Filosofía en español 
Filosofía en español

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Universidad de Madrid
Conferencias dominicales sobre la educación de la mujer
 

sétima conferencia
 
Influencia de la madre sobre la vocación y profesión de los hijos
 
por
D. Segismundo Moret y Prendergast,
Profesor de la Facultad de Derecho.

 
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4 de Abril de 1869.
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MADRID,
Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra,
calle del Duque de Osuna, núm. 3.
 
1869




Señoras y señores:
 

El asunto con que voy a tratar de ocupar vuestra atención por breves momentos es un asunto generalmente tema de las conversaciones de todos los días; asunto que pasa por vuestros labios, que ocupa vuestro espíritu, ligeramente sí, pero que por la misma continuidad con que se trata, la insistencia con que se repite, y el encanto que tiene para todos, no sólo se recuerda a cada momento, sino que está arraigado en todos los espíritus, revela a cada instante su fuerza y su valor.

Ese asunto, Señoras, es aquel sobre el cual aconseja el padre a su hijo cuando le habla de la que un día será su esposa; ese asunto es del que, en frases veladas por el pudor, habla el amante a su amada al edificar con ella los castillos del porvenir; es aquel que se consagra con una sola frase cuando decimos la madre de nuestros hijos; es, en fin, aquel recuerdo que va unido a los actos de nuestra existencia cuando en los últimos años, recordando nuestra vida, y sintiendo renovarse en nuestro espíritu el aliento de la juventud, siente el hombre elevarse en su mente el recuerdo de su madre; es, en una palabra, la influencia que la educación y que las ideas de la mujer tienen en la educación, en la vocación y en la profesión de sus hijos, y hasta pudiera decirse en la vida entera del hombre. Hoy, sin embargo, sólo hablaré de la vocación y de la profesión.

Realmente, Señoras, la educación es infinita; principia desde el primer instante, y no concluye hasta el último de nuestra vida; es una serie continua de impresiones que cada momento se suceden y a cada paso nos asaltan; impresiones que, modificándonos hora tras hora, nos llevan insensible, pero continuamente, al destino que los hombres tenemos en la sociedad, desde que en ella entramos hasta el momento en que salimos de ella.

Pero, al lado de este carácter de continuidad, de persistencia, hay en la educación otro rasgo muy importante, acaso más importante que el primero, cual es la influencia que ejerce en nosotros cuanto nos rodea, nuestro siglo, nuestra familia, nuestros amigos, nuestra patria; cuantas relaciones, en una palabra, ligan al hombre con la sociedad. Y esa influencia tiene el privilegio de modificarnos constantemente.

Por esto, cuando no tenemos un gran fondo de ideas y de carácter, cuando no estamos muy seguros de nosotros mismos, cuando carecemos de energía, entonces la educación nos cambia insensiblemente, y cuando el hombre vuelve la vista a su pasado y se pregunta quién es, no se reconoce, y pasa por las fases de su vida, sin darse cuenta de sí propio; encontrándose siempre cambiado y transformado, y pareciéndole que no es el mismo.

¿No habéis reparado un fenómeno que ocurre en el mundo físico? Muchas veces contemplamos una serie de objetos que pasa ante nuestros ojos, que llaman nuestra atención y que contemplamos con curiosidad; poco a poco la impresión se debilita, los objetos siguen desfilando, y ya principian a sernos indiferentes, y pasan y siguen pasando, y cuando ya no están delante, y nos preguntamos lo que hemos visto, nos parece que nada ha sucedido, y sin embargo, al volver la vista sobre nosotros, nos encontramos cubiertos del polvo que levantaron al pasar, de aquella atmósfera impalpable, formada por ellos; polvo y atmósfera que nos cubre, que nos rodea sin sentirlo.

De aquí es que en la educación podemos y debemos distinguir dos partes. La educación que se hace por nosotros mismos cuando ya estamos lanzados a la vida, y la educación que precede a la primera, la preparación. Sólo quiero hablaros de la preparación a la educación.

Ella es la que forma el espíritu del hombre bajo tres puntos de vista enteramente distintos, a saber: modo de comprender y de conocer las cosas; modo de sentirlas, y modo de perseguirlas o quererlas. Bajo estos tres aspectos se forma la preparación de la vida.

Su primer aspecto es el conocimiento, la inteligencia.

