mano de los medios que tiene. No siéndole permitido adornar su inteligencia, atavía su cuerpo; la manera del salvaje se engalana con plumajes y colores, y no pocas veces también como él se desfigura.

Educadla, hombres, cultivad sus facultades superiores, y cuando sea menos frívola, será menos dada a vistosos atavíos y más dispuesta al orden y la economía.

Terminada la sabrosa lectura del Sr. Segovia, el Sr. Valera recitó unos sentidos versos, y conmovido con un recuerdo que ha quedado sin duda muy impreso en su corazón, conmovió también al auditorio.

El Sr. Rector de la Universidad, que presidia la Conferencia, anunció para la próxima, que el señor Labra hablaría de la situación de la mujer bajo el punto de vista jurídico, y ya que esta materia empieza tratarse, tal vez no sean enteramente inútiles algunas observaciones, entresacadas de unos apuntes, y que figuran allí con el epígrafe de



Contradicciones{12}

El error, tarde o temprano, acaba por limitarse a sí mismo, y la primera forma de su impotencia es la contradicción: si quisiera ser lógico, se haría imposible. La humanidad, que puede ser bastante ciega para dejarle sentar sus premisas, no es nunca bastante perversa o insensata para permitirle que saque todas sus consecuencias: le opone su razón, sus afectos o sus instintos, y él transige; podemos estar seguros de que donde hay contradicción hay error o impotencia.

Aplicando esta regla al papel que la mujer representa en la sociedad, por la falta de lógica del hombre, vendremos a convencernos de su falta de razón primero, y de justicia después.

Una mujer puede llegar a la más alta dignidad que se concibe, puede ser madre de Dios: descendiendo mucho, pero todavía muy alta, puede ser mártir y santa, y el hombre que la venera sobre el altar y la implora, la cree indigna de llenar las funciones del sacerdocio. ¿Qué decimos del sacerdocio? Atrevimiento impío sería que en el templo osara aspirar a la categoría del último sacristán. La lógica aquí sería escándalo, impiedad.

Si del orden religioso pasamos al civil, las contradicciones no son de menor bulto. ¿Cómo una mujer ha de ser empleada en aduanas o en la deuda, desempeñar un destino en Fomento o en Gobernación? Sólo pensarlo da risa. Pero una mujer puede ser jefe del Estado. En el mundo oficial se la reconoce aptitud para reina y para estanquera: que pretendiese ocupar los puestos intermedios, sería absurdo. No hay para qué encarecer lo bien parada que aquí sale la lógica.

En las relaciones de familia, en el trato del mundo, ¿qué lugar ocupa la mujer? Moral y socialmente considerada, ¿cuál es su valor? ¿Cuál su puesto? Nadie es capaz de decirlo. Aquí es mirada con respeto y con desprecio allá. Unas veces sufre esclava, otras tiraniza; ya no puede hacer valer su razón, ya impone su capricho. Buscad una regla, una ley moral: imposible es que la halléis en el caos que resulta del choque continuo entre las preocupaciones y la ilustración, el error y la verdad, la injusticia y la conciencia. El libertino que escarnece la virtud, cree en la de su madre; el cínico arriesga la vida en un desafío por defender el honor de su hermana; el que ha hecho muchas víctimas y hollado las más santas leyes, recibe como tal un capricho de la que ama; el que tiene teorías y hábitos de tirano, viene a ser el esclavo de su hija o de su nieta. El corazón, los instintos, la conciencia, se oponen de continuo en la práctica a esas teorías que conceden al hombre superioridad moral sobre la mujer. Se ve, pues, arrastrado a ceder de lo que llama su derecho cuando no abusa de él, y al conceder esta gracia, ya no establece reglas de justicia, porque no es fácil poner límites a la generosidad del que da por afecto, ni a la exigencia del que recibe sin reflexión. Así, pues, en las relaciones domésticas y sociales del hombre y la mujer, como lo que se llama justicia no lo es, ni puede por lo tanto convertirse en regla permanente y respetada, todo está a merced de los afectos y de las pasiones, todo es tan ocasionado a mudanzas como ellas, y por punto general, a las mujeres se les da más o menos de lo que merecen y les es debido: son, el niño oprimido a quien se hace siempre guardar silencio, o el niño mimado que impone su voluntad. Con sólo mirar lo que pasa enredador nuestro, veremos tantas contradicciones como individuos hemos observado.

Si dejando las costumbres pasamos a las leyes, ¿qué es lo que ven nuestros ojos? ¡Ah! Un espectáculo bien triste, porque la ley no tiene la flexibilidad de los afectos, y si el padre, y el esposo, y el hermano son inconsecuentes para ser justos, la ley inflexible no se compadece del dolor ni se detiene ante la injusticia. Las contradicciones de la ley pesan sin lenitivo alguno sobre la mujer desdichada. Exceptuando la ley de gananciales, tributo no sabemos cómo pagado a la justicia, rayo de luz que ha penetrado en oscuridad tan profunda, las leyes civiles consideran a la mujer como menor si está casada, y aun no estándolo le niegan muchos de los derechos concedidos al hombre.

Si la ley civil mira a la mujer como un ser inferior al hombre, moral e intelectualmente considerada, ¿por qué la ley criminal la impone iguales penas cuando delinque? ¿Por qué para el derecho es mirada como inferior al hombre, y ante el deber se la tiene por igual a él? ¿Por qué no se la mira como al niño que obra sin discernimiento, o cuando menos como al menor? Porque la conciencia alza su voz poderosa y se subleva ante la idea de que el sexo sea un motivo de impunidad: porque el absurdo de la inferioridad moral de la mujer toma aquí tales proporciones que le ven todos: porque el error llega a uno de esos casos en que necesariamente tiene que limitarse a sí mismo, que transigir con la verdad y optar por la contradicción. Es monstruosa la que resulta entre la ley civil y la ley criminal; la una nos dice: –Eres un ser imperfecto; no puedo concederte derechos.– La otra: –Te considero igual al hombre y te impongo los mismos deberes; si faltas a ellos incurrirás en idéntica pena.

La mujer más virtuosa e ilustrada se considera por la ley como inferior al hombre más vicioso e ignorante, y ni el amor de madre, ¡ni el santo amor de madre! cuando queda viuda, inspira al legislador la confianza de que hará por sus hijos tanto como el hombre. ¡Absurdo increíble!

Es tal la fuerza de la costumbre, que saludamos todas estas injusticias con el nombre de derecho.

Las Conferencias dominicales no dudamos que derramarán luz sobre esta cuestión, como sobre otras muchas que a la mujer se refieren; las verdades se encadenan, y no se demuestra una sin preparar el conocimiento de otra.

——

{12} No se suprime esta parte del artículo, cuyas ideas se han visto ya en La mujer del porvenir, para que se comprenda bien el siguiente.



Quinta conferencia

Las Lamentaciones de Jeremías.
Educación jurídica de la mujer.
Un Domingo de Ramos en el siglo XVI.

Las Conferencias dominicales, que hace algunas semanas se celebran en la Universidad central, han sido tan acertadamente dirigidas por el Sr. Rector y por la sociedad formada con este objeto, que están llamando poderosamente la atención del público: el antiguo salón de grados es ya insuficiente para la numerosa concurrencia que acude todos los domingos antes de las dos de la tarde, hora fijada; siendo grande el número de señoras, lo cual prueba que se ha conseguido el principal fin de la asociación. Hasta ahora no ha decaído el interés de las Conferencias, como lo puede comprobar quien se tome la molestia de leer los seis elegantes folletitos que van ya publicados.

Cuatro de estas importantes sesiones han tenido la honra de ser descritas y analizadas en varios periódicos por la señora doña Concepción Arenal; y en verdad que ha sido buena suerte de las Conferencias mismas, y de cuantos hemos tomado parte en ellas, el lograr tan discreta cronista: desgraciadamente para todos, el Domingo de Ramos no pudo asistir la entendida escritora por hallarse indispuesta, y esta lamentable circunstancia privará al público de un elegante y ameno artículo crítico como los anteriores, siendo forzoso que se contente por hoy con la descarnada y árida relación que brevemente vamos hacer de la quinta Conferencia.

Ocupó el primero la tribuna el presbítero Don Antonio García Blanco, antiguo y muy conocido catedrático de lengua hebrea, para leer algunos fragmentos de las Lamentaciones de Jeremías, tales como el distinguido hebraizante las ha traducido directamente del hebreo, y aparecen en un librito que se distribuyó a las señoras presentes, las cuales podrán conservar así, no solo el texto de los lastimeros threnos, sino el interesante prólogo, tan instructivo como ameno, con que los ha enriquecido el traductor.

Este carácter de amenidad sabe dar siempre el Sr. García Blanco a todas sus explicaciones, y es indudablemente circunstancia que debe procurarse con empeño, cuando se trata de trasmitir ciertos conocimientos de árido aspecto, y más si son las que escuchan personas del sexo femenino, menos acostumbradas a cierta clase de estudios.

No es posible encarecer, ni podría creerlo quien nunca haya oído al erudito profesor, con qué paciencia, atención y deleite fueron oídas sus explicaciones acerca de lo que eran los profetas entre el pueblo hebreo: dio noticia de los colegios en que aprendían a profetizar, y que eran como conventos, que participaban de lo que ahora llamaríamos seminarios y noviciados; allí, dijo, aprendían ciencias semejantes a las que modernamente titulamos cosmogonía, antropología, ideología, estética y otras varias; allí se ejercitaban en alcanzar y poseerse del espíritu de Dios.– ¿Y qué es el espíritu de Dios? preguntaba el Sr. Blanco. Y luego respondía, apoyándose en el texto sagrado, que dice: –«Todas las vías del Señor son de misericordia y de verdad.» –Ese espíritu de verdad y de misericordia es el que inspira a los profetas.

Extendióse después en noticias curiosas y eruditísimas acerca de las profecías; explicó su índole, su lenguaje figurado, poético, hiperbólico; su estilo apasionado, enigmático, solemne, misterioso. No omitió el contarnos las particularidades notables con que se producían aquellos anuncios tremendos, aquellas amenazas, aquellas reprensiones, aquellas amargas y severísimas censuras contra el vicio, contra la depravación, contra la tiranía. Hizo también mención el Sr. Blanco de los falsos profetas de pueblos más modernos, como los de Roma, llamados augures, arúspices, o más bien harúspices, extispices, prodigiatores, fulguratores, &c.

No recordamos que nombrase todos estos el Sr. García Blanco, pero con su erudita a la par que sencilla explicación, nos dijo lo bastante para estimular a los curiosos a un paralelo entre los inspirados de Israel y aquellos fanáticos impostores latinos que formaban también un colegio o corporación y tenían sus tradiciones y sus libros (libri etrusi, haruspicini, fulgurales, rituales, &c.).

Comprendió también en su explicación el distinguido catedrático, la forma literaria de los threnos, de los cuales decía, que mejor que Lamentaciones, deberían llamarse Lamentos de Jeremías, y puso al alcance de todos la razón de escribirse al principio de cada verso una letra del alefato o alfabeto hebreo, por su orden natural de aleph, beth, ghimel, daleth, &c., formando como una especie de acróstico simbólico. Y en verdad que nunca hemos oído tan clara y sencillamente explicada esa alegórica circunstancia a que aludía San Jerónimo cuando decía de Jeremías: Civitatis sua (Jerusalem), ruinas quadruplici planxit alphabeto.

Hechas estas interesantísimas explicaciones, procedió el Sr. Blanco a leer algunos fragmentos de su traducción, a la cual, fuera del ingenioso artificio de seguir el mismo orden alfabético, nos abstenemos de dar otro elogio, porque sería ostentar, quien esto escribe, una competencia muy ajena de su ignorancia. Para los más peritos se pondrá aquí una muestra de esta notable traducción:

Tradujo de la Vulgata:

Aleph.– Quomodo sedet sola civitas plena populo: facta est quasi vidua domina gentium: princeps provinciarum facta est sub tributo.

Tradujo del texto anterior el P. Scio:

«Aleph.– ¿Cómo está sentada la ciudad llena de pueblo? Ha quedado como viuda la señora de las naciones: la princesa de las provincias ha sido hecha tributaria.»

Y traduce el Sr. García Blanco del texto hebreo directamente:

«Aleph.– ¡Ay! ¡Que yace solitaria la ciudad de tanto concurso! ¿Está como viuda? ¡Tan grande entre las gentes! ¡Tan principal entre las provincias! ¡Sujeta atributo!!!»

El verso beth, que en la Vulgata empieza diciendo: «Plorans ploravet in nocte,» y que el P. Scio tradujo: «Lloró hilo a hilo en la noche,» le empieza nuestro traductor hebraizante de este modo: «¡Baladrado llanto llora por la noche!»

Ha hecho muy bien el ilustre profesor, ya que le venía de molde por su inicial B, de resucitar ese verbo malamente arrumbado, como otros muchos vocablos significativos de nuestra lengua, por los malos españoles que la desprecian porque la ignoran. Baladrar, significa en castellano dar gritos, alaridos y aún aullidos. Cervantes ha dicho:

«…el espantable
baladro de algún monstruo.»

Baladrado llanto es, pues, no un llanto mudo ni aún de sollozos, sino un llanto de alaridos y de agudos ayes lastimeros.

La oración de Jeremías, que sirve de remate a los cuatro threnos, no tiene el acróstico alefático: pero el Sr. Blanco se ha complacido en tomar por iniciales de sus versos las letras de nuestro abecedario.

No pudo ser breve tal lectura adornada con tal lección; pero ni el auditorio mostró la menor impaciencia, ni dejó de recompensar al orador con justos aplausos.

El Sr. Labra pronunció después un largo discurso, bien nutrido de doctrina, sobre la Educación jurídica de la mujer. Se lamentó con razón de la ignorancia en que vivimos los españoles en general, hombres y mujeres, de los derechos que la ley nos concede y de los deberes que nos impone. Entró luego a demostrar lo mal parada que la mujer sale del conjunto de las disposiciones legales hoy vigentes; dijo bien dichas cosas muy buenas, ya que no enteramente nuevas, y coincidió en algunos puntos con ciertas opiniones indicadas por la ilustre escritora que ya hemos nombrado, la señora Doña Concepción Arenal, en el artículo en que analizó la cuarta Conferencia.

No se atrevería el que estas líneas va escribiendo a juzgar unas ni otras; pero en su humilde opinión hay gran peligro en perder de vista un principio que el Sr. Rector puso muy en claro en su discurso inaugural de estas Conferencias, a saber: que el hombre y la mujer no son dos seres idénticos; son más bien complemento el uno del otro, destinado cada uno a muy diversas funciones, dotado de muy diversas aptitudes: deben, pues, ocupar muy distinto lugar en la sociedad civil y en la política. Todo lo demás son sueños generosos. Así lo demuestran, desde el Génesis hasta nuestros días, la Historia sagrada, la Historia profana, la Historia natural, la legislación de todos los países cultos, la filosofía, fisiología, la razón y el sentido común.

Se admira la Sra. Arenal de que la mujer que ha podido ser Madre de Dios sea considerada por el hombre indigna de llenar las funciones del sacerdocio. Hay aquí un error de hecho: el hombre en la sociedad pagana creó sacerdotisas; pero el Dios-hombre lo dispuso de otra manera. Eligió madre porque quiso ser verdaderamente hombre naciendo de una mujer, pero no eligió mujeres para el sacerdocio; esta alta misión fue conferida exclusivamente a individuos del sexo masculino por el Divino Fundador de nuestra religión; y no en verdad porque faltasen allí santas mujeres a quienes elevar al sagrado ministerio con la imposición de las manos e infundiendo en ellas el Espíritu Santo.

Sea permitido refutar de paso esta opinión, que nos parece aventurada, ya que hay tan irrefragable autoridad para combatirla: si no existen otras de tanto peso para contradecir algunos asertos del señor Labra, dejémoslo para otra ocasión, y pongámonos todos de acuerdo en que en efecto falta mucho, muchísimo, para colocar legal y socialmente a la mujer en el puesto que le corresponde, y que entre nosotros no ha alcanzado todavía.

Para amenizar discretamente esta Conferencia, después de un discurso de tan elevado asunto, nos leyó el Sr. D. Antonio Hurtado un precioso fragmento de cierta obra que trata de publicar con el título de Galas de Madrid: el trozo leído fue una interesante descripción de un Domingo de Ramos en la calle Mayor de la corte en el siglo XVI. Una feliz combinación de lo lírico y lo dramático, géneros ambos en que es maestro el autor, dan doble encanto a aquella sabrosa muestra de la obra citada. La reunión la premió con repetidos aplausos, y en nuestro concepto no hizo otra cosa que justicia.



Sexta conferencia

Lectura por el Sr. Bustillo de un artículo suyo Sobre la educación de la mujer.
Conferencia del Sr. D. Santiago Casas Sobre la higiene de la mujer.
Lectura por el Sr. Aguilera de tres poesías suyas.

La higiene era el asunto de la sexta Conferencia tratado por el Sr. Casas con palabra fácil, argumentos apropiados y razones concluyentes, expuestas con claridad. Gran mérito contraen, y mucha gratitud debemos a los que no se arredran ante la aridez de un asunto, y sacrificando su amor propio al amor a la humanidad, quieren instruirla de lo que debe saber, arrostrando su fastidio y su impaciencia, porque es frecuente que los hombres presten atención a las cosas en razón inversa de su importancia. Pero el público, que acude las Conferencias dominicales de la Universidad, no es un público cualquiera; y si los oradores, y los humanistas, y los poetas que suben a la tribuna le hacen un gran favor, seguros pueden estar de hallar justicia y de que allí no hay razón que no se comprenda, ni sentimiento que no se sienta, ni matiz, por tenue que sea, que pase desapercibido: complace el escuchar como escucha. Este público, a pesar de lo árido del asunto, oyó al Sr. Casas con mucho gusto, aplaudiéndole con justicia.

La higiene, como tantas otras cosas, para las cuales se la juzga incompetente, es de la especial competencia de la mujer. Ella cuida de la ventilación y aseo de la casa, del régimen alimenticio y de que el abrigo sea apropiado a la estación. Ella atiende a que el niño no carezca de ninguna de tantas cosas como necesita, y puede hacerle formar hábitos que contribuyan a la conservación de su salud. Ella puede corregir una organización viciosa, fortificar la endeble y evitar que la robusta decaiga y se debilite. Ella, con su dulzura y la perseverancia de su organización y su cariño, puede alcanzar que las reglas minuciosas de la higiene, practicadas por el niño, lleguen ser hábitos en el hombre.

Pero ¿cómo puede aprender higiene la mujer sin tener algunas nociones de fisiología, ni tener conocimiento de la fisiología careciendo de todos los auxiliares? Si ha de instruirse, es preciso que su instrucción tenga cimiento, de mayor o menor extensión, pero sólido y seguro.

Si no, las reglas que se le dan las aprenderá de memoria, si acaso las aprende, y serán como esos libritos de cuentas ajustadas para los que no saben aritmética; en ofreciéndose una suma o multiplicación que no esté en el libro, o se paran, o dicen un disparate.

Si los hombres se persuadieran de cuánto les importa que las mujeres sepan higiene para cuidar los niños, enfermos y ancianos, para contribuir a prolongar y hacer más grata la vida, y para no ver su prole raquítica y enfermiza; si supieran que muchos no serían endebles y escrofulosos si su madre, y su abuela y su bisabuela hubiesen tenido higiene, de seguro procurarían que la aprendiesen sus esposas y sus hijas: en esto, como en todo, la mayor perfección de la mujer redunda en ventaja del hombre.

Terminado el discurso del Sr. Casas, el señor Bustillo leyó un artículo muy bien escrito, en que presenta como ideal una mujer educada cual debe estarlo, y que a su vez educa bien a sus hijos; que es la verdadera compañera de su esposo, el apoyo de de su padre, y en fin, el ángel de la familia. Comparó la familia patriarcal con la familia moderna, probando cuánto aventaja ésta a la otra, más propia para pintada en un lienzo o cantada en una égloga, que para gozar en ella felicidad verdadera. El Sr. Bustillo mostró su buen criterio, a la vez que su buen deseo de preservar a la mujer, ilustrándola, del influjo de esa turba de lisonjeros que la pervierten para perderla, y fue justamente aplaudido.

Subió el señor Ruiz Aguilera a la tribuna a leernos tres composiciones, y con decir que eran suyas, está dicho que parecieron cortas; que estaban llenas de ternura, de imágenes bellas, de sentimientos elevados, que exhalaban como un perfume de violeta, y que iban a buscar en el alma, y le encontraban, aquel lugar en que hallan eco los buenos propósitos, los dulces efectos, las aspiraciones a la virtud, y las voces misteriosas que murmuran palabras melancólicas y hacen verter lágrimas de esas que mejoran y consuelan.

El Sr. Aguilera, sin carecer de energía viril, siente como una mujer y saca de su lira sonidos que nos hacen ver pajarillos que aletean, niños que ríen, doncellas que suspiran y tristes consolados. En sus cuadros, por lúgubres que sean, hay siempre un reflejo de bondad que hace vislumbrar la esperanza. Debe tener el consuelo de que sus cantos no hacen nunca mal, y hacen siempre bien; idea mucho más dulce para el corazón, que gratos pueden ser a los oídos los más estrepitosos aplausos. Cuando la poesía ocupe el lugar que le corresponde, el público del señor Aguilera será el pueblo, porque acierta a herir cuerdas que vibran en todos los hombres, y se hace comprender de los de abajo y admirar de los de arriba.

Aquí terminaría nuestro artículo, si el del ilustrado autor que ha reseñado la quinta Conferencia no nos hubiera puesto en el caso de decir algunas palabras más, primero, para darle gracias por la mucha que nos ha hecho; después, para razonar, hasta donde nuestras fuerzas alcancen, la opinión que motiva su censura. Comprendemos todo lo delicado del asunto y todo lo desventajoso de nuestra posición. Lo que decimos podrá parecer absurdo, ridículo y hasta impío: tenemos por cierto que la gran mayoría de los lectores nos condenará, negándonos la razón, y quién sabe si algo más; pero como lo que hemos escrito nos parezca verdad, y nos lo parece hace muchos años, nos creemos en el deber de decirla y de sostenerla, arrostrando la desaprobación, la censura y la crítica, que no pueden retraer a quien está a prueba de indiferencia.

