Juan Bautista Fernández · Demostraciones católicas y principios en que se funda la verdad · 1593
Libro segundo · Tratado tercero · Capítulo cuarto
Que no toda la lección de la escritura y libros de los filósofos es ilícita y desaprovechada, antes en parte es lícita, útil y loable al profesor de las letras sagradas: muéstrase cómo los enseñamientos de los gentiles, no sólo los pertenecientes a las costumbres, pero aún al conocimiento de las cosas naturales, manan de Dios, por lo cual deben ser estimados y recibidos
Así como hubo algunos, según queda dicho, que abominaron las ciencias seglares, no faltaron otros que de todo en todo cerraron la puerta a la lección de los libros de los gentiles y Filósofos, uno de los cuales fue el malvado Lutero, teniéndola por inútil y perniciosa. Lo cual cuan ajeno sea de toda razón parecerá claro al que considerare que siendo el hombre animal racional y deseando naturalmente tener conocimiento de toda verdad, porque como decíamos en el capítulo precedente de Aristóteles, todo hombre tiene inclinación natural a saber, no sólo porque el conocimiento de la verdad pare un deleite honestísimo en la alma y le es como un pasto jocundísimo cuando la alcanza, pero aun también porque lo perfecciona teniendo lo verdadero por bien propio. Si esta verdad se halla en los libros de los Filósofos y gentiles, no es razón que el hombre deseoso de saberla la deje de leer en ellos, siendo así cierto que los filósofos aunque destituidos de la luz de la Fe, de la verdadera religión y doctrina celestial, de tal manera alaban el ejercicio de la virtud y vituperan los vicios, que ningún prudente cuando los lee no quede admirado. Por lo cual el glorioso Jerónimo (Hiero. in epist.) cuando en sus epístolas se aprovecha de los ejemplos de virtudes y sentencias morales de los Étnicos, luego añade. Estas cosas son dichas para nuestra reprehensión, sino obra en nosotros la Fe lo que la infidelidad prestó a los gentiles. Y en otras muchas partes. ¿Si en tanto se estima el vidrio (dice) en cuanto se debe tener la preciosísima margarita? como si dijera, ¿si tanto estimaron aquellos que carecieron de Fe la semejanza y apariencia de virtud, qué será bien que nosotros hagamos por la solida y maciza, a la cual corresponde eterno premio?
Añádese a esto que los Filósofos aunque destituidos de la lumbre sobrenatural nos incitan al estudio de la virtud, y nos apartan de los vicios con razones y argumentos que convencen, con los cuales nos ponen delante los ojos con método gravísimo el provecho y honestidad de las virtudes, y la vileza e infamia de los vicios. De donde procede que el hombre que es partícipe de razón, al cual ninguna cosa le es más propia que la misma razón consideradas las causas y razones de las cosas, es incitado y vehementísimamente movido, principalmente si está dotado de agudeza de ingenio y de natural prudencia con la cual pueda penetrar la fuerza de las razones.
De aquí también resulta que para con los hombres del siglo valen más muchas veces las razones humanas que las divinas, no porque sean de más sustancia y más principales, pues consta que son inferiores, sino porque con ellos como con rústicos y groseros pueden más las humanas razones que dicen mejor con sus entendimientos, que las divinas que son más levantadas y piden más asentado juicio, y así no es inconveniente con este artificio levantar poco a poco al hombre de las cosas ínfimas a las sumas, de las humanas a las divinas, de la lumbre natural a la Fe. Así como los Filósofos acostumbran proceder en sus enseñamientos y modo de enseñar de las cosas que con los sentidos se perciben, que son las más conocidas de nosotros, a las que se entienden con sola la razón, que según su naturaleza son más conocibles, aunque a nosotros más escondidas. Así de esta manera nosotros como rastreros vamos subiendo poco a poco de las cosas que más peso y eficacia nos hacen, cuales son las razones humanas a las divinas que son más dignas y poderosas. Pues a estos hombres que tienen tal ánimo e ingenio, no poco aprovecha la lección de los Filósofos, que les es como un discreto ayo que los guía a Cristo. Porque como la lumbre de naturaleza proceda de Dios, en ninguna manera puede contrariar a la de Fe, antes la debe servir como inferior a superior, y ser perfeccionada de ella.