Principia en el niño, con esa curiosidad persistente con que pregunta a su padre el porqué de todo, fatigándole para conocer la razón de lo que le rodea; se desarrolla en la juventud, en ese sentimiento que lleva al hombre al deseo de instruirse y perfeccionarse, persiguiendo con avidez ideas tras ideas. Llega, en fin, la edad viril (momento de crisis de nuestras ideas), y entonces la ávida curiosidad se va a tornar en razón; pero en todos estos momentos, sólo quien está al lado del niño, al lado del joven, es quien puede formar e iluminar su espíritu, al decirle el porqué de las cosas; quien puede únicamente guiar esa razón, todavía inconsciente, es la madre, que contesta a sus preguntas, que se ingenia para hallar la respuesta, a veces imposible, a la infantil curiosidad; que se adelanta a las misteriosas revelaciones de la juventud; que comprende las impaciencias del genio que se revela; y ella, por tanto, debe saber que lo que importa es dar fuerza a esa razón, solidez a esa inteligencia, impidiendo que la curiosidad degenere en puerilidad, el estudio en pasatiempo, la razón en fantasmagoría, el deseo de saber en preocupación; que lo que importa, en fin, es que ese espíritu se forme fuerte, vigoroso, enérgico, guía único de nuestros pasos en la vida.

Al lado de la inteligencia, ayudándola y precediéndola, se desarrolla la sensibilidad. En efecto, desde el primer momento la idea de lo bello, bajo la forma de lo agradable, se despierta en el hombre. ¿Quién, desde su primera edad, no ha sentido el encanto del niño ante los vivos resplandores del sol, o ante el espectáculo de los mares? ¿A quién no ha sorprendido la belleza de las flores, la combinación de los colores, y todas esas cosas que forman y despiertan en el niño el sentimiento del arte?

Y este primer movimiento, este primer instinto será después el que guíe, el que ayude, si se desarrolla desde su primera base, para saber amar todo lo bello, todo lo grande, todo lo digno, todo lo elevado.

Pero al mismo tiempo que la educación prepara al hombre bajo este aspecto, su voluntad principia a correr tras un objeto diferente; se fija en un objeto, en seguida lo deja; pasa de una a otra cosa, no sabe nunca lo que quiere, y marcha siempre tras de lo desconocido. Y por eso es preciso que desde los primeros instantes la voluntad se eduque a querer con energía, a fijarse en un objeto, a sostenerse en una resolución, a perseguir un ideal; que sólo hay verdadero mérito donde hay energía, y sólo hay voluntad donde hay persistencia y constancia; que la voluntad que no se sostiene, no merece este nombre.

Pero todo esto nada sería, nada valdría, sin la armonía entre las facultades, eso que es el verdadero secreto de la educación. Sin esto, llega un momento en que el hombre no sabe lo que quiere ni lo que desea; su inteligencia domina la sensibilidad, la sensibilidad entorpece la voluntad, y las mejores naturalezas se esterilizan por esto. En ese equilibrio, en esa armonía consiste todo; así como después de pintado un cuadro, y de contemplarlo el maestro, basta que le dé un ligero toque, un efecto de luz, para que el cuadro, antes sombrío, inanimado, se penetre de vida.

No basta saber sentir, no basta conocer la verdad, no basta amar lo bueno; es preciso que la inteligencia caliente y anime la sensibilidad; que ambas fortifiquen la voluntad, y que se verifique en el alma del hombre esa profunda, sublime armonía, que distingue las naturalezas escogidas, que no piensan sin amar sus ideas, que no aman sin buscar ardientemente el objeto amado, en las cuales el pensamiento es acción, y el sentimiento inteligencia.

No sé si me atrevería, a este propósito, a citar un ejemplo, aunque vulgar, tomado de un gran pensador, y que, aunque extraño a mi juicio, encierra un gran sentido.

¡Cuántas mujeres, decía, que después de desarrollar sus grandes condiciones han caído en el ridículo, hubieran podido armonizar sus facultades si se les hubiese enseñado, desde los primeros años, algo de la realidad que sirviera de contrapeso a los desarreglos de su fantasía! ¡Cuántas mujeres, condenadas a las ocupaciones más materiales, y cuyo espíritu vive encerrado en una grosera naturaleza, habrían visto cambiada su vida si se hubiera vertido en su inteligencia algún pensamiento grande, alguna gota de esa inspiración divina de la poesía!

