
Universidad de Madrid
Conferencias dominicales sobre la educación de la mujer
sexta conferencia sobre
La higiene de la mujer
por
Don Santiago Casas,
Doctor en Medicina.
——
28 de Marzo de 1869.
——
MADRID,
Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra,
calle del Duque de Osuna, número 3.
1869
Señoras:
En las precedentes Conferencias, distinguidísimos pensadores y poetas han tenido el honor de tratar delante de vosotras diversas cuestiones literarias, históricas, morales, religiosas y hasta jurídicas; el género de estilo propio de la mayor parte de estas materias ha permitido a mis ilustrados predecesores dar libre carrera a sus grandes dotes oratorias.
En este momento la escena va a cambiar completamente de drama y de decoraciones; de las altas y pintorescas cumbres adonde debisteis elevaros en las sesiones anteriores, voy a traeros a un terreno muy llano y muy monótono; al prosaico terreno de la Salud.
Una sola reflexión me ha alentado a aceptar el desairado papel que me harán desempeñar, no sólo mis escasas facultades, sino el asunto mismo en que debo ocuparme, y ha sido la de que, si bien es en las accidentadas y majestuosas cumbres donde se elevan orgullosos los cedros, los pinos y los demás árboles que le suministran a la Poesía su botánica habitual, es en las monótonas pero fértiles llanuras donde crecen principalmente los trigos y demás plantas de que sacamos la mayor parte de nuestros alimentos, sin los cuales no podría haber, ni poetas para cantar a las cumbres, ni entusiastas para aplaudirlos.
Prosaico en extremo será mi estilo; oblígame a ello, en gran parte, lo confieso, mi falta de talentos oratorios; pero con la misma franqueza declaro que, aun cuando el cielo me hubiese dotado de esos talentos, procuraría ser en este momento lo más prosaico posible. Los adornos de la retórica, indispensables en las bellas letras, son en general un grande inconveniente al discutir o explicar asuntos puramente científicos. En éstos, la exactitud y la claridad, que son sus más bellos atavíos, viven raras veces en bien equilibrado consorcio con las licencias, por no decir con las exageraciones, que casi siempre se deslizan en el lenguaje poético.
Me concretaré, pues, a ser tan exacto y tan claro como el asunto lo exige, y, si lo consigo, quedará mi ambición plenamente satisfecha.
Todos tememos a la muerte; rarísimas son las inteligencias bastante serenas, los caracteres bastante bien templados, para considerarla impasibles, consolándose con la reflexión de que es una necesidad ineludible, impuesta a todos los seres vivientes. Sin embargo, pasamos la mayor parte del día haciendo cuanto podemos para atraer sobre nuestras cabezas esa siniestra guadaña, cuya sola imagen nos hiela de espanto.
Cuando nos sentimos gravemente enfermos, clamamos por el médico, tenemos una fe ciega, casi supersticiosa, en su poder; lo escarnecemos y ridiculizamos si no satisface nuestras pretensiones, que a menudo no se extienden a nada menos que a que altere las leyes fundamentales de la naturaleza. Pero tan pronto como nos creemos sanos o levemente indispuestos, acogemos sus consejos con irónico desdén.
Tiempo es ya de que el fruto de sinnúmero de trabajadores, amantes de la ciencia y de la humanidad, no se seque esterilizado por la ignorante indiferencia del público; tiempo es ya de que, en vez de estarnos poniendo a cada paso al borde del abismo, en vano señalado por los hombres más competentes, para pedirles socorro tan sólo cuando nuestros propios desatinos nos han precipitado con una violencia a la cual nada puede resistir, empecemos a practicar el axioma de toda persona sensata: Mil veces más vale evitar que curar.
Nunca se ha tenido menos derecho que hoy para quejarse de la impotencia de la Medicina. En vez de fijarse uno exclusiva y puerilmente en los casos en que, si su eficacia queda desairada, es porque jamás se han hecho ni se harán milagros, hágase con imparcial criterio el balance de sus recursos y de sus beneficios actuales, y se confesará que no es ella la que más triste papel representa en el cuadro del progreso científico moderno.
Hase enriquecido el arte médico, en el siglo actual, con cierto número de procedimientos, gracias a los cuales se puede hoy restablecer la salud en casos que antes eran incurables. No es ésta la ocasión de enumeraros esos procedimientos, que bastan por sí solos para hacer a nuestro arte acreedor a la gratitud de la humanidad entera.
Quizás más trascendentales aún, tanto al punto de vista práctico o de aplicación, como al científico puro o especulativo, son los progresos hechos en un nuevo género de estudios, al cual, desde hace algunos años, se entregan con afán los médicos eminentes de todos los países, y que consisten en determinar los signos que de antemano, y a veces con muchos años de anticipación, permiten sospechar enfermedades que aun no existen en el individuo, pero que una vez que han llegado a su madurez son casi siempre mortales, o por lo menos incurables.