Allende de esto la verdad, como dice S. Ambrosio (Ambros.) en cualquiera que la diga es del Espíritu Santo, que es y se llama espíritu de verdad, y san Pablo (Rom. 1.) afirma que las cosas verdaderas que los Filósofos conocieron de Dios, el mismo Dios se las manifestó. Y verdaderamente si alguna cosa es probable ninguna lo parece más que haber Dios, que es el supremo autor y príncipe soberano de la naturaleza, proveído de algunos doctores de la disciplina natural, para provecho de los hombres. Porque ¿quién será tan insipiente que instituya Academia alguna sin preceptores? Y si como es verdad fue Dios el criador de este mundo, en el cual puso a los hombres capaces de razón y discursivos, los cuales de su naturaleza son enseñables, cuyo entendimiento, como dijo Aristóteles, es como una tabla rasa en la cual ninguna cosa está pintada, pero aparejada para recibir cualquier pintura, a su providencia conviene también proveer de maestros que perfeccionen lo que a la humana naturaleza falta, que es el conocimiento natural de las cosas. De aquí es que cuando Dios escogió al pueblo Hebreo, en el cual según dice David, era conocido, levantó como una escuela o Gimnasio de la divina ciencia para ser por más soberana manera conocido, para lo cual proveyó de doctores y Rabinos que enseñasen a su pueblo. Por lo semejante queriendo Dios, que entre los cristianos hubiese Academias donde se enseñase la Fe católica y doctrina Evangélica, dio (como dice el Apóstol San Pablo) (Ephes. 4.) para este ministerio Apóstoles, Evangelistas y Doctores que profesasen y enseñasen la doctrina católica y Evangélica en la república cristiana. Porque de otra manera parecería con verdad haber quedado corta la divina providencia instituyendo escuelas sin preceptores, lo cual es ajeno de toda razón. Y si a los Judíos y Cristianos proveyó Dios de maestros no es de creer, que a las gentes todas las hubiese dejado sin doctores y maestros que las instruyesen en las leyes y disciplinas naturales que de él proceden.
Dio Dios (afirma Clemente Alejandrino) (Clemens Alexand. strom. 6.) la filosofía a los Griegos como propio testamento. De donde es que dijo San Pablo (1. Cor. 1.) que los Griegos buscan la sabiduría. Pues así como no dejó Dios los testamentos de los Judíos y Cristianos sin intérprete, consiguiente cosa es que también lo tuviese el de los Griegos. Por lo cual al divino cuidado y providencia pertenecía que no todos los Filósofos alucinasen y anduviesen como a ciegas en el conocimiento de Dios y de las cosas naturales y en la regla de la vida y costumbres. Aun por esta razón (como testifica S. Pablo) (Roma. 1.) los Griegos fueron inexcusables, que lo pudieran ser y tuvieran excusa si sus preceptores, que lo fueron los filósofos no fueran instruidos, enseñados y guiados por el soberano autor, guía y maestro de la naturaleza. Esto nos enseñó David, (Psal. 93.) cuando afirmó de Dios, que es el que enseña al hombre la ciencia. Lo cual se debe entender de todo género de ciencia útil y provechosa, así para el conocimiento de Dios, como para el convicto y conversación de la vida humana. Job testificó que Dios nos enseña sobre las bestias de la tierra, y sobre las aves del cielo. (Iob. 35.) Quiere decir, que Dios es tan amigo de nuestro linaje humano, que entre todas las corporales criaturas, nos hizo racionales a su imagen y semejanza, y capaces de su disciplina, en lo cual excedemos a todos los géneros de bestias que andan sobre la tierra, y con particular amor tiene por bien de nos instruir con excelencia sobre las aves que vuelan en el cielo, no tan solamente encaminándonos en los oficios naturales como a ellas, y a los demás brutos que los endereza, y mueve con un natural instinto, pero aún con instrucción particular y racional disciplina: lo cual no ha concedido a ninguno de los demás animales sino al hombre solo. Vemos pues que la naturaleza, o por mejor decir el autor de ella, que es Dios, ha puesto en algunos animales que diputó por príncipes y capitanes de los demás, unos instintos particulares con los cuales cada cual de ellos es movido para buscar lo útil para su manada, y retraído de lo que es dañoso, bien así hemos de creer y tener, que pues es inferior la condición de las bestias a la nuestra que imprimió Dios en los ánimos de los hombres que constituyó por maestros y guías de los demás unas particulares noticias, con las cuales atiendan a lo que hacen para la doctrina y enseñamiento de los rudos e idiotas. Constando pues, que lo que los filósofos dijeron con verdad, es de Dios que se lo manifestó, y con particular providencia y cuidado los enseñó, para que fuesen los maestros de los pueblos, luego no deben sus escritos ser menospreciados como inútiles, antes leídos como provechosos.
Fuera de lo dicho hallarán los que leyeren con curiosidad los libros de los gentiles muchas cosas que consienten y convienen maravillosamente con las que la divina escritura enseña. Y mostrar esta conveniencia aprovecha mucho, no sólo para redargución de toda falsedad y conversión de los infieles, pero aun para la consolación y confirmación de los fieles. ¿Quién hay que si lee a Séneca en sus obras, a Plutarco en sus tratados, y notare sus morales sentencias, su doctrina excelente, no le parezcan en ella Cristianos? Y si la cotejare con la divina y viere cuán bien dice la una con la otra, no hay duda sino que quedará alentado, consolado, y animado, para seguir la empresa de la virtud.