Convenimos con nuestro ilustrado crítico, en «que hay peligro en perder de vista que el hombre y la mujer no son dos seres idénticos,» porque hay siempre peligro en perder de vista la verdad. Pero ¿hasta qué punto son idénticos y diferentes? ¿Cuáles funciones sociales son más propias del hombre, y cuáles de la mujer? En la división del trabajo social, las costumbres y las leyes del hombre, ¿están en armonía con las leyes de la naturaleza? Esta es la cuestión.

No es posible tratarla por incidencia y en un artículo de periódico, y nos limitaremos al punto objeto de la crítica del Sr. D. A. M. S.

Nos parece que hay contradicción entre venerar a la mujer en los altares como santa, y hasta como Madre de Dios, y no considerarla digna de ocupar ni el puesto más humilde en la jerarquía sacerdotal. Pero dice el ilustrado crítico: «Eligió Madre (Jesucristo), porque quiso ser verdaderamente hombre naciendo de una mujer; pero no eligió mujeres para el sacerdocio.»

Harto conocemos cuan bajos estamos para comprender los altos fines de Dios; mas a nuestra limitada razón le parece que si quiso tener Madre, fue para honrar a la mujer y levantarla de la postración moral en que yacía, porque para ser verdaderamente hombre no necesitaba haber nacido de mujer, como no necesitó del concurso de varón, naciendo sobrenatural y milagrosamente. La circunstancia de nacer de mujer, no fue necesaria al Omnipotente; parece elegida para ennoblecer en su Madre a las mujeres todas, tan envilecidas en Oriente; y no hay duda de que en el mundo cristiano muchas veces se ha tenido en cuenta, para no despreciarlas más, el hecho de que una mujer fue Madre de Dios. Cuando, por ejemplo, en un Concilio hubo un obispo que suscitó la cuestión de si la mujer pertenecía a la especie humana, opinando por la negativa, el Concilio acordó que sí, atendido a que Jesucristo había nacido de una mujer y era llamado Hijo del hombre.

Que Jesucristo no eligiera mujeres para el sacerdocio se comprende bien, sin inferir de aquí su incapacidad perpetua para desempeñarle. Dios no hace milagros sino cuando son indispensables; en los demás casos deja obrar las leyes del mundo físico y las del mundo moral. La mujer de Oriente, en su ignorancia y en su descrédito, ¿tenía aptitud para el sacerdocio, que entonces era el apostolado, y era propia para propagar la nueva doctrina? ¿No hubiera sido preciso un milagro permanente para que su razón hubiera parecido fuerte y su palabra inspirada? Dios hubiera podido hacer este milagro, pero no era necesario, y no lo hizo.

El Sr. D. A. M. S. llama sueños nuestras opiniones. «Así lo demuestra, –dice,– desde el Génesis hasta nuestros días, la Historia sagrada, la Historia profana, la Historia natural, la legislación de todos los países cultos, la filosofía, la fisiología, la razón y el sentido común.»

El sentido común, que a las veces es sentido raro, y algunas sentido vulgar, suele necesitar siglos para enterarse de los procesos y dar acertado fallo, y mientras no está en autos, es recusable. El sentido común ha sancionado la esclavitud en la antigüedad, y en los tiempos modernos el tormento y la confiscación: puede decirse de él lo que decía Larra del diccionario: Que tiene razón, cuando la tiene.

La Historia sagrada y profana dicen que los pueblos salvajes miran a las mujeres con el mayor desprecio y las tratan con la mayor crueldad; que a medida que las naciones se civilizan, es decir, se hacen más justas, las mujeres son miradas con menos desdén, su condición mejora, y puede calcularse el lugar que merece un pueblo en la consideración del mundo, por el lugar que en él ocupa la mujer. La Historia sagrada y profana nos dice que el sentimiento religioso, la caridad, la abnegación, la dulzura, la castidad, cualidades que forman el buen sacerdote, son mucho más comunes en la mujer que en el hombre.

La legislación de los países cultos nos dice que va dando cada vez más derechos la mujer, y dejando de considerarla como un ser imperfecto y degradado, y sanciona la institución de las Hijas de la Caridad, cuyas manos, si no fueron consagradas, están ungidas por las lágrimas que enjugan.

La Historia natural y la fisiología del cerebro, que es la que aquí importa consultar, nos dicen que la mujer es compasiva, más dulce, más casta y más piadosa que el hombre: es decir, que más que él posee en alto grado las cualidades que forman un buen sacerdote.

En vista de estas indicaciones, de este índice de ideas, que otra cosa no podemos dar aquí, no sabemos hasta qué punto la razón y la filosofía serán filosofía y razón, condenando como sueños los que algún día podrán ser realidades. Ese día está muy lejos, sin duda alguna. Hay cosas más hacederas que deberían intentarse antes; también es cierto. Pero no siempre conviene discutir las reformas por el orden de su facilidad, ni siempre tampoco somos dueños de elegir el lugar y la hora de la discusión. Aunque la ocasión no parezca propicia ni la tarea útil, importa mucho siempre buscar la verdad. En los libros santos leemos: «No se debe decir: ¿para qué sirve esto? porque el uso de todo se descubrirá con el tiempo.»



Séptima conferencia

Discurso del Sr. García Blanco Sobre la educación de las madres leído por él mismo.
Conferencia del Sr. D. Segismundo Moret sobre la influencia de la mujer, sobre la primera educación y vocación de los hijos.
Lectura por el Sr. Retes de sus romances históricos.

Empezó la sétima Conferencia el Sr. García Blanco leyendo un discurso, que, escrito hace 27 años, es desgraciadamente oportuno. Decimos desgraciadamente, porque adelantándose su autor más de un cuarto de siglo a la generalidad de sus compatriotas, no pusieron por obra sus consejos del año 1842, y en el de 1869 ha podido repetirlos con doble oportunidad, la que tienen siempre las cosas muy buenas, y la que lleva consigo el elocuente recuerdo de las cosas importantes que se olvidan.

El discurso del Sr. García Blanco es como suyo, lleno de nervio y de doctrina, y tiene la energía que da la fe, la seguridad de la conciencia, la calma de la razón y la belleza de la esperanza. Hace ver la necesidad de educar a la mujer para que sea buena madre, y al obrero para que sea buen ciudadano, y teniendo muy condensadas las ideas, para formarla de él, es preciso leerle. Mucho celebraríamos que se imprimiera en la misma forma que los demás de las Conferencias, al lado de los que puede figurar dignamente. ¿Qué importa que se publicase hace muchos años, si sus altas razones pasaron

Sin huellas y sin raíces
Como barcos por el mar?

No se siembra el grano que cae sobre la roca, ni se da a luz un escrito el día en que se imprime, sino aquel en que se comprende.

La sétima Conferencia no se celebró en el salón de grados, sino en el paraninfo; ya se comprendía que, aunque espacioso, vendría estrecho a la concurrencia; hablaba el Sr. Moret. Con decir que habló como siempre, no tenemos más que decir para los que le han oído alguna vez, y aun esto sobra, porque después de haberle escuchado, se comprende que no puede hablar de otro modo. En aquella organización privilegiada y armónica, la elocuencia es una cosa tan necesaria como la caída de los graves, y sus palabras tienen que llegar al corazón como los ríos al mar.

Para los que no han oído al Sr. Moret, diremos que es capaz de impresionar hasta a los que no oigan, porque son elocuentes su gesto y su acción; porque como todos los grandes oradores, es un gran actor. Toca el asunto con su vara mágica, y el asunto acude sumiso, y le modifica, y moldea, y suaviza sus asperezas o las hace punzantes, y le presenta diáfano u oscuro, macizo o vaporoso, frígido o candente a su voluntad.

El que trató en la sétima Conferencia fue la influencia de la madre sobre los hijos, en la educación primera, la más importante, y en la vocación. Mucho se ha dicho ya sobre el caso, pero el mismo instrumento que en manos de un músico vulgar produce sólo sonidos desacordes, tiene para el gran artista notas que llegan al alma; y el Sr. Moret probó que nunca se agota la materia para las inteligencias elevadas, porque hallan siempre argumentos nuevos para convencer el entendimiento, nuevos caminos para llegar al corazón. Al escucharle, no pudimos menos de bendecir a la Providencia que no ha permitido que una organización tan armónica y tan poderosa sirviese de instrumento al error, ni que el prestigio de una palabra tan elocuente fuese a servir de incienso a las cosas viles, ni de escarnio a las cosas santas. No, esto no es, esto no puede ser; todo grande orador es un vaso privilegiado, desde cuyo fondo exhalan sus perfumes la conciencia, el sentimiento, la razón y la verdad.

Se necesita cierto valor para subir a una tribuna de donde baja el Sr. Moret. El Sr. Retes tuvo ese valor, probándonos muy luego que no era temeridad. Ha escrito en romances la historia de España, y a juzgar por la muestra, le deberán mucho la enseñanza y la literatura. Leyó la introducción y los reinados de Wamba y D. Rodrigo, acertando con la difícil facilidad de los romances. Los suyos tienen armonía y nervio, máximas morales, bellas descripciones, sentimientos delicados y elevadas ideas. La historia se hace drama; los personajes hablan con facilidad y lenguaje apropiado. Cuando la hija del Conde D. Julián pide venganza a su padre, el Sr. Retes siente y hace sentir todo lo terrible de la ofensa, y como poeta y como actor arrancó merecidos aplausos. La historia, así escrita, es fácil de aprender y difícil de olvidar, y el que la escribe merece consideración y gratitud.

Sólo faltó en esta Conferencia su incansable iniciador que las ha presidido todas. El Sr. Rector no pudo asistir por hallarse enfermo, y aunque dignamente sustituido por el Sr. García Blanco, no por eso se dejó de notar su ausencia. Le deseamos salud en nombre de las Conferencias dominicales y en nombre de la amistad.



Octava conferencia

Conferencia del Sr. D. José Echegaray, Influencia del estudio de las ciencias físicas en la educación de la mujer.
Lectura por el Sr. Núñez de Arce de una poesía suya.

El Sr. Echegaray se había encargado de la octava Conferencia, para hablar sobre el siguiente tema: Educación científica de la mujer, y probó que no habíamos dicho mal al decir hace pocos días: «Todo grande orador es un vaso privilegiado, de cuyo fondo exhalan sus perfumes la conciencia, el sentimiento, la razón y la verdad.»

Para nosotros, que no hemos contado nunca los votos, sino que hemos procurado pesarlos siempre; que respecto a las facultades intelectuales de la mujer, tenemos convicciones profundas no conmovidas, ni modificadas siquiera, por los muchos años que han vivido sujetas a la prueba del tiempo; para nosotros que vemos el origen de infinitos males en la falta de educación intelectual de la mujer, que hasta donde nuestras fuerzas alcanzan hemos procurado estudiarla, cayendo más de una vez sobre el papel en que consignamos nuestro pensamiento las lágrimas, expresión de nuestra pena al ver tantas desdichas, consecuencia de un mísero error; para nosotros que veneramos el saber, que apreciamos al Sr. Echegaray en todo lo que vale, siguiéndole, hasta donde podemos, con nuestra inteligencia, y adivinándole después con nuestro corazón; para nosotros tenía la última Conferencia un interés muy especial, y al subir el orador a la tribuna nos preguntamos: ¿Qué dirá? ¿Verá la cuestión desde arriba, como, la vemos desde abajo los que no hemos podido remontarnos tanto? ¿Vendrá a dar con su fuerza apoyo a nuestra debilidad, o poniendo su razón poderosa enfrente de nuestra convicción profunda, turbará la paz en las regiones de nuestro pensamiento? El gran matemático, conducido por el cálculo, ¿irá por la misma vía a donde nos lleva el instinto? ¿Recibiremos de él nuevo impulso, o al mirarle marchar en dirección opuesta caeremos desalentados a orillas del camino, alzando con amargura los brazos al cielo como quien pregunta: para qué nos fueron dados los ojos, si no hemos de distinguir la luz de las tinieblas?

El Sr. Echegaray desvaneció pronto nuestras dudas, y mentalmente le pedimos perdón por haberlas tenido. El sacerdote de la ciencia, el ungido de la verdad, no podía lanzar el horrible anatema de la ignorancia eterna e invencible sobre la mitad del género humano. A la altura de su pensamiento no llegan los vapores mefíticos que exhalan el error y las pasiones; cerca de aquella rueda más distante del suelo, de que habla fray Luis de León, comprende mejor que el vulgo de los hombres lo que es y lo que se será, y profetiza la educación intelectual de la mujer. No sólo forma parte de la falange redentora, sino que marcha en la vanguardia; cumple así como quien es: inteligencia obliga; quien distingue bien desde lejos, debe dar la dirección; el buen ejemplo conviene que salga de donde se vea; los que Dios coloca tan altos, es para que vayan delante.

El gran matemático cree que la mujer es un ser racional; cree que tiene aptitud para las ciencias, y afirma que llegará un día en que las estudie. Se presentarán muchas dificultades. ¿Cómo podrán vencerse? No se ha parado a hacer este estudio de detalle; no le importa. Él sabe a dónde se debe ir; a dónde se puede ir; los que vengan después, investigarán el cómo. Él dice que en la frente de la mujer, como en la frente del hombre, ha penetrado un rayo de la divina luz; él proclama valerosamente la unidad de la razón humana. Detengámonos aquí un momento; que el orador que nos ha hecho gozar tanto, nos haga meditar un poco; no pase su palabra por nuestra inteligencia como el viento por las cañas.

La unidad es la gran ley. Cada paso que damos hacia ella, nos acerca un poco a la verdad, a la justicia, al bien. El género humano tarda en comprender su sencillez sublime; imagina un Dios para cada alegría, y cada dolor, y cada necesidad; una ley para cada pueblo; principios infinitos que convierten la ciencia en un laberinto; castas diversas, oprobio y desdicha de las naciones. Las grandes ideas, base y asiento de la humanidad, se fraccionan, se trituran, y el huracán las barre, y las acumula y las separa, y se alzan imperios y desaparecen, dejándonos esas ruinas que dicen con su desconsoladora grandeza lo que queda de las ciudades que son templos del error. El hombre siente, cree, comprende, proclama, al fin, la unidad de Dios, y de esta fuente purísima sale la unidad del género humano, su dignidad, su igualdad, su fraternidad.

Pero el error no huye nunca; se retira siempre por escalones; tiene que conceder la unidad de la especie humana, la igualdad entre los hombres; pero se consuela sosteniendo la desigualdad entre el hombre y la mujer, y murmura no sabemos qué blasfemias, invocando el nombre de Dios, como le invoca el sacerdote de la India al declarar al paria tres veces vil, y hacerle mil veces desdichado.

Por diversidad en la mujer, entiende inferioridad. Al principio es absoluta, es en todo; la suerte de la mujer salvaje sería la del paria sin el instinto de la propagación. La unidad avanza, el error, con su sistema infernal de fraccionamiento, aun le hace frente y salva una parte del botín. Confiesa que la conciencia de la mujer sea una con la del hombre, que unos son sus afectos y sus sentimientos; pero sostiene la diversidad de su entendimiento. Hay dos entendimientos, uno varonil, que debe educarse para que comprenda las obras de Dios y disminuya los dolores de los hombres, y otro femenino que no ha de recibir educación, porque no es susceptible de elevarse a nada grande ni de comprender nada bello. Este es el último absurdo que sostiene el error en su último recinto, y nos parecía que la elevada inteligencia del Sr. Echegaray iluminaba la lóbrega fortaleza y se abrían grietas en las viejas murallas a su voz, que, como un ariete, proclama la unidad de la razón humana... Ella atravesará triunfante por entre las rutinas y los sofismas, como salió de la cautividad y del desierto la unidad de Dios. ¿Quién osará oponérsele? Cuando la verdad pasa, hasta el mar se retira.

Para sostener que la mujer es susceptible de educación científica, el Sr. Echegaray no fue a buscar pruebas ni en la historia, ni en la psicología, ni en ninguna de las ciencias que pudieran suministrárselas: apeló a la experiencia, dio una lección de física, explicó el sonido y la luz, derramando tanta, que era imposible no ver claro todo lo que mostraba: aquí nos sorprendió y nos admiró. Que él podía enseñar a los que saben, era de presumir; que fuese lógico, abstracto, elevado, evidente para los que están iniciados en las ciencias, nada más natural; pero que descendiese de las altas regiones del pensamiento hasta ponerse a nivel de su auditorio femenino, que debió considerar y consideró en efecto como un niño inteligente; que pusiese a su alcance las verdades científicas, engalanándolas con todas las bellezas de la poesía; que con una flexibilidad intelectual tan increíble, revistiese todas las formas, emplease todos los tonos, desde la confidencia íntima hasta la autoridad grave; que tuviera tanta elevación, tanta sinceridad y tanta coquetería; que el atleta tejiera aquellos encajes, cincelase aquellas filigranas y combinara aquellas flores, esto a la verdad, no lo esperábamos, ni hemos acabado todavía de admirarlo.

Si las ciencias tuvieran muchos intérpretes como el Sr. Echegaray, más rápidos serían sus progresos y más conocidas sus verdades. Pero si todos no saben decirlo como él, la ciencia es todo lo que él ha dicho: El estudio es una oración, la ciencia es religiosa. No temamos que el saber haga ateos; inspírenos temor, sí, el ateísmo de la ignorancia y la brutalidad, que escribe su decálogo bajo la inspiración de los apetitos, que pisa las Tablas de la ley porque le sirven de obstáculo en las vías de la iniquidad, y que se encoge de hombros para probar que no hay Dios. El sabio no es impío. La palabra del Sr. Echegaray, ¿no tenía, más que ciencia, gracia y poesía? ¿No tenía unción religiosa? ¿No había momentos en que convertía en templo el paraninfo, en pulpito la tribuna; y él se asemejaba a un monje de Zurbarán, que, armado con toda la ciencia del siglo XIX, venía a enseñarnos las armonías y las bellezas de la creación, para que comprendiéramos por ellas la grandeza y la bondad del Creador?

Terminado el discurso del Sr. Echegaray, al compás de estrepitosos y prolongados aplausos, subió a la tribuna el Sr: Núñez de Arce, y leyó una epístola en verso al Sr. Hurtado.

Tiene esta composición muchas bellezas que notamos, y otras que no hemos podido notar, porque no oíamos bien, aun ocupando un sitio no lejos de la tribuna. Las condiciones acústicas del paraninfo son detestables: esto no puede evitarse, ¿pero no podría remediarse algo modificando la tribuna? Quedaría algo más fea, pero lo principal es que se oiga lo que en ella se dice. Bogamos a los señores que lean en lo sucesivo, que se esfuercen cuanto les sea posible, y les aseguramos que, si alguna vez el público no aplaude como debe, no es porque no comprenda, es porque no oye.

Vamos a tomarnos la libertad de hacer otras indicaciones al señor Rector. ¿No convendría que pasasen algunos minutos desde que se acaba el discurso hasta que empieza la lectura? Cuando el público queda impresionado como le dejó el Sr. Echegaray, se le hace una especie de violencia, arrancándole inmediatamente a la situación en que está el ánimo. Se encuentra bien con aquel recuerdo, quiere saborearle, y hasta que se han acallado un poco los ecos que el orador despertó en su alma, escucha mal otra voz.



Novena conferencia

Carta profética del Sr. D. Antonio María Segovia, leída por él mismo.
Conferencia del Sr. D. Gabriel Rodríguez sobre la Influencia de las ciencias económicas y sociales sobre la educación de la mujer.
Lectura por el Sr. Silió de varias poesías suyas.

Empezó la novena Conferencia leyendo el señor Segovia una Carta profética, escrita como él escribe, y en que hay ingenio y filosofía. Las profecías de la imaginación no suelen cumplirse; pero las de la razón se realizan tarde o temprano. No sabemos si se fundará alguna vez la Colonia Barataria, en memoria del autor del Quijote, donde se escriban en piedra las aventuras del famoso hidalgo y vivan agradable y filosóficamente los literatos; pero tenemos por cierto que el trabajo manual acabará por redimirse de la ignominia que un tiempo le infamaba, que desaparecerán las ridículas clasificaciones hechas por el capricho, y en virtud de las cuales no se puede hacer tal cosa, sin dejar de ser persona decente, y no es posible dedicarse a tal obra sin comprometer su dignidad; que el aprecio que merezca el obrero hará apreciable la obra, y que, según profetiza el Sr. Segovia, se descansará del trabajo intelectual por el manual, variando éste, y no dedicándose exclusivamente a ciertas ocupaciones que sólo ocupan algunas horas, y dejan el resto en la ociosidad y sus consecuencias. La carta abunda en bellezas literarias, y la profecía, cúmplase o no, honra al profeta.

Terminada la lectura, empezó la Conferencia el Sr. Rodríguez sobre este tema: Educación económica de la mujer. El ingeniero economista dio el grande apoyo de su autoridad, de su saber y de su elocuencia, a la opinión de que la mujer tiene una inteligencia que puede y debe educarse. Decía el Sr. Rodríguez que aunque nada se enseñara ni se aprendiera en las Conferencias, aún serían de suma utilidad, porque el hombre no puede manifestar el deseo de aprender ni esforzarse para conseguirlo, sin elevar su nivel moral y hacerse mejor. Dice bien, y podría añadir, tratándose de las Conferencias dominicales, que cuando un hombre de su mérito y de su reputación viene a ellas, haría un gran bien, aunque nada enseñara y con sólo consignar su voto favorable a la educación intelectual de la mujer. Esta votación nominal de hombres ilustres tendría grande influencia para abrumar con el peso de la autoridad a los que se revelan contra la razón. Pero los ilustres oradores de las Conferencias no se limitan a votar; razonan, discuten, enseñan, contribuyen poderosamente a que la verdad se comprenda y se sienta, y a que llegue aquel momento en que, saturando la atmósfera, cae y la encuentran al paso aun los que no quieren cogerla.

Muy oportunamente leyó el Sr. Rodríguez una pragmática encaminada a combatir el lujo, en la que se mandaba el traje que habían de llevar las personas, según su calidad, y cómo habían de comer, y los que podían ir en coche y los que debían andar a pie.

Después de la parte dispositiva, ridícula en alto grado, venía la sanción penal horriblemente injusta, y por la cual el contraventor, según fuese, noble o plebeyo, sufría una ligera pena, o era condenado a galeras.

Una prueba más de que el error es grande amigo y poderoso aliado de la iniquidad. Con este documento probó hasta la evidencia el orador, los inconvenientes de legislar en materias que racionalmente no son legislables, y adonde llevan las leyes de los hombres en oposición con las de Dios, que las ha dado para el mundo económico como para el mundo físico.