En este equilibrio, en esta armonía, está precisamente el gran problema de la educación del hombre; de aquí nacen luego la vocación y la profesión.

De ellas voy a hablaros especialmente. Antes de entrar en la vida, ésta nos solicita por todas partes; apenas nacemos, una fuerza poderosa, enérgica, nos impulsa desde la cuna y nos lleva más allá de la tumba. Pero los caminos por donde esa fuerza nos conduce son muchísimos; en efecto, eso a que aspiramos, eso que queremos, eso que deseamos, se nos presenta por mil partes, por mil sendas distintas, como el torrente que baja y se extiende, y después de correr por todas partes, vuelve a precipitarse en el mar.

Ahora bien; esa diferente manera que tiene el hombre de llegar a su fin; esa imposibilidad de unos hombres para ciertas cosas, esa facilidad de otros para realizarlas, es lo que se llama vocación. Esa vocación nace de la limitación de las facultades que nuestra condición individual lleva envuelta consigo: como hemos indicado, cada uno sirve solo para alguna cosa, y entre todos realizamos los fines completos de la vida humana.– De aquí la especialidad de cada uno; especialidad que nace de las condiciones de la educación y de ese equilibrio, sobre todo, de que os hablaba hace un momento.

De la vocación a las profesiones hay nada más que un paso, y permitidme que exponga una idea. Todas las profesiones, todas, son absolutamente iguales; todas llevan al hombre a la realización de un mismo objeto, aunque por diferentes caminos; así como los ríos corren en tantas direcciones, pero siempre buscando el mar.

No es más que la inclinación del hombre a seguir una u otra tendencia, en una u otra cosa, para responder a su fin de acuerdo con su organización. De aquí lo extraño de las preocupaciones que nos circundan cuando nos preguntamos la profesión del niño. La senda es igual; lo que importa es conocer la vocación, el deseo; lo que importa es darle condiciones tales a su vocación, que pueda sin esfuerzo ni fatiga conseguir el fin que se propone, y que bajo cualquiera forma, sea lo útil, sea lo grande, sea lo justo lo que realice.

Por eso es tan delicada la elección de profesión, y cuando llega ese momento, que decide de la felicidad de nuestra vida, a vosotras corresponde preparar nuestro espíritu y formar nuestro carácter y decidir nuestras inclinaciones. Y ¡ay de aquellos que, arrastrados por la preocupación o llevados por estrechas miras, impiden a sus hijos la elección de su profesión! Y ¡ay de todos aquellos que se equivocaron al tomarla! Hay un momento solemne en la vida, momento en que os halláis muchos de los que me escucháis, que recordáis otros muchos, que ninguno ha olvidado: el momento de nuestra vida en que pasamos de la juventud a la edad viril, en que nos decidimos a entrar en esa senda por la cual forzosamente vamos a recorrer ya la vida.– Todo está a nuestro alcance, todo nos sonríe, el porvenir entero; que el porvenir, el universo, está al alcance de nuestra mano: la gloria, las hazañas, las grandes acciones, los resultados del genio, las obras del arte, todo parece nuestro; sólo nos falta querer para obtenerlo.– Y es verdad: aquél es el momento supremo, todo lo grande está allí para nosotros, pero sólo como esperanza; la mayoría lo hemos entrevisto y no hemos sabido alcanzarlo; sólo algunos supieron oír la voz de su vocación; sólo algunos tuvieron a su lado quien supiera ponerlos con pié firme en esa senda.– Felices ellos, porque nada es más triste, más desconsolador, que en medio del camino de la vida pararse un momento, volver la vista atrás, y exclamar con profundo desconsuelo, como tantos exclaman: «¿Qué hubiera yo sido a haber seguido otro camino?»

Ya veis, Señoras, la importancia de la vocación, la importancia de la profesión del hombre; ella es nuestro destino. Pues bien; todo eso, absolutamente todo, os está encomendado, todo depende de vosotras. Bien puede decirse que la vida, el interés de la humanidad está confiado a cada instante a la madre de familia.