No puedo entrar tampoco en detalles sobre este particular, por ser también del dominio de la Medicina propiamente dicha; pero debo advertiros, para vuestro bien, que más de un padre y de una madre habrá que quizás algún día llorarán sin consuelo la ignorante tranquilidad con que observaban en uno o en varios de sus hijos, síntomas que atribuían a insignificantes indisposiciones, y que, en realidad, eran el primer grito de alerta de una enfermedad que más tarde debía llevarlos a la tumba, a la cual hubiera podido sustraerlos un tratamiento racional, empleado a tiempo.
En fin, grandes han sido también los progresos cumplidos en esta parte de la Medicina, que se propone, no curar las enfermedades, sino evitarlas; en otros términos: conservar la Salud.
Este arte, rama del vasto arte médico, se llama Higiene, y será el tema exclusivo de esta Conferencia.
No hay espectáculo más ridículo que el de un ser que tiene la pretensión de llamarse ser inteligente, y que ignora lo que conviene y lo que perjudica a su Salud, y por consiguiente a la conservación de su vida, o que sólo posee sobre este particular ideas disparatadas, como sucede desgraciadamente con la inmensa mayoría de personas de todas clases, empezando por las más elevadas.
Todo el mundo proclama que es indispensable para todo individuo, de ambos sexos, conocer las reglas fundamentales y más usuales de la Higiene, y sin embargo, hasta ahora, que yo sepa, en ningún país se ha hecho entrar seriamente en la enseñanza, ora privada, ora dada por los gobiernos, a este importantísimo ramo de los conocimientos humanos. Bien entendido que exceptúo a las escuelas especiales de Medicina.
Esperemos que tan inexplicable anomalía no tardará en desaparecer. Hace años que en varios escritos, publicados en la capital del vecino imperio, he ido más lejos aún, y he insistido sobre la urgencia de generalizar, de hacer entrar como parte obligatoria de los estudios de todos los colegios, de ambos sexos, la enseñanza de las nociones más generales del arte médico propiamente dicho, no con el descabellado objeto de hacer un facultativo de cada individuo, sino con el de habituar a todo el mundo a tener un criterio sensato en materia de Medicina. Creo, en efecto, que a este gran vacío de la enseñanza del público se debe el descreimiento de gran número de familias en la verdadera ciencia, y la prosperidad de los más escandalosos charlatanismos médicos.
En efecto, ni la Higiene, ni la Medicina tienen nada absolutamente de misterioso; sus principios fundamentales son tan sencillos, tan claros, tan accesibles a todas las inteligencias, como los de todas las demás ciencias y artes; sólo en retener las leyes de detalle, y en saber aplicar los principios generales a cada caso particular, es donde reside la dificultad, cuyo vencimiento exige un estudio y una práctica especiales.
Todas las causas de conservación o de destrucción de nuestra salud y de nuestra vida tienen que residir forzosamente en una de estas dos partes: en nuestro cuerpo, cuyo modo especial de arreglo se llama organización, o fuera de nuestro cuerpo.
Si la causa de destrucción reside en nuestro propio cuerpo, entonces ya hay enfermedad, y sólo toca al médico el descubrirla y curarla. Si la causa reside fuera de nuestro cuerpo, entonces sólo hay amenaza de enfermedad, y a la higiene toca alejarla.
La primera condición para practicar las reglas de la higiene consiste en conocerse uno a sí mismo. Esto quiere simplemente decir que nunca debe desoírse la voz de la experiencia cuando, por medio de repetidos castigos, nos grita que una cosa no nos conviene, y es un error muy perjudicial persistir en hacer esa cosa tan sólo porque otra persona la ha hecho siempre impunemente. No todos tenemos lo que el vulgo llama la misma naturaleza, y lo que la ciencia distingue por los nombres de temperamentos, idiosincrasias, &c.
