Capítulo I
Escuelas Filosóficas en Hispanoamérica durante la época colonial
Escuelas Filosóficas en Hispanoamérica durante la época colonial.– Las ideas filosóficas de Cristóbal Colón.– Problemas morales planteados por la Conquista Española.– El problema de la esclavitud.– El Padre Montesinos.– Nacimiento del Derecho Internacional y de la Filosofía del Derecho.– Francisco de Vitoria.– Fray Bartolomé de las Casas.– Ginés de Sepúlveda.– P. Vicente Valverde.– Dr. Bartolomé Frías de Albornoz.– Características de la Colonización española.
En Hispanoamérica durante la primera mitad de la época colonial reina sin seria contradicción la Filosofía Escolástica. Dominicos, franciscanos y jesuitas se disputan el predominio en el campo de las ideas: Santo Tomás, Duns Escoto y Suárez son los grandes nombres cuya autoridad se invoca. Bajo su bandera y a la sombra de los amplios y espléndidos claustros de Méjico, Lima y Quito, se riñen, a golpes de silogismos y sutilezas, fieras escaramuzas dialécticas, eco lejano de las controversias que en Europa dividían a los pensadores católicos. En un principio predominan los filósofos y teólogos dominicos, más tarde los jesuitas logran indiscutible superioridad. Las escuelas filosóficas españolas independientes: el criticismo de Vives, el escepticismo de Sánchez, el armonicismo de Fox Morcillo tienen escasos prosélitos en América, cosa natural, por haber sido la Filosofía introducida en el Nuevo Mundo principalmente por las Órdenes Religiosas, en las que se consideraba como un deber impuesto por el hábito la defensa de las doctrinas de sus doctores; aparte de que precisa reconocer, para catequizar a los indios paganos, eran doctrinas poco apropiadas el criticismo, el armonicismo y el escepticismo, por mitigados ellos fueren y aunque respetasen el dogma y sólo pretendiesen libertad en las cosas que no eran de fe. La Filosofía no católica fue desconocida durante los primeros tiempos de la Colonia. Hubo uno que otro obscuro judío, casi siempre de origen portugués, y algún aislado protestante; pero, sea por la persecución de que eran objeto, sea por tratarse de personas de corto entendimiento y pocas letras, no dejaron rastro alguno en la Historia de la Cultura hispanoamericana.
El descubrimiento de América planteó nuevos problemas científicos de urgente solución a los pensadores españoles. Alejandro de Humboldt escribe con acierto: “Cuando se estudian los primeros historiadores de la conquista y se comparan sus obras, sobre todo las de Acosta, de Oviedo y de Barcia, a las investigaciones de los viajeros modernos, sorprende encontrar el germen de las más importantes verdades físicas en los escritores españoles del décimo sexto siglo. Ante el aspecto de un nuevo continente aislado en la vasta extensión de los mares, presentábanse a la vez a la activa curiosidad de los primeros viajeros y de aquellos que recibían sus relatos, la mayoría de las importantes cuestiones que aún hoy día nos preocupan acerca de la unidad de la especie humana y de sus desviaciones de un tipo primitivo; sobre las emigraciones de los pueblos, la filiación de las lenguas, más distintas a veces en las raíces que en las flexiones o formas gramaticales; sobre las emigraciones de las especies vegetales y animales; sobre las causas de los vientos alisios y de las corrientes pelásgicas; sobre el decrecimiento del calor en la rápida pendiente de las cordilleras y en las profundidades del Océano, acerca de la reacción de unos volcanes sobre otros y de la influencia que ejercen en los terremotos. El perfeccionamiento de la Geografía y de la Astronomía náutica… empiezan al mismo tiempo que el de la Historia Natural descriptiva y de la física del globo en general”{1}; y en su obra el Cosmos agrega: “El fundamento de lo que se llama hoy física del globo, dejando aparte las consideraciones matemáticas, está contenido en la obra del jesuita José Acosta, intitulada Historia Natural y Moral de las Indias, así como en la de Gonzalo Fernández de Oviedo, que apareció veinte años solamente después de la muerte de Colón. En ninguna otra época, desde la fundación de las sociedades, se había ensanchado tan prodigiosa y súbitamente el círculo de las ideas, en lo tocante al mundo exterior y a las relaciones del espacio. Nunca se había sentido tan vivamente la necesidad de observar la naturaleza en latitudes diferentes y a diversos grados de altura sobre el nivel del mar, ni de multiplicar los medios con los cuales se puede forzar a la revelación de sus secretos.”{2}
Si bien Cristóbal Colón está muy lejos de ser un filósofo, no cabe duda tiene carácter filosófico su Libro de las Profecías, y en general sus ideas merecen estudio muy detenido por su decisiva influencia en la realización de la hazaña del descubrimiento del Nuevo Mundo, en los métodos de colonización que se aplicaron y en el trato a que se sujetó a los indígenas.
Aunque Colón se califica a sí mismo de “lego marinero, non doto en letras y hombre mundanal” y no vacila en afirmar: “que para la ejecución de la impresa de las Indias, no me aprovechó razón, ni matemáticas, ni mapamundos: llanamente se cumplió lo que dijo Isaías”{3}, sin embargo, no hay que aceptar a la letra estas manifestaciones. Como él mismo nos cuenta: “De muy pequeña edad entré en la mar navegando, é lo he continuado fasta hoy. La mesma arte inclina a quien le prosigue a desear de saber los secretos deste mundo. Ya pasan de cuarenta años que yo voy en este uso: Todo lo que fasta hoy se navega, todo lo he andado. Trato y conversación he tenido con gente sabia, eclesiásticos e seglares, latinos y griegos, judíos y moros, y con otros muchos de otras setas.
A este mi deseo{4} fallé a Nuestro Señor muy propicio y hobe dél para ello espirito de inteligencia. En la marinería me fizo abondoso; de astrología me dio lo que abastaba, y así de geometría y arismética; y engenio en el ánima y manos para debujar esferas y en ellas las cibdades, ríos y montañas, islas y puertos, todo en su propio sitio.
En este tiempo{5} he yo visto y puesto en estudio en ver de todas escrituras, cosmografía, historias, corónicas y filosofía, y de otras artes ansi que me abrió Nuestro Señor el entendimiento con mano palpable a que era hacedero navegar de aquí a las Indias, y me abrió la voluntad para la ejecución dello; y con este fuego vine a V. A.{6} Todos aquellos que supieron mi impresa con risa la negaron burlando: todas las ciencias de que dije arriba no me aprovecharon ni las autoridades de ellas: en solo V. A. quedó la fe y constancia, ¿quien dubda que esta lumbre que fue del Espíritu Santo, así como de mí, el cual con rayos de claridad maravillosa consoló con su santa y sacra Escritura a Vos muy alta y clara con cuarenta y cuatro libros del viejo Testamento, y cuatro evangelios con veinte e tres epístolas de quellos bienaventurados Apóstoles, avivándome que yo prosiguiese, y de contino, sin cesar un momento mi avivan con gran priesa”.
Sin ser un letrado, Colón poseía cultura bastante extensa y para lo que era común entre los hombres de su profesión, había leído mucho. Según Herrera “supo latín e hizo versos”{7}. En sus escritos cita con frecuencia la Biblia, los Padres de la Iglesia, Aristóteles, Julio César, Séneca, Estrabón, Plinio, Ptolomeo, Solino, Julio Capitalino, Averroes, Alfergain, Samuel de Israel, San Isidoro, Beda, Walafriedo Strabo, Duns Scoto, Francisco Mayronis, Joaquín de Calabria, Sacrobosco, Nicolás de Lyra, Alfonso el Sabio, Juan de Gerson, Pío II, Regiomontano, Nicolás de Conti y Toscanelli. Algunos libros del Cardenal d’Ailly habían sido cuidadosamente estudiados por él.
Es muy probable que algo, y quizá mucho, de esta erudición sea de segunda mano y con ayuda de tercero. Del Libro de las Profecías sabemos fue enviado a un erudito fraile, el Padre Gonicio, para que lo revisara y dotase del aparato de erudición de que carecía, y según Humboldt: "Las citas de Tucídides, de Platón, Estacio, Hygin, Juvenco y Fortunato, pertenecen a D. Fernando Colón, hijo del Almirante, como se advierte con toda claridad en la discusión sobre la Atlántida y las islas Hespéridos, que Cristóbal Colón creyó formaban parte de la India a causa de un pasaje mal interpretado de Solino (Vida del Alm. c. 9)”{8}.