¿Quién como vosotras puede comprender la vocación del niño? ¿Quién mejor que vosotras podrá dirigirla y prepararla? No hablaré del padre; nosotros, trabajando siempre, pasando la vida fuera del hogar, preocupados o distraídos, apenas vemos a nuestros hijos y apenas sorprendemos el momento en que se marca su inclinación; nosotros no sabemos halagar sus esperanzas ni animar sus sentimientos; todo esto se nos escapa; apenas si ese mismo alejamiento nos permite obtener el respeto y la autoridad.

Vosotras os encontráis en otro caso; vosotras estáis siempre al lado de vuestros hijos; vosotras sois los primeros artistas de esa interminable obra de la educación del hombre; vosotras sorprendéis las primeras sonrisas en el rostro del niño, falto de expresión para todos, menos para su madre; vosotras solas sabéis descifrar su lenguaje, para todos desconocido; vosotras veláis su sueño, veis nacer y dirigís sus inclinaciones, comprendéis su llanto, en su sonrisa adivináis sus pensamientos, en su turbación sus ideas, en la expresión de sus ojos el pensamiento que abrigan; y si no comprendéis cuál es la vocación de vuestros hijos, o si, comprendiéndola, no sabéis dirigirla, entonces ¡ay de vosotras! porque entonces, como muchas veces sucede, habéis tenido en la mano el fuego sagrado y no habéis sabido alimentarlo. ¡Cuántas veces los padres y las madres son, desgraciadamente, víctimas de no haber sabido comprender y dirigir la inclinación de sus hijos! ¡Cuántas veces un amargo desengaño revela que el hijo había vivido en la familia recibiendo apenas un pequeño barniz, que salta al contacto con el mundo.

Podréis decir a esto que la vocación de un hijo no se adivina tan fácilmente; que no es fácil descubrir y conocer si será un buen guerrero, un poeta, un sacerdote, un jurisconsulto, o un artista, o un pensador. Sin embargo, yo os diré que tal vez el detalle de la profesión se os escape, pero el carácter, la tendencia, la inclinación, ésa no puede escapar a vuestra mirada, porque ésa se os revela a cada instante y os permite distinguir la afición de la vocación, y algunas veces vuestro conocimiento es tan exacto, que os lleva, y ojalá lo hicierais siempre, a poneros frente a nosotros y a impedirnos que nuestras preocupaciones nos hagan labrar la desgracia de nuestros hijos o condenarlos a la impotencia por forzar su vocación.

Y puesto que de este asunto hablo, yo me fijaré en dos puntos de vista que quiero recomendaros; hay dos cosas que dependen de vosotras, y que son la base y el carácter de la profesión y de la educación.

Yo he visto casi con miedo, casi con terror, que el carácter general de la educación en España es prescindir de toda la energía individual, es olvidar al niño, es prescindir de sus inclinaciones naturales, es obligarle a vivir dentro de un molde de hierro. Toda originalidad, toda espontaneidad se persigue, se critica, se ahoga; es preciso que el niño copie nuestro pequeño imperfecto modelo, o se vea hostigado y perseguido, teniendo al fin que sucumbir, o desarrollarse bajo una forma violenta y hostil a todo. Parece que nuestro ideal es tener buenos y tranquilos muchachos, y así lo que se consigue es tener imitadores, pero no creadores; copiantes, pero no artistas.

Huid de esto por el amor a vuestros hijos; sorprended sus aspiraciones, guiadlas, no las contrariéis: lo único bueno que produce el hombre es lo que brota de su interior; la única alegría verdadera es la de realizar sus propias aspiraciones.

Por eso debéis combatir el error fatal de dedicar a los hijos a la profesión de sus padres, sólo porque ellos la tienen: he aquí el medio de hacérseles completamente inútiles. Si queréis que sepan lo que saben sus padres, enhorabuena; pero no olvidéis ensanchar más y más sus horizontes. Si veis al niño sentirse conmovido ante el pobre que le pide una limosna, enseñadle que más allá hay otros infortunios que importa conocer y consolar; si les halagan los conocimientos científicos, decidles que hay nuevas ideas, que se suceden unas tras otras; si quieren crear y componer, contadles la historia de los grandes artistas, que empezaron siempre por pequeñas obras; si sus hábitos, sus costumbres tienden a diferenciarse de lo común, corregid lo extraño, pero conservad lo espontáneo; si, en fin, veis que en el momento de peligro, poseídos de entusiasmo, cogen las armas para defender la patria o las instituciones, no se las quitéis de las manos; no se las pongáis, enhorabuena, pero no se las arranquéis; que más vale llorar algunos años sobre la tumba de un héroe, que vivir algunos pocos días al lado de seres empequeñecidos y cobardes. Originalidad ante todo, fuerza y vigor propios, energía individual: la humanidad necesita vivir de sí propia, y el depósito de sus progresos está en la naturaleza de las nuevas generaciones.