Manifestó el Sr. Rodríguez, que la mujer está tan interesada como el hombre en la economía social, y que, como él, es capaz de comprender las leyes económicas. Así aparece con evidencia a poco que se reflexione. Comprendernos que puedan abrigarse dudas acerca de si la mujer es capaz de estudiar las ciencias físicas, matemáticas, &c.; pero las verdades de la ciencia económica pueden ponerse todas al alcance del sentido común: basta para esto despojarlas de todo inútil aparato y llamar las cosas por sus nombres. Si nos hablan de derechos protectores y de proteger el trabajo nacional, tal vez no comprendamos bien; pero si nos dicen que todo se reduce a que un catalán quiere que toda tela de algodón pague al entrar en España una contribución que la encarezca, de modo que él pueda vender la suya con ventaja; que un valenciano quiere que el arroz al entrar en España pague una contribución que le encarezca, de modo que él pueda vender lo suyo con mayor ventaja; que un vizcaíno quiere que el hierro que entra en España pague al entrar una contribución que le encarezca, para que él pueda vender el suyo con ventaja; que un castellano quiere que el trigo que entre en España pague una contribución que le encarezca, para que él pueda vender el suyo con ventaja; como no hay asomo de justicia en conceder la petición a unos de los peticionarios y negársela a los otros, resultará que el catalán venderá mejor sus tejidos de algodón, pero comprará más caros el hierro, el arroz y el trigo: que el valenciano venderá mejor su arroz, pero comprará más caros los tejidos de algodón, el trigo y el hierro; que el vizcaíno venderá mejor su hierro, pero comprará más caros el trigo, el arroz y los tejidos de algodón; que el castellano (que le sobre trigo) le venderá mejor, pero comprará más caro el hierro, los tejidos de algodón y el arroz. Resultará que los productos no se mejorarán, porque hay seguridad de venderlos caros, aunque sean muy malos. Resultará que de este sistema artificial, si como productor se obtiene alguna ventaja, como consumidor se sufren muchos perjuicios. Resultará que, para conseguir estos perjuicios, hay que pagar un ejército de carabineros y de empleados en aduanas, cuya misión es entorpecer el comercio y encarecer los artículos. Resultará que, enfrente del ejército de carabineros, habrá un ejército de contrabandistas, excelente plantel de bandidos, y que baste por sí solo para desmoralizar a un pueblo. Y resultará, en fin, que la protección del trabajo nacional y de la industria nacional, traducida al castellano, quiere decir, protección de los errores nacionales. Todo esto es bastantes sencillo y no creemos que sea superior a la inteligencia de las mujeres.

Conjuraba el Sr. Rodríguez a su auditorio femenino a que no sirviera de obstáculo a las reformas; así lo creemos de las señoras reunidas allí; pero en general, ¿cómo la ignorancia, tenida hasta aquí por invencible de la mitad del género humano, no ha de ser un obstáculo al progreso de la otra mitad?

Terminado el brillante y aplaudido discurso del Sr. Rodríguez, leyó el Sr. Silió algunas de sus composiciones poéticas. Se habla mucho del gusto de hacer gracia, y extrañamos que no se hable más de la satisfacción de hacer justicia y de ver que otros la hacen. Grande la tuvimos al oír que el público interrumpía con aplausos al poeta. Porque el señor Silió no es un coplero o un versificador, es un poeta. El que ha escrito «A un artista,» «La caravana,» «El ideal,» que ha escrito «Los viajeros,» pruebas ha dado de haberse elevado hasta las regiones de la tempestad, de haber descendido hasta las profundidades del dolor y de llevar el sello augusto y terrible que no se imprime nunca en las frentes vulgares.

Un año hará que aparecieron las poesías del señor Silió: es un librito pequeño, en que tal vez no se habrá fijado el público, a lo que puede haber contribuido el mal criterio de algunos críticos. En un periódico, de cuyo nombre no queremos acordarnos, un crítico, de cuyo nombre realmente no nos acordamos, incapaz sin duda de sentir ni comprender las delicadas bellezas de la poesía del señor Silió, censuraba agriamente sus combinaciones métricas, y se burlaba del público hasta el punto de copiar en prueba de su errado juicio alguna estrofa de «El Ideal», composición tan armoniosa, tan lírica, que parecía citada para probar la falta de imparcialidad o la falta de competencia del crítico.

Triste efecto debe producir en el joven poeta que modula sus primeros cantos, sentir el hielo de la indiferencia y el mordisco de la crítica ignorante o apasionada. Algo mefítico y letal debe haber en la atmósfera intelectual que nos rodea para que se repita con frecuencia un fenómeno extraño, a saber: que la primera obra de un autor sea su obra más perfecta. Parece que la voz del poeta no tiene eco, no halla aire siquiera y se extingue en el vacío; parece que no hay nada que la sostenga a la altura a que se levantó, y que tiene que descender para ser oído. Si empieza su movimiento de descenso, ¿hasta dónde bajará? ¡Quién sabe! Tal vez hasta las regiones en que no puede vivir el poeta.

¿Para qué quiere la sociedad poesía? ¡Para qué! Para ser sociedad. Para ser algo más que un agregado de hombres que, a fuerza de calcular, no acierten con lo que les conviene. Para no arrastrarse por el lodazal de la materia. Para comprender la belleza, y no dar culto a monstruos que extravían el entendimiento y depravan el corazón. Para hacer sentir la verdad y la justicia, que no regeneran la tierra sin el aliento de la inspiración. Para reflejar un rayo de la divina luz, sin el cual sólo hay tinieblas en las regiones del alma. Y ¿por qué la sociedad que necesita poesía, abandona al poeta? ¿No sabe ella esta necesidad, o cree que los poetas son de la raza de los mártires? Triste ignorancia de lo que le conviene, o errado cálculo contar con el heroísmo como componente social. La inspiración es un elemento de armonía como el cálculo, y para no petrificarse con el hielo del egoísmo, es indispensable sustentar el fuego sagrado.



Décima conferencia

Conferencia del Sr. Álvarez Osorio Sobre el matrimonio.
Discurso del Sr. Barbieri sobre la música, leído por él mismo.
Poesías del Sr. Ros de Olano y del Sr. Moreno Gil, leídas por el último.

El matrimonio ha sido el asunto de la décima Conferencia, tratado por el Sr. Álvarez Osorio con palabra fácil y frase correcta. Hizo el orador una declaración importante, a nuestro modo de ver; dijo que había ido allí, no llamado como otros hombres eminentes que antes que él habían subido a aquella tribuna, sino espontáneamente y con el deseo de contribuir a la realización del pensamiento del Sr. Rector de la Universidad y llevar una piedra al edificio de la educación de la mujer. Esta espontaneidad, que le honra, prueba que la idea camina muy de prisa, que la voz del Sr. Castro va despertando numerosos ecos entre las personas ilustradas. Aunque las Conferencias tuvieran que suspenderse, decía el orador, no habrán sido inútiles; en ellas arrojamos la semilla que un día fructificará.

Así es cierto: no en vano se dice y se repite la verdad por personas que la autorizan con una reputación merecida; no en vano se apela a los sentimientos de justicia, que pueden sumergirse en un momento en las tempestades que levanta el error, pero que al fin sobrenadan y hallan puerto; no en vano se sacude con violencia ese andamiaje que no puede tener trabazón sino en las tinieblas; no en vano se despiertan los ecos dormidos de la dignidad humana; los siglos no se arrojan ya como una masa bruta aplastándonos bajo el peso de los hechos, ni el tiempo prescribe contra la verdad; una vez comprendida, sus leyes no se derogan por ningún tirano. La semilla arrojada por los oradores de las Conferencias dominicales, no será como aquella de que hablan los libros santos, que cae sobre la roca, o cerca del camino, donde se la comen las aves del cielo.

Encareció el Sr. Álvarez Osorio la santidad del matrimonio, la dicha del hogar doméstico, única verdadera; negando los bienes de la libertad del que está solo, y anatematizando con calurosas y sentidas frases, el celibato voluntario y vicioso. Tratando del celibato, habló con justa indignación del decreto dado por el Ministerio de la Guerra, derogando el que con fecha de 11 de Agosto de 1866 permitía contraer matrimonio a los oficiales subalternos del ejército sin hacer depósito alguno.

No faltó quien dijera por lo bajo, si era oportuna o no allí aquella censura; a nosotros nos pareció oportunísima, y al público, que aplaudió al orador, debió parecerle lo mismo. Hay actos que deben censurarse en la plaza y en la calle; en el hogar doméstico y en la tribuna; en el teatro y en la prensa; cada uno como pueda y donde pueda, sin más limitación que la mesura y el decoro que a sí mismo se debe el que vale y que todos debemos al público. De estos actos es el decreto que exige a los oficiales subalternos para poder casarse, «acreditar haber impuesto con anticipación en la Caja general de Depósitos, a nombre de uno de los contrayentes, efectos públicos en cantidad bastante para producir 600 escudos de renta líquida.»

Es preciso que el despotismo haya echado raíces bien hondas entre nosotros para que sea posible que, después de una revolución hecha en nombre de la moralidad y del progreso, se deshaga lo que en favor del progreso y de la moralidad habían hecho los Gobiernos retrógrados.

Decía muy bien el Sr. Osorio, que con el mismo derecho que el Sr. Ministro de la Guerra, podría el de Gracia y Justicia prohibir el matrimonio de los funcionarios de su ramo que disfrutan poco sueldo, a menos que no acrediten una renta con que vivir. Nosotros añadimos, que los demás ministros podrían hacer lo propio, y añadimos más, que con mejores razones debería prohibir la ley el matrimonio al jornalero que sólo cuenta con un salario eventual o al hombre que no tiene modo de vivir conocido. Que no se casen, pues, sino los que acrediten una renta proporcionada a su clase. Para completar esta medida, ábranse nuevas inclusas, habilítense más salas en San Juan de Dios y auméntense en los juzgados algunos escribanos para actuar en las causas criminales.

Tarda mucho en sacudirse la lepra del despotismo. ¿Por qué ha de necesitar nadie, militar ni paisano, licencia para casarse? ¿Por qué ha de estar prohibido el matrimonio a nadie, soldado ni oficial, ni qué derecho tiene el Ministro de la Guerra para intervenir en la existencia de sus subordinados, fuera de los actos del servicio? Que el oficial y el soldado cumplan como buenos en la guerra y en la paz; que se presenten aseados, sin mancha ni mal remiendo, como dice la ordenanza, y que en su casa coman patatas o perdices, no es de la incumbencia del ministro ni del legislador.

Asombra, cómo por un simple decreto se priva a una clase entera de derechos que no son legislables y se la declara fuera de la ley común; asombra ver cómo en una cuestión gravísima se atiende a la fase menos importante, prescindiendo de todas las otras; cómo se vulneran los principios elementales de justicia, y a unos hombres, cuya ley debe ser el honor, se les niega en muchos casos un derecho, el más santo de todos, el derecho de ser honrados y de salvar la honra de la mujer que aman y la honra de sus hijos.

El silencio es uno de los deberes de los militares; pero no nos obliga esa ley dura, y si queremos que defiendan nuestros derechos en el terreno de la fuerza, defendamos los suyos en el terreno de la discusión, y pidamos en la prensa, en la tribuna, donde podamos, que se restablezca el decreto de 11 de Agosto de 1866, que permitía contraer matrimonio a los oficiales subalternos, sin hacer depósito alguno. Si vemos con indiferencia que no se respeta el derecho de los militares cuando obedecen, no nos quejemos de que atropellen el nuestro cuando mandan.

Felicitamos al Sr. Álvarez Osorio por haber tratado esta cuestión en las Conferencias dominicales.

El Sr. Barbieri leyó con voz armoniosa una disertación sobre la música, erudita y escrita con elegancia. Probó el maestro la antigüedad de la música; la importancia social y religiosa que en todos tiempos había tenido, y cómo ni la austeridad de los primeros cristianos, ni la rudeza de los tiempos bárbaros, habían arrojado del castillo feudal ni del templo el arte divino. Dijo, apoyándose en hechos históricos, la grande afinidad que existe entre la música y la mujer, tan sensible a su sublime influencia y tan propia para guardar el fuego sagrado de la inspiración musical.

Es sensible que los gobernantes y los gobernados no miren en la música más que una diversión, sin ver su importancia social. Tendría mucha, aunque no fuese más que pasatiempo, porque una diversión que no hace daño, que no desmoraliza, no es cosa que debe mirarse con desdén. Pero la música puede y debe ser mucho más que un entretenimiento inofensivo; puede y debe ser un elemento de educación, porque suaviza los impulsos feroces, purifica los sentimientos, dulcifica las amarguras del dolor, hace sentir las grandes verdades y los grandes hechos, eleva el alma y despierta en el corazón ecos dormidos que responden a voces venidas del cielo.

Para manifestar hasta qué punto se infiltra la música en las cosas de la vida, y por consiguiente en el lenguaje, terminó el Sr. Barbieri su lectura con un chistoso cuento, compuesto de frases y maneras de decir tomadas de la música, y con el cual, además de su proposición, probó su mucho ingenio y buenas dotes literarias, siendo justamente aplaudido.

Terminada la lectura del Sr. Barbieri, subió a la tribuna el Sr. Moreno Gil a leer, al compás de grandes aplausos, cinco sonetos del Sr. Ros de Olano y dos composiciones suyas. Al escucharle nos preguntamos: ¿por qué los versos, tan desacreditados en el público, son tan aplaudidos aquí? Y nos respondimos, que no hubieran caído en tal descrédito si todos los versos que se imprimen llevasen el visto bueno de la poesía, como las delicadas composiciones del Sr. Moreno Gil y el hermoso canto a La Soledad del Sr. Ros de Olano. Sentimos no recordar algún verso del último soneto del general-poeta, para copiarle en prueba de lo que vamos diciendo. ¡Quiera Dios apresurar el día en que el público no se contente con un poco de música mejor o peor, y no difícil de proporcionar en nuestra lengua, en que distinga bien el versificador del poeta, y en que no aplauda ninguna composición que no tenga un sentimiento que haga sentir o un pensamiento que haga pensar! Hasta entonces, la garrulería de los copleros sofocará la voz de los poetas.

Como es aún más raro que hacer buenos versos leerlos bien, como además de corazón y talento se necesitan dotes físicas, conjunto que se reúne pocas veces, felicitamos a las Conferencias dominicales por un lector como el Sr. Moreno Gil, y a los poetas que tengan la buena suerte de ser interpretados por él.



Undécima conferencia

Conferencia del Sr. D. José Moreno Nieto sobre la Influencia de la mujer en la sociedad.
Lectura por el Sr. Arjona de un capítulo de La Historia del Conde de Toreno.
Lectura por el Sr. Aguilera de dos poesías suyas.
Lectura por el Sr. Moreno Gil de la oda Al Dos de Mayo, de D. Juan Nicasio Gallego, y de las décimas Al Dos de Mayo, de D. Bernardo López García.

De la influencia de la mujer en la civilización era el tema de la undécima Conferencia, que trató el Sr. Moreno Nieto con el torrente de su palabra. A pesar de aquella rapidez vertiginosa, sus ideas son claras, su frase correcta, elegante y muchas veces elocuente. ¿Qué especie de actividad es la de su cabeza que apenas da lugar a la voz para que formule sus pensamientos? No se comprende, ni puede dejar de hacer pensar cuan variable es el valor de ese elemento que entra en todo trabajo humano y que se llama tiempo. Entre la marcha lenta de una inteligencia obtusa y las creaciones instantáneas del orador de que nos ocupamos, hay tal distancia, que casi hace comprender lo que puede llegar a ser el tiempo para la Inteligencia Suprema. No continuaremos estas reflexiones por no ser propias del asunto, esperando que se dispensen al asombro de quien por primera vez tiene el gusto de oír al señor Moreno Nieto.

Habló el orador de cómo la mujer, suavizando la rudeza del salvaje y del bárbaro e influyendo en la belleza de las artes y la elevación de los sentimientos, había contribuido a civilizar el mundo, e insistió principalmente en que la tendencia espiritualista y religiosa de la mujer, siempre conveniente, es de todo punto indispensable en una época como la actual, irreligiosa y materialista.

Tuvo momentos de verdadero fervor al recordar cómo buscamos a una mujer que por nosotros interceda, cómo en la tribulación acudimos a la que se llama Refugio de los pecadores y Consoladora de los afligidos, cómo en nuestro dolor imploramos a la Madre dolorida de Dios y de los hombres. El público de la Universidad, a quien ciertamente no se tildará de neo, sintió con el orador y le aplaudió. Respuesta elocuente a los filósofos a la violeta, que quieren privar a la humanidad de todo lo que a ellos les falta; que pretenden dar leyes al mundo sin conocer el corazón del hombre; para quienes no tiene realidad nada que no sea tangible; que niegan las verdades de sentimiento mutilando nuestro ser; que declaran omnipotente la inteligencia, esa inteligencia que halla por todas partes límites ante los cuales se detiene o se estrella; y que llaman razón, no al conjunto armónico de nuestras facultades aplicadas a los elementos todos de la humanidad, sino al juicio parcial y muchas veces hostil de un entendimiento abrumado por el peso del asunto que equivoca la calma con la impotencia y la soberbia con la energía.

El Sr. Moreno Nieto espera en la influencia de la mujer para el porvenir moral y religioso del mundo, y pide para ella mayor instrucción, a fin de que pueda infundir fe y espiritualizar a una sociedad descreída y materialista. Ciertamente que las mujeres conservan el fuego sagrado; mas para trasmitirle, necesitan medios que estén en armonía con los tiempos en que viven.

Aunque la educación de la mujer sea el objeto de las Conferencias dominicales, no era posible olvidar en la del domingo que era el día 2 de Mayo, fecha escrita con sangre en las calles y en las plazas y grabada con dolor en los corazones.

El Sr. Arjona leyó un capítulo de la Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, por el Conde de Toreno, en que se refieren los principales sucesos del terrible día. Después del relato de la traidora matanza, se comprende la exaltación, el entusiasmo y la cólera del pueblo todo, trasmitidas a la posteridad por la historia y eternizadas para el corazón por la poesía.

El Sr. Aguilera leyó su General No importa y su Vuelta del voluntario. La primera composición revela la energía, el patriotismo, los levantados sentimientos del poeta; eco fiel y prolongado de la voz de un pueblo que llevó su perseverancia hasta el heroísmo. La segunda es una creación del Sr. Aguilera: son sus sentimientos delicados, elevadísimos y tiernos, personificados en aquel Juan que pelea como un hombre, llora como una mujer y muere como un santo. Ni aún a las escenas de muerte y de venganza deja de llevar el Sr. Aguilera aquel suave perfume de bondad que da tal encanto a su poesía.

A pesar de las dificultades casi insuperables con que se lucha para leer versos en la tribuna del paraninfo de la Universidad, el Sr. Moreno Gil interpretó magistralmente la oda Al Dos de Mayo de D. Juan Nicasio Gallego, y las octavas Al Dos de Mayo de D. Bernardo López García, grito sublime de guerra que vivirá mientras viva la lengua castellana. Nunca estas dos composiciones, de mérito tan diverso, nos habían producido la impresión que recibimos al oírlas leer, casi podemos decir, representar, por el Sr. Moreno Gil. Es una buena fortuna para cualquier poeta que merezca este nombre, hallar quien así le comprenda y le haga comprender.

Después de ofrecer el debido homenaje a los mártires de la independencia, pagamos también el merecido tributo a los mártires del honor. Nuestro pensamiento cruzó los mares y vio la escuadra del Callao, envuelta en el humo del combate, y vio retirarse cubiertas sus naves de cadáveres y de gloria, con brechas en los cascos por donde se lanzaba el mar, sin ninguna en la honra de los heroicos tripulantes; y los saludamos con amor y con respeto, deseando a los muertos paz en el seno del Señor, y justicia y salud a los vivos.

Este último voto no se ha cumplido, al menos para todos.

El valeroso capitán que derramó su sangre a bordo de la Numancia, sufre doliente.

¡Quiera el cielo darle alivio, prestar a su cuerpo fuerza proporcionada a la de su espíritu, y que tengamos siquiera esa figura grande y noble donde puedan volverse los ojos con orgullo y hallar un poco de consuelo el alma agitada!

——

Terminado este artículo, nos mandan el siguiente diálogo, rogándonos que lo copiemos a continuación, y vamos a hacerlo en prueba de docilidad y candidez.

La escena pasa en la Universidad central, a la salida del paraninfo, un día de Conferencia, entre una señora y un caballero.

Caballero: Voy a comprar el folletito de la Conferencia anterior. Veo con disgusto que las señoras pasan de largo por la mesa en que se venden, sin que las atraiga lo lindo de la impresión ni lo módico del precio.

Señora. ¿Cuánto cuesta?

Caballero. Un real.

Señora. Es en efecto barato.

Caballero. Y aún así no se vende.

Señora. En España no se compran libros. Cuando una los quiere leer se piden prestados.

Caballero. ¿A quién?

Señora. Si se conoce al autor, es lo más derecho; se le piden a él, y en este caso no se devuelven.

Caballero. Pero al autor le cuestan el dinero.

Señora. ¿Sí?

Caballero. Es claro. Aunque ponga gratis su inteligencia, su corazón y su trabajo, no le dan el papel ni le imprimen de balde; de modo que pedir al autor un libro que se vende, es como pedirle su precio.

Señora. Pues no había caído yo en eso. Antes me parecía a mí que hacia favor al autor pidiéndole su libro; porque era prueba de que le quería leer, cosa que debe lisonjearle.

Caballero. Las señoras, permítame Vd. que lo diga, tienen Vds. a veces ideas muy extrañas.

Señora. Perdone Vd. Esta opinión no es de las que Vds. llaman cosas de mujeres; mi marido en este punto piensa lo mismo que yo.

Caballero. Y cuando no se conoce al autor, ¿qué se hace para leer el libro?

Señora. Pedirle a alguno que le tenga y le da aunque no sea suyo, ni del que le prestó, ni del del otro, porque un libro corre así cuatro, seis, ocho, diez o más casas.

Caballero. ¿Y cuando no se conoce al autor, ni a nadie que tenga el libro?

Señora. Entonces no se lee, porque al cabo, un libro no es una cosa precisa.

Caballero. Cierto. Lo que se ahorra en libros se gasta centuplicado en contribuciones, lo cual, sin duda, parecerá preferible a su señor esposo.

Señora. No le he oído a mi marido que tengan nada que ver las contribuciones con los libros.