Los mejores biógrafos del Almirante están acordes en asegurar adquirió la mayor parte de sus conocimientos durante su larga estadía en Lisboa.
No fue Colón, en verdad, el santo que la fantasía ardiente y el entusiasmo mal informado o convencional de muchos de sus admiradores ha imaginado llevándoles hasta el extremo de solicitar de la Iglesia Católica su beatificación. Alma genial, contradictoria e impetuosa, toda luz y sombras, animada de ardentísima pasión; carácter enérgico, duro y egoísta; voluntad firmísima, era gran marino; administrador y gobernante incapaz, ya débil, ya violento; mezcla extraña de soñador y realista, a la vez negociante ávido de riquezas y místico en cuyo espíritu se confunden vagas y nebulosas fantasías, vulgares supersticiones, con un extraño iluminismo profético y sueños mesiánicos. Consciente de su misión histórica, se cree agente de Dios, impelido por fuerza sobrenatural; pero codicioso de riquezas, de honores y gloria quiere aunar los provechos materiales con el logro de un fin religioso. Egoísta lo es en grado sumo. Terminado cada peligroso viaje de descubrimiento suele actuar con torva prevención contra sus compañeros de aventura, por ver en ellos rivales molestos en la hora del reparto del oro, los honores y el renombre; pero posee valor y audacia a toda prueba que le llevan a desafiar las fantasías escalofriantes con que la antigüedad y la Edad Media poblaran el Mar Tenebroso. Su talento de escritor es indiscutible y le permite encontrar en los momentos de inspiración palabras e imágenes magníficas para relatar aquel “viaje nuevo al nuevo cielo y mundo que fasta entonces estaba oculto”; para describir la naturaleza americana, aquellas “arboledas y frescuras, y el agua clarísima, y las aves y amenidad que le parecía no quisiera salir de allí”, “los árboles de inmensa elevación, con hojas tan reverdecidas y brillantes cual suelen estar en España en el mes de Mayo”, las tempestades terribles en que “Ojos nunca vieron la mar tan alta, fea y hecha espuma… allí me detenía en aquella mar fecha sangre, herviendo como caldera por gran fuego. El cielo jamás fue visto tan espantoso: un día con la noche ardió como forno, y así hechaba las llamas con los rayos que todos creíamos que se habían de fundir los navíos”.
Lo más tenebroso en su carácter es la codicia insaciable que le atormenta y le llevó hasta el extremo de intentar condenar a la esclavitud a los habitantes del Continente por él descubierto. Nada podía apagar su sed de oro, metal en cuyo elogio llegó a entonar un verdadero himno: “El oro es excelentísimo; del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso.”
El Libro de las Profecías que juntó el Almirante D. Cristóbal Colón, de la recuperación de la Santa ciudad de Hierusalem y del descubrimiento de las Indias{9}, es una extraña mezcla de cosmografía, profecía y mística. Abundan en él las citas de Aristóteles, Ptolomeo, la Medea de Séneca, los Profetas, Padres de la Iglesia y doctos rabinos convertidos. Esta obra nos revela muchos de los pensamientos más íntimos de su autor, quien encargó, como hemos dicho, al Padre Gaspar Gonicio su revisión, pidiéndole lo exornara con citas eruditas destinadas a reforzar la doctrina con autoridades que hacían al caso de Jerusalem o sea la reconquista del Santo Sepulcro.
Cuando se olvida de las riquezas mundanales, el inmortal navegante aspira, con pasión ardentísima, conseguir la reconstrucción de la Casa Santa, de la Tumba de Cristo. Gracias a este libro y a varias de sus cartas que conservamos, en especial las dirigidas a los Reyes Católicos, podemos formarnos una imagen auténtica de su figura moral.
Creía Colón que la tierra no era esférica sino tenía la forma como teta de mujer o pezón de pera, y que este umbo o eminencia señalaba el fin del Oriente. “Allí está el Paraíso terrestre, hacia el Golfo de las Perlas, entre la boca de la Sierpe y el Dragón, donde no puede llegar nadie el salvo por voluntad Divina. Sale de este sitio del Paraíso una inmensa cantidad de agua, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan hondo.{10} El Paraíso no es una montaña escarpada sino una protuberancia de la esfera del globo, hacia la cual desde muy lejos va elevándose poco a poco la superficie de los mares.”
En carta escrita en Haití, en Octubre de mil cuatrocientos noventa y ocho, decía a los Reyes Católicos: “La Sacra Escritura testifica que Nuestro Señor hizo al Paraíso terrenal y en él puso el árbol de la vida, y de él sale una fuente de donde resultan en este mundo cuatro ríos principales: Ganges, en India; Tigris y Eufrates, en…{11} los cuales apartan la sierra y hacen la Mesopotamia y van a tener en Persia, y el Nilo que nace en Etiopía y va en la mar en Alejandría”.
“Yo no hallo ni jamás he hallado escriptura de latinos ni de griegos que certificadamente diga el sitio en este mundo del Paraíso terrenal, ni visto en ningún mapa mundo, salvo, situado con autoridad de argumento. Algunos lo ponían allí donde son las fuentes del Nilo en Etiopía; mas otros anduvieron todas estas tierras y no hallaron conformidad dello en la temperancia del cielo en la altura hacia el cielo porque se pudiese comprender que él era allí, ni que las aguas del diluvio hubiesen llegado allí, las cuales subieron encima. Algunos gentiles quisieron decir por argumentos, que él era en las islas Fortunatas, que son las Canarias… San Isidoro y Beda y Strabo y el Maestro de la Historia escolástica{12} y San Ambrosio y Scoto, y todos los sanos teólogos conciertan que el Paraíso terrenal es en el Oriente… Ya dije lo que yo hallaba de este hemisferio{13} y de la hechura, y creo que si yo pasara por debajo de la línea equinoccial, que en llegando allí en esto más alto que fallara muy mayor temperancia y diversidad, en las estrellas y en las aguas; no porque yo crea que allí donde es el altura del extremo sea navegable ni agua, ni que se pueda subir allá, porque creo que allí es el Paraíso terrenal a donde no puede llegar nadie, salvo por voluntad Divina, y creo que esta tierra que agora mandaron descubrir Vuestras Altezas sea grandísima y haya otras muchas en el Austro de que jamás se hubo noticia.
Yo no tomo que el Paraíso terrenal sea en forma de montaña áspera como el escribir dellos nos amuestra, salvo quel sea en el colmo allí donde dije la figura del pezón de pera, y que poco a poco, andando hacia allí desde muy lejos se va subiendo a él; y creo que nadie no podría llegar al como yo dijo, y creo que pueda salir de allí esa agua{14} bien que sea lejos y venga a parar allí donde yo vengo, y faga este lago. Grandes indicios son estos del Paraíso terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de estos santos y sanos teólogos, asimismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí que tanta cantidad de agua dulce fuese así adentro e vecina con la salada; y en ello ayuda asimismo la suavísima temperancia y si de allí el Paraíso no sale, parece aún mayor maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan fondo.”{15}
Estas opiniones de Colón no lograron conquistar la adhesión de las personas cultas de su época. Pedro Mártir llegó a calificarlas de “fábulas en que no hay para que detenerse.”{16}
Desde épocas muy remotas venían los Padres y Doctores de la Iglesia esforzándose por ubicar el Paraíso, cosa harto difícil, pues si bien según el Génesis “Dios había plantado hacia Oriente un jardín delicioso”{17}, el mismo Libro Sagrado afirma que en el Paraíso corren cuatro ríos: dos de ellos, el Tigris y el Eufrates, eran conocidos por todos; pero sus fuentes también lo eran y ellas no se encontraban, por cierto, en ninguna región de delicias. Para allanar esta dificultad, se les atribuyó extenso curso subterráneo; mas subsistían, las relativas a la ubicación del Gihon o Geon y el Phison, los que, desconocidos, dejaban ancho campo a la fantasía. Los primeros Padres griegos colocaban el Paraíso en las fuentes del Indo y del Ganges, creencia por casi todos aceptada en la Edad Media, aunque no faltaron autores cuyas opiniones diferían de la generalmente admitida, basándose para sostenerlas en aventuradas hipótesis geográficas, inspiradas, casi siempre, en la imaginaria geografía de los geógrafos de Grecia y Roma.