Así, por ejemplo, entre los diversos tipos generales llamados temperamentos, hay uno, que es el más frecuente en vuestro sexo, y que es el llamado temperamento nervioso, porque su carácter esencial es la actividad exagerada de todos los actos vitales inherentes a la sustancia nerviosa. Podréis reconocer este temperamento en los caracteres siguientes: diversas impresiones, que en la mayor parte de los individuos pasarían casi desapercibidas, en el nervioso adquieren una intensidad exagerada, que raya en enfermiza; los movimientos, habitualmente separados de las sensaciones que los provocan, por un intervalo mayor o menor, durante el cual la inteligencia determina lo que se debe hacer, y trasforma a la tendencia instintiva en acto de voluntad sólido y bien justificado, siguen sin transición a esas sensaciones, y de ahí procede la frecuencia y la rapidez de los movimientos involuntarios, que los fisiólogos llaman movimientos reflejos, y como consecuencia lógica, lo incompleto de esos movimientos, su aspecto convulsivo, debido a que, antes de que un movimiento se haya verificado, viene otra nueva impresión a provocar otro movimiento en sentido diferente y hasta opuesto; la viveza de los ojos, la movilidad de las facciones y hasta de los miembros, indican la rapidez tumultuosa con que se suceden, con que se atropellan las ideas y los deseos; en este momento piensa el individuo en una cosa, y un momento después ni se acuerda siquiera de ella, y su imaginación y su caprichosa voluntad están galopando a mil leguas de distancia de su punto de partida; un ruido cualquiera, una puerta bruscamente cerrada, producen un grande sacudimiento; se llora con la mayor facilidad, pero con la misma facilidad se pasa del llanto a la risa; en fin, si bien la inteligencia es, la más de las veces, muy aguda, de muy rápida comprensión, en las personas nerviosas, la grande dificultad que encuentran para dar fijeza a sus ideas y a su voluntad, les hace muy antipático un trabajo sostenido, y a cada momento se ven, en la práctica de la vida, lanzadas irreflexivamente al extremo opuesto del punto adonde hubieran querido ir.
En dos principales indicaciones estriba toda la higiene de este temperamento: alejar todas las causas de fuerte impresión, que varían según cada individuo, y modificar profundamente el organismo, dando grande desarrollo al movimiento nutritivo por medio de una alimentación, un ejercicio, &c., apropiados.
Enteramente opuesto al precedente es el temperamento que llamaré apático, impropiamente llamado linfático por muchos autores que no han notado que, si bien ese temperamento coincide a menudo con el linfatismo, puede existir sin él. Por el solo nombre de temperamento apático comprenderéis que las personas en quienes existe son muy difíciles de impresionar, y que, cuando llegan a estarlo, tardan mucho en manifestar exteriormente sus impresiones, por sus movimientos o por sus palabras, de las cuales son casi siempre dueños absolutos; la regularidad que caracteriza los actos de la vida vegetativa existe en toda su pureza; la inteligencia, lo que pierde en agudeza, en vivacidad, lo gana en posesión de sí misma, en aplicación constante; la voluntad es muy difícil de estimular, y, metafóricamente hablando, puede decirse que se necesitaría un cañón Armstrong para agujerear la espesa corteza de impasibilidad dentro de la cual esas personas parecen encastilladas desde su nacimiento; pero, una vez estimulada, adquiere esa gran fuerza de inercia, esa tenacidad uniforme, talmente poderosa, que un célebre político moderno ha podido decir con cierta apariencia de razón: el porvenir pertenecerá siempre a los flemáticos.
Aquí la principal indicación, opuesta a la del temperamento precedente, consiste en dar cierto estímulo al sistema nervioso.
Pudiera citaros muchos ejemplos de otros temperamentos admitidos por los autores; de las llamadas predominancias orgánicas, que hacen que casi siempre es, en varios individuos, tal o cual órgano el que, por su exceso o su falta de energía, se resiente de las modificaciones exteriores; pudiera, en fin, citaros curiosos ejemplos de idiosincrasias, especies de susceptibilidades inexplicables hasta el día, y en virtud de las cuales hay personas que no pueden respirar ciertos olores, oír ciertos ruidos, &c., sin experimentar una grande perturbación.
Pero con lo precedente basta y sobra para llenar mi objeto, que ha sido únicamente el de haceros comprender prácticamente el principio fundamental de la higiene, que es que, al lado de reglas generales aplicables a todos los individuos, hay reglas de detalle, que deben forzosamente ser modificadas según los casos particulares.
Mucho hubiera deseado poder hablaros de diversos puntos de la higiene, que, tales como la alimentación, las habitaciones, &c., interesan a todo el mundo: desgraciadamente la brevedad del tiempo que me ha sido concedido, me pone en la imprescindible obligación de atenerme estrictamente a lo que concierne a vuestro sexo.
Quizás me sea dado tratar en otra sesión de las reglas especiales de la niñez, en la cual haré entrar todo el período que abraza desde el nacimiento hasta la pubertad, y también, a causa de la relación de ambos asuntos, de las reglas que debe observar la madre durante el embarazo y la lactación. En esta conferencia me concretaré a la higiene de la mujer enteramente formada, y al sentar una regla procuraré siempre explicaros los argumentos y los hechos incontestables en que se apoya, a fin de bien inculcar en vuestro espíritu este principio fundamental: que quien dice hoy día ciencia, dice forzosamente leyes exactas, sencillas, claras y comprensibles por todo el mundo.