Caballero. Lo creo. Pero dejando a un lado los libros en general, me parecía a mí que las señoras debían comprar estos folletitos que a ellas se dedican y que por su bien se imprimen. Una sociedad de personas de mérito, de mucho mérito algunas, y muy ocupadas, dan su tiempo, su inteligencia y su trabajo para que las Conferencias dominicales ofrezcan instrucción e interés; dan, además, su dinero para imprimirlas, y las señoras no las compran, siquiera como prueba de gratitud y deferencia a quien tanta tiene con ellas. Además, no tendrán tan buena memoria que recuerden todo lo que aquí se ha dicho , ni estaría mal que por unos cuantos reales formasen una colección de esos libritos, primera piedra puesta con tanto mérito y tanto trabajo en el edificio de su educación intelectual.

(Se interpusieron varias personas entre los interlocutores y la que tomaba nota del diálogo, y no pudo saber cómo terminó.)

Nosotros le trascribimos por complacer al amigo que nos le ha remitido, y en la persuasión de que nuestro artículo no será más leído que los folletitos de las Conferencias.



Duodécima conferencia

Conferencia del Sr. Tapia sobre La educación religiosa de la mujer.
Lectura de varias poesías por el Sr. Rada y Delgado.
Lectura de un discurso sobre el Quijote, del Sr. Valera, por el mismo.

A cargo del Sr. de Tapia estaba la duodécima Conferencia; el tema era: La educación religiosa de la mujer. Las malas condiciones acústicas del paraninfo de la Universidad, y el habernos colocado bastante lejos de la tribuna, fueron causa de que perdiésemos gran parte del discurso del señor Tapia; no atreviéndonos a hablar de él por este motivo, máxime cuando el asunto es delicado para tratarle con la menor duda de poder incurrir en equivocación.

Leyó después el Sr. Rada y Delgado una oda del Sr. Delgado y López, premiada en un certamen en Córdoba. El asunto de la composición es La Resurrección del Señor, cuyas dificultades son proporcionadas a su altura. Nos parece que el poeta las ha vencido, sobre todo en la primera mitad de su canto, superior a la segunda, y decimos nos parece, porque una rápida lectura, más que para hacer formar un juicio, sirve para producir una impresión. Hay asuntos cuya tenuidad o cuya grandeza los hace imposibles para la palabra, instrumento limitado y grosero, incapaz de expresar todo lo que abarca la mente y todo lo que siente el corazón. Ese límite, que no puede pasar el poeta, le salva el músico; la música lleva el alma por los espacios y por los abismos, y la pone en comunicación con el infinito. ¿Quién sabe, cuando el arte se perfeccione, si la música será el complemento de la poesía en asuntos imposibles de tratar con la palabra sola? ¿Si, por ejemplo, en la resurrección del Señor, la poesía pintará el estado de la tierra después de muerto Jesús, deteniéndose al levantarse la losa de su sepulcro, para dejar a la música que haga ver con los ojos del alma lo que la palabra no puede reproducir?

Pero dejando a un lado esto, que tal vez no sea más que un sueño extravagante, vengamos a la agradable realidad de Las melodías del Sr. Rada y Delgado, que leyó, y leyó muy bien su autor. Cada una encierra una idea o un sentimiento delicado, expresado con mucha originalidad en aquellos diálogos que, al par del ingenio del autor, prueban la riqueza y flexibilidad de nuestra lengua, que así se puede fraccionar en emistiquios, sin dejar de ser enérgica y sonora.

El Sr. Valera leyó un discurso sobre el Quijote, o más bien algunos fragmentos de este trabajo, que nos pareció muy notable. Truncado por la lectura hecha a saltos, digámoslo así, no se puede formar de él una idea exacta; pero desde luego se ve, a más de la belleza del estilo, el extenso horizonte que abarca el crítico, su mucha erudición, sus apreciaciones filosóficas, la rectitud de su juicio al despojar al Quijote de la supuesta parte misteriosa y enigmática, y su delicadeza al juzgar al generoso hidalgo, cuyos elevados sentimientos excitan admiración y simpatía, a pesar de las bufonadas del ridículo y de las extravagancias de la locura.

Y ya que del Quijote se habla, no será fuera de propósito decir algunas palabras sobre el homenaje tributado a su inmortal autor en el aniversario de su muerte por la Academia de Conferencias y lecturas públicas de la Universidad, y con saber los nombres de las personas que la componen, está dicho que el recuerdo sería digno de la memoria de Cervantes. Está consignado este homenaje en un librito con el título de Fiesta literaria celebrada en honor de Miguel de Cervantes Saavedra, y cuya lectura confirmará lo que acabamos de decir. No parecerá mal que demos de él un índice.

Un discurso del Sr. Rector de la Universidad, breve, pero bien pensado, bien escrito y lleno de amor y respeto al autor del Quijote, y del generoso deseo de que lancemos la fea mancha de ingratitud, empezando a hacer justicia a nuestros hombres eminentes. El genio no puede tener maldiciones para la humanidad; pero ¿cómo los nuestros, olvidados o escarnecidos, nos han de bendecir desde el cielo mientras les neguemos justicia sobre la tierra? Ya que los hemos hecho mártires, ¿les negaremos la palma y la corona del martirio? A la sombra de las estatuas levantadas a los grandes hombres, el pueblo siente generosos impulsos y comprende altas verdades. Enseñándole a respetar a los muertos, aprenderá el respeto de los vivos y a no dejar a la posteridad la triste tarea que nos han legado los pasados siglos, al consignar en la misma página de la historia los merecimientos del genio y la ciega ingratitud de su patria.

Un soldado poeta, el Sr. Ros de Olano, personificó la dichosa fraternidad de las armas y las letras, y saludó al guerrero de Lepanto y al escritor inmortal. En su breve discurso, en que hay apreciaciones muy elevadas, ensalzó debidamente el valor y el genio del grande hombre infortunado.

El discurso del Sr. Canalejas es elocuente, filosófico y sentido; refleja todos los méritos de Cervantes y todos sus dolores. Si los que duermen el sueño de la muerte oyen las voces del mundo en que pasaron la vida, la voz del Sr. Canalejas habrá sonado grata al gran poeta maltratado por la fortuna, y reconocería en él aquella posteridad justa que veía en sus angustias y cuya mano invisible le ayudó, sin duda, a llevar la cruz por el doloroso camino de su existencia. Después de estos discursos están las composiciones poéticas.

Las hermosas décimas del Sr. D. Ventura de la Vega.

Unas décimas del Sr. Aguilera que, como suyas, tienen sentimiento, filosofía y nobles aspiraciones.

Una graciosa e intencionada letrilla del señor Bustillo.

Unos cuartetos, melancólicos y elevados, en que el Sr. Silió pinta el mayor de los dolores del genio.

Unas bellas décimas del Sr. Rada y Delgado.

Un cuadro de costumbres del siglo XVII, escrito en conmemoración de Cervantes por el Sr. Hurtado, donde el poeta dramático excita gran interés, personificando y poniendo en acción la injusticia de los contemporáneos de Cervantes y el fallo equitativo de la posteridad.

Tal es el índice del libro, cuya lectura recomendamos al público, que no debe ser por su indiferencia continuador de los contemporáneos del desconocido genio, ni dejar sólo y a mucha distancia ese grupo de hombres inteligentes que acuden a tributarle el merecido homenaje. Las altas inteligencias han celebrado a Cervantes con la pompa que merece el genio: nosotros le hemos de cantar con modestia propia de su virtud, uniendo una voz de amor a las voces de la admiración general. El cautivo de Argel, que dejó en África tantas pruebas de la bondad de su corazón, como de la superioridad de su inteligencia había de dar después, tendrá un lugar en los Anales de la virtud: la suya brilló tanto, que no puede ser oscurecida ni aún por los resplandores de su gloria.



Décimatercia conferencia

Conferencia del Sr. García Blanco, sobre Educación conyugal.
Lectura por el Sr. Arjona de un proverbio del Sr. Aguilera.

La décimatercia Conferencia estaba a cargo del Sr. García Blanco; el tema era Educación conyugal. Antes de entrar en materia, el Sr. García Blanco entró en algunas consideraciones sobre los diferentes géneros de oratoria y de elocuencia, que no debe ser la misma para el orador sagrado, para el letrado, para el tribuno y para el catedrático. Bien se le conoce, sin que él lo diga, que ha pasado su vida dedicado a la enseñanza; las formas de su discurso son didácticas, y tienen el tono y la autoridad de maestro, que sienta bien al que, como él, sabe tan perfectamente lo que se dice. Nos leyó un programa de «Educación para las madres de familia» en veinte lecciones, y aunque no sea este trabajo de los que pueden apreciarse por una rápida lectura, y aunque hay personas, y somos del número, que juzgan mejor de lo que leen que de lo que oyen leer, creemos poder afirmar, sin incurrir en error, que el programa está bien meditado, es muy completo, encierra todo lo esencial en materia tan importante, y tiene, en la lección relativa a los deberes de la mujer viuda, una idea delicada y tiernísima con la cual estamos conformes, felicitando por ella al Sr. García Blanco. Hablamos de la fidelidad al esposo, aún después de muerto.

El anciano profesor se propone dar, conforme a este programa, un curso completo sobre tan importante asunto el próximo año académico, si Dios quiere y los hombres no lo impiden; son sus palabras. Deseamos y esperamos que no se lo impedirán; todo lo que le hemos oído sobre la educación de la mujer nos parece lleno de prudencia, de verdad y de alto buen sentido, y ni motivo ni pretexto vemos para que se prohíba la circulación de ideas de tan evidente utilidad. En todo caso, si una losa, sea cual fuere, cae sobre estas ideas, no por eso quedarán eternamente sepultadas. Aunque la verdad se encierre en un sepulcro y se le pongan guardas, ella resucita siempre al tercero día.

La lección que leyó el Sr. García Blanco fue la sexta, en que trata de la elección de esposo o esposa, y todas las reglas que da para alcanzar el acierto en cuestión de tan vital interés, son atinadas y prudentes en alto grado. Aunque sencillas, dictadas por la experiencia y muy al alcance del sentido común, su aplicación es difícil. ¿Por qué? Por las preocupaciones que acerca de la mujer tienen los hombres, y ella misma; por la inferioridad positiva que resulta de la inferioridad de su educación, y que la imposibilita, además de las leyes, para dedicarse a las profesiones y oficios lucrativos, y por la prisa de casarla que suelen tener sus padres, que debían retardar el matrimonio para dar lugar a la reflexión. La mujer no tiene más carrera que el matrimonio, y los padres quieren a toda costa dejarla colocada, y quieren bien, porque la situación de una mujer sola es muy desventajosa y en muchísimos casos verdaderamente aflictiva.

Como las mujeres no entienden de nada, ricas, las explotan los que manejan sus asuntos; pobres, están imposibilitadas de ganarse el sustento, y se ven expuestas a la pobreza o a la miseria y a todos los peligros que llevan consigo. ¿Qué mucho que los padres deseen con ansia colocar a sus hijas? Para avivar su deseo, entra hasta la vanidad, porque suponiendo que la mujer soltera no sirve para nada, le alcanza más o menos la falta de consideración con que se miran las cosas inútiles, y los padres, no queriendo que sus hijas hagan un mal papel, contribuyen muchas veces a que hagan un mal matrimonio.

Como este es el mayor de los males, deberían evitarle aceptándolos todos antes, pues siendo tan común el error al juzgar a la mujer, no ha de ser fácil el acierto en lo que concierne a su felicidad. La pasión o el apetito quieren apresurar el momento del matrimonio, y esta impaciencia, en vez de hallar freno en la razón, halla auxiliares en argumentos que la simulan, revistiendo sus apariencias. La joven ve también su porvenir sombrío, el triste papel que hará en el mundo, muertos sus padres, si no tiene el apoyo de un esposo, y esto sirve unas veces de motivo y otras de pretexto para contraer sin premeditación lazos indisolubles.

Terminada la lección del Sr. García Blanco, el Sr. Arjona leyó un proverbio moral del Sr. Ruiz Aguilera, haciendo resaltar sus muchos chistes y lo cómico de los diálogos que tienen los dos principales personajes.

En el Perro flaco todo es pulgas, da el Sr. Aguilera una lección verdaderamente moral a los que quieren salir de la esfera en que los ha colocado la fortuna o la justicia. Debería perseguirse sin descanso esa mala vergüenza de ser pobre, o de no ser rico, tan común y tan fatal. La riqueza, que suele ser obra de la casualidad, cuando no de alguna cosa peor, que no puede ser título de legítimo orgullo, es motivo de vanidad. Obra de vanidad son sus ostentaciones, y por vanidad se remeda y se finge cuando no se tiene. La vanidad, que tanto teme el ridículo, debe ser perseguida por él. Nadie se rebaja por lo modesto de su posición, aunque sufra la prueba más ruda con el trato de personas que la tienen mucho más aventajada.

En la casa más humilde se puede recibir a un rey con dignidad, que está en el carácter del dueño, y no en los muebles de la habitación. El que para apreciar a los hombres les despoja de todo lo que deben a la fortuna, no teme ser apreciado del mismo modo, ni se siente humillado por la falta de lo que vale tan poco. Lo que rebaja, lo que es ridículo, son las necias aspiraciones, los esfuerzos impotentes, los remedos y el afán de fingir un bienestar de que se carece. La pobreza o la medianía es noble, noblemente llevada; pero se degrada cuando se deja abigarrar con los colorines y los cascabeles de la vanidad.



Décimacuarta conferencia

Lectura por el Sr. Uña de un artículo traducido del francés.
Conferencia del Sr. Pi y Margall sobre La misión de la mujer en la sociedad.
Lectura del Sr. Silió de su leyenda El esclavo.

Dio principio a la décimacuarta Conferencia el Sr. Uña leyendo un artículo traducido del número de 13 de Mayo de La Revue de l’Instruction publique, escrito por M. C. Hippeau, que trata del estado de la educación intelectual de las mujeres en los Estados-Unidos. Para nosotros, las verdades no necesitan ser tangibles para ser evidentes, y evidente ha sido siempre que la superioridad intelectual del hombre es obra de la educación; mas los que quieren hechos, tienen en la descripción del colegio Vassar, leída por el Sr. Uña, un argumento sin réplica. En el Norte de América las mujeres rigen, de cien escuelas, setenta; y téngase muy presente que en ellas no se da sólo la instrucción elemental, sino la que nosotros comprendemos en la segunda enseñanza, y aún más ampliada. Supongamos que los conocimientos no sean muy profundos, pero ¡cuánta aplicación y cuánta aptitud no necesita una maestra para poder iniciar a sus discípulos en todos ellos!

En ese pueblo que calumniamos con tanta frecuencia, porque es más fácil vomitar miserables improperios que imitar grandes ejemplos; en ese pueblo hay sórdidos mercaderes que dejan miles y millones de duros para obras de beneficencia y utilidad general. Uno de estos hombres ilustrados y benéficos es M. Vassar, fundador del colegio que lleva su nombre, y para el que ha dado diez millones de reales.

La noble alma de este plebeyo fabricante de cerveza concibió el proyecto de crear un establecimiento de enseñanza, en que las mujeres recibieran la instrucción que se da a los hombres en las universidades.

El colegio Vassar ha sido incorporado a las universidades por un decreto de la legislatura de Nueva York. ¡Gloria y gratitud eterna al ilustre fundador y al pueblo grande que ha proclamado, a la faz del mundo, la unidad de la razón humana! ¿Cómo no ha de crecer ese pueblo? Dios envía prosperidad a las naciones según comprenden y obedecen sus santas leyes.

La democracia americana no tenía más que un gran pecado, que ha lavado con torrentes de su sangre generosa.

Sorprende a primera vista, que no habiendo alcanzado la ciencia en América mayor altura, ni tanta como en Europa, se quiera allí comunicar a la mitad del género humano, para quien está vedada en el viejo mundo; mas no debe admirarnos si reflexionamos un poco, porque cuando no hay equidad y justicia se puede ser Aristóteles y sostener la legitimidad de la esclavitud y la inferioridad de la mujer. La aristocracia, se ha dicho, no tiene entrañas; es verdad, y es igualmente cierto, que del corazón de los pueblos, como de los hombres endurecidos, se levantan nubes opacas que oscurecen su entendimiento. Así se explica cómo en tantos pueblos, sobre todo de la antigüedad, el estado social no corresponde al estado intelectual, y cómo esa América, que no es la primera en el mundo científico, está a la cabeza del progreso. Allí los sentimientos son más sanos, y las pasiones y la preocupación se oponen menos veces a la marcha de la justicia.

La esclavitud intelectual de la mujer, como todas las esclavitudes, es hija desdichada del abuso de la fuerza. Las sociedades europeas están formadas por la guerra; el conquistador de la América del Norte ha sido el trabajo. ¿Cómo la obra de este santo héroe, cuya gloria no pueden cantar voces humanas, había de confundirse con los legados sangrientos de los Atilas de todas las edades?

Esas civilizaciones inoculadas con una lanza, reciben en la herida un virus que tarde o nunca arrojan. La conquista de la América del Norte, hecha por el trabajo, ha fundado la igualdad, sin la cual la fraternidad es mentira, la libertad sueño, y ni en el país donde no hay privilegios el hombre ha de estar dispuesto a creerse un ser privilegiado y superior a la mujer, ni el plantador americano, aislado en los bosques, luchando con la naturaleza, lejos de los hombres y admirando la obra de Dios, podía desconocer las cualidades de su inteligente compañera, con cuyo poderoso auxilio vencía tan gigantescos obstáculos. Si, como se ha dicho, la mujer americana ha hecho la América, es porque el hombre americano no ha desconocido la mujer.

Terminada la oportuna lectura del Sr. Uña, subió a la tribuna el Sr. Pi y Margall, a cuyo cargo estaba la Conferencia; el tema era La misión de la mujer en la sociedad. Para los que abogamos por la educación intelectual de la mujer, es gran consuelo y auxiliar poderoso un voto tan autorizado como el del Sr. Pi y Margall, en quien reconocen elevada inteligencia, profundos estudios y vastos conocimientos, aun los que no están de acuerdo con sus teorías económicas. Idea que en el presente tiene tales abogados, no puede dejar de ser un hecho en el porvenir.

El Sr. Pi y Margall quiere que el niño y el joven, en vez de ir a la escuela y al colegio, donde se corrompen, reciban la primera y segunda enseñanza en el hogar doméstico, y la reciban de su madre, que como se comprende, necesita para esto un gran caudal de conocimientos. Ciertamente, si la mujer contribuyese como debía a la educación intelectual del hombre, no se vería esa especie de antagonismo tan frecuente entre los medios que perfeccionan la inteligencia y los que deben conservar puro el corazón. El joven cuando más necesita guía, cuando sus pasiones empiezan a dar voces desacordes que se sobreponen a la razón y tal vez a la conciencia; cuando sus ideas vagas se desvanecen al contacto de un ardiente deseo; cuando las opiniones informes se amoldan al capricho propio o ajeno; cuando la voluntad, como un caballo salvaje, no admite freno ni dirección y atropella cuanto se le opone al paso, entonces el joven se emancipa moralmente de su madre, cuya inteligencia queda ya muy por debajo de la suya. Si no es malo, respetará siempre a la que le dio el ser; pero este respeto será más bien obra del corazón que del convencimiento; bastará para que no la falte, pero no para que se detenga en el camino de los desórdenes; porque las tentaciones que le seducen y los impulsos que le arrastran, necesitaban para ser contenidos todo el prestigio de la razón y toda la influencia del cariño.

Acostumbrado el Sr. Pi y Margall a revolver en su pensamiento las grandes cuestiones sociales y a estudiar para ello la historia de la humanidad, nos decía que en el hombre hay tres fuerzas: la inteligencia, la actividad y el sentimiento; y que unos pueblos son la personificación de la inteligencia, otros de la actividad y otros del sentimiento. Grecia y Roma rayaron muy alto: la primera por su inteligencia, por su actividad la segunda, y el cristianismo ha venido a llamar a las sociedades modernas a la vida del sentimiento. Han respondido, pero débilmente; la principal misión de la mujer, decía el orador, es fortalecer el sentimiento, alimentarle, darle fuerza, hacerle la base de la actividad y de la inteligencia. Hermosa misión, pero que no podrá llenar mientras sus facultades intelectuales estén ineducadas e inactivas; porque no puede llevarse aislado a la sociedad para perfeccionarlo, lo que no puede aisladamente tener perfección en el individuo, y el sentimiento de la mujer, ¡cuántas veces se extravía por no ir guiado por la razón, cuántas se escarnece por no tener la autoridad y el prestigio de la inteligencia!

El Sr. Pi y Margall parecía influido por esas mujeres del porvenir, tiernas, inteligentes e inspiradoras de las grandes cosas, porque comprenderán las elevadas ideas; parecía que una mujer pensadora y amante le había dictado las palabras con que nos decía que la humanidad no son los seres humanos que pueblan en este momento la tierra, sino todos los que la han poblado, la pueblan y la poblarán; que debíamos pensar cuánto debemos a los que nos han precedido en esta tierra trasformada por sus esfuerzos, y regada con la sangre generosa de los que conquistaron lo que hoy se llama derecho y recibió un día el nombre de crimen o locura; de tantos mártires del error o del trabajo que han consagrado su vida a vencer los obstáculos que la naturaleza o los hombres oponían al progreso del género humano. No ya la posesión de un derecho, la más insignificante de nuestras satisfacciones materiales, supone la inteligencia y el trabajo acumulado de muchas generaciones. Y al reconocernos deudores de los que han pasado, ¿cómo no sentirnos impulsados a trabajar por los que vendrán? Ese piadoso recuerdo de gratitud hacia los que han muerto, ¿no nos inspirará ninguna noble resolución en favor de los que han de nacer? Viajeros que encontramos allanados tantos caminos, no hemos de mejorar ninguno, y al sentarnos a la sombra del árbol que otros plantaron, ¿no saldrá de nuestra alma ninguna bendición a su memoria, ni arrojará nuestra mano ninguna nueva semilla para que los caminantes fatigados del porvenir hallen también donde guarecerse y nos bendigan?

El recuerdo del sacrificio hecho en nuestro favor, nos impone el deber de la abnegación; la humanidad no puede tener más que colaboradores activos, o deudores ingratos y envilecidos. Al considerar al género humano como uno en el tiempo y en el espacio; al unir con un lazo de amor y gratitud el pasado, el presente y el porvenir; al hacer salvar a la fraternidad los confines de la muerte, el Sr. Pi y Margall nos hizo formar alta idea, no solo de su cabeza, sino de su corazón, y bien de la humanidad merecen los que como él la comprenden.