La ardiente imaginación de Cristóbal Colón, quien no vaciló en colocar el Paraíso en tierra americana, le llevó en algunas ocasiones hasta extremos de delirio, como en el caso de la famosa visión nocturna en la Costa de Veragua, la cual conocemos por su carta de siete de Julio de mil quinientos tres a los Reyes Católicos. Eran horas muy graves para los españoles, combatidos a la vez por los indígenas y por terribles tormentas. El Almirante escribe: “Mi hermano y la otra gente, estaba en un navío que quedó adentro: yo muy solo de fuera, en tan brava costa, con fuerte fiebre, en tanta fatiga: la esperanza de escapar era muerta: subí así trabajando lo más alto, llamando a voz temerosa, llorando y muy aprisa, los maestros de la guerra de Vuestras Altezas a todos cuatro los vientos, por socorro, mas nunca me respondieron. Cansado, me adormecí gimiendo: una voz muy piadosa oí, diciendo: “¡O estulto y tardo a creer y a servir a tu Dios!, ¡Dios de todos! ¿Qué hizo el más por Moisés o por David su siervo? Desque naciste, siempre él tuvo de ti muy grande cargo. Cuando te vido en edad de que él fue contento, maravillosamente hizo sonar tu nombre en la tierra. Las Indias, que son parte del mundo, tan ricas, te las dio por tuyas; tú las repartiste adonde te plugo, y te dio poder para ello. De los atamientos de la mar océana, que estaban cerrados con cadenas tan fuertes, te dio las llaves, y fuiste obesdecido en tantas tierras, y de los cristianos cobraste tan honrada fama. ¿Qué hizo el más alto pueblo de Israel le sacó de Egipto? ¿Ni por David, que de pastor hizo rey en Judea? Tórnate a él y conoce ya tu yerro:, su misericordia es infinita: tu vejez no impedirá toda cosa grande: muchas heredades tiene el grandísimas. Abraham pasaba de cien años cuando engendró a Isaac. ¿Ni Sahara era moza? Tú llamas por socorro incierto: responde. ¿Quién te ha afligido tanto y tantas veces, Dios o el mundo? Los privilegios y promesas que da Dios no las quebranta, ni dice después de haber recibido el servicio, que su intención no era ésta y que se entiende de otra manera, ni da martirios por dar color a la fuerza: él va al pie de la letra: todo lo que él promete cumple con acrecentamiento. ¿Esto es uso? Dicho tengo lo que tu Criador ha fecho por ti y hace con todos. Ahora me dio muestra el galardón de estos afanes y peligros que has pasado sirviendo a otros.” Yo, así amortecido, oí todo, mas no tuve yo respuesta a palabras tan ciertas salvo llorar por mis yerros. Acabó Él de hablar, quien quiera que fuese, diciendo: “No temas: confía; todas estas tribulaciones están escritas en piedra de mármol, y no sin causa.” Llevantéme cuando pude y, al cabo de nueve días, hizo, bonanza.”
No cabe duda fue el propagar la fe católica, uno de los fines que guiaron en sus esfuerzos al Almirante, como él mismo declara en la carta dirigida a los Reyes Católicos, que figura al frente del Diario del primer viaje. Sus sentimientos religiosos eran ardientes y profundos. Bernáldez{18} cuenta que cuando le recibió en su casa en mil cuatrocientos noventa y seis, de regreso de su segundo viaje, llevaba por devoción ropas de color del hábito de San Francisco de la Observancia y un cordón de San Francisco, y Las Casas confirma este hecho en su Historia de las Indias{19}.
En la carta escrita por Colón, en mil quinientos dos, al Papa Alejandro VI, cuenta que al regreso de su primer viaje prometió a los Reyes Católicos mantener para la liberación del Santo Sepulcro, durante seis años, cincuenta mil infantes y cinco mil caballos e igual número por otros cinco años; si bien se veía obligado a agregar: “Satán ha impedido que las promesas fuesen mejor cumplidas.”
En el Libro de las Profecías se lee: “La conquista del Santo Sepulcro es tanto más urgente, cuanto que todo anuncia, según los cálculos exactísimos del cardenal de Ailiaco,{20} la conversión próxima de todas las sectas, la llegada del Anticristo y la destrucción del mundo.”
“Santo Agostín diz que la fin deste mundo ha de ser en el sétimo millenar de los años de la creación dél: Los sacros Teólogos le siguen, en especial el cardenal Pedro Ailiaco{21} en el verbo XI y en otros lugares. De la creación del mundo o de Adam fasta el avenimiento de Nuestro Señor Jesucristo son 5.343 años y 318 días, por la cuenta del rey D. Alonso, la cual se tiene por la más cierta; con los Cuales poniendo 1501 imperfecto{22} son por todo 6.845 imperfectos.{23} Segund esta cuenta, no falta salvo 115 años para cumplimiento de los 7.000, en los cuales digo arriba, por las autoridades dichas, que habrá de fenecer el mundo. El cardenal Pedro Ailiaco mucho escribe del fin de seta de Mahoma y del avenimiento del Anticristo en un tratado que hizo de Concordia Astronomiae vsritatis et narrationis historicae{24} en la cual recita el dicho de muchos astrónomos sobre las diez revoluciones de Saturno.”
“Nuestro Redentor dijo que antes de la consumación deste mundo se habrá de cumplir todo lo questaba escrito por los Profetas, el Evangelio debe ser predicado en toda la tierra y la ciudad santa debe ser restituida a la Iglesia. Nuestro Señor ha querido hacer un gran milagro con mi viaje a la India. Preciso es apresurar el término de esta obra, lumbre que fue del Espíritu Santo, porque mis cálculos, de aquí al fenecer del mundo sólo restan ciento cincuenta años.” Es decir, el Almirante calculaba que el fin del mundo tendría lugar en mil seiscientos cincuenta y seis.
El primer problema moral que debieron estudiar y resolver los españoles en América, fue el relativo al trato a darse a los indios. Preciso es confesar que Cristóbal Colón siguió un camino equivocado y se mostró en extremo cruel. Él fue el primero en emplear perros feroces para atacar a los indios y en intentar esclavizarlos.