He adoptado, por parecerme el más conforme a la índole de estas Conferencias, el más práctico posible, el orden que consiste en tratar de los diversos puntos de higiene, según como se van presentando, en general, en el trascurso del día.
Empecemos, pues, por el momento de despertarse y de levantarse.
Por más monstruosa que os parezca mi pretensión, me atreveré a aconsejaros muy seriamente el que os levantéis habitualmente, lo más tarde, en invierno, a las nueve, y si cabe, a las ocho de la mañana; y en verano, a las siete, y si más temprano, mejor.
No es ésta una exigencia banal, sin otro motivo que el rutinario argumento de que así lo aconsejaron nuestros antepasados; acostumbro apoyar mis consejos sobre más sólidas bases.
Hase hecho notar que, de dos individuos que se acostasen a la misma hora, el que se levantase todas las mañanas dos horas antes que el otro, cada doce años habría vivido un año más. Pero argumentos más poderosos aún existen para hacer que todos los higienistas aconsejen el que se levante uno temprano, y he aquí varios de esos argumentos:
Todos los actos de nuestro organismo exigen, para su perfecto y duradero cumplimiento, alternativas regulares de ejercicio y de reposo, que, para la mayor parte de esos actos, coinciden con las alternativas del día y de la noche, y su perturbación acaba siempre por deteriorar las más robustas organizaciones. Nada hay, por consiguiente, más dañino que esa inversión tan frecuente, y tan exagerada en la vida social, de las horas en que esos actos orgánicos deben cumplirse.
Así como para la naturaleza, después de esa semi-muerte periódica que se llama el reposo de la noche, viene la alegre actividad del día, así también para el hombre la mañana constituye una especie de resurrección diaria, durante la cual la energía vital y la resistencia orgánica a los agentes exteriores están en todo su vigor, y hasta las enfermedades febriles e inflamatorias experimentan en ese período del día cierta remisión. ¿Qué puede, pues, haber menos lógico que el desperdiciar tan preciosos momentos, que son aquellos en que más apaciblemente se saborea el placer de sentirse uno vivir? Compárense dos personas, de las cuales una se levante habitualmente temprano y la otra tarde; haga uno sobre sí mismo esta comparación, habituándose a levantarse temprano, y pronto se encontrará una notable diferencia, que será el mejor argumento en pro del consejo que os doy.
El que es madrugador empieza por experimentar, en toda su intensidad, lo que he llamado el apacible placer de sentirse uno vivir, o por mejor decir, resucitar, y de ver resucitar a toda la naturaleza; placer bastante parecido al que todos recordamos haber experimentado en nuestra infancia, cuando un objeto agradable venía a impresionar por la primera vez nuestros sentidos; el pensamiento, dueño de sí mismo, gracias al silencio del mundo exterior, acaricia con predilección las ideas y los proyectos más elevados y más provechosos al mismo tiempo; las malas pasiones, atenuadas por el descanso de la pasada noche, ceden más fácilmente el puesto a sentimientos más nobles; en fin, cada uno puede, con toda calma, hacer la mejor distribución del nuevo día en que va a entrar.
Al contrario, el que se levanta tarde empieza casi siempre el día bajo los más tempestuosos auspicios. La cabeza pesada, los sentidos embotados, la boca amarga y pastosa, un secreto instinto que nos echa en cara el haber miserablemente desperdiciado un pedazo de ese bien precioso que nunca vuelve, y que se llama el tiempo; lo fatigoso de pasar sin transición del reposo completo al bullicioso tumulto del mundo exterior, que desde horas atrás está ya despierto y agitándose; todas estas circunstancias hacen, en esas personas, del despertar un momento de atontamiento y de predisposición a las malas pasiones, que se traduce, cuando menos, por un incesante e indomable prurito de incomodarse uno con todo el mundo; en fin, no habiendo ya ni tiempo ni aptitud para distribuir inteligente y útilmente el resto del día, queda éste abandonado al azar, y acaba el individuo por perder el hábito esencial de ser dueño de sí mismo, y de someter sus actos a la razón.
La verdadera causa de estas diferencias entre el que es madrugador y el que se levanta tarde, se resume en esta sencilla fórmula: la mañana es el momento, por excelencia, de cumplir esa ley impuesta a todos los animales, de ayudar al movimiento nutritivo, espontáneo, por medio de ejercicios musculares voluntarios.