Terminada la Conferencia el Sr. Silió leyó la introducción y primer canto de su leyenda El esclavo. Aquí no es el poeta tierno y melancólico, que pregunta vacilando desde el valle:

«¿A dónde irán los viajeros
que trasponen la montaña?»;

es el vate que oye la voz de su conciencia enérgica, vibrante, y la trasmite, rodeándola de ese poder que se llama belleza, poesía, para que resuene más lejos el anatema que lanza contra la esclavitud. No podemos dejar de felicitar al hombre honrado por el fondo de su obra, ni al poeta por su forma; no debemos hablar más del inmenso dolor que la motiva. Continuaremos guardando silencio sobre la cuestión de la esclavitud, no por patriotismo, sino por humanidad; y quiera Dios que ella nos diga pronto a todos: –Hablad. Ya podéis hablar.



Décimaquinta conferencia

Conferencia del Sr. Castelar.
Lectura por el Sr. Silió de su leyenda El esclavo.
Lectura por el Sr. Aguilera de su apólogo Plus ultra.
Lectura por el Sr. Bustillos de la letrilla Los matrimonios de Dios y los matrimonios del diablo.

La décimaquinta Conferencia estaba a cargo del Sr. Castelar, que fue al paraninfo de la Universidad llamado, según dijo, por su antiguo maestro y siempre amigo el Sr. Rector. Voz menos autorizada y menos querida creemos que hubiera bastado para llevarle allí, donde todos los que habíamos asistido a las Conferencias le esperábamos, y donde, nos atrevemos a decirlo, debía ir, porque inteligencia obliga; porque la humanidad no cuenta, sino que pesa los votos, y faltaba el suyo en aquella urna donde se recogen los que quieren redimir a la mujer de la esclavitud de la ignorancia; y en fin, porque para derribar un edificio, más que batir los muros, importa socavar los cimientos, y el cimiento de todas las preocupaciones está en la falta de ilustración de la mujer.

Además, si llega un día en que las Conferencias dominicales son anatematizadas, ¿no querrá ver su nombre entre los calumniados, y como San Pablo, incurrir en anatema por el bien de sus hermanos?

La hora señalada para la Conferencia era mala, porque a la misma tenían junta general las señoras del Ateneo.

El paraninfo, alfombrado, recibiendo el sol por la techumbre de cristal que no daba paso al aire, había de ser una estufa. La entrada no era gratis, como en las otras Conferencias. Las señoras, por punto general, no son republicanas, y por regla más general todavía, son católicas, y no obstante, acudieron con gran anticipación y en tanto número, que no cabían en el espacioso local que les estaba destinado. ¡Poder de la elocuencia! ¡Señal de progreso! ¡Muestra de tolerancia! Perspicacia natural, por la que entiende la mujer que no debe sacrificarse lo esencial de las cosas a la extrañeza que puede causar su forma; noble instinto que le hace comprender que, diga el Sr. Castelar lo que quiera, hay siempre en el fondo de su alma un sentimiento religioso. El Hijo dejó caer sobre su corazón una gota de su sangre redentora, de aquella sangre que inoculó en el mundo el amor a los débiles y a los afligidos; el Padre hizo brillar ante sus ojos un rayo de la Divina luz; el Espíritu Santo le mandó una de sus lenguas de fuego; ¿y él había de desconocer la Trinidad Santísima y blasfemar de Dios? ¡Imposible! Desde el abismo podrá negarse, pero desde las nubes ninguno dice: No hay cielo.– Las mujeres no creen, no pueden creer en la impiedad del Sr. Castelar, cuya palabra candente estuvo el domingo llena de unción religiosa.

Se juzgaba con frecuencia mal al Sr. Castelar, porque se buscaba en él al filósofo, al maestro, al político, al hombre de Estado, sin ver que en la tribuna no puede ser nada de esto, porque es una máquina de guerra. Atleta de bellas proporciones, parece a veces deforme, porque para herir toma extrañas posturas; porque su misión, su ley, es herir, abrir brecha. La tribuna, desde que sube a ella, se convierte en una batería; su voz se asemeja a un grito de guerra; su ademán parece indicar el sitio más apropiado para el asalto; sus ojos ven siempre un muro que batir, y si entona un canto melodioso, no deja nunca de llevar el compás con el ariete. Esta es la ley de su naturaleza, la condición de su existencia intelectual. No le pidáis más calma que la del cansancio, ni más luz que los relámpagos, ni más armonías que las de la tempestad.

El Sr. Castelar habrá alcanzado triunfos más ruidosos; pero ninguno que deba lisonjearle tanto como el que ha obtenido en el paraninfo de la Universidad. Las señoras, la gran mayoría al menos, no piensan como él, ni en religión ni en política; y no obstante, le han escuchado con recogimiento y entusiasmo, aplaudiéndole, admirándole y siguiendo como fascinadas su pensamiento atrevido y su palabra torrentosa.

Recorriendo el Sr. Castelar el vasto campo de la historia, hacía ver la influencia de la mujer en la sociedad, más palpable en los momentos solemnes, y la de la madre, más de relieve en los grandes hambres. Insistió en que sin libertad no hay dignidad, ni moralidad, ni religión verdadera, concluyendo por pedir a las mujeres que no sean un obstáculo para el progreso, y que inspiren a sus hijos el amor a la patria. Este deseo del Sr. Castelar no se verá realizado sino en muy pequeña escala, hasta que la mujer reciba una instrucción más o menos extensa, pero sólida, y se habitúe al trabajo intelectual y a la reflexión. Porque, conviene tenerlo muy presente, por mucho que importe, lo esencial para la mujer, como para el hombre, no es saber geometría o higiene, física o teología, mecánica o economía política; lo esencial es la gimnasia intelectual, el ejercicio de las facultades superiores, la aptitud para la reflexión, el hacer de la inteligencia un instrumento poderoso capaz de trabajo sostenido, en vez de dejarla sumida en letargo eterno. Lo grave de la ignorancia, no es que no se sepa esta o la otra ciencia, es que no se sabe discurrir; es que toda criatura ignorante, refractaria a la verdad, es buen conductor del error y de la injusticia.

Es necesario que los hombres del progreso, los de todos los matices, piensen seriamente en instruir a la mujer; porque mientras sea cautiva de la ignorancia, no tendrán los pueblos verdadera libertad.

Terminado el discurso del Sr. Castelar, y calmada un tanto la agitación producida por su conmovedora palabra, leyeron el Sr. Silió un canto de su hermosa leyenda El Esclavo, y el Sr. Bustillo una chistosa e intencionada poesía, titulada Los matrimonios de Dios y los matrimonios del diablo.

Leyó también el Sr. Aguilera un apólogo, titulado ¡Plus ultra! Diálogo entre un carro, una tartana y una diligencia, que quieren oponerse al paso de una locomotora y son lanzados al abismo. El autor demuestra con mucho ingenio el error de los que creen que los adelantos son perjudiciales, y el absurdo insensato de ponerse como obstáculos en las vías del progreso.

Terminada la Conferencia, el Sr. Rector, que la presidia, dijo que se suspendían hasta Octubre, en que se empezarían de nuevo, siendo aún más instructivas; y dio las gracias a las señoras por su asidua asistencia, y a los oradores, a los que han leído, a todos los individuos de la Sociedad de Conferencias y lecturas, por su ilustrada y activa cooperación; y creemos interpretar los sentimientos de las señoras dándoselas también en su nombre.

Por nuestra parte, la gratitud que imperfectamente expresamos en la reseña de la primera Conferencia, se ha aumentado al ver tantos hombres eminentes que no han desdeñado venir a dirigirnos la palabra, y que abrumados de trabajo, todavía han tenido tiempo para ir a consignar su voto favorable a la educación intelectual de la mujer, y para hacer una grande obra de misericordia: enseñar al que no sabe.

Pero ¿qué hemos aprendido las señoras en la Universidad? ¿Nos ha enseñado literatura el Sr. Canalejas, derecho el Sr. Labra, economía política el Sr. Rodríguez, física el Sr. Echegaray e historia el Sr. Castelar? Seguramente que no. Lo que han aprendido las señoras, es que nuestras primeras inteligencias opinan que la mujer debe cultivar la suya; lo que han aprendido los hombres, es que las señoras asisten con asiduidad y constancia a reuniones donde se trata gravemente de cosas graves. Esto es lo que se sabe ya positivamente, y el señor Rector de la Universidad debe estar satisfecho por haberlo averiguado.

Las Conferencias de este año no podían ser verdaderamente didácticas, en el sentido que suele darse a esta palabra; eran un trabajo de preparación indispensable y como la labor que se hace antes de arrojar el grano.

Esperamos que en el nuevo año académico las Conferencias se convertirán en lecciones; conviene que las señoras lo tengamos presente, y que no vayamos a la Universidad a pasar un buen rato, sino a estudiar, a aprender.



[ Nota editorial ]

Creemos hacer un verdadero servicio a los lectores de la Biblioteca Económica Andaluza dándoles a conocer, por las cartas que insertamos a continuación, una obra de la Sra. Doña Concepción Arenal, titulada Cartas a los delincuentes, y que aunque impresa puede decirse que no está publicada, porque, sin que entremos ahora a averiguar la causa, el hecho es que no ha llegado a noticia del público.

Aunque este libro, como su título lo indica, se dirige principalmente a los delincuentes, como su objeto sea explicar la razón y la moralidad de las leyes penales, copiando las que infringen con más frecuencia, basta hojearle para comprender que es útil a todos, porque en la educación de todos debía entrar el conocimiento de la ley penal, fácil de aprender, y cuya ignorancia suele tener consecuencia tan fatales. Asombra ver a una persona ilustrada, reducida a prisión por causas políticas, por apariencias engañosas o por un momento de extravío, sin que tenga la menor idea de la pena en que ha incurrido, del derecho que le asiste, de sus medios de defensa, ni de cuándo se le atropella ni cuándo se le hace justicia. El que debía guiar a su defensor, que no debía necesitarle, recibe los oráculos de un abogado novel y los consejos del escribano, y se deja conducir como un ciego por caminos peligrosos.

En la instrucción más elemental deben entrar nociones de derecho, especialmente de derecho penal; si contribuimos algo a generalizar esta idea, y por consiguiente a apresurar el día en que se convierta en hecho, dando a conocer la obra de la Sra. de Arenal, creemos haber prestado un verdadero servicio.

La carta «A los inocentes» no se dirige tan sólo a los encarcelados, sino a todo el que sufre y cree no merecer su mala suerte. La resignación más firme, la que está más en armonía con los tiempos en que vivimos, a que no puede negarse ningún ser racional, es la que tiene su origen en la razón.



Carta III

Necesidad de las leyes.– Amparan principalmente al que las infringe

Hermanos míos: Suponiendo que mis cartas anteriores no habrán sido enteramente inútiles, suponiendo que alguno de entre vosotros quiera prestarme atención, voy a poneros de manifiesto la justicia de las leyes que os han condenado a la pena que sufrís. Una de las causas de que el castigo no moralice, es el no estar bien convencidos de que es justo. Muchos de entre vosotros, la mayor parte acaso, ¿qué idea tiene del por qué y del cómo se halla en la prisión? Primero un delito o un crimen cuya gravedad no habéis meditado, no comprendéis, y que el interés, la pasión y la ignorancia disculpan. Teníais necesidad, habéis robado; teníais cólera, habéis herido; os convenía que la mentira apreciase como verdad, habéis perjurado. ¿Hasta qué punto sois culpables? Las disposiciones que nos impulsan al mal, nos inducen a disculparle, y es raro que nadie se pida a sí propio cuenta muy estrecha de sus acciones. La que os trajo aquí, ¿qué es para vosotros? Un hecho que se castiga cuando se prueba. La Guardia civil os persigue, se apodera de vosotros ¿qué veis en ella? La fuerza. El juez os condena conforme con lo que dispone un libro que se llama Código. ¿Qué son para vosotros el Código y el juez? Un enemigo que os aplica una ley hecha en contra vuestra. Venís a presidio. ¿Y qué razón veis para estar en él? La vara del cabo, los fusiles de la guardia, las cadenas que arrastráis o que os pondrán si intentáis escaparos. El delito, el juicio, la sentencia, el castigo, es una lucha en que habéis llevado lo peor. ¿Cuál es para vosotros la moralidad de todo esto? Que habéis sido vencidos y que el vencedor os oprime porque es más fuerte. En consecuencia odio al vencedor, odio a la Guardia civil, al juez, a los jefes de la prisión, a los capataces, y hasta al sacerdote que os amonesta y al médico que os cura.

Si me prestáis atención, si vuestra conciencia aletargada despierta, si logro que penetre en vuestra alma la luz de la verdad, no más que uno solo de sus divinos rayos, comprenderéis el absurdo de vuestro modo de ver, os asombraréis de vuestra ceguedad, y tributareis a la justicia el más solemne, el más meritorio de todos los homenajes, el del que habiéndola desconocido, al fin la comprende y la venera. Pero antes de tratar de la justicia de las leyes, veamos su necesidad. Las leyes penales, únicas de que debemos ocuparnos, las que castigan los crímenes, los delitos y las faltas, ¿creéis por ventura que son alguna cosa intrincada, extraña, caprichosa, inventada por los hombres, reducida a reglas a fuerza de ingenio y cavilosidades? No, hermanos míos; las leyes penales son una cosa clara, sencilla y natural, como lo es comer cuando se tiene hambre, beber cuando se tiene sed y abrir los ojos a la luz: yo espero que si me prestáis atención, llegareis a comprenderlo así.

El hombre ha nacido para vivir en sociedad. Ya veis cuán débil nace el niño, ya veis cuán débil es el hombre comparado con los animales; ponedle sólo en medio de los bosques luchando con las fieras, con los insectos, con los elementos, y veréis qué pronto perece. Para resistir a tantos peligros como le cercan, a tantos elementos de destrucción, necesita unirse a sus semejantes: sólo combinando con ellos su fuerza, deja de ser débil y puede existir. Pero no creáis que se trata sólo ni principalmente de la fuerza física, ya hemos visto que en el hombre es una cosa muy secundaria; la asociación que hace al hombre fuerte es la de la inteligencia de las ideas. No se concibe un hombre que reducido a sus solas fuerzas pueda vivir mucho tiempo, pero si viviese, aunque hubiera nacido con las mejores disposiciones, no sabría discurrir, su inteligencia quedaría sofocada como se ahoga el que tenga el pulmón más dilatado, si no encuentra aire que respirar. ¿Cómo podrá resistir, o vivir, que es lo mismo, el hombre en la soledad que aísla su inteligencia y aniquila su fuerza moral?

Pero aún cuando supongamos por un momento que el hombre materialmente pudiese vivir solo, que pudiese resistir a las causas físicas que tendían a destruirle, sucumbiría de dolor o de tedio. Si alguna vez os han encerrado solos, lo comprenderéis fácilmente, y aunque así no sea, por la necesidad que sentís de comunicar con vuestros semejantes, comprenderéis que la soledad absoluta es opuesta a la naturaleza del hombre y la destruye. Si os pusieran en libertad y os dieran todos los regalos que pudierais desear y concebir; si vivierais en un hermoso país, con clima templado, y habitarais un magnífico palacio con mesas cubiertas de sabrosos manjares y vinos exquisitos, pero con la condición de no ver ni oír nunca persona humana, renunciaríais a todos aquellos aparentes bienes, y preferiríais el rancho y las paredes de vuestra prisión y voluntariamente os volveríais a ella.

No es necesario insistir más sobre este punto: el hombre siente por instinto que no puede vivir sólo. Y si los hombres necesitan vivir en sociedad, ¿qué regla habrán de tener para estar en paz? Una muy sencilla, la que sirve de fundamento a todas las leyes penales desde que el mundo ha empezado hasta que deje de ser, la que sabéis vosotros, la que saben los niños antes de tener uso de razón. No hagas a otro lo que no quieras que te hiciesen a ti. Ahí tenéis el principio fundamental de toda justicia, tan sencilla que todos la comprenden, tan evidente que nadie la niega, y que no está escrita en todos los códigos sino porque está grabada en todas las conciencias.

Imaginemos la sociedad más sencilla compuesta de dos hombres, supongamos que no hay asociación siquiera, sino reunión: dos de entre vosotros han cometido una falta y sido encerrados en el calabozo; ya tenéis deberes y derechos el uno para con el otro. Os entrarán el pan, el rancho y el agua. Cada cual tiene el derecho de que el otro no se coma su ración y el deber de no comerse la de su compañero: tiene el derecho de que le deje dormir y el deber de no despertarle: tiene el derecho de que durante el sueño no le mate, y el deber de no matarle mientras duerma: tiene el derecho de que no le calumnie diciendo que ha querido forzar la puerta o prorrumpido en palabras ofensivas contra sus jefes, y el deber de no calumniar tampoco. Ya veis que en la reunión de solos dos hombres, que no puede llamarse aún sociedad, reducidos a un estrecho calabozo donde sus relaciones son tan limitadas, hay ya deberes y derechos. El que no los respeta merece una pena para que le castigue porque faltó, para que le contenga y no vuelva a faltar, para que sirva de ejemplo a los otros que todavía no han faltado. A fin de que esta pena sea proporcionada al delito, es decir, justa, para que no sea obra del capricho del que la impone se necesita una ley. Mas para imponer esta ley es preciso averiguar si hubo realmente falta, juzgar su gravedad; esto no puede hacerlo más que el juez. Pero el que falta no se presenta gustoso ni a ser juzgado ni a sufrir la pena que mereció, quiere eludirla, hay que obligarle materialmente; de aquí la necesidad de emplear la fuerza, y los fusiles, y las paredes, y las rejas y las cadenas.

Si a vosotros os dijeran ahora: los 800 o 1.000 hombres que hay en este presidio van a embarcarse para América; hay allí una isla fértil y desierta que es preciso poblar. Tomad provisiones para un año y herramientas para labrar la tierra, y construiros habitaciones. Quedáis solos, en libertad de hacer lo que os parezca, pero no contéis más que con vosotros mismos, nadie vendrá en vuestro auxilio ni os es permitido salir. ¿Qué haríais entonces? ¿Permitiríais que las provisiones se repartiesen con desigualdad de modo que unos tuvieran más de lo necesario y otros se murieran de hambre? ¿Permitiríais que mientras que los unos labraban la tierra los otros les robasen el fruto de su trabajo? ¿Que los holgazanes fuesen a habitar la casa hecha por los laboriosos y los arrojasen de ella? ¿Que convirtiendo en armas homicidas los instrumentos del trabajo, los más perversos matasen o hiriesen, para saciar sus instintos feroces y alcanzar por el terror lo que no querían obtener por su laboriosidad? ¡Ay de vosotros si tal hicieseis! Nadie querría sembrar para que otro recogiese, nadie edificar para que otro se albergase. El hambre llegaría implacable, y exasperados por ella, os disputaríais con encarnizamiento los restos de vuestras provisiones, que sólo podrían alimentar algunos días a los que triunfasen en la lucha, y vencedores y vencidos perecerían sin quedar de ellos más que el recuerdo de sus crímenes y sus huesos insepultos descarnados por las fieras.

Pero no: vosotros que maldecíais las leyes, las estableceríais en vuestra colonia, por necesidad, por instinto de conservación. ¿Y qué leyes serían estas? Las mismas con muy corta diferencia que aquellas porque habréis sido juzgados. Las leyes no son más que expresión de la necesidad social y de la conciencia humana, y como vuestra sociedad tendría las mismas necesidades que todas, y vosotros, aunque extraviada y sofocada a veces, tenéis conciencia, vuestras leyes serían justas. Como el ladrón no quiere ser robado, ni el asesino que alevosamente le hieran, castigaríais el robo y el asesinato, y los crímenes y los delitos todos, sin otra diferencia que vuestro código sería más severo, infinitamente más duro en las penas que impusiera, como hecho para una sociedad ignorante y débil. La dureza de las sociedades, como la de los individuos, está en proporción de su debilidad y de su ignorancia.

Las leyes penales varían en los castigos que imponen, pero no en las cosas que prohíben, y la base de todos los códigos pasados, presentes y futuros, es, como ya os he dicho: no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti. Cuando faltáis a este precepto, cuando atacáis la vida, la hacienda, la honra, o hacéis daño de cualquier modo que sea, no es solamente un juez que interpretando un código os condena; se alzan contra vosotros todas las leyes de todos los países, de todos los tiempos; habéis faltado a la ley humana, a la ley de Dios, os dicen los hombres que han sido, y los que son y los que serán, arrojando sobre vuestro crimen el peso de los siglos.

Ya lo veis, la sociedad no puede vivir sin leyes; puede decirse sin exagerar nada, que como el hombre necesita respirar aire; toda reunión de hombres, toda sociedad necesita respirar justicia, y que si le falta perece ahogada en la iniquidad y en la sangre. Los ladrones en cuadrilla, si han de organizarse de modo que puedan existir algún tiempo, establecen entre sí los mismos principios de justicia que atacan en la sociedad.

Pero si os fuera dado destruir el orden establecido, si por un acto de vuestra voluntad pudierais anular ese Código penal contra el que tanto protestáis; si cada uno de vosotros tuviese libertad para atacar las haciendas, la vida y la honra, sin que la Guardia civil le persiguiese ni el juez le condenase, ¿qué pensáis que sucedería? ¿Pensáis que viviríais dichosos con el fruto de vuestras rapiñas y el precio de la sangre que habíais derramado? ¡Insensatos! ¡Ay de vosotros el día en que no hubiese leyes ni jueces! Si fuera posible que sonase esa hora, la última estaba muy cerca para vosotros, y debíais daros prisa a reconciliaros con Dios los que todavía creéis en él. Al suprimir el Código, ¿podríais suprimir las necesidades de la sociedad, la conciencia humana, y la ley divina que ha dispuesto que los malvados sean un corto número?

¿Qué dice la necesidad social? Que es preciso que se respete la hacienda, la vida y la honra.

¿Qué dice la conciencia? Que hay derecho para castigar a los que atacan aquellas cosas.

¿Qué dice el mayor número que las respeta? Que hay fuerza para destruir a los agresores, que son los menos.

Así, anulada la ley, queda la necesidad, el derecho y la fuerza de destruiros, y seríais destruidos, indefectiblemente aniquilados.