En la instrucción dada por los Reyes Católicos a Colón se le ordenaba tratar a los indios amorosamente, castigar con severidad a quienes les fan enojo, y establecer con ellos relaciones de mucha conversación, debiéndose honrarles mucho. El espíritu de la gran Reina Isabel brilla al afirmar: “que las cosas espirituales no pueden ir bien y mantenerse largo tiempo si se desatienden las cosas temporales.” Colón no se ajustó a estas generosas instrucciones. Ávido de riquezas, esclavizó caribes e indígenas de Haití. Y no sólo les obligó a trabajar en los establecimientos de las Antillas sino en los doce barcos que bajo las órdenes de Antonio de Torres se hicieron a la vela en el Puerto de Navidad, el dos de Febrero de mil cuatrocientos noventa y cuatro, envió a Europa multitud de ellos, de todo sexo y edad. Su propósito era establecer la trata de esclavos indios. En la novena proposición que Torres debía hacer a los Reyes, dictada personalmente por el Almirante, el treinta de Enero de mil cuatrocientos noventa y cuatro, se lee: “Diréis a Sus Altezas que el provecho de las almas de los indios caníbales, y aun destos de acá, ha traído el pensamiento que cuantos más allá se llevasen sería mejor, y en ello podrían Sus Altezas ser servidos desta manera: que visto cuanto son acá menester los ganados y bestias de trabajo, para el sostenimiento de la gente que acá ha de estar y bien de todas estas islas, Sus Altezas podrán dar licencia e permiso a un número de carabelas suficiente que vengan acá cada año y trayan de los dichos ganados y otros mantenimientos y cosas para poblar el campo y aprovechar la tierra, y esto en precios razonables a sus costas de los que las trujeren, las cuales cosas se les podrían pagar en esclavos de estos caníbales, gente tan fiera y dispuesta y bien proporcionada y de muy buen entendimiento, los cuales, quitados de aquella inhumanidad, creemos que serán mejores que otros ningunos esclavos… Y aun destos esclavos que se llevaren, Sus Altezas podrían haber sus derechos allá.” El severo y recto criterio moral de la gran Reina rechazó la negra proposición del inmortal Almirante. En el viaje posterior que con cuatro naves hizo Antonio de Torres, en unión de Diego Colón, hermano del Descubridor, saliendo de Haití el veinte y cuatro de Febrero de mil cuatrocientos noventa y cinco, mandó Colón para ser vendidos en Europa quinientos esclavos caribes, y si bien, en un principio, el Gobierno español autorizó su venta en Andalucía, cuatro días después, el diez y seis de Abril de mil cuatrocientos noventa y cinco, se dictaba la siguiente Cédula: “El Rey e la Reina: Reverendo in Cristo Padre Obispo de nuestro consejo.{25} Por otra letra nuestra vos hubimos escrito que ficiesedes vender los indios que envió el Almirante D. Cristóbal Colón en las carabelas que agora vinieron, e porque Nos queríamos informarnos de letrados, Teólogos e Canonistas si con buena conciencia se pueden vender estos por solo vos o no; y esto no se puede facer fasta que veamos las cartas que el Almirante nos escriba para saber la causa porque los envía acá por cativos, y estas cartas tiene Torres que non nos las envió; por ende en las ventas que ficiesedes destos indios sufincad el dinero dellos por algún breve tiempo, porque en este tiempo nosotros sepamos si los podemos vender o no, e non paguen cosa alguna los que los compraren, pero los que los compraren no sepan cosa desto; y feced a Torres que de priesa en su venida e que, si se ha de detener algún día allá, que nos envíe las cartas.”
Las normas morales se sobrepusieron a los dictados de la codicia y el Gobierno español no sólo prohibió terminantemente y con severas penas esclavizar a los indígenas, sino los consideró en todo iguales a los nativos de la Península ibérica. No satisfechos los españoles de ideas más generosas con hacer fracasar los intentos del gran Descubridor de esclavizar a los indios, se propusieron mejorar su condición y protegerlos contra los abusos de que solían ser víctimas.
El dominico Padre Antonio Montesinos predicó ante el Virrey un sermón en el cual atacando a los encomenderos condenaba a pecado mortal los repartos y encomiendas. Él y sus hermanos de hábito, como dice Gómara, querían quitar los indios a los cortesanos ausentes. El Almirante Don Diego Colón se propuso obligarle a una retractación; pero Montesinos lejos de someterse predicó nuevo sermón en el cual, con mayor calor y decisión aún, defendió la causa de los indígenas. Esta controversia entre el poder civil y el eclesiástico fue una de las causas principales que obligaron a regresar a España al Segundo Almirante de las Indias.
Los españoles se dividieron en dos bandos: En el uno, militaban los dominicos, quienes sostenían al predicador, su hermano de hábito, cuyas ideas compartían; en el otro, los encomenderos y los que esperaban serlo. Se llegó hasta amenazar a los dominicos con embarcarlos con violencia para España; pero sus enemigos se limitaron a quejarse al Rey y a Fray Alonso Loaiza, Provincial de España. Hubo el Padre Montesinos de trasladarse a la Península para defenderse. El Rey Don Fernando el Católico, encargado del Gobierno de Castilla, en nombre de su hija Doña Juana, nombró una Junta de teólogos y juristas, encargándole decidir la controversia. Se designó para que resumiesen las razones aducidas por las partes: a Fray Matías de Paz, por los teólogos y al Doctor Palacios Rubios, por los juristas. En su dictamen la Junta se opuso a la servidumbre de los indios, aceptando para ellos sólo el vasallaje. El Padre Montesinos escribió un tratado sobre estas materias: Información Jurídica en Defensa de los Indios, hoy perdido, que mereció le calificara el Padre Quintana, en su Historia de San Esteban de Salamanca,{26} de doctísimo tratado en forma de información en derecho y el Padre Juan de la Cruz, en su Coronica,{27} de tratado muy docto.
Bartolomé de Las Casas cuenta en la famosa Memoria que por orden de Carlos V mandó a la Junta de Prelados convocada en Valladolid,{28} que “La serenísima y bienaventurada Reina Isabel, digna abuela de V. M., jamás quiso permitir que los indios tuviesen otros señores sino ella y su esposo el Rey Fernando. Bueno es conocer lo ocurrido en esta capital, en 1499. El Almirante regaló a cada español de los que habían servido en sus viajes un indio para su servicio particular. Yo tuve uno para mí: Llegamos con nuestros esclavos a España; la Reina, que estaba en Granada, lo supo y manifestó su indignación. “Quién ha autorizado, dijo, a mi Almirante para disponer así de mis súbditos.” La Reina promulgó una Ordenanza por la cual los que habían llevado indios esclavos a España fueron obligados a devolverlos al Continente americano”.
Las quejas de Nicolás Ovando, quien acusaba a los indios de negarse a trabajar, deciden a la Reina consentir puedan los colonos pedir indígenas a los caciques; pero impone la condición de que el trabajo forzoso sea pagado conforme a la tasa fijada por el Gobernador, y exige además se les trate como personas libres, como lo son, y no como siervos.
Francisco López de Gómara escribió: “Es una Ley santísima la ley del Emperador que prohíbe bajo las penas más graves, esclavizar a los indios. Justo es que los hombres que nacen libres no sean esclavos de otros hombres.”
Las razones de teólogos y filósofos influían, en forma decisiva, contra lo que generalmente suele creerse, en la conducta de los conquistadores. Así, Hernán Cortés, en el párrafo treinta y nueve de su testamento, dice: “Item, porque acerca de los esclavos naturales de la dicha Nueva España, así de guerra como de rescate, ha habido muchas dudas e opiniones sobre si se han podido tener con buena conciencia, e hasta ahora no está determinado mando a D. Martín, mi hijo sucesor, e a los que después de él sucediese en mi estado, que para averiguar esto hagan todas las diligencias que convengan al descargo de mi conciencia e suyas.”
El descubrimiento y conquista del Nuevo Continente determinaron el nacimiento de dos nuevas Ciencias: la Filosofía del Derecho y el Derecho Internacional. Los filósofos españoles, sobre todo el brillante grupo que profesaba en Salamanca, plantearon y resolvieron los arduos y complejos problemas de la legitimidad de las conquistas y los derechos de los aborígenes. Al frente de los más intrépidos colocóse el Sócrates español, el genial Francisco de Vitoria, renovador de la filosofía escolástica y padre de las nuevas Ciencias, quien no vaciló enfrentarse con los más caros sentimientos de su pueblo, en el momento culminante de su expansión y grandeza, y, desafiando las iras del omnipotente Emperador Carlos V, fijó, con severo y clarísimo criterio, en sus famosas e inmortales Relecciones, el Derecho de los Pueblos y los deberes que la conquista impone al vencedor. Nunca en pueblo alguno se había oído, y por desgracia muy pocas veces volvería a oírse, admonición tan severa y recuerdo tan oportuno del deber, en la hora en que, embriagado por la victoria y seguro de su prepotencia, podía creerlo todo lícito. Niega Vitoria pueda el pueblo español adueñarse en justicia de territorios y riquezas pertenecientes a otros pueblos, no admite el uso de la violencia en la conversión de los paganos al cristianismo y afirma resueltamente es obligación ineludible de conciencia para los españoles devolver a los indios los bienes que les arrebataron. Y no fue la suya una voz clamando en el desierto. Sus discípulos, los unos, ampliaron y divulgaron sus doctrinas desde las cátedras y en libros ricos en originalidad y doctrina; los otros, vinieron al Nuevo Mundo y apoyándose en ellas refrenaron las demasías de muchos conquistadores, rudos hombres de guerra.