Si no fuese por la premura del tiempo, me sería facilísimo probaros con hechos incontestables que la falta de cumplimiento de esa ley es una de las causas más frecuentes de enfermedades, a menudo mortales; pero ateniéndome exclusivamente a la necesidad de hacer ese ejercicio por la mañana, os aconsejaré que observéis el semblante y la actitud de dos personas, una de las cuales se levante temprano y la otra tarde, y no necesitaréis grande perspicacia para comprender que, en esta última, el abotargamiento de la cara, la torpeza de los movimientos, la mayor sensibilidad al frío exterior, indican un entorpecimiento circulatorio, cuya repetición diaria dista mucho de ser inofensiva.
Una vez levantadas, lo mejor es hacer de seguida las abluciones habituales, vestiros, tomar un ligero alimento, e iros, bien abrigadas, a dar un paseo, combinado de manera que estimule todas vuestras funciones, sin llegar a producir el cansancio.
Por más que, partiendo de sistemáticas y rutinarias preocupaciones, se haya declamado contra las abluciones diarias, con agua fría, por la mañana, todos los más eminentes higienistas modernos están unánimes en aconsejarlas, como uno de los medios más poderosos para evitar gran número de enfermedades, entre las cuales figuran en primera línea los catarros o constipados, los dolores reumáticos, &c.
Nada hay, al contrario, más pernicioso para la salud, nada que más eficazmente favorezca el desarrollo de esas mismas enfermedades que se quieren evitar, que la malhadada costumbre de lavarse con agua caliente o tibia, y os suplico que notéis que no doy este consejo, influido únicamente por las palabras de los grandes maestros de la higiene, sino por haberlo visto, durante muchos años de residencia en el extranjero, universalmente practicado bajo los climas más crudos, y haber podido más tarde hacerlo cumplir, bajo mi inspección, en climas muy suaves de nuestra misma España, siempre con brillantes resultados.
Añadiré, por creer que esto tendrá a vuestros ojos una importancia capital, que esas abluciones diarias con agua fría, no sólo conservan la salud y preservan de varias enfermedades, sino que son quizás el mejor, el único medio verdadero de dar a las carnes una firmeza, y a la piel una frescura, haciendo desaparecer las arrugas anticipadas, que explican que esta costumbre haya adquirido, de no ha muchos años, tan extraordinaria aceptación, no sólo en la mayor parte de Europa, sino en toda la América del Norte.
Sólo que, lo mismo que sucede con todas las cosas, esas abluciones exigen ciertas reglas indispensables, que las hagan compatibles con el temperamento, constitución, &c., de cada individuo, y la determinación de esas reglas pertenece necesariamente al dominio del médico.
Las abluciones me traen naturalmente a hablaros de los diversos cosméticos.
Llámanse así las sustancias que se aplican a ciertas partes del cuerpo humano, con uno de estos tres objetos: conservarles a esas partes sus cualidades naturales, ocultar sus defectos, o remediar las alteraciones inseparables de los progresos de la edad.
Durante muy largo tiempo, el estudio de los cosméticos ha sido del dominio exclusivo de los perfumistas. En virtud a una débil concesión hacia esa cruel tendencia que tenemos todos a ridiculizar al individuo que procura ocultar sus defectos físicos, los médicos, los higienistas, y aun los farmacéuticos, hubieran creído rebajarse, pareciendo ocuparse de esa cuestión.
Felizmente desde hace años la opinión ha cambiado completamente sobre este particular, y no sólo los profesores más eminentes de Higiene y de Farmacia se han consagrado a esos estudios, sino que hoy día se reputaría muy incompleto un tratado de cualquiera de esas dos materias que no les concediese a los cosméticos cierto número de páginas.
Tres causas principales han producido este grande cambio en la opinión: la primera y la más importante ha sido el haber descubierto que mediante la especie de pasaporte que les daba el cándido rótulo de «Perfumería», circulaban entre las manos de todo el mundo infinidad de preparados de tocador, en cuya composición entraban varias sustancias de las más venenosas. Un célebre profesor de Farmacia de la Escuela de París, habiendo analizado 65 composiciones que tenían libre curso en las perfumerías, y en cuya malicia nadie hubiera sospechado, encontró en ellas: arsénico, plomo, nitrato de plata, mercurio, opio, cantáridas, &c., y muy fácil me sería citaros el nombre de la mayor parte de esas composiciones.
Ahora bien, no se necesita grande instrucción para comprender que, más o menos pronto, la aplicación cotidiana de esas sustancias tiene que acabar por producir accidentes bastante graves, cuya causa se busca a menudo en vano.
La segunda causa ha sido el escandaloso abuso que se hacía de la credulidad del público, anunciándole en todos los periódicos resultados que, en caso de realizarse, nos harían creer que habíamos vuelto a los tiempos mitológicos.