En las sociedades primitivas, en los pueblos ignorantes, y por consiguiente débiles, la ley es dura, acaba de salir de la mano del ofendido y participa de su temor y de su cólera. Cuando la acción de la sociedad que tanto maldecís es débil, la del individuo la suple, y como el individuo no perdona tan fácilmente como la sociedad, como no puede perdonar porque le falta fuerza, el malhechor no halla misericordia. A veces es entregado al ofendido o a sus parientes para que sacien en él los furores de su cólera. En todas las legislaciones criminales antiguas se ven las huellas de esos tiempos parecidos a los que imagináis tan bellos, en que la fuerza pública siendo casi nula, la del individuo tenía que suplirla; en que el malhechor, en vez de ser perseguido por la Guardia civil, lo era por las personas a quienes había hecho daño y por sus parientes y amigos, en que sin exageración puede decirse que era cazado; en que no había piedad para él; en que la ley con su pena de muerte prodigada sin compasión, con sus cárceles donde se trataba a los presos como no tratamos hoy a ningún animal, con sus torturas y sus horribles suplicios, reflejaba por todas partes la cólera del ofendido. De esos tiempos en que las leyes eran débiles como vosotros quisierais que fuesen, viene el dar a la justicia el horrible nombre de venganza pública.

Y por horrible que sea, donde no hay justicia, es preciso que haya venganza, y si no os presentáis ante el juez imparcial es preciso, que os sometáis al fallo del hombre a quien habéis robado, o de los vengadores de vuestras víctimas. Donde no hay fuerza pública, todos se arman contra el bandido que roba y mata, como contra un animal dañino que tala los campos, y el bandido sucumbe, es cazado. Antiguamente, cuando la ley era débil y cruel como os he dicho, no había presidios y pocas cárceles se necesitaban. Como la regla de la pena es ahora la prisión, entonces lo era la muerte: los malhechores eran inmolados sin misericordia, y si no había razón, había propiedad en llamar venganza a la justicia.

Vosotros que os creéis fuertes, imaginando, insensatos, que si no hubiera jueces y leyes, podríais poner por obra vuestra voluntad y vivir dichosos de rapiña y de matanzas, salid de la prisión. Retírese la guardia, ábranse las puertas, armaos de hierro y de cólera reprimida y de odio añejo; ya no hay ley, ni paredes, ni rejas, ni soldados: atacad las haciendas y las vidas. No os detengáis; sólo hallareis un obstáculo. Los hombres honrados, puesto que no tienen quien los defienda, han resuelto defenderse, y vais a pelear uno contra mil. ¿Os aterra la proporción? Pues no podéis destruirla, porque esta proporción es la obra de Dios.

Fuerza es desistir de la empresa, al salir de aquí; si no queréis ser hombres honrados a la luz del día, tenéis que hacer mal en las tinieblas y ocultaros donde al fin os hallarán; y cuando os hallen, ya podréis comprender que es una fortuna para vosotros, que en vez de sufrir la cólera del que habéis ofendido, os lleve la Guardia civil conduciéndoos, impasible como el deber, al juez que examina imparcial vuestro delito, y le aplica la pena señalada por la ley. A él no le habéis ofendido, no os conoce, no puede aborreceros, y para ser justo no ha menester heroísmo ni aun virtud, como el ofendido que os castigase y que para haceros justicia necesitaba perdonaros antes.

Ya lo veis, las leyes son absolutamente necesarias; cuanto mayor es su fuerza, tanto menos dura es la suerte de los que condenan, y su protección, conveniente para todos, es más necesaria para los que la han infringido. Antes de entrar en el examen de la justicia de las leyes, convenceos de su necesidad, y salid del error en que estáis, imaginando que si no las hubiese, seríais fuertes y dichosos. La fuerza pública que miráis como enemiga, lejos de serlo, os ampara, os defiende de la venganza pública. Sabedlo: los delincuente son débiles, y las leyes que hacen los hombres de bien, a los criminales principalmente aprovechan, porque sin ellas serían inmolados.



Carta IV

A las corrigendas

Mis cartas anteriores se dirigen indistintamente a los penados de ambos sexos. Las corrigendas, como los presidiarios, ignoran en su mayor parte las leyes que las condenan; desconocen su justicia; tienen ideas confusas de la virtud, del deber, de lo que es la sociedad para ellas, de lo que ellas son para la sociedad; sufren el castigo como quien cede a la fuerza: se aturden o se desesperan en lugar de resignarse, y la desgracia, que es la gran maestra de los que quieren aprender, nada les enseña. Todas estáis igualmente necesitadas de que una voz amiga, pero severa, os explique en qué faltasteis, por qué sois castigadas, y cómo podéis borrar las huellas de vuestra falta, recibiendo la pena como una penitencia merecida.

Pero si el legislador os asimila a los ancianos, mujeres reclusas, y teniendo compasión de vuestra debilidad os trata con más blandura, ¿no deberé yo hacer entre vosotros y los hombres alguna distinción como la que hace la ley? La hago con mi corazón, y si en mis cartas anteriores, si en las siguientes halláis algunas frases que os parezcan duras, que no pueden aplicarse a vuestra prisión ni hallan eco en vuestra alma, en vez de pensar: –Nos creen peores de lo que somos,– decid: –Eso se ha escrito para los hombres.

Yo no creo, como vulgarmente se cree, que la mujer que llega a ser mala es peor que ningún hombre, porque sé que hay hombres que llegan con su perversidad hasta un punto en que se puede decir: —No hay más allá.– Si alguna de entre vosotras puede competir en maldad con los hombres malvados, es bastante para que sea un monstruo y el oprobio de su sexo. En la mujer choca más el mal porque se espera menos. Ha recibido de Dios más ternura, más compasión, más afectos benévolos, más disposición a sufrir resignada, a olvidarse de sí propia, a sacrificarse por los demás, y su mano débil, y su corazón amante y su horror a la sangre, parecen decirle: –Has nacido para verter lágrimas sobre los dolores que consueles.– Así, el mal en la mujer choca, sorprende, asombra; los mismos vicios o crímenes son en ella más repugnantes y odiosos que en el hombre, y por eso, cuando llega a ser tan mala como él, parece infinitamente peor. Así, de tal modo está organizada para amar, para compadecer, para consolar, para huir de los medios violentos, que si el hombre criminal infringe una ley santa, la mujer parece infringir dos, la de Dios y la de su organización. Así, la mujer que es tan mala como el hombre, es más repugnante: no lo olvidéis, hermanas mías; tenéis en vuestra naturaleza menos medios de ser malas, más elementos para ser buenas, y por consiguiente, mayor obligación de serlo. Los hombres, que cuando sois perversas os miran con desprecio y con horror, no hacen sino anticipar el juicio de Dios, que será con vosotras muy severo.– ¿Qué has hecho, dirá el Señor en el día de la justicia, qué has hecho, mujer criminal, de los altos dones con que había enriquecido tu alma? ¿Cómo has convertido en dureza la ternura de tu corazón? ¿Cómo se han vuelto maldiciones y blasfemias las dulces palabras que había puesto en tus labios? ¿Cómo has suplido la debilidad con la astucia, y no pudiendo vencer el santo horror que te di de la sangre, has suplido con el veneno el hierro homicida? ¿Cómo has secado en tus ojos las lágrimas de la compasión, haciendo verter tantas, cuando te había mandado al mundo para enjugarlas? ¡Caiga sobre ti mi justicia, mujer perversa, y maldita seas por los siglos de los siglos!

No permita Dios que entre vosotras haya ninguna sobre quien deba recaer tan terrible juicio, y si alguna hubiere, ojalá que se apresure a borrar con el arrepentimiento la huella de la culpa, aplacando la justicia divina e implorando misericordia.

Al dirigirme a los criminales, creo que habrá muchos que no me escuchen; entre vosotras habrá menos. Es raro que una mujer rechace al que se acerca a ella con dulzura; que quiera aparecer vil y perversa ante las personas buenas; que no conserve, allá en el fondo de su corazón, algún sentimiento dulce, alguna lágrima pura para alguna cosa santa, alguna aspiración hacia el Dios que ofende y parece haber olvidado. La mujer que no ama y que no cree, la que no tiene algún afecto en este mundo y alguna idea del otro, es un ser tan extraño y tan monstruoso, que casi siempre me parece ver allí algún trastorno físico, algún estado nervioso semejante a una enfermedad, y tengo impulsos de decir: –Hay que llamar al médico para esta mujer que no cree en Dios.

Si entre vosotras hubiera alguna enferma de este modo, pedid al Señor por su salud, que la oración del desdichado que pida por otro que lo es más todavía, debe ser muy aceptada a los ojos de Dios. Vosotras le habéis ofendido, pero no le habéis olvidado; no le deja la mujer sino para volver a Él, solamente que en esta ausencia culpable, suele perder la felicidad y la honra. Todavía si os arrepentís y os enmendáis, podéis recobrarlo todo, hasta el honor, porque aunque el mundo vuelve difícilmente su aprecio cuando una vez le ha retirado, nadie es bueno ni malo mucho tiempo sin que Dios y los hombres le hagan justicia.

Necesito toda vuestra atención, porque voy a dirigirme principalmente a vuestro entendimiento. Voy a explicaros la justicia de las leyes que os han condenado, a daros a conocer las que podéis infringir. El camino que habéis emprendido está lleno de precipicios que no distinguen vuestros ofuscados ojos, y que puede mostraros quien los ve con claridad. Haced uso del entendimiento que habéis recibido de Dios; es ofenderle despreciar uno de sus más altos dones, dejando ociosa la facultad de pensar y de comprender lo que os conviene, y dónde está el peligro y dónde la salvación.

Impresionables y vehementes, pasáis de la exaltación de las pasiones a la de las creencias; del olvido de Dios a la superstición; del pecado al arrepentimiento, y muchas veces no perseveráis en él porque vuestra razón no acude como debía en auxilio de vuestra fe. Es preciso ser razonables y creyentes, que la sabiduría suprema no nos ha dado distintas facultades y disposiciones para que se combatan, sino para que se sostengan, ni ha hecho tres cosas distintas del precepto religioso, de la utilidad y de la justicia.

Si me prestáis atención, os convenceréis de que las leyes son necesarias, son justas, son fuertes, y que es locura culpable ponerse en lucha desigual con quien tiene razón y tiene fuerza. Os convenceréis de que las leyes de los hombres están en armonía con la de Dios; y que si no por amor a Él, por amor de vosotras mismas, por cálculo, debéis respetar esas leyes o siquiera obedecerlas, porque lo que es justo, es útil, y la utilidad, fuera de la justicia, es engañosa, es mentida, es la que os ha llevado donde estáis con los cálculos siempre errados del que olvida sus deberes. Vosotras sentís los vuestros; es preciso razonarlos, porque solo así seréis fuertes contra la mala tentación. Si, por no haber podido resistirla están los hombres en presidio, si el delito es en ellos hijo de la debilidad, ¿qué será en vosotras, donde no tiene ni aún la apariencia engañosa de fuerza y energía? Muchas, las más tal vez, ¿no habéis sido arrastradas a el por las tristes circunstancias en que os colocó una debilidad? ¿Mirasteis cara a cara el mal que habéis hecho, y dijisteis en vuestro corazón, voy a lanzarme a él, o el mal no vino sino después de los halagos de un seductor que escuchasteis en hora menguada? El delito o el crimen a que os arrastró con su ejemplo o con su abandono el hombre que os sedujo, estaba bien lejos de vuestro pensamiento el día en que por debilidad cometisteis la primera falta. Si hubierais sabido cómo se encadenan, si hubierais sabido cómo envuelven en una especie de red, si hubiereis sabido que el escudo de la mujer es su honor, porque desde el momento que le pierde todas sus virtudes se hallan como sin amparo y sin defensa; si hubierais sabido que la debilidad en una mujer, si no es un crimen ni un delito, es como una brecha por donde pueden entrar los delitos y los crímenes todos; si hubierais sabido que el desprecio del mundo había de empujaros a ser despreciables, y que no teniendo amparo en el aprecio propio, y desesperando de vosotras mismas, no habíais de hallar otro refugio que en la embriaguez del mal y en la desesperación; si todo esto hubierais sabido, mujeres desdichadas, habríais rechazado con horror al hombre pérfido, detrás de cuyos halagos estaban el robo y el infanticidio!

Ahora sabéis ya todas estas cosas; la desgracia y la culpa os han enseñado sus tristes misterios. ¿Serán perdidas lecciones compradas a tan alto precio? Vosotras deberíais tener experiencia de los hombres y de las cosas, y en general no la tenéis. ¿Por qué? Porque la experiencia no es el recuerdo de las cosas que nos han pasado, sino el conocimiento que de ellas se adquiere reflexionando, comparándolas y juzgándolas. Procurad adquirir esa experiencia de que tanto necesitáis, y yo procuraré ayudaros. Fortificad vuestro corazón con la fe, y vuestro entendimiento con el raciocinio; escuchadme, y comprenderéis la moralidad de las leyes y las leyes del mundo moral; el enlace de los derechos y de los deberes, que haciéndoos justos, os parecerán más fáciles, porque nada facilita tanto una cosa como la voluntad de hacerla, y nadie influye más constantemente en la voluntad, que la idea de la justicia. La justicia, cuando se forma de ella una idea clara como la que yo intento daros, sobrenada como un cuerpo ligero en el Océano cuyas olas embravecidas le sumergen un momento. En el alma humana como en el mar, la tempestad no es la regla, sino la excepción: las pasiones pasan, la conciencia queda, y sí logro ilustrar la vuestra, no quedará en vano. Yo sé que muchas escucháis, que muchas comprendéis. Procurad aprender; cuanto más cerca estéis de la verdad, más lejos estáis de la desgracia y del crimen: la mujer, aun menos que el hombre, debe ser mala por cálculo.



Carta V

Grandeza de arrepentimiento

Hermanos míos: Al recordar mis cartas anteriores, siente mi corazón una secreta pena; hay en ellas algunas frases severas que, dirigiéndose a desgraciados, podrían parecer dureza si no fueran necesidad. La blandura, bien lo sabéis, suele tomarse entre vosotros por debilidad, que excita desdén, y yo sería objeto del vuestro, si con mis palabras os diera a entender la creencia de que todos estabais dispuestos a escucharlas y seguir mis consejos y a penetraros de mis razones. La propensión que tiene el hombre a despreciar al que enseña, es mayor todavía en el presidio que en el mundo, y yo sería objeto de burla para los perversos, si ellos no lo hubieran sido de mis severos juicios. La perversidad, su prestigio al menos, hasta cierto punto, se desarma en cuanto se adivina, y el malvado, dispuesto a burlarse del que le compadece, del que le exhorta, del que le hace bien, siente una cosa parecida al respeto por el que le conoce. Esta es la razón de las duras palabras con que he pintado las cosas horrendas; este el motivo de bajar con el pensamiento a los abismos de la iniquidad y decir: Sé lo que en ellos pasa.

Por mí ni para mí no he menester consideración ni respeto; por vosotros y para vosotros necesito que mis palabras tengan el prestigio que da a las suyas el que sabe lo que dice y a quien lo dice. Si alguna vez os parecieran duras; no se las aplique ninguno que no las merezca; más dispuesta estoy a haceros gracia que agravio, y mi corazón os defiende más veces que os acusa. Escuchad mi voz como la de un amigo, que es a veces severa porque no puede engañar; y creed, que si las lágrimas de la compasión borrasen las huellas de la culpa, vuestras almas aparecerían puras y sin mancha como han salido de la mente de Dios. Pero sólo el arrepentimiento purifica, sólo él regenera y ennoblece lo que la culpa ha degradado. ¡Ojalá que el vuestro os levante y os rehabilite! ¡Ojalá que lleguéis por él a una segunda inocencia! ¡Ojalá que la compasión que me inspiráis, pueda trocarse algún día en admiración y respeto!

¡Respeto y admiración! Extrañeza o risa os causarán tal vez estas palabras aplicadas a los que arrastran en la prisión sus cadenas y su ignominia. Sí; admiración y respeto, que no hay ningún hombre caído tan ahajo que no pueda levantarse, ninguno tan humillado que no pueda ennoblecerse, ninguno tan culpable a quien si de veras se arrepiente y se enmienda, no digan Dios y los hombres: –Yo te perdono.

La inocencia es pura, el arrepentimiento es sublime; la inocencia complace, el arrepentimiento admira; la inocencia es serena como la paz; el arrepentimiento grande como el triunfo; la inocencia da una luz suave; el arrepentimiento deslumbra con el fuego en que se ha purificado; la inocencia pasa como una paloma que no aventuró su vuelo lejos de la tierra; el arrepentimiento estuvo en lo más alto y en lo más bajo, sabe lo que pasa en las nubes y en los abismos; la inocencia vive en la ignorancia dichosa de las tempestades de la culpa; el arrepentimiento sabe todos los secretos del bien y del mal; la inocencia lleva una frente pura que se ve con satisfacción; el arrepentimiento tiene la suya llena de cicatrices que conmueven, porque se adivina en ellas, primero una mancha y después una herida; pasamos a veces al lado de la inocencia sin notarla; el arrepentimiento dice siempre a nuestra atención: ¡detente! porque aquella criatura que vivió en la oscuridad del error, que se dejó arrebatar por el torbellino de sus pasiones, que se embriagó con el vicio o con el crimen como con una de esas bebidas dulces que hacen perder el juicio, que se degradó encenagándose en el desprecio de los demás y en el suyo propio, que vivió en el abismo de la desesperación, y que después de todo esto, abre sus ojos a la luz, su corazón a la esperanza, y se levanta y vuelve a caer, y se estremece, y se avergüenza, y se purifica, y lucha, y tiene horas de desaliento y de fe, y triunfa; este hombre, quien quiera que haya sido, es grande, y al darle nuestro aprecio le daríamos poco, porque es digno de nuestra admiración. El hombre arrepentido nos interesa y nos admira porque pensamos los dolores que debió sufrir donde estuvo, la fuerza que habrá necesitado para llegar a donde está: el hombre que se levanta no es menos grande que el que no ha caído. Así, cuando os digo que aún podéis inspirar admiración y respeto, es como si dijera que aún podéis arrepentiros.

Muchos de entre vosotros, al creeros incapaces de arrepentimiento y enmienda, padecéis un error, os calumniáis, y espero que alguno ha de decir un día: –Yo soy mejor que pensaba.



Carta XXIV

Delitos contra la honestidad.– Artículos 358, 359, 360, 361 y 362.

Hermanos míos: Al abrir el Código por el título que dice Delitos contra la honestidad, sucede algo parecido a lo que os decía en otra carta; las tristes ideas que despierta en el ánimo no están en armonía con la severidad de las penas, que exceptuando uno o dos casos, no son graves. ¿Por qué así? Porque el pensamiento va de los artículos de la ley al delito que castiga, y le mira como origen de tantos otros y como la causa de infinitas maldades y desventuras. La deshonestidad es un delito, que aun prescindiendo del castigo que Dios le impondrá, y aun suponiendo que burle el de la ley, no queda nunca impune. El deshonesto arruina su fortuna para comprar los favores de una mujer despreciable, dispuesta a dejarle por otro que la pague más. Arruina sus fuerzas con los excesos, y su salud, contrayendo enfermedades repugnantes y dolorosas, que si no le matan, anticipan su vejez y le hacen más bien un objeto de desprecio que de lástima. El deshonesto, excitado por el demonio de la lascivia, no tiene tranquilidad ni sosiego; vive en una excitación febril; sus sentidos, como un aguijón emponzoñado, le arrastran de un exceso a otro, y antes agota las fuerzas que satisfaga el apetito. Los desórdenes deshonestos producen debilidad de cuerpo y alma, y el hombre gastado en los vicios de la crápula, no tiene fuerza para nada, ni en su brazo ni en su cabeza. Hijo, aflige a sus padres y acaso los deshonra; esposo, hace la desgracia de su mujer, y tal vez la precipita en el mismo camino que él sigue; padre, da vida a seres débiles o enfermos que le maldecirán un día, que no le ampararán en su vejez ni le consolarán en sus trabajos, porque les deja por herencia pobreza, debilidad, mal ejemplo.

Como el hombre deshonesto no vive más que por los sentidos, que se gastan pronto, si no sucumbe a los excesos, estos le acarrean una vejez despreciable y desdichada, porque no sabe qué hacer de una existencia que ha perdido el único atractivo que para él tenía. Pero es raro que el hombre deshonesto cuente muchos años, y vosotros recordareis que entre vuestros compañeros y vuestros amigos, tanto en presidio como fuera de él, pocos de los que se entregan desenfrenadamente a este vicio llegan a viejos, y de él son víctimas muchos, tal vez la mayor parte de los que salen de la prisión para el cementerio.

Ningún vicio va sólo, y la deshonestidad tiene un largo acompañamiento, porque al debilitar el cuerpo y el amor al trabajo; al conducir a la casa de las malas mujeres donde siempre hay hombres malos, conduce al juego, a la embriaguez, a las reyertas, y a concertarse para buscar recursos en el robo, y a los golpes, y a las heridas, y al presidio o al cadalso. ¡Cuántos hombres se han perdido por el trato con mujeres malas! ¡Cuántos deben a sus consejos y a sus instigaciones el cautiverio en que gimen y la cadena que arrastran!

Y si la deshonestidad hace tanto daño a los hombres, ¡cuánto mayor no es el que causa a las mujeres, donde es también más repugnante! La mayor parte de sus crímenes, la mayor parte de sus desgracias irreparables vienen de la deshonestidad, puerta fatal por donde entran tantas desdichas.

Solo la ignorancia y la ceguedad más lamentable pueden conducir a una mujer al olvido del pudor. Si la joven que se abandona viera el cuadro de lo que infaliblemente ha de sucederle, no era posible que aceptase la vida de la mujer deshonesta, peor mil veces que la muerte. Cualquier favor se agradece; pero los que hace una mujer con mengua de su pudor, en vez de inspirar gratitud son motivo de desprecio. El seductor se burla de la mujer seducida, la abandona, la desdeña, la escarnece; el olvido de los servicios que le ha prestado, de los sacrificios que por él ha hecho, no es cosa vituperable. Aunque hambriento le haya dado de comer, desnudo le haya vestido, enfermo le haya cuidado, perseguido le proporcionase asilo, a nada está obligado para con ella, porque es su querida. Los beneficios que le obligarían con un enemigo, no le imponen deber alguno con la que le ama; el día que quiere la abandona, nadie le pregunta por qué, y si alguno se lo preguntare, responde: porque me he cansado de ella; el mundo tiene la respuesta por buena, y dice al hombre: es natural, y a la mujer: te está bien empleado. Parece que hay dos leyes de moral; una equitativa y justa, que tienen los hombres entre sí; otra inicua para las mujeres que los aman y son débiles con ellos. Pueden ser injustos, infames y crueles sin ser acusados de infamia ni de crueldad; pueden ser criminales sin que nadie les pida cuenta de su crimen. Que un hombre engañe a una mujer, ¿qué tiene eso de malo? ¿Para qué le creyó? Que la deshonre, ¿qué hay que decirle? Ella es la que debe mirar por su honor. Que la abandone, ¿qué hay que extrañar? Ya se sabe que los hombres son inconstantes. Que la desespere y ella se arroje por la ventana al mar o a la prostitución ¿Y qué? ¿Es suya la culpa si se enamoran de él mujeres necias que siguen amando cuando ya no son amadas? Si robara a una familia un duro, sería un hombre despreciable; pero si le roba su honra, si le roba a una joven la felicidad de toda la vida, si la sepulta en el dolor o en el oprobio, es un hombre honrado, porque las cuestiones de mujeres son cuestiones aparte que se rigen por otras leyes y otros principios que los de la eterna justicia.