Las Relecciones del ilustre catedrático de la Universidad de Salamanca, que tienen estrecha relación con los problemas americanos son las De Indis y la consagrada al Derecho de Guerra. Las primeras, redactadas en mil quinientos treinta y dos, ampliadas para el curso universitario de mil quinientos treinta y siete a mil quinientos treinta y ocho, fueron leídas en el del siguiente año de mil quinientos treinta y nueve.
Los problemas morales, políticos y sociales planteados por la conquista y colonización americana, tema por entonces de ardientes controversias, entre frailes y misioneros de evangélicos principios, defensores de los indios, y eminentes juristas que mantenían las ideas imperialistas de los conquistadores, fueron objeto de meditación constante para el maestro salmantino y le impulsaron a recorrer el camino que había de llevarle a la creación del Derecho Internacional y a concebir por primera vez la idea de una Sociedad de Naciones. Sobre esta última escribía en mil quinientos veinte y ocho en su relección De Potestate Civili: “No puede dudarse de que el mundo entero, que es en cierto modo una República, tiene derecho para dictar leyes justas y convenientes a todos sus miembros, semejantes a las dispuestas en el Derecho de Gentes.” “De ello se sigue pecan mortalmente quienes violan el Derecho de gentes sea en la paz sea en la guerra y que en asuntos de importancia, tal como la inviolabilidad de los embajadores, a ninguna República le es lícito negarse a cumplir con el Derecho de Gentes.” “Así como la mayoría en la República puede constituir sobre ella un Rey, así también la mayoría de los cristianos, aun no queriéndolo la minoría, puede nombrar un soberano, a quien todos estén obligados a obedecer.”
En las Relecciones De Indis y De jure Belli analiza y condena Vitoria los siete títulos que se aducían para legitimar la conquista americana. Ellos eran: 1.º La afirmación de ser el Emperador señor del Universo; por tanto su dominación se sobreponía sin destruirla, a la de los reyes y señores americanos; 2.º La doctrina de que la autoridad temporal Pontificia se extiende sobre todos los príncipes y reyes; pudo pues Alejandro VI conceder a los Reyes de España la soberanía sobre el Nuevo Mundo; 3.º Si bien no faltaban quienes negasen al Sumo Pontífice la soberanía temporal sobre el Universo, todos le reconocían potestad en orden a la administración de lo espiritual, y ésta, afirmaban muchos, no puede ejercerse en forma eficaz cuando el soberano no es cristiano, de donde deducían pudo el Sumo Pontífice encomendar legítimamente al Rey Católico los pueblos gobernados por Príncipes infieles; 4.º El derecho de invención, en virtud del cual se concede el dominio de las cosas sin dueño a quien las halle; 5.º El ser indispensable dominar a los indios para evangelizarlos y salvar así sus almas, pues ellos se negaban a recibir en forma pacífica la fe cristiana; 6.º Los pecados de los indios, en especial sus vicios contra la naturaleza; 7.º La aceptación voluntaria por los indios de la soberanía de los Reyes de España, y, por último, la voluntad de Dios.
Vitoria rechaza todos esos títulos. Niega la legitimidad de la conquista, los derechos del soberano español sobre los pueblos conquistados y los del Sumo Pontífice para disponer de los pueblos americanos. Rechaza el derecho fundado en la invención, porque los indios tenían señores y pretender derivar un título justo de dominio del hecho de haber Colón descubierto América, lo estima tan absurdo como si, supuesto el caso de haber sido los americanos quienes descubrieran el Viejo Mundo, pretendiesen aducir por eso derechos sobre él. En cuanto a la justicia de dominar a los indios para poder evangelizarlos, el catedrático de Salamanca recuerda: la fe es libre. Estima innecesario refutar el título basado en la voluntaria aceptación por los indios del dominio español, por ser notoria la inexistencia de tal hecho, y con respecto a ser la conquista una manifestación de la voluntad de Dios, quien en sus inescrutables juicios condenara a los indios por sus iniquidades a la pérdida de su libertad, entregándolos a los españoles, manifiesta que no quiere disputar sobre ello porque sería muy expuesto aceptar a nadie por profeta, contra la opinión general y contra la Sagrada Escritura y sin que confirme con milagros su espíritu profético. Con sarcasmo escribe: “Y hasta la fecha esperamos esos milagros.”
En la segunda Relección De Indis expone Vitoria los títulos legítimos que para él son: 1.º El derecho natural que todo hombre tiene de viajar a donde quisiere sin sufrir daño alguno, no teniendo los indios más derecho para impedir el comercio a los españoles del que tiene una nación cristiana para impedirlo a los súbditos de otra; por lo tanto, caso de prohibir los indios el comercio y llegar a dar muerte a los españoles, éstos podían legítimamente defenderse, pero causando el menor daño posible a los indígenas y sin pretender derechos de ninguna otra clase; 2.º El derecho de predicar el Evangelio; pero llama la atención sobre que las guerras más bien dificultan que favorecen la conversión de infieles; 3.º La protección de los indios convertidos a quienes sus señores quisieren obligar a la apostasía. Tal caso es de guerra justa, siempre no haya otro medio de remediar el mal, y pueden los españoles deponer a tales señores; 4.º Los españoles tienen derecho a intervenir con el fin de acabar con los sacrificios humanos; 5.º También es título legítimo ayudar a naciones amigas contra enemigas; como por ejemplo en el caso de la lucha entre los trascaltecas y mejicanos; 6.º La protección de los hijos tenidos por los españoles en el Nuevo Mundo, que consideren a éste como su patria y sean rechazados por los indígenas; 7.º La incapacidad de los indios para gobernarse por sí mismos. Aunque Vitoria no osa negar este título, se trasluce lo acepta con repugnancia y sólo en caso de que el fin propuesto sea, no la ganancia para los españoles sino el bien de los indios.
Vitoria comprende no es posible retrotraer ya las cosas al estado anterior, después que se han convertido muchos indios y admite no convendría ni sería lícito al Rey abandonar de una manera absoluta la administración de los territorios conquistados; pero proclama que conseguida la victoria y terminada la guerra, es preciso usar de ella con extrema moderación y cristiana prudencia, debiendo el vencedor considerarse no como tal, sino como juez cuya misión es sentenciar entre dos Repúblicas: la que injurió y la que fue injuriada; de tal modo que al castigar al culpable y satisfacer a la República perjudicada lo ha de hacer con el menor daño posible de la que infirió el agravio. Sus sentimientos más íntimos se revelan al afirmar suele ser casi siempre, por lo menos entre los cristianos, de los Príncipes toda la culpa de las guerras, peleando por ellos de buena fe los súbditos, y estima es el colmo de la iniquidad que, como dice el poeta: “Las locuras de los Príncipes las pagan los subordinados.”
Como era de temer no fueron las doctrinas de Vitoria del agrado del Emperador Carlos V, quien fulminó una carta severísima dirigida al Prior del Convento de San Esteban: “El Rey: Venerable padre prior del monasterio de santisteban de la cibdat de salamanca yo he sydo ynformado que algunos maestros religiosos de esa casa han puesto en platica y tratado en sus sermones y en repeticiones del derecho que nos tenamos a las yndias yslas e tierra firme del mar océano y también de la fuerca y valor de las composiciones que con autoridad de nuestro muy santo padre se han fecho y hacen en estos reynos y porque de tratar de semejantes cosas sin nuestra sabiduría e sin primero nos abisar dello más de ser muy perjudicial y escandaloso podría traer grandes ynconvenientes en deservicio de Dios y desacato de la sede apostólica e bicario de christo e daño de nuestra Corona Real destos Reynos, abemos acordado de vos encargar y por la presente vos encargamos y mandamos que luego sin dilación alguna llamáis ante vos a los dichos maestros y religiosos que de lo suso dicho o de cualquier cosa dello ovieren tratado así en sermones como en repeticiones o en otra cualquier manera pública o secretamente y recibáis dellos juramento para qué declaren en que tiempos y lugares y ante que personas han tratado y afirmado lo susodicho asi en limpio como en minutas y memoriales, y si dello han dado copia a otras personas eclesiásticas o seglares; y lo que ansy declararen con las escripturas que dello tovieren sin quedar en su poder ni de otra persona copia alguna; lo entregad por memoria firmada de vuestro nombre a fray nicolás de santo tomás que para ello enbiamos para que lo traiga ante nos y lo mandamos ueer proueer cerca dello lo que convenga al servicio de dios y nuestro y mandarles eys de nuestra parte y vuestra que agora ni en tiempo alguno sin espresa licencia nuestra no traten ni prediquen ni disputen de lo suso dicho ni hagan ymprimir escriptura alguna tocante a ello por que de lo contrario yo me terne por muy deservido y lo mandaré proueer como la calidad del negocio lo requiere. De madrid, a diez días del mes de noviembre de mil e quinientos e treinta e nueve años. Yo el Rey. Refrendada de su mano.”{29}
No tardó en apaciguarse la cólera del Emperador y más de una vez consultó sobre materias doctrinales al Catedrático de Salamanca y aun quiso enviarle en representación suya al Concilio de Trento. Con todo, lo famosa carta quedó como una amenaza latente y motivó no fueran impresas las obras más notables de Vitoria durante su vida y se conservaran sólo en manuscritos, más o menos imperfectos, hechos por sus discípulos.