La tercera, en fin, ha sido la justa reflexión de que, si bien es digna de ser ridiculizada la persona que, a fuerza de pretender lo imposible, sólo consigue transformar su representación humana en una especie de disparatado mosaico, en cambio, nada hay de censurable en que, principalmente las señoras, procuren dentro de los límites racionales conservar, y si cabe, alcanzar esa belleza que nosotros mismos, que tanto nos preciamos de despreocupados, de estoicos, &c., somos precisamente los que se la hemos enseñado a estimar, concediéndole casi siempre el primer puesto en nuestros acatamientos.
Imitando, pues, a mis ilustres predecesores en esta cuestión, al mismo tiempo que sentaré brevemente las reglas generales, indicaré las mejores fórmulas o composiciones, para que puedan prepararlas en su casa las personas que no tengan a mano un perfumista, y mejor aún, un farmacéutico, que les merezca plena confianza.
He aquí las principales reglas para la conservación de la boca: hacer reponer los dientes que falten, al menos siempre que su ausencia impida la perfecta masticación de los alimentos. Raro será el médico que no haya observado en su práctica casos de dispepsia o digestiones penosas, debidos casi exclusivamente a esta causa. Los dientes alterados deben ser, a toda prisa, asistidos por un dentista inteligente y concienzudo: dos o tres casos he tenido en mi práctica, de fístulas de la boca, tan desagradables como asquerosas, que después de haber resistido a diversos tratamientos, cedieron tan pronto como se extrajo una muela cariada.
Todas las mañanas, en vez de frotar duramente los dientes y las encías con un cepillo duro, debe tan sólo pasearse sobre ellos, en todos sentidos, un cepillo suave, mojado en agua privada del frío, y es igualmente con esta clase de agua con la que se debe enjuagar la boca después de comer y antes de acostarse.
Puédese, si se quiere, aromatizar esta agua con algunas gotas de un licor aromático, como, por ejemplo, con el agua de Botot, o el elixir odontálgico de Pelletier, &c., pero con la precaución de emplear estos licores en cantidad mínima, en la estrictamente necesaria para aromatizar el agua, sin darle el menor gusto acre.
De tiempo en tiempo, pero lo menos a menudo posible, para limpiar la dentadura se puede emplear, en forma de polvo, la preparación siguiente, que es una de las mejores: carbón de leña y corteza de quina roja, una onza de cada una, reducidas ambas sustancias a polvo impalpable; azúcar bien tamizada, media onza; aceite volátil de menta, cuatro gotas. Estos polvos son principalmente útiles cuando las encías están flojas, descoloridas y se desangran fácilmente; pero, fuera de ese caso, es preciso ser muy parco en el empleo de toda clase de polvos, porque, usados a menudo, acaban por alterar el esmalte.
Sobre todo, hay que ser muy circunspecto en el uso de polvos, opiatas, &c., cuya composición se ignora, pues su mayor parte sólo deben a los ácidos que contienen la blancura que por un momento dan a los dientes, haciéndola pagar demasiado caro a expensas de su duración.
Terminaré este punto advirtiendo que el mejor medio de conservar a la boca su frescura, a las encías su firmeza, y a la dentadura su solidez, consiste en abstenerse de alimentos y de bebidas ácidas o abundantes en especias, que deterioran muy fácilmente su esmalte, y, en general, de todas las sustancias de difícil digestión, pues en esta reside uno de los principales puntos de partida de las alteraciones dentarias.
Conservar a los cabellos su flexibilidad y su brillo; impedir su caída; hacerlos volver a salir cuando se han caído; modificar su color: tales son los resultados que se buscan al emplear los diversos cosméticos de la cabellera.
Es incontestable que hoy día se consigue curar la alopecia; se puede, en otros términos, hacer volver a salir los cabellos que parecían perdidos para siempre, en casos en que antes este resultado era imposible. Pero no hay que forjarse ilusiones: esto no se obtiene ni se ha obtenido nunca, a menos de una grande casualidad, por la acción específica de ninguna de esas pomadas, licores, &c., pomposamente anunciadas; sólo a la ciencia seria y decente le ha tocado el honor de conseguir estas brillantes conquistas, de las cuales pude observar gran número de ejemplos muy notables en los servicios médicos de los célebres dermatólogos Gibert, Bazin, Hardy y Cazenave.
La regla general en esta materia, y su recuerdo os evitará muchos desengaños, es que sólo es curable la alopecia debida a enfermedades de la piel o a deterioraciones de la economía, que debilitan la secreción de los pelos, sin que haya por eso destrucción del folículo que los produce. Una vez este destruido, la alopecia es incurable sin esperanza.
Curar la enfermedad de la piel; disipar la alteración de la economía que sostienen la alopecia: tal es, en esos casos, el único tratamiento racional, y perfectamente comprenderéis que sólo un facultativo puede intervenir aquí útilmente. Contentareme, pues, con indicaros una de las mejores fórmulas para ayudar localmente los efectos del tratamiento general: médula de buey preparada, onza y media; aceite de almendras, tres dracmas; sulfato de quinina, dos escrúpulos; bálsamo del Perú, un escrúpulo, y hágase una pomada.