La mujer que es débil con un hombre, será por él desgraciada, y su dolor, en vez de excitar compasión; moverá a risa. Si alza la voz para demandar justicia, todos se volverán contra ella, todos, hasta los hijos del amor a que sacrificó su virtud. Esta es la ley, mujeres desdichadas; ley dura y terrible, pero a que no podéis sustraeros; ley que os dice: –Sé honesta si no quieres ser infeliz.– Con razón se llama a una prostituta una mujer perdida. Perdida está en efecto la triste, y cuando abandonada por su seductor o huyendo de su insufrible tiranía, olvidó todo miramiento y se abandonó por completo, aquel día se perdió verdaderamente para la felicidad lo mismo que para la virtud. Las mujeres deshonestas son desgraciadas, profundamente desgraciadas, porque es condición de la mujer necesitar cariño para ser feliz, y la que es liviana sólo inspira repulsión y desprecio.

Nunca se conmueve mi corazón tan tristemente como al entrar en un hospital de mujeres donde se curan las enfermedades consecuencia de la prostitución. Allí las enfermas no suelen quejarse, saben que a nadie inspiran lástima y procuran sofocar el dolor físico lo mismo que el dolor moral, con chanzas obscenas y con blasfemias y con carcajadas que dan lástima como las de un loco. Quieren embriagarse en el vicio, no les queda otro recurso; quieren escupir sobre las cosas santas parte del desprecio que inspiran; quieren negar lo que para ellas está vedado; quieren reírse del mundo para vengarse del dolor que les causa. ¡Pobres mujeres! Son y se sienten desdichadas, y lo confiesan cuando llega a su lado alguna de esas almas que tienen bastantes lágrimas de compasión para sofocar el fuego siniestro que brilla en la pupila de la prostituta. ¿Quién puede mirar sin una profunda lástima aquel ser tan infeliz y tan degradado, que lleva su extravío hasta hacer gala de lo que debía causarle vergüenza? ¿Quién no se aflige al ver aquella mujer que fue inocente y fue pura, que pudo ser respetada, y hoy, para ganar pan, arroja su cuerpo al muladar del vicio que le envenena; vende por algunos reales a un hombre repugnante el derecho de trasmitirle una enfermedad asquerosa; y pasa continuamente de los brazos de la lujuria a la cama del hospital, donde a nadie inspira compasión, donde a todos inspira desprecio y asco, donde se la cura para que vuelva a servir como a un animal que enferma, y curado, puede ser útil. Digo mal, esta comparación no da todavía idea de lo que inspira en el hospital la mujer deshonesta, cuando sus mismas compañeras se burlan de sus dolores, y cuando el practicante, al cortar o quemar sus carnes, le dirige, por vía de consuelo, alguna obscena chanza. Si no muere joven, ¡qué cosa más digna de compasión que su vejez anticipada y su fin que nadie llora!

La mujer criminal es sin duda más odiosa, pero no hay nada tan despreciable como la mujer deshonesta: no hay hombre, por vil que sea, que no se juzgue superior a ella y la desdeñe. Como la primera necesidad de su naturaleza es inspirar amor y sentirlo: como por más que haga la mujer no puede ser feliz sino queriendo y siendo querida, la mujer deshonesta es profundamente desgraciada, cuando dice otra cosa miente, y mentira son su alegría cuando parece alegre; su contentamiento, cuando canta, y su satisfacción cuando se ríe. Si pudiera verse el corazón de las mujeres impúdicas que por algún tiempo parecen dichosas, se vería su desgracia como una llaga incurable cubierta con un paño lujoso; y digo por algún tiempo, porque si su felicidad fuera posible, nunca duraría más que su hermosura, que dura bien poco.

Yo quisiera, hermanas mías, que os convencierais de esta verdad, para mí evidente; que la mujer, cualquiera que sean su clase y circunstancias, no puede ser feliz si deja de ser honesta, y que aun prescindiendo del castigo que pueden imponerle la ley de Dios y las leyes de los hombres, debe conservar su honestidad por cálculo, por egoísmo, como una cosa necesaria al bienestar de toda su vida. ¡Oh, mujeres! Conservad el pudor como vuestro más precioso tesoro, agarraos a vuestra honestidad como a la única tabla que puede salvaros en todas las tempestades de la vida. Con ella, por más azarosa que sea vuestra existencia, podréis llegar a puerto seguro; sin ella naufragáis sin remedio. Y vosotras, infelices, que habéis caído, apresuraos a levantaros, apresuraos a salir de ese abismo inmundo; siempre es tiempo de volver al buen camino, nunca es imposible la virtud, ni hay mancha tan negra que no pueda lavarse con las lágrimas del arrepentimiento. Tal vez os asusta vuestra debilidad comparada con los obstáculos que tenéis que vencer, y decís atribuladas: ¿Cómo hemos de hacer? Levantaros por el corazón, ya que por el corazón habéis caído; curaos amando las heridas que amando recibisteis; salvaros por el amor de Dios, del amor de los hombres que os ha perdido. Mirad a la Magdalena: el amor mundano la hizo pecadora, amó a Jesucristo, y fue la santa que hoy adoramos en los altares.

Os he dicho que la deshonestidad es una puerta por donde pueden entrar todas las maldades en el corazón de la mujer, y muchas de entre vosotras, refiriendo su historia, confirmarían esta triste verdad. ¿Cuántas estáis en la prisión por haber escuchado las engañosas palabras de un hombre que obtuvo vuestros favores sin ser vuestro esposo? Muchas, acaso el mayor número. Aquella falta os condujo a otras, a delitos tal vez, que la mujer que se ve despreciada, en peligro está de ser despreciable, y va por el mundo como barco sin timón que el viento arroja sobre todos los escollos. ¡Pobres mujeres! Si fuisteis víctimas una vez, no lo seáis dos. Sed cuerdas y honestas al salir de la prisión, para no volver a ella, para que el mundo no vuelva a arrojaros la piedra de su desprecio, para que el Salvador pueda deciros como a la mujer adultera:

Vete y no peques más.

Veamos ahora las penas que impone el Código a los delitos contra la honestidad:

Art. 358. El adulterio será castigado con la pena de prisión menor.

Cometen adulterio la mujer casada que yace con varón que no sea su marido, y el que yace con ella, sabiendo que es casada, aunque después se declare nulo el matrimonio.

Art. 359. No se impondrá pena por delito de adulterio, sino en virtud de querella del marido agraviado.

Este no podrá deducirla sino contra ambos culpables, si uno y otro vivieren, y nunca si hubiere consentido el adulterio o perdonado a cualquiera de ellos.

Art. 360. El marido podrá en cualquier tiempo remitir la pena impuesta a su consorte, volviendo a reunirse con ella.

En este caso se tendrá también por remitida la pena al adúltero.

Art. 361. La ejecutoria en causa de divorcio por adulterio surtirá sus efectos plenamente en lo penal cuando fuere absolutoria.

Si fuere condenatoria, será necesario nuevo juicio, para la imposición de las penas.

Art. 362. El marido que tuviere manceba dentro de la casa conyugal o fuera de ella con escándalo, será castigado con la pena de prisión correccional.

La manceba será castigada con la pena de destierro.

Lo dispuesto en los artículos 359 y 360 es aplicable al caso presente.

Como veis, es grande la diferencia que para el castigo establece la ley, entre el marido que falta a su mujer, y la mujer que falta a su marido. Esta diferencia depende en parte de la naturaleza de las cosas y en parte de la opinión.

De la naturaleza de las cosas, porque por más que se pretenda igualar los dos sexos, el pudor es una cosa más natural en la mujer, porque es una cosa más necesaria; porque si la mujer, en lugar de recatarse, solicitase como el hombre, sería tal el desenfreno y la corrupción de costumbres, que la especie se degradaría, acaso llegaría a extinguirse; porque la mujer puede dar al hombre como hijos suyos el fruto del adulterio, cosa que el hombre no puede hacer. Porque la mujer es la que moraliza o desmoraliza el hogar doméstico; si ella es viciosa, difícil es que sus hijos no lo sean: el mal ejemplo del padre nunca es tan pernicioso. El padre puede comunicar el bien y el mal que hace; la madre lo inocula, y es vana declamación querer igualar cosas que la naturaleza ha hecho diferentes.

Como os he dicho, parte de la diferencia que establece la ley está en la naturaleza de las cosas, y parte en la opinión. El hombre puede afligir a su esposa cuando la falta, pero no puede deshonrarla; la mujer, faltando al marido, le deshonra, es la depositaria del honor de los dos, y por consiguiente del de la familia; de modo que el marido ofendido y engañado, en vez de ser objeto de compasión, lo es de desprecio. Por más que esto sea absurdo, es, y la ley no puede sobreponerse enteramente a la opinión, que es la más imperiosa de todas las leyes humanas. Lo más que la ley ha podido hacer, y lo ha hecho, es suavizar la dureza de las penas contra el adulterio, que en muchas legislaciones antiguas era castigado de muerte.

Al adúltero le parece tal vez que lo que él toma como un pasatiempo, al hacer propia la mujer ajena, no es cosa que merece castigarse con cuatro o seis años de prisión; pero que se ponga en el lugar del esposo ofendido, que mire a su mujer en brazos de otro, y le parecerá que es bien suave la pena que la ley impone al que le roba a un tiempo el amor de su compañera, la confianza que tenía en la madre de sus hijos, la seguridad de que son suyos los que estrecha contra su corazón y alimenta, con el sudor de su frente, la paz de su casa y el honor de su nombre, que corre escarnecido de boca en boca.

Los que estáis en la prisión por adúlteros y os parece excesivo el castigo que sufrís, escuchad a vuestros compañeros casados cuando llegan a saber que su esposa les es infiel; oídlos rugir como leones, y prorrumpir en imprecaciones horrendas, y golpear los muros, y agitar sus cadenas, y jurar por el infierno que la primera cosa que harán al recobrar su libertad, es matar al que los ha ofendido, y cuando los veáis así, decidles que es muy dura la pena impuesta por el Código a la ofensa que quieren vengar. Ignoro lo que os responderán; pero de seguro será alguna cosa que os haga guardar silencio, como quien no tiene razón. Y notad que la esposa infiel del presidiario tiene, al cometer su delito, causas atenuantes que vosotras no podéis alegar. Su marido le dio el ejemplo del mal; la ha dejado en el abandono, y lo que es peor, ha arrojado sobre ella el borrón de pertenecer a un hombre que está en presidio y en la miseria y en la ignominia: corre mucho peligro la virtud de una mujer. Tenedlo presente, esposos ofendidos, y el día que salgáis, pensad, que si vuestras esposas cayeron en el precipicio, las pusisteis a la orilla, y no adoptéis la regla de moral tan cómoda como perversa, de que el hombre, aunque falte a todo, tiene derecho a que no se le falte en nada.

En cuanto a las mujeres, ¿a qué hablarles de las penas que les impone el Código por delitos de deshonestidad, cuando el mundo y su propio corazón se las imponen mucho más severas? Para que la mujer deshonesta sea desdichada, no ha menester que la ley la castigue, el desprecio de sus amigos, de sus parientes, de su esposo, de sus hijos, de su mismo seductor, del mundo entero, se encargan de no dejar impune un delito que, perseguido o no por la justicia, envenena la existencia de la mujer que le comete.

¡Oh, mujeres! No faltéis a vuestros maridos aunque os falten; sedles fieles, si no por ellos, por vosotras. No es como el Salvador el mundo, que con sus manos impuras arrojará sobre vosotros la piedra de su desprecio inexorable. No es como el Salvador el mundo, que no admite a vuestro delito ninguna circunstancia atenuante. No es como el Salvador el mundo, que por débiles os oprime exigiendo de vosotros prodigios de fortaleza. Sed fieles siempre para no ser escarnecidas nunca, para honrar a vuestros padres, para ser honradas de vuestros hijos, para que su cariño os consuele, para que os respete el mundo y el mismo esposo extraviado, a quien vuestra virtud puede atraer, a quien vuestro corazón puede perdonar; que el corazón de la mujer buena no es rencoroso, y se olvida fácilmente de todo, menos de la necesidad que tiene de amar y de ser amada. ¡Oh, mujeres! Sed honestas; si no, creedme, estáis perdidas.



Carta XXII

Imprudencia temeraria

Hermanos míos: El mal se hace tan fácilmente, que es necesario tener cuidado para no hacerle, y esta necesidad constituye en todos un deber y un derecho. Un deber, porque estamos obligados a considerar si de nuestras acciones puede resultar perjuicio a otro; un derecho, porque los demás tienen obligación de no hacer nada que nos perjudique. Hay culpa de nuestra parte, no sólo cuando hacemos mal con intención, sino cuando resulta de nuestra falta de prudencia; porque hemos recibido la razón para emplearla y no para obrar como dementes que carecen de ella. Si hubiera una historia exacta de todas las desgracias que resultan de no meditar las acciones ni prever sus consecuencias, os asombrarais al ver que sin voluntad de hacerle se pueda hacer tanto daño a otro, y comprenderéis que la prudencia es un deber.

Todos tenemos derecho a no ser sacrificados al aturdimiento de un insensato. El que obra cediendo a un impulso cualquiera, sin tener para nada en cuenta el daño que de su acción puede resultar para sí o para los otros; el que no reflexiona el resultado probable o posible de lo que va a hacer; el que renunciando a su razón se constituye en una especie de demencia voluntaria, es un loco responsable y culpado. –Sé prudente,– es precepto que las madres debían inculcar cuidadosamente en el corazón de sus hijos, y ¡cuántas penas evitarían y cuántos males a la sociedad si no le olvidaran!

¡Qué desastres en el mar, en los depósitos de pólvora, en los caminos, en las fábricas, en la caza, producidos por las armas de fuego y por los incendios, y por los que corren a caballo o en carruaje, y por los que de mil maneras exponen su vida y la ajena por insensatez culpable! ¿Cuántas veces al escuchar la relación de una gran desgracia y preguntar su causa no se nos responde: –Una imprudencia:Un descuido:Una temeridad?

Así, pues, la ley hecha para seres racionales con razón impone la prudencia como un deber, y con justicia castiga la imprudencia temeraria.

Pero no sólo en los males causados involuntariamente, sino en los crímenes y hasta en los crímenes premeditados, tiene una gran parte la imprudencia temeraria. ¡Cuántas veces al oír las circunstancias con que se ha cometido un crimen nos asombramos de la insensatez del criminal, de su falta de precaución, de su ceguedad, y exclamamos: –¡Ese hombre estaba loco! ¿Cómo ha podido imaginar que no había de ser descubierto?

En efecto; apenas hay crimen en que no entre por más o menos la temeridad imprudente que, unida a los malos instintos, conduce a él, y esto sucede hasta en los premeditados. La premeditación arguye maldad, no prudencia, y esto es tan cierto, que se ven criminales preparando su crimen durante meses y aun años, en los cuales no han echado de ver la insensatez que había en su maldad, y cuántas precauciones sencillas y necesarias olvidaban, y qué de pruebas iban acumulando contra ellos. Centenares de ejemplos podría citaros; escuchad uno notable porque se trata de un criminal ilustrado.

El conde de Bocarmé, por heredar a un cuñado suyo trata de envenenarle. Desgraciadamente, no digo a un hombre de su posición, sino en otra menos elevada, no es difícil adquirir sustancia venenosa haciendo un pequeño sacrificio; pero él, en vez de comprar veneno, pensó en fabricarle. Buscó libros para aprender lo necesario, instrumentos y aparatos para practicar lo que leía, se puso en correspondencia con varias personas, a quienes hizo encargos, pidió noticias y datos, y consultó dudas. Después, cuando logró extraer el activo veneno que necesitaba, quiso asegurarse de su eficacia, y le ensayó en perros y otros animales que aparecían muertos en su casa o en su jardín, y todo esto por espacio de años. Cuando se le formó causa, fue grande el número de personas que declararon estas cosas, y no parece sino que se había propuesto comunicar su maldad a una porción de testigos irrecusables que depusieran contra él.

Seguro ya de la eficacia del tósigo, convidó a comer a su cuñado, y no echó el veneno en la comida, sino que derribándole y abusando de su debilidad, porque estaba casi impedido, le introdujo en la boca algunas gotas del líquido, que le mató en pocos minutos. El crimen fue descubierto y probado con facilidad, porque, como os he dicho, el criminal parece que se había propuesto acumular pruebas que le condenasen; se le cortó la cabeza en la plaza de Bruselas, de donde era natural.

Entre muchos ejemplos que pudiera citaros, ved aquí uno de premeditación y de imprudencia. Una persona ilustrada, que por espacio de años piensa finamente en cometer un crimen, y elige para llevarle a cabo medios que debían perderle necesariamente. ¿Qué concluir de aquí? Que la imprudencia temeraria, hija del aturdimiento, la que no va unida a intención dañada, puede evitarse y se evita con la reflexión; pero la imprudencia temeraria del crimen no puede evitarse sino renunciando a él. No bastan días y meses y años de reflexionar; el criminal más inteligente obra como un necio; el más experimentado, como si careciese de experiencia; el más astuto descuida precauciones que tendría un niño. El que no vea la providencia de Dios en la imprudencia temeraria de los criminales tiene que explicarla de algún modo, puesto que negarla es imposible. Tiene que ver como condición del crimen cegar a los que se preparan a cometerle, y que el resolverse a ser criminal es tanto como estar determinado a ser insensato, a exponer su vida sin precauciones, a faltar a todas las reglas de la prudencia, a no ver claro ni lo que le perjudica ni lo que le conviene; es preciso resolverse, en fin, a marchar por un camino lleno de precipicios, y por donde nadie va sino con los ojos cerrados. Extraña resolución que, por más malo que sea, no puede tomar un hombre que comprende su interés.

Así, pues, no creáis que es una casualidad que tal o cual crimen se descubra, ni el que en una ocasión fue descubierto se prometa mejor fortuna para otra vez calculando mejor. Es una ley eterna que el crimen ciega, calcula mal, y se comprende, porque es una ley necesaria. ¿Qué sería de la sociedad si los que se proponen dañarla tomasen también sus medidas para que no pudiesen ser descubiertos? Bastaría una docena de malhechores para sacrificar una gran población, robando, hiriendo o matando a sus habitantes, sin que la justicia pudiese castigar a los criminales, y las ciudades y las aldeas y las naciones temblarían aterradas bajo el azote del crimen inteligente y precavido que tomaba bien sus medidas para no ser descubierto. Dad al criminal prudencia, circunspección, tino, conocimiento exacto de las cosas, y las personas y el crimen no puede descubrirse, y la ley es impotente y la sociedad imposible. Puede sentarse como evidente esta verdad: La sociedad existe, luego los criminales son torpes e insensatos.

Yo no puedo haceros la historia de los crímenes, de su descubrimiento y de su castigo; pero desgraciadamente en la prisión no falta quien refiera de estas historias, y muchos cuentan la suya como alarde de maldad o como distracción del tedio. Ya que por desgracia oís estas relaciones, notad bien en todas ellas el cómo ha sido descubierto el crimen, y veréis siempre torpeza, imprudencia, ceguedad en el criminal. Yo os ruego que observéis bien esta circunstancia, que penséis en ella, y ya que por mal vuestro podéis recibir semejantes lecciones, aprovechadlas al menos. No soy yo quien os la da, son las cosas, los hechos constantes, la realidad evidente. No soy yo quien para convenceros os refiere las historias que cumplen a mi propósito; ya que escucháis la suya a vuestros compañeros, aprended lo que os enseñan todas, y sacareis, como consecuencia forzosa, que el crimen se descubre por falta de precaución en el criminal, y cuando veáis como un hecho constante su imprudencia, la mirareis como inevitable, necesaria, fatal.

Lo es, hermanos míos, por una ley santa de Dios que quiere decir: –Los ojos que se abren para el mal verán poco.– ¡Qué no daría yo por grabar en vuestro corazón esta verdad! ¡Qué no daría yo por convenceros que la imprudencia temeraria del aturdimiento de que habla la ley puede evitarse, pero que es inevitable la imprudencia temeraria del crimen! ¡Qué no daría yo por persuadiros de que lo mismo que los licores, embriaga el crimen, y el que va a cometerle y cree poder tomar precauciones, es como si dijese: –beberé hasta embriagarme, y entonces seré prudente!– ¡Qué no daría yo porque pudierais leer en el libro de la experiencia, que dice en todas sus páginas: –Criminal, te precaves en vano; Dios ha separado el crímen de la prudencia! ¡Elige! ¡Es preciso ser bueno o ser insensato!

En nombre de vuestro interés, en nombre de los años que aún podéis vivir libres y dichosos, oíd la voz de la razón y de la experiencia. No creáis que es posible hacer mal y discurrir bien, ni ser precavido siendo delincuente, ni sostenerse donde todos caen, ni ser excepción de una regla que no las tiene, ni oponerse a una ley eterna, llevando al crimen, que es sugestión del demonio, la sabiduría, que es atributo de Dios.



Carta XXXV

A los inocentes

Hermanos míos: Cuando escribía estremecida, copiando los artículos del Código, argolla, cadena perpetua, muerte, temblaba menos mi mano, padecía menos mi corazón, que al trazar las palabras que encabezan esta carta, y decir, dirigiéndome a una prisión: A los inocentes. Permita Dios escriba en vano; que nadie se halle sujeto a tan horrible prueba, y que las lágrimas que derramo al pensar que alguno puede sufrirla, caigan sobre mis pecados y no sobre vuestros dolores.