Las opiniones de Vitoria sobre la autoridad pontificia y el poder temporal del Papa fueron también mal recibidas en Roma. Llegó un día en que Sixto V dispuso se pusiese en el Índice las Relecciones de Vitoria junto con las Controversias de Belarmino, por estimar que las doctrinas en una y otra obra contenidas limitaban con exceso el poder del Sumo Pontífice. No permanecieron en él, sin embargo, mucho tiempo. Pocos días después fallecía el Papa, cuando apenas habían circulado unos pocos ejemplares de la edición hecha por orden suya, y tanto los Cardenales como la Congregación del Índice se apresuraron a inutilizarla con el pretexto de ser incompleta y con rapidez suma hicieron otra nueva en la cual no constaban dichos libros.
Domingo de Soto y Suárez continuaron la obra de Vitoria y se esforzaron no sólo por divulgar sus doctrinas sino por ampliarlas y completarlas: James Brown Scott, en discurso pronunciado en Agosto del año de mil novecientos veinte y ocho, en la apertura solemne de la segunda sesión de Lausanne del Instituto de Derecho Internacional, decía: “¿Cuál es la relación y cuáles son las diferencias entre estos tres derechos, natural, civil y de gentes? Es gloria eterna de Francisco Suárez, español y jesuita, haber dado a cada uno su puesto al sol jurídico, haberlos definido y haber definido al mismo tiempo el Derecho de Gentes tal como es según la naturaleza de las cosas, justificando siempre, en los términos clásicos, la existencia necesaria y efectiva de la comunidad internacional, jurídica y moral.”{30}
Entre los más animosos defensores de los indios figura Fray Bartolomé de Las Casas, varón de carácter férreo e indomable, polemista de pulmones de hierro, quien llegó a decir “que el Rey Católico, para salvar su alma, debe devolver al Perú al sobrino de Guaynacapac”, negando pudieran servir de excusa para las crueldades de la Conquista las que cuenta el Deuteronomio fueron cometidas por el pueblo de Israel, no vacilando en afirmar que “Desde 1510 hasta 1564, no se cesa de predicar en los púlpitos, de sostener en los colegios y de representar a los monarcas que hacer la guerra a los indios es violar abiertamente la justicia, y que todo el dinero que las Indias han dado está injustamente adquirido. Los más sabios teólogos de España, de acuerdo con los religiosos, han declarado que la conducta observada por los cristianos en las Indias, y que aún observan, es propio de tiranos y enemigos de Dios.”
No cabe duda de que más de una vez se dejó arrebatar Las Casas de su carácter vehemente y en el ardor de la polémica no vaciló en exagerar la crueldad de los conquistadores y las virtudes de los indígenas, “gente gregatil y civil” “tan agudos de ingenio, de tanta capacidad, tan dóciles para cualquiera sciencia moral y especulativa doctrina, tan aprovechados en las buenas costumbres y religión cristiana, donde quiera que han sido doctrinados por los religiosos, cuanto nación en el mundo se halló después de subidos los apóstoles al cielo y oy se hallaría”.
En el discurso leído en mil quinientos diez y nueve ante el Emperador Carlos V refutando al Obispo de Darién, decía Las Casas defendiendo la libertad de los americanos: “Aquellas gentes de aquel Mundo Nuevo, que está lleno y hierve, son capacísimas de la fe cristiana y de toda virtud y buenas costumbres, por razón y doctrina traíbles. Y de su natura son libres y tienen sus reyes y señores naturales que gobiernan sus policías. Y a lo que dijo el Rdo. Obispo que son siervos a natura por lo que el Filósofo (Aristóteles) dice en el principio de su Política: de cuya intención a lo que el Rdo. Obispo dice, hay tanta diferencia como del cielo a la tierra. Y cuando fuese como el Rdo. Obispo lo afirma, el Filósofo era gentil y está ardiendo en los infiernos; y por ende, tanto se ha de usar de su doctrina, cuanto con nuestra santa fe y costumbres de la religión cristiana conviniere.”{31}
El pensamiento de Fray Bartolomé de Las Casas con respecto al problema de la esclavitud de los indios, está resumido en la siguiente “CONCLUSION: Por todas las cosas ya dichas y alegadas, creo que queda bien probada la conclusión, con sus partes que dice: “Todos los indios que se han hecho esclavos en las Indias del mar Océano, desde que se descubrieron hasta hoy, han sido injustamente hechos esclavos; y los españoles poseen a los que hoy son vivos, por la mayor parte con mala conciencia, aunque sean de los que hubieron de los indios.
De esta CONCLUSION, y de sus partes, y de la probanza de ellas, infiero los siguientes corolarios:
COROLARIO PRIMERO: Su Majestad es obligado, de precepto divino, a mandar poner en libertad todos los indios que los españoles tienen por esclavos…
COROLARIO SEGUNDO: Los Obispos de las Indias son, de precepto divino, obligados, y por consiguiente de necesidad, a insistir y negociar oportunamente ante Su Majestad y su Real Consejo que mande librar de la opresión y tiranía que padecen los dichos indios que se tienen por esclavos, y sean restituidos a su prístina libertad; y por esto si fuere necesario, a resgar las vidas…
COROLARIO TERCERO: Docta y santamente lo hicieron los religiosos de la Orden de Santo Domingo y San Francisco y San Agustín en la Nueva España, conviniendo y concertándose todos a una, de no absolver a español que tuviese indios por esclavos, sin que primero los llevasen a examinar ante la Real Audiencia; pero mejor lo hicieran si absolutamente a ello se determinaran sin que los llevaran a la Audiencia…”{32}
En mil quinientos cincuenta, en Valladolid, ante una junta formada de eminentes personalidades, entre las que se contaba Fray Domingo de Soto, a quien se encomendó redactar el resumen de los debates{33}, tuvo lugar la famosa controversia mantenida entre Fray Bartolomé de Las Casas, quien sostenía la ilegitimidad de la conquista de las Indias, y el doctor Ginés de Sepúlveda, Cronista y Capellán del Emperador, quien defendía su licitud. Sepúlveda, uno de los más notables polígrafos y humanista del Renacimiento, elegantísimo escritor latino y traductor de varios tratados de Aristóteles, atacó vigorosamente a Las Casas: “En verdad que el señor Obispo ha puesto tanta diligencia y trabajo en cerrar todas las puertas de la justificación y deshacer todos los títulos en que se funda la justicia del Emperador, que ha dado no pequeña ocasión a los hombres libres, mayormente a los que ovieron leído su Confesionario, que piensen y digan que toda su intención ha sido dar a entender a todo el mundo que los Reyes de Castilla contra toda justicia y tiránicamente tienen el imperio de las Indias. Mas que les da aquel título tan liviano e sin fundamento, por cumplir como quiera con su Majestad que le puede hacer bien y mal, mas que otro ninguno. Pues concluyendo digo: que es lícito sujetar estos bárbaros desde el principio: a) para quitarles la ydolatría y los malos ritos, b) y porque no puedan impedir la predicación, c) y mas fácil y mas libremente se pueden convertir, d) y con la conversación de los Christianos españoles mas se confirmen en la fe, e) y pierdan ritos y costumbres barbáricas.”