Y después de este primer principio de educación, que sólo vosotras podéis cultivar y dar a las nuevas generaciones, permitidme os recomiende otro, en el cual estriba también el porvenir de la humanidad. Hay entre nosotros la manía, el afán de formar una juventud tímida, débil, raquítica, de escaso vigor físico, de escasa energía moral; y esto solo bastaría a destruir un pueblo, porque los pueblos afeminados tienen como porvenir la muerte. Es preciso que os resignéis al sacrificio, y que penséis siempre desde el primer momento en educar vuestros hijos para que vivan por sí, para que sepan luchar solos, para que recorran el mundo y afronten los peligros de la vida, y que los eduquéis como si esto hubiera de suceder desde el primer día. Enseñadlos, pues, a la fatiga, a la duda, al trabajo, y sobre todo a la independencia de espíritu, a la dignidad de la conducta: que miren el hogar doméstico, no como el refugio donde se van a ocultar y a borrar todas las debilidades, sino como el puerto donde descansa un momento el navegante para volver a los mares. Es justo que, como mujeres, tembléis algunos momentos ante esta perspectiva; pero, como madres, estaréis orgullosas las más veces. Y, creedme, si inspiráis en su alma el amor a lo justo, a lo bueno, a lo bello; si estáis seguras de la rectitud de su corazón, estad tranquilas: los peligros se conjuran, las dificultades se vencen con la dignidad moral y con la serenidad del ánimo. Los débiles, los caracteres pasivos, los hombres inertes son los que, después de huir y de temer los males, sucumben los primeros. Pues bien; de todo esto sois dueñas, de este rico porvenir sois árbitras sin rival. Hay un momento decisivo en la vida del hombre: la elección de su profesión; y si vosotras lo habéis preparado con tino, ese momento, lejos de ser una crisis, será un triunfo.

Pero me diréis que es muy difícil hacer todo eso; que para conseguirlo necesitaría la mujer saber muchísimo; estudiar, leer, comprender lo que nosotros sabemos y comprendemos; en una palabra, sería preciso que variasen las condiciones de su vida. No, ciertamente. Nada tan lejos de mi espíritu como recomendaros y exigiros lo imposible. No he patrocinado nunca la idea de que las dotes literarias debían imperar en la vida de la mujer, y formar la primera y más esencial de sus condiciones. Creo, sí, que constituyen en vosotras un bello adorno; pero cuando tienen otro carácter, son como prendas de elegante traje, colgadas en quien no sabe llevarlas, ridiculizando en vez de adornar; la excelencia de la educación se ha de reconocer en el conjunto de vuestra vida, como en la imagen de Virgilio la divinidad de la diosa se reconocía en su majestuoso andar.

Pero, aparte de esto, vosotras poseéis un especial recurso, una fuerza misteriosa, que la naturaleza os dio para cumplir vuestro destino. Esa fuerza es vuestra sensibilidad exquisita, vuestro instinto especial, vuestra gran facilidad de comprender, la cual, con sólo estar atentas al mundo exterior, comprendéis lo que en él sucede y lo trasladáis a vuestro hogar, y con él formáis los elementos de la vida doméstica y de la educación. Y así no necesitáis grandes esfuerzos, estudios especiales, no; solamente reflexionar constantemente y traer los resultados de vuestra reflexión a los seres queridos que os rodean. Vosotras tenéis, como ciertas plantas en la naturaleza, el don precioso de absorber los jugos de la tierra, y transformarlos por su virtud sola en matizadas hechiceras flores.

Y en seguida sin esfuerzo aplicáis todo vuestro espíritu, lo traspasáis a vuestros hijos, porque para conocerles y educarles tenéis otro secreto poderoso: la atención constante de que os rodeáis, santificada por vuestro sublime cariño.