Pero si hay uno sólo que padezca sin culpa, si puede haberle mañana, si puede haberle algún día, que reciba el amor, la compasión, las lágrimas de los justos de la tierra, y que espere la recompensa del Cielo.

¿Pero basta ser castigado injustamente en este mundo para merecer premio en el otro? No, hermanos míos. La desgracia no es un mérito, sino una prueba; el mérito consiste en el modo de sufrirla.

Es necesario que os fijéis bien en que el destino del hombre no está, no puede estar en este mundo. Todos sabemos esta verdad; pero se la decimos a nuestra alma, como esas oraciones que se aprenden de memoria, y a veces se recitan maquinalmente con los  labios sin que se eleven a Dios con el corazón. ¿Cuál es la mayor prueba de que hay otro mundo? Las injusticias de este; porque siendo Dios el infinito poder, tiene que ser la justicia absoluta, y el mundo en que hay un inocente que sufre, uno sólo, no puede ser sino una prueba, un camino para otro mundo mejor.

Fijémonos primero en el poder de Dios. Yo quisiera que en este momento fuerais todos sabios, no porque la sabiduría sea necesaria para la felicidad ni para la virtud, sino porque es la que comprende mejor la omnipotencia Divina. El hombre, con toda su ciencia, con todo su orgullo, no sólo no puede crear ni una hoja de un árbol, ni un gusano, ni un grano de arena, sino que después de consumir su vida en la meditación y en el estudio, no puede comprender cómo viven los gusanos que se arrastran por la tierra ni cómo existen las arenas del mar. La criatura no comprende la causa de nada, y los sabios, después de una vida empleada en el estudio y en la meditación, concluyen por confesar su ignorancia y la pequeñez del hombre y la grandeza de Dios.

Las obras de que más se envanece el ingenio humano, sirven más bien para confundirle, porque ponen de manifiesto sus estrechos límites, y el incomprensible infinito de la inteligencia suprema. Mirad, por ejemplo, el telégrafo. Muchos habéis visto esos hilos de alambre que, fijos en un palo de trecho en trecho, sirven para comunicarse los hombres sus pensamientos instantáneamente aunque estén a miles de leguas. ¡Qué prodigio! Yo estoy hablando con los que viven en América o en los confines del Asia, y en el mismo instante en que escribe la palabra, la leen, y les llega al través de las montañas y de los ríos y de los mares. La ciencia, de inducción en inducción, de experimento en experimento, y a veces de casualidad en casualidad, ha ido combinando efectos y aprovechándolos hasta dar al telégrafo la perfección que hoy tiene. Pero, ¿y las causas? No las dice la ciencia; sabe el cómo se verifican algunas cosas, pero no sabe el por qué de nada. No se explica, no se comprende, no se concibe que pueda haber un agente, una cosa que no necesite tiempo para andar centenares de leguas atravesando abismos y rocas y mares, y el hombre, que en presencia de un hecho tan extraordinario, nada alcanza de la causa, motivo tiene para inclinar la frente humillado, más bien que para levantarla orgulloso. Así, aun en aquellas cosas donde el genio del hombre parece rayar más alto, miradas superficialmente, si se profundizan revelan su miseria, porque bien puede decir que lo ignora todo el que no sabe la primera causa de nada. La ciencia humana comparada con Dios puede considerarse como un pequeño agujero en la oscuridad abierto sobre el infinito. Vano fantasma, brillante mentira la sabiduría del hombre; su inteligencia marcha por entre misterios, como su corazón camina sobre dolores.

¿No os parece grande este mundo con sus montañas que tocan al cielo, con sus abismos donde hierven los volcanes, con su multitud infinita de seres vivientes que pueblan la tierra, y el aire y el mar inmenso? ¿No os parece terriblemente grande la voz del trueno, el resoplido del huracán y la tempestad y el rayo? Pues este mundo que habitamos, donde hay tantas cosas inmensas, donde no existe una sola que podamos explicar satisfactoriamente, este mundo es en la creación como un grano de arena en una inmensa playa. Más allá del sol y de las estrellas, hay otras estrellas y otros soles que nuestros ojos no pueden distinguir, hay otros mundos infinitos en número, y a distancias infinitas, cuyo estudio deslumbra la inteligencia y deja el entendimiento anonadado. Creedlo, hermanos míos; es imposible contemplar la creación sin decir: Dios es grande. Dios es omnipotente.

Ahora vamos a fijarnos en la consecuencia más importante del poder infinito de Dios, que es la siguiente ley: El que es omnipotente, no puede ser injusto. Reflexionemos un momento y nos convenceremos de esta verdad.

¿Por qué son los hombres injustos, por qué hacen mal? Por debilidad, por impotencia. La mujer infanticida, ¿mataría a su hijo si estuviera en su mano ocultarle, casarse con su padre o cambiar la opinión de modo que pudiera ser débil sin quedar deshonrada?

¿El ladrón robaría, si con desearlo viera llenar su bolsillo del oro que busca en el ajeno?

¿El falsario cometería falsedad, si pudiera disponer de la voluntad del hombre cuya firma falsifica?

¿El testigo falso daría falso testimonio, si pudiera con su solo deseo alcanzar lo que se propone por medio de su maldad?

El que mata por precio, ¿mataría si con sólo quererlo tuviera un tesoro inagotable?

El que mata por celos, ¿mataría si pudiese hacerse amar de la que prefiere al rival aborrecido?

Si fuéramos recorriendo así todos los extravíos, todas las maldades, todas las injusticias humanas, veríamos que son siempre resultado de impotencia y debilidad, porque a menos de estar loco, el mal se hace con un objeto, y no se haría si hubiese podido evitarse. Esto es tan cierto, que cuando no se perjudica ningún interés, ni se causa ningún dolor, ni hay que vencer ningún obstáculo, todo el mundo se pone de parte de la justicia. Los que hayáis estado alguna vez en el teatro podréis recordar, que en las comedias el público se pone siempre de parte del que tiene razón, ¿Por qué? Porque no le cuesta nada.

Siendo, pues, la injusticia, resultado de la impotencia, el Omnipotente es necesariamente justo, y es absolutamente imposible que no lo sea. La iniquidad triunfante y la inocencia humillada, es un desorden aparente y momentáneo que conduce a la armonía eterna. ¿Por qué así? El hombre ignora el por qué de todas las cosas, todos son misterios para su inteligencia como para su corazón. Lo único que oye distintamente es la voz de su conciencia que le acusa cuando hace mal, lo único que ve claro es la imposibilidad de que no sea justo el que le dio el sentimiento de la justicia y puede realizarla con sola su voluntad. ¿Por qué el inocente está en una prisión? ¿A qué preguntar el por qué de todas las cosas cuando no podemos responder bien el por qué de nada? Los inocentes que padecen en la prisión, ¿son los únicos inocentes que padecen?

El niño que nace enfermo, vive enfermo y muere sin haber sentido más que dolores, ¿no es inocente y sufre?

El joven virtuoso que es arrancado de los brazos de su madre para llevarle a la guerra y padece trabajos, y fatigas y miserias, y pierde un brazo o se queda ciego, o una bala le atraviesa y le mata, ¿no es inocente y sufre?

La mujer honrada que se casa con un hombre perverso que la burla, la maltrata, la escarnece, la hace mártir, ¿no es inocente y sufre?

El hombre económico y laborioso que deposita el fruto de sus ahorros en manos de un comerciante tenido por honrado, y al poco tiempo viene una quiebra fraudulenta a privarle del fruto de su trabajo, ¿no es inocente y sufre?

El vecino pacífico que ve asaltada su casa por malhechores que le despojan, y le asesinan tal vez, ¿no es inocente y sufre?

La persona que no ha hecho mal a nadie y se ve años y años clavada en una cama sufriendo dolores acerbos, ¿no es inocente y sufre?

El que ha nacido de padres viles y deshonrados, y por más que obre bien no logra borrar enteramente la infamia de su nacimiento, ¿no es inocente y sufre?

El que siente un amor puro, infinito, y se ve engañado y pospuesto a un ser despreciable, y siente la tortura de los celos y los accesos de la desesperación, ¿no es inocente y sufre?

El que tiene la pasión del bien y no piensa más que en hacerle, y encuentra por todas partes obstáculos a su ejecución y halla sordos para sus consejos, ingratos para sus beneficios, calumniadores para sus buenas obras, y agobiado por el número de perversos sucumbe en la indiferencia, en el olvido, en el abandono, sin haber podido realizar sobre la tierra ninguna de sus celestiales inspiraciones, ¿no es inocente y sufre?

La madre virtuosa que tiene un hijo malvado, que a pesar de sus amonestaciones, de su ejemplo y de sus lágrimas, holla el deber, desconoce el derecho y le ve lanzarse al vicio, al delito, al crimen, y morir en un cadalso, ¿no es inocente y sufre?

Tantas personas buenas y virtuosas como son desgraciadas de tantos modos, ¿no son inocentes y sufren?

¿Qué concluir de aquí? Que este mundo no es el destino final del hombre, que no puede ser sino un camino para otro mejor. Si este mundo no fuera una prueba sería una iniquidad, y como la omnipotencia y la injusticia son imposibles, Dios, que es omnipotente, es justo; el hombre no ha venido a la tierra a ver el triunfo de la iniquidad, sino a merecer una recompensa que recibirá algún día.

Pero sucede, que la misma persona resignada con la voluntad de Dios que le envía como prueba la pérdida de la salud, de la hacienda o de la vida de los que ama, no tiene resignación ni paciencia para sufrir esta misma prueba en forma de injusticia. Somos bien insensatos, hermanos míos, en dar al hombre ni para el bien ni para el mal más importancia de la que tiene. Dios consiente que su maldad nos aflija para probarnos; mirémoslos como la enfermedad que arruina la salud o la inundación que destruye nuestra fortuna. El volcán, la tempestad y el rayo, forman parte de la armonía del mundo físico; la injusticia pasajera forma parte de la armonía del mundo moral. ¿Por qué? No lo sabemos; pero todo lo que existe por el hecho de existir, es necesario y es justo, forma parte de un todo que nuestros limitados ojos no pueden ver, y de una armonía incomprensible a nuestra inteligencia. ¿Creéis que el Supremo Hacedor, que os dio el sentimiento de la justicia, no ha de comprenderla y amarla, cuando la comprenden y la aman hasta los hombres injustos? ¿Creéis que el que enfrena el Océano y encadena la tempestad, Aquel cuya mano trazó su camino a los astros, y a quien obedecen el sol y la luna, y el rayo en las nubes y el volcán en el abismo, no podría detener la palabra en los labios del falso testigo, ni la mano del juez que firma una sentencia injusta? Insensatos serían los que tal creyesen.

Veamos en la sentencia injusta que nos condena, lo mismo que en la enfermedad que nos aflige, una prueba que Dios nos manda, un medio que nos proporciona para que, sometiéndonos a su voluntad, contraigamos un gran mérito, haciéndonos acreedores a una alta recompensa. El triunfo de la injusticia, aun momentáneo, es un terrible misterio; hagamos con los misterios del mundo moral lo que hacemos con los del mundo físico. El hombre renuncia a comprender cómo hay un agente que recorre centenares de leguas en un espacio de tiempo imperceptible, y atraviesa los ríos, las montañas, los mares; pero se aprovecha de aquello mismo que no se explica, y establece el telégrafo. Hagamos lo propio con los impenetrables arcanos del mundo moral; aprovechémonos de la injusticia pasajera que no comprendemos, recibámosla como una prueba a que sometemos nuestra voluntad, purifiquemos en el sufrimiento las manchas de nuestra alma, perdonemos para ser perdonados, y sufriendo pacientes la injusticia de los hombres, esperemos confiados en la justicia de Dios.

Solemos caer en el error de pensar que la prueba que debemos sufrir en este mundo es siempre una desgracia, como si la prosperidad no fuese una prueba también y la más difícil de todas.

La riqueza extravía al hombre por los mil caminos del placer; el poder le embriaga; la gloria le deslumbra, y el que puede mucho, en peligro está de ser injusto y de hacer daño. La prosperidad es un vaso rodeado de flores con néctar en el borde y hiel en el fondo. Pocos salen de ella puros, ni por ella son purificados. A ruda prueba se somete el que a prueba de prosperidad es sometido, y terribles combates ha de sostener su corazón para no sucumbir o depravarse. Miramos las cosas con los ojos ofuscados del dolor pasajero; medimos por este momento que se llama vida el infinito y la eternidad; nuestros juicios son sensaciones; pero creedlo, hermanos míos, un día vendrá en que menos pesada le ha de parecer al prisionero inocente la cadena, que la pluma al juez que le sentenció, y el cetro al rey que no ha sido padre, y la espada al vencedor injusto. Esperad ese día, enjugad vuestro llanto, y si lloráis, sea por los que os han hecho derramar lágrimas amargas. ¡Ay de ellos, que no hicieron buen uso del poder que se les dio como prueba! Utilizad la vuestra mejor que han utilizado la suya.

Pero en el mundo hay harta iniquidad sin que la aumentemos con la ligereza de nuestros juicios, y vosotros, encarcelados inocentes, tal vez acusáis a los hombres de males que están en las cosas. Puede haber un juez injusto, hay testigos falsos, pero también hay falsas apariencias que engañan a los mejor intencionados, que extravían a los más diestros, y más de una vez se ha visto a los justos cometer una injusticia por error, por invencible ignorancia. ¿Vosotros no os equivocáis nunca? Todos nos equivocamos, todos. El error es nuestro fatal compañero; cuando con él hacemos daño le damos el nombre de equivocación; cuando por él le recibimos le llamamos iniquidad.

Otro de los errores que cometemos es decir: –A tal culpa corresponde tal pena, e imaginar que el juicio de Dios se ha de ajustar al nuestro.– Cometemos un gran pecado, hacemos un gran daño de esos que la ley no puede o no quiere castigar; rezamos tal vez distraídos algunas oraciones en penitencia, y nos parece que nuestra culpa está perdonada, y la olvidamos, imaginando que Dios la olvidó también. Pasan días, pasan años, nuestra vida no es ejemplar, no entramos en nosotros mismos, no procuramos reparar, haciendo bien, el mal que hicimos, y si somos felices no nos ocurre ni un momento la idea de que no somos acreedores a la felicidad que disfrutamos: tanta propensión tiene el hombre a pensar que merece todo el bien que recibe. Entonces nos acusa de un delito que no hemos cometido, y nos condenan los jueces de la tierra. Nosotros clamamos al Cielo, ensalzando nuestra inocencia como si fuéramos justos, como si nunca hubiéramos pecado. Si de la culpa de que se nos acusa estamos inocentes, ¿por qué no recordamos aquella de que nadie nos acusó y que no hemos purgado? ¿Cómo no comprendemos que Dios puede mandarnos el merecido castigo en la forma de calumnia de sentencia injusta, como pudiera venir en la de enfermedad o pérdida de bienes? ¿Por qué imaginamos, insensatos, que la justicia divina se parece a la humana, que señala a tal delito tal pena, ni más ni menos? ¿Por qué creemos que el que lee en los corazones escribe la ley de su justicia en artículos que podemos interpretar claramente con nuestra inteligencia limitada? ¿Por qué pretendemos reducir a un mezquino mecanismo los altos fallos del Omnipotente? ¡Inocentes encarcelados! O sufrís porque lo habéis merecido, o sufrís para merecer; en cualquiera de los dos casos, sufrid con resignación y purificaos en la prueba. ¿Creéis acaso que es la más dura a que puede someterse la virtud humana? Erráis mucho si tal habéis creído.

Escuchad. Vosotros padecéis sin haber hecho mal; otros padecen por haber hecho bien, recibiendo por cada aspiración sublime un dolor agudo; por cada santo deseo una pena acerba; por cada buena obra un rudo escarmiento: esta es la prueba terrible, la prueba de las pruebas, y hay quien la sufre y la utiliza y se santifica en ella. La generosa criatura que puede mirar sus virtudes como otras tantas fuentes de dolores y ve su abnegación perseguida por la iniquidad bajo las mil formas que puede darle la injusticia humana, ¿desconfía por ventura de la Justicia Divina? ¡Oh! No. ¿Cómo había de pensar que Dios vuelve mal por bien, cuando sólo los hombres más perversos son capaces de esta maldad? ¿Cómo había de tener la insensatez culpable de imaginar que si una desgracia viene después de una buena obra es para castigarla? Lejos de locura tan impía, persevera en el bien como el medio más seguro de alejar de sí todo mal, y vuelto a Dios su corazón atribulado, pero lleno de confianza, le dice: –¡Señor! Hágase tu voluntad, y bendita sea tu incomprensible justicia.–

Decidlo también vosotros, hermanos míos, encarcelados inocentes; enviadle de lo íntimo de vuestra alma esta breve oración, y veréis cómo sube al trono del Altísimo y desciende sobre vosotros en forma de esperanza y de consuelo. Que Dios le envíe muy dulce a vuestra acerba pena; que los ángeles os acudan para guardaros de la desesperación; que los santos pidan y alcancen auxilios con que se fortalezca vuestra fe; que los mártires os recuerden desde el Cielo los tormentos que sin quejarse sufrieron sobre la tierra, y por la pasión del Crucificado y los dolores de su inocente y afligidísima Madre, aceptad los vuestros como conviene a un cristiano, ¡Encarcelados inocentes! ¡Mis pobres hermanos! ¡Mis desventurados amigos! ¡Qué no daría yo porque los hombres vieran vuestra inocencia! ¡Qué no daría yo por alcanzar de Dios la paz que Él sólo puede llevar a vuestra alma! ¡Pobre alma sujeta a tan ruda prueba! La mía se acerca a vosotros y contempla vuestras amarguras y siente vuestras penas. Todos los dolores de vuestro corazón vibran en el mío; todas vuestras debilidades y extravíos hallan disculpa en él; sí, que también es débil y flaco y sólo grande para amar. ¡Quién pudiera limar los cerrojos y abrir las puertas de vuestra cárcel! ¡Quién pudiera al menos dar libertad a vuestro espíritu, para que elevándose de las miserias y las injusticias pasajeras de esta vida hallara la paz de los justos esperando en la justicia de Dios! ¡Oh! Yo no podré tanto, yo no podré nada. Es más fácil enviar consejos que consuelos. Pero la compasión santa y bendita, ¿no es un buen consejo para un desdichado? Recibid al menos este que os envío de lo más íntimo de mi alma, y si no escucháis mis razones, atended a mis lágrimas diciendo: –No despreciemos lo que dice quien al decírnoslo llora.–

fin.



obras publicadas

Medina o Escenas de la Vida Árabe, por A. de Gondrecourt: dos tomos.

Cursos familiares de Literatura, por Lamartine: dos tomos.

París en América, por Laboulaye: un tomo.

Estudios sobre la Constitución de los Estados-Unidos, por Laboulaye: dos tomos.

Los mártires de la Libertad, por Esquiros: un tomo.

Los Cantones Suizos, por Molina: un tomo.

Historia de los Estados-Unidos, por Laboulaye: dos tomos.

La Mujer del porvenir, por doña Concepción Arenal: un tomo.

EN PRENSA.– Las Civilizaciones desconocidas, por Oscar Comettant.

Condiciones de la publicación.

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Las personas que deseen suscribirse a esta Biblioteca pueden hacerlo remitiendo en carta certificada el importe de su suscrición al editor, calle de Jimios, núm. 20, Sevilla; o a D. Félix Perié, calle de San Andrés, núm. 1, piso tercero, Madrid.

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(contracubierta.)


{ Transcripción del texto íntegro impreso sobre papel en un libro de 275 páginas más cubiertas (y 16 páginas de “Anuncios”). Se han renumerado las notas. }

Relación de anunciantes en el pliego final de este libro

anuncios.

Comercio de lencería y camisería. Géneros de punto de Mariano Delmas. Montera, 35, esquina al Pasaje. Madrid. [1/2 página]

La Novedad. Gran fábrica de papeles pintados. Buenaventura Saubot. Victoria, 2. Madrid. [1/2 página]

El Correo de la Moda. Periódico ilustrado para las señoras. El más variado, el más bien hecho y el más barato de todos los periódicos de modas. Administración. Plaza de Prim, núm. 2. 3º. Madrid. (…) [2 páginas]

Almacén de Música, Pianos, Órganos y fábrica de Instrumentos, de Don Antonio Romero. Calle de Preciados, 1. Madrid (…). Instrucción Musical Completa. (…). Eco de Marte publicación de música para banda (…). [2 páginas]

El idioma francés puesto al alcance de los españoles, por El Nuevo Sistema Práctico (…) Obra dedicada a su patria por don Enrique Benavente. (…) [2 páginas]

A la industria española. Fábrica de Camas de José Huguet. Arenal, 19, 21 y 23. Madrid. (…) [1 página]

Lencería y camisería de Felipe Herrero de Pinillos. Montera, 31. Madrid. [1/3 página]

Almacén de tabacos habanos de Dionisio Calderón. Preciados, 54. Madrid. (…) [2/3 página]

Fonda, restaurant, pastelería y nevería suiza. La Fé. Lonja de ultramarinos. (…) [1/4 página]

Revalenta arábiga de Barry du Barry de Londres. Extracto de carne del B. Liebig. [1/4 página]

Cerveza inglesa. Vinos y licores nacionales y extranjeros de Bass y Tennent. [1/4 página]

Tabacos de La Habana al por menor. Ventas en comisión. Alejandro Lallamand. [1/4 página]

Paños y sastrería de Simón y Compañía. Preciados, 23. Madrid. (…) [1/2 página]

Chocolates de la afamada casa de Matías López. Calle de la Palma Alta, núm. 8. (…) [1/2 página]

Comercio de paños y ropas, de Manuel López Arroyo. Mayor, 61. Madrid. (…) [1/2 página]

Relojes premiados en la Exposición de Londres. Eugenio Couillaut. Alcalá, 5, frente al Hotel de París. Madrid. (…) [1/2 página]

José Pérez. Decorador. Calle del Arenal, núm. 7. Madrid. (…) [1/3 página]

Sombrerería de lujo de S. Arce y compañía. Calle del Prado 2, e Izquierdo 35. Madrid. (…) [1/3 página]

Lázaro de la Quintana. San Ildefondo 6 y Fuencarral 56. Madrid. Géneros del Reino y extranjeros. Lencería, camisería y sedería. [1/3 página]

Chocolates de la Compañía Colonial [grabado: Vista de la fábrica modelo]. (…) Calle Mayor, 18 y 20. Madrid. [1 página]