Según el resumen hecho por Fray Domingo de Soto las cuatro razones en que fundamentaba Sepúlveda su tesis eran: 1.º “La guerra es justa, porque la merecen los indios mediante la gravedad de sus delitos, particularmente los de idolatría y de otros pecados que cometen contra las leyes de la naturaleza”; 2º “Porque los indios son gente de rudo ingenio, servil por naturaleza, y, por consiguiente, obligada a sujetarse a otras gentes de mayor talento, cuales son los españoles”; 3.º “Porque así conviene para el fin de propagar la religión cristiana, pues esto es fácil de practicar después de haber sujetado a los indios, pero no antes”; 4.º “Por evitar los males que los indios hacen a la humanidad, pues consta que matan a otros hombres para sacrificarlos y aun para comer sus carnes.”
Las Casas replica: “Es disposición diuina e decentísima que mueran por el Evangelio algunos siervos suyos. Porque mas ayudan después de su muerte preciosa para la conuersión de los infieles, que acá trabajando y sudando ayudar pudieran… Y esta es la recta vía divina e forma real de predicar el Evangelio, y convertir las ánimas por el mismo Dios establecida e aprouada; no lo que el doctor persuade contraria, por toda ley divina natural, razonable y humana reprouada. Y si por ella no se conuirtieren los infieles de las yndias en este año, conuertilos ha Dios que murió por ellos el otro año: e si no de aqui a diez años. Y no debe persumir, el reuerendo doctor de ser más zeloso que Dios, ni darse más priessa para conuertir las ánimas que se da Dios: bástele al señor doctor que sea como Dios, pues Dios es maestro y él discípulo.”
Afirma que sólo combate a quienes fueron a las Indias, no por servir al Rey sino por enriquecerse tiranizando a los indios. Rechaza la acusación de que pretende deshacer los títulos en que afianza el Emperador su dominio de las Indias: “Y a esto enderezo todos mis trabajos: no como el doctor me impone para cerrar las puertas de justificación, ni a deshacer los títulos que los Reyes de Castilla tienen a aquel supremo principado. Cierro las puertas a los títulos falsos, de ninguna entidad, todos vanos, y abrolas a los jurídicos sólidos fortísimos, verdaderos, catholicos y de verdaderos christianos.” Según el resumen de Fray Domingo de Soto, los títulos legítimos para Las Casas son: “Preguntando a la postre, qué es lo que a su parecer sería lícito y expediente, dice: que en las partes que no ouiese peligro, de la forma euangélica era entrar solo los predicadores y los que pudiesen enseñar buenas costumbres conforme a nuestra fe y los que pudiesen con ellos tratar de paz. Y donde se temiese algún peligro convendría hacer algunas fortalezas en sus confines, para que desde allí comenzasen a tratar con ellos y poco a poco se fuese multiplicando nuestra religión y ganando tierra y paz y amor y buen ejemplo. Y esta dice que fue la intención de la Bula de Alejandro y no otra; según lo declara la otra de Paulo, conviene a saber, para que después de cristianos fuesen subjetos a Su Majestad, no cuanto al dominium rerum particularium, ni para hacerlos esclavos ni quitalles su señorío, sino solo quanto a la suprema jurisdicción con algún razonable tributo para la protección de la fe y enseñanza de buenas costumbres y buena gobernación.”
Ginés de Sepúlveda defendió su tesis en los Diálogos, en el tratado De Regno et Regis Oficio y en su famosa obra “Apología de Juxtis Belli Causis. Democrates Secundus”. El poder de sus contrarios era sin embargo tan grande y sus ideas gozaban de tanto favor entre los letrados, que Sepúlveda, a pesar de ser sus doctrinas tan favorables a los derechos del Rey, vió como se ordenaba recoger su obra y se prohibía su impresión.
No era la de Fray Bartolomé de Las Casas, una voz aislada. El Padre Vicente Valverde, compañero de don Francisco Pizarro en la Conquista del Perú, escribió al Emperador: “Vuestra Majestad tenga por cierto, que estas proposiciones que se siguen: que los indios no se hagan esclavos, ni se les quite su libertad por otra vía; ni se echen a minas; ni se carguen; ni se saquen de sus tierras y asientos, son proposiciones tan verdaderas y tan per se notas, en todo lo descubierto de Indias, que quienquiera que hablare contra ellas, no debe ser oído.” Con el fin de favorecer a los indios, aconseja se empleen negros esclavos en las minas.
Se ha acusado a Las Casas y a Valverde de inconsecuencia en su conducta, al pretender hacer gravitar sobre los negros el peso de una esclavitud de la que se esforzaban por librar a los indios. Quienes tal hacen olvidan que estos misioneros obraban así porque mientras los negros eran ya verdaderos esclavos en su tierra de origen, los indios en cambio eran libres en el Nuevo Mundo. A los primeros por lamentable ello fuera, sólo se les mantenía en la deplorable situación en que ya se encontraban, mientras con respecto a los segundos se trataba de impedir cayeran en ella. Cierto que la introducción de esclavos negros en América, al fomentar la trata de ellos, motivó el que grandes sectores de población africana fueran brutalmente traídos al Continente americano; pero aparte de que esto no podían preveerlo ni Las Casas ni Valverde, los españoles siempre rehuyeron dedicarse a ese indigno comercio, el que estuvo en manos de germanos y anglo-sajones. Washington Irving escribió al respecto{34}: “Se ha intentado, acusando a Las Casas de inconsecuencia, poner en duda la verdad de su filantropía, a causa de uno de los expedientes a que recurrió para librar a los indios del cruel cautiverio en que yacían. Acaeció esto en 1517, cuando llegó a España en una de sus misiones para solicitar del gobierno medidas en favor de los indios… Las Casas no tardó en adquirir intimidad con el Canciller, en cuya estimación tenía alto lugar; pero se levantaron tantos obstáculos por todas partes, que vio poco atendidas sus proposiciones para el alivio de los naturales. Entonces recurrió a un expediente que consideraba justificado por las circunstancias del caso. El Canciller Salvagio y los otros flamencos que habían acompañado al joven soberano{35}, obtuvieron de él licencias, antes de salir de Flandes, para importar esclavos de África a la Colonia: medida que había recientemente prohibido en 1516 el Cardenal Jiménez, durante el tiempo de su regencia. El Canciller que era hombre de humanidad, reconcilió esta práctica con su conciencia, admitiendo la opinión popular de que un negro trabajaría sin detrimento de su salud, más que muchos indios, y que por lo tanto se economizarían muchos sufrimientos humanos. Pudo, además, haber pensado que este camino influía poco en la felicidad de los africanos. Estaban acostumbrados a la servidumbre en su propio país, y se decía que les probaba bien el Nuevo Mundo. “Los africanos, observa Herrera, prosperaban tanto en la isla Española, que era opinión que a menos que se ahorcase a un negro no moriría nunca; porque aun no se había conocido uno que pereciese de enfermedad. Hallaron como las naranjas, suelo propicio en la Española y les parecía aun más natural que su propia nativa Guinea.”
“Las Casas propuso que se permitiese a los españoles residentes en la colonia la importación de negros para el trabajo de granjas y minas, y otras labores duras, que excedían la fuerza y destruían la vida de los naturales. Evidentemente consideraba a los pobres africanos como poco mejores que meros animales; y como otros redujo a cálculos aritméticos la disminución de la miseria humana, sustituyendo un hombre fuerte a tres o cuatro débiles. Estimaba los indios, además, gente de raza más intelectual y noble, y su preservación y bienestar más importantes para los intereses generales de la humanidad… Las Casas no tenía idea de que estaba imponiendo un yugo más pesado, ni tan pesado siquiera, a los africanos. Se consideraban éstos más capaces del trabajo y menos impacientes de la esclavitud. Mientras los indios cedían al peso de sus tareas, pereciendo a millares en la Española, los negros al contrario, progresaban increíblemente.”