Trabajo incansable, continuo, ciertamente; misión constante, verdad; pero pensad que los antiguos pueblos (simbolizando estas ideas) no daban a las Vestales toda la inmensa consideración de que gozaban, sino porque, al dedicarse a sostener en el templo el fuego sagrado, renunciaban a todas las demás cosas de la vida. Así en vosotras la misión más sagrada es consagrarse a ese trabajo constante que exige la educación de vuestros hijos; trabajo inmenso, pero pensad que por él obtenéis una recompensa que no tiene igual en el mundo, y que está a la altura del servicio que prestáis a la sociedad.

Todo pasa, todo se extingue, todo cambia: afectos, ilusiones, gloria, amistad, amor; todo se desvanece más tarde o más temprano; sólo queda una cosa en nuestra alma, sólo un recuerdo sobrevive a todos los desencantos: ¡el recuerdo de una madre! Todo desaparece, todo cambia, todo pasa en nuestro espíritu; sólo queda una cosa que no se borra jamás: ¡el recuerdo querido de la mujer que nos ha acompañado constante y cariñosamente en los primeros años de la vida, y cuya memoria va unida a cuanto hay de puro, de noble, de levantado en nuestro ser!

Quisiera concluir con esta idea; pero necesitaría decir algo más para que el asunto de que he tratado quedase fijo en vuestro espíritu, para que yo tuviera la seguridad de no haber hecho lo que más detesto: pronunciar algunas palabras sin objeto.

¿No habéis contemplado alguna vez uno de esos magníficos panoramas de la naturaleza, la inmensidad de los mares, cuando el sol se oculta tras de su inmenso manto, y la noche salpicada de estrellas se extiende por el espacio?

Entonces aquella contemplación sublime levanta insensiblemente el espíritu, y cuando el alma quiere buscar aún algo más grande que admirar, se levanta la idea de Dios, y nuestro entusiasmo concluye siempre en una oración.– Así también en la vida; y cuando nos detenemos un momento, cuando hacemos alto un instante en la carrera de la vida, y fatigados y tristes buscamos su consuelo en el pasado, entonces no hay nadie que no recuerde su juventud perdida, y que al evocar las imágenes queridas de otra edad, no vea, a medida que todas se disipan, una que queda fija, indeleble: el recuerdo o la imagen de la que le dio el ser, de la que le comunicó el espíritu con la educación; y entonces, bendiciendo su nombre, la última palabra es una oración también.

Y este cariño inextinguible, este recuerdo eterno es la mayor y más noble recompensa de vuestros esfuerzos, de vuestros sacrificios.– ¡Misión sublime la vuestra! Todo en ella es a un tiempo sencillo y grande.

Por eso, siempre que veáis a una madre rodeada de sus pequeñuelos, que se acogen a ella, y no se separan sino para volver más pronto, vosotras todas, y sobre todo nosotros, pensad, al mirar aquellos niños, que aquello es la humanidad en germen, y preguntaos con inquietud: «¿Sabrá esa mujer ser el ángel que guíe sus destinos?»

He concluido.




Conferencias publicadas

Discurso inaugural, leído por D. Fernando de Castro.

Primera conferencia: Sobre la educación social de la mujer, por D. Joaquín María Sanromá.

Segunda conferencia: Sobre la educación de la mujer por la historia de otras mujeres, por D. Juan de Dios de la Rada y Delgado.

Tercera conferencia: Sobre la educación literaria de la mujer, por D. Francisco de Paula Canalejas.

Del Lujo: artículo leído en la Conferencia dominical del 14 de Marzo de 1869, por D. Antonio María Segovia.

Cuarta conferencia: Acerca de la influencia del Cristianismo sobre la mujer, la familia y la sociedad, por D. Fernando Corradi.

Quinta conferencia: Sobre la mujer y la legislación castellana, por D. Rafael M. de Labra.

Lectura sobre los lamentos de Jeremías, dada en la quinta Conferencia, por D. Antonio M. García Blanco.

Sexta conferencia: Sobre la higiene de la mujer, por D. Santiago Casas.

Estas Conferencias se hallan de venta en la portería de la Universidad, en el Ateneo de Madrid, y en las librerías de Durán, Bailly-Baillière, Leocadio López y San Martín, al precio de un real de vellón.

(contracubierta)

[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 20 páginas más cubiertas. ]