Si la filosofía (como luego probaremos) es al Teólogo buena, provechosa, y aun necesaria, y si como es claro no la puede alcanzar sino ayudado de los libros de los filósofos, síguese que no los debe menospreciar sino aprovecharse de ellos. Y siendo verdad (como lo enseña san Agustín, y adelante lo mostraremos) que es necesario para entender las sagradas letras el conocimiento de las hierbas, piedras, árboles, animales, elementos y de otras semejantes cosas así terrenas como celestiales, ajeno por cierto será de entendimiento el que menospreciare la lección de aquellos autores que con sumo ingenio y perseverante cuidado y con experiencia de largo tiempo trabajaron en conocer estas cosas.
Sobre todo esto en los escritores gentiles se hallan muchas cosas, no sólo verdaderas, pero aún utilísimas para la vida humana, porque enseñaron en sus libros, allende de las virtudes que debemos seguir y vicios que se han de huir, muchas cosas pertenecientes a la gobernación Económica y política, de la medicina, agricultura, y de las artes mecánicas, todas las cuales son verdaderas y comodísimas para los usos de los hombres. Confírmase todo esto con el ejemplo y autoridad de Moisés y Daniel, (Acto. 7. Dani. 1.) que tienen vez y peso de firmísima razón, de los cuales Moisés fue enseñado y leído en las letras, disciplinas y escritos de los Egipcios, y Daniel en las de los Caldeos.
Fuera de lo dicho aprovecha la lección de los libros Filosóficos, para conocer la ventaja grande que hace la escritura divina a la humana, como lo verá el que los leyere. Porque comparando la sagrada doctrina con la profana, luego se descubre cuan más antigua, excelente y útil sea aquella que ésta. Esto conocieron aquellos famosos Basilio y Gregorio, que después de haberse ejercitado en la lección de los libros de los filósofos, atiendo comprehendido cuanta ventaja les hagan los sagrados, repudiaron y despidieron todos los libros de la sabiduría seglar, como lo cuenta Rufino. (Rufin. li. 2. histor. suae c. 9. Hiero. in episto. ad Galat.) Por esta misma razón S. Jerónimo testifica de sí que en quince años no tomó en las manos libro alguno de los sabios gentiles.
Finalmente no sólo es de momento saber las cosas que los gentiles verdaderamente escribieron para aprovecharnos de ellas, pero aun también es bien no ignorar sus enseñamientos falsos, lo uno para reprobarlos, porque lo que no se sabe ni se puede aprobar ni desechar: lo otro para sacar y librar de sus errores con que están encarcelados los que los siguen en las falsedades que enseñaron, y manifestar la insuficiencia de la doctrina humana y la necesidad de la escritura divina. Porque si bien advertimos cinco cosas debe el hombre saber para bien instituir y gobernar su vida. Lo primero tiene necesidad de saber qué ánima es la que tiene, si es mortal o inmortal, porque de una manera ordenará su vida, el que creyere que ni tiene que esperar, ni que temer después de esta vida, y de otra el que se persuadiere con certeza que después de esta vida hay otra eterna, en la cual cada uno, según que aquí viviere será perpetuamente, o bienaventurado, o miserable. Lo segundo debele constar al hombre cuál sea su último fin, aquel digo en el cual se constituye y contiene el sumo bien y felicidad humana. Lo tercero debe conocer por qué caminos y medios se haya de caminar, y llegar a este último fin. Lo cuarto hale de ser manifiesto, que Dios no solo en general y envueltamente, sino en singular, propia y explicadamente tiene noticia y cuidado de todas las cosas, no sólo altas y superiores más aún inferiores y bajas, principalmente de las humanas. Lo quinto y último tiene necesidad de saber de qué manera Dios debe ser honrado y reverenciado. De estas cinco cosas los sabios gentiles, o ninguna cosa escribieron, o si escribieron, o falsa o dudosamente, o blanda y flacamente. Porque de la inmortalidad de la alma, como en el primero libro declaramos, Aristóteles ninguna cosa dijo determinadamente. (Arist. li. 12. Metaphi.) El último fin ni él lo conoció ni los demás Filósofos, y no lo conociendo síguese que tampoco pudieron atinar a conocer los caminos por donde se alcanza. La providencia divina de los premios y castigos que ha de haber después de esta vida, el mismo Aristóteles dice, que son fábulas para refrenar al vulgo, y Diógenes Laercio con claras palabras enseña, que Aristóteles sintió que la providencia de Dios no descendía de los cielos abajo, y aun Clemente Alejandrino con Epifanio afirma de él lo mismo que Diógenes. (Laertius in Aristo. Clem. Alex. lib. 5. Stroma. Epiphan. li. 3. adversus heres. c. ulti.) Finalmente ninguno de los Filósofos gentiles supo ni atinó a enseñar cómo debe el hombre honrar y reverenciar a Dios para agradarle y alcanzar su amistad y gracia. Lo cual patentísimamente enseñan las divinas letras con gran suficiencia, y para entenderla es bien leer la insuficiencia y cortedad de los libros gentiles.