Lo que sí está en la mano de las personas más ajenas al arte médico, es observar las reglas siguientes, que son las más a propósito para disminuir, y aun impedir, la caída de los cabellos: el peinado que mejor conviene a las mujeres, y principalmente a las jóvenes, es el que consiste en tener los cabellos suavemente levantados, y lo menos apretados que se pueda, en alisarlos cuidadosamente, en disponerlos en anchas bandas, de modo que estén siempre y fácilmente aireados; en desenredarlos por la mañana y por la noche, en cepillarlos con cuidado y con ligereza al mismo tiempo, en enrollarlos suavemente. Si las necesidades del peinado obligan a apretarlos, a atarlos fuertemente, es preciso tener el cuidado de dejarlos descansar, de mantenerlos flotantes durante algún rato, por la mañana y por la noche.
El encresparlos, el rizarlos con el hierro caliente, irrita la piel, deseca los pelos y facilita su caída; otro tanto sucede con el uso de peines muy duros.
Hay personas que tienen los cabellos naturalmente grasientos; circunstancia que puede contribuir a su caída. Esas personas harán bien en lavarse de tiempo en tiempo la cabeza con una solución tibia que a menudo ha dado muy buenos resultados y que se prepara disolviendo dos escrúpulos de borato de sosa, en 10 onzas de agua destilada, y añadiendo unas cuantas gotas de esencia de vainilla. Es indispensable, además, que se priven de usar pomadas y, en general, toda clase de cosméticos de la cabellera, so pena de aumentar la secreción ya demasiado abundante de su cuero cabelludo, de alterar la raíz del pelo, provocar su caída, y a veces hacer nacer una erupción, que contribuye a la calvicie.
Al contrario, hay personas que tienen los cabellos muy secos, muy áridos, lo cual los hace muy quebradizos, y es otra causa frecuente de alopecia prematura. A menudo, en este caso, se consigue evitar ésta, teniendo cuidado de no dejar pasar ningún día sin atenuar la sequedad excesiva del cuero cabelludo por medio de unciones con pomadas, entre las cuales una de las mejores consiste en: médula de buey preparada, onza y media; aceite de almendras amargas, tres dracmas; pero es preciso cuidar que no llegue a ponerse rancia, y se deben untar los cabellos en todo su largo y en su raíz, separándolos unos de otros.
Con respecto a los cosméticos destinados a teñir los cabellos, triste subterfugio que sólo sirve para darle al que a él recurre, un trabajo fastidioso sin conseguir engañar a nadie, sólo diré que los que podrían ser inofensivos, la infusión del nogal, el carbón de corcho, &c., se destiñen de seguida, y que los que dan un color sólido están necesariamente preparados, al menos todos los que hasta el día han sido analizados, con sustancias todas venenosas, tales como las sales de plomo, las de plata, &c.; y que además de su acción local, que consiste en secar, arrugar e irritar la piel, provocando varias erupciones y la calvicie, producen una intoxicación lenta.
Entre los diversos cosméticos de la piel, se colocan, por orden de incontestable utilidad: los jabones, que desembarazan la piel de las materias grasas, y por medio de la fricción, de los cuerpos extraños que la ensucian, penetran entre las desigualdades del epidermis, devuelven a la piel su elasticidad y su permeabilidad, &c. Su primera cualidad debe ser que la materia grasa y el álcali, que los componen, estén combinados en bien calculadas proporciones. Uno de los mejores es el jabón de Thridace, del fabricante Violette.
Las personas que tienen la piel seca y pronta a agrietarse, harán bien en usar de ciertas composiciones grasientas, entre las cuales una de las mejores es el cold-cream bien preparado. Pero es un absurdo el que, por una especie de moda, quieran hacer uso de esas mismas composiciones, las personas que tienen la piel naturalmente grasienta. Muy al contrario, éstas deben emplear con preferencia ciertos líquidos que contribuyen a secar la piel: tales son los diversos vinagres de tocador.
No hay inconveniente ninguno en mezclar con el agua de las abluciones una pequeña cantidad de ciertos líquidos, tales como el agua de Colonia, de Farina, el aguardiente de lavanda con ámbar, &c., que tienen por único objeto perfumar el agua, y darle al cuerpo un olor agradable; pero es indispensable emplearlos siempre en pequeña cantidad y mezclados con mucha agua.
El tratamiento de los granos y diversas otras erupciones cutáneas es del dominio del médico. Contra las pecas no hay más que un paliativo: evitar la luz solar, y concretarse a dos lociones diarias con agua de salvado o con sustancias emolientes análogas; en cuanto a los elixires maravillosos, hasta ahora todos los anunciados han hecho fiasco completo.
Y ¿qué diremos de los diversos afeites o coloretes? Los hay blancos, para atenuar el color subido de la piel, disminuir sus arrugas, sus pliegues; rojos, para dar frescura a las mejillas; azules o negros, para fingir venas, que a veces no han sido jamás descritas en ningún tratado de anatomía, para aumentar las dimensiones aparentes de los ojos, &c., &c. En fin, los hay de todos colores, y desgraciadamente de todas calidades, porque al lado de unos pocos inofensivos, hay otros muchos muy dañinos.
La mayor parte de los afeites blancos contienen un preparado de plomo bastante venenoso. De todos, el mejor y más inofensivo es el llamado blanco de Thénard, compuesto de partes iguales de flores de zinc y de talco.
Entre los rojos, los mejores son los que se expenden bajo forma líquida, y se debe siempre buscar que su base sea la cochinilla, el cártamo, &c. En el comercio se encuentra un colorete, llamado rojo líquido de Sofía Goubet, que es muy estimado.
Para terminar este asunto, no puedo resistir al deseo de citaros textualmente las palabras de un eminente higienista extranjero:
«En resumen, muchos de los pretendidos cosméticos que acabamos de enumerar, y muchos otros que callamos, además del peligro que puede resultar de la absorción de partículas tóxicas (es preciso advertir que el autor acababa de hacer una revista de casi todos los cosméticos, tanto de los malos como de los buenos), alteran la piel, la cauterizan, la irritan crónicamente, o le comunican un color lívido y un aspecto arrugado, que depende de la pérdida de su retractilidad, de la disminución de la circulación capilar; y en algunos casos, el agua, con la adición de un principio estimulante, tiene por efecto sostener la firmeza de los tejidos cutáneos, corregir su atonía, su vascularidad pasiva, su disposición varicosa... Pero el agente más eficaz y más sencillo para la limpieza es el agua, y en cuanto a la frescura y al hermoso color del cutis, en cuanto a los atributos lisonjeros de la exterioridad, sólo pueden comprarse a costa de la salud general. Un régimen bien ordenado, la sobriedad y la moderación en todas cosas, son los cosméticos más seguros; obran de dentro afuera, y hacen que las ventajas de la exterioridad, lejos de ser una mentirosa apariencia, denoten la salubre elaboración del fluido alimenticio y la regularidad de todas las funciones.»
¡Cuánto quisiera poder aún deciros sobre los vestidos, el ejercicio, la costura y otras ocupaciones propias de vuestro sexo, &c., &c.! Pero ha llegado el momento en que debo ceder el puesto a más instruidos y más amenos compañeros. Apenas he empezado el estudio higiénico del día de la mujer, y me veo obligado a interrumpir mi tarea. ¡Talmente es vasto el asunto!
Mucha gratitud os debo por haber acogido tan benévolas mi árido y pesado discurso; pero creo que habré bien satisfecho esta gratitud, por grande que sea, si he llegado a conseguir que esta Conferencia os haga entrever estas dos verdades fundamentales: la una, teórica, que mil veces más bella y más fecunda es la ciencia, en su cándida desnudez, que el enfático charlatanismo con sus mentirosos oropeles; la otra, esencialmente práctica, que la primera regla, la regla capital de todo buen gobierno, tanto privado como público, es que Mil veces más vale evitar que curar.
Conferencias publicadas
Discurso inaugural, leído por D. Fernando de Castro.
Primera conferencia: Sobre la educación social de la mujer, por D. Joaquín María Sanromá.
Segunda conferencia: Sobre la educación de la mujer por la historia de otras mujeres, por D. Juan de Dios de la Rada y Delgado.
Tercera conferencia: Sobre la educación literaria de la mujer, por D. Francisco de Paula Canalejas.
Del Lujo: artículo leído en la Conferencia dominical del 14 de Marzo de 1869, por D. Antonio María Segovia.
Cuarta conferencia: Acerca de la influencia del Cristianismo sobre la mujer, la familia y la sociedad, por D. Fernando Corradi.
Quinta conferencia: Sobre la mujer y la legislación castellana, por D. Rafael M. de Labra.
Lectura sobre los lamentos de Jeremías, dada en la quinta Conferencia, por D. Antonio M. García Blanco.
Estas Conferencias se hallan de venta en la portería de la Universidad, en el Ateneo de Madrid, y en las librerías de Durán, Bailly-Baillière, Leocadio López y San Martín, al precio de un real de vellón.
(contracubierta)
[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 30 páginas más cubiertas. ]