Entre los adversarios de Fray Bartolomé de Las Casas merece citarse al doctor Bartolomé Frías de Albornoz, el primer catedrático de Instituto que tuvo al fundarse la Universidad de Méjico y quien, según el Brocense, fue “hombre doctísimo y en todas las lenguas perfectísimo” y muy digno de recordarse, no sólo por su extenso saber jurídico y haber introducido la enseñanza del Derecho en el Nuevo Continente, sino también por su oposición humanitaria, clarividente y vigorosa a la infame trata de negros.
La Corte Española reiteró una y otra vez el principio de que, por razones morales, los indios no podían ser esclavizados y se esforzó desde el primer día porque todas las expediciones llevaran sacerdotes, encargados de cuidar del bien espiritual de conquistadores y aborígenes, debiendo muy especialmente vigilar fueran bien tratados los indios.
En Cédula Real otorgada en Granada, el diez y siete de Noviembre de mil quinientos veinte y seis, se disponía:
1.º “Otrosí, Ordenamos y mandamos, que de aquí adelante, cualesquier capitanes e oficiales… hubiesen de ir, o fueren a descubrir o poblar… sean tenidos y obligados, antes que salgan de nuestros reinos, cuando se embarcaren para hacer su viaje, a llevar a lo menos dos religiosos de misa en su compañía, los cuales nombren ante los de nuestro Consejo de Indias.”
2.º “Otrosí, Ordenamos y mandamos, que los dichos religiosos o clérigos y tengan muy gran cuidado y diligencia en procurar que los dichos indios sean bien tratados, como prójimos, mirados y favorecidos, que no consientan que les sean hechas fuerza ni robos, daños ni desaguisados, ni maltratamiento alguno; y si lo contrario se hiciere por cualquier persona, de cualquier calidad o condición que sea, tengan muy gran cuidado y solicitud de Nos avisar luego en pudiendo, particularmente de ello, porque Nos y los de nuestro Consejo lo mandemos ver y proveer y castigar con todo rigor.”
3.º “Otrosí, Mandamos, que la primera y principal cosa, después de salidos en tierra los dichos capitanes y oficiales y otros cualesquier gentes, que hubieren de hacer, sea procurar que por lengua de intérpretes que entiendan los indios y moradores de la tal tierra o isla, les digan y declaren, como Nos les enviamos para enseñarles buenas costumbres y apartarlos de vicios y de comer carne humana, e instruirlos en nuestra santa fe y predicársela para que se salven, y traerlos a nuestro señorío para que sean tratados muy mejor que lo son; y favorecidos y mirados como los otros nuestros súbditos cristianos; y les digan todo lo demás que fue ordenado por los dichos Reyes Católicos, que les había de ser dicho y manifestado y requerido, y mandamos que lleven el dicho requerimiento firmado de Francisco de los Cobos, nuestro Secretario del nuestro Consejo y se lo notifiquen y hagan saber y entender, particularmente por los dichos intérpretes, una y dos y más veces, cuantas parecieren o fueren necesarias para que lo entiendan, por manera que nuestras conciencias queden descargadas, sobre lo cual encargamos a los dichos religiosos o clérigos o descubridores o pobladores, sus conciencias.”
4.º “Otrosí, Mandamos, que ninguna persona no pueda tomar ni tome por esclavos a ninguno de los dichos indios, so pena de perdimiento de sus bienes y oficios y mercedes, y las personas a lo que nuestra merced fuere, salvo en caso que los dichos indios no consintieren que los dichos religiosos o clérigos estén entre ellos y los instruyan en buenos usos y costumbres y que les prediquen nuestra santa fe católica y si no quisieren darnos la obediencia, o no consintieren, resistiendo o defendiendo con mano armada, que no se busquen minas ni se saque de ellas oro o los metales que se hallaren, ca en estos casos permitimos que por ello y en detención de sus vidas y bienes, los dichos pobladores puedan, con acuerdo y parecer de los dichos religiosos o clérigos siendo conformes y firmándolo de sus nombres, hacer guerra y hacer en ella aquello que los derechos en nuestra Santa fe y Religión cristiana permiten y mandan que se haga y puedan hacer, y no en otra manera ni en otro caso alguno, so la dicha pena.”
5.º “Otrosí, Mandamos, que vista la calidad, condición y habilidad de los dichos indios, pareciere a los dichos religiosos o clérigos que es servicio de Dios y bien de los dichos indios, que para que se aparten de sus vicios y en especial del delito nefando y de comer carne humana, y para ser instruidos y enseñados en buenos usos y costumbres, y en nuestra santa fe y doctrina cristiana, y para que vivan en policía, conviene y es necesario que se encomienden a los cristianos, para que se sirvan de ellos como de personas libres, que los dichos religiosos o clérigos los puedan encomendar, siendo ambos conformes según y de la manera que ellos ordenaren, teniendo siempre respeto al servicio de Dios y bien y utilidad y buen tratamiento de los indios, y a que en ninguna cosa Nuestras conciencias puedan ser encargadas de lo que hicieren y ordenaren, sobre lo cual les encargamos las suyas, y Mandamos que ninguno vaya ni pase contra lo que fuere ordenado por los dichos religiosos o clérigos en razón de la dicha encomienda, so la dicho pena.”{36}
Esta Cédula Real no fue una disposición accidental sino constantemente reproducida y recordada. Se la incorporó en muchas otras Cédulas. Así se hizo en la Real Cédula otorgada en Madrid, el trece de Marzo de mil quinientos treinta y seis, que contiene las Capitulaciones celebradas con Pizarro y Almagro. Insistiéndose en su cumplimiento seis meses después, el tres de Noviembre de mil quinientos treinta y seis, en Cédula Real otorgada en Valladolid.{37}
En la Junta de prelados convocada en Méjico, en mil quinientos cuarenta y seis, por el Visitador don Francisco Tello de Sandoval, de orden del Rey, y a la que asistieron el Obispo de Méjico; Fray Bartolomé de Las Casas, Obispo de Chiapa; los Obispos de Michoacán, Oaxaca y Guatemala; prelados de las diversas órdenes religiosas y varios frailes y letrados de gran saber, residentes entonces en Nueva España, se llegó a las siguientes conclusiones:
“1.º Todos los infieles, de cualquier secta o religión que fueren y por cualquier pecado que tengan, cuanto al derecho natural y divino, y el que llaman Derecho de las gentes, justamente tienen y poseen señorío sobre sus cosas que sin perjuicio de otro adquieran, y también en la misma justicia poseen sus principados, reinos, estados, y dignidades, jurisdicciones y señoríos.”
“2.º En la cuarta clase (de las cuatro clases de infieles que existen) se comprenden los indios… La guerra que se hace a los infieles de esta última especie, por respeto de que mediante la guerra sean sujetos al imperio de los cristianos, y de suerte se dispongan a recibir la fe y la religión cristiana, o se quiten los impedimentos que para ello puede haber, es temeraria, injusta, perversa y tirana.”
“3.º La causa única y final de conceder la Sede Apostólica el principado supremo y superioridad imperial de las Indias a los reyes de Castilla y León, fue la predicación del Evangelio y dilatación de la fe y religión cristiana y la conversión de aquellas gentes naturales de aquellas tierras, y no por hacerlos mayores señores ni más ricos príncipes de lo que eran.”
“4.º La Santa Sede Apostólica, al conceder del dicho principado supremo y superioridad de las Indias a los reyes católicos de Castilla y León, no entendió privar a los reyes y señores naturales de dichas Indias, de sus estados y señoríos y jurisdicciones, honras y dignidades; ni entendió conceder a los reyes de Castilla y León alguna licencia o facultad por la cual la dilatación de la fe se impidiese y al Evangelio se opusiese algún estorbo y ofendículo, de manera que impidiese o retardase la conversión de aquellas gentes.”
“5.º Los reyes de Castilla y León, después de que se ofrecieron y obligaron por su propia publicación a tener cargo de proveer como se predicase la fe y se convirtiesen las gentes de las Indias, son obligados de precepto divino a poner los gastos y expensas que para la consecución de dicho fin fuesen necesarios: conviene saber para combatir a la fe de aquellos infieles hasta que sean cristianos.”
Jerónimo de Loaisa, primer Arzobispo de Lima y uno de los discípulos de Vitoria en Salamanca, previo dictamen de una Junta de teólogos y juristas, estatuyó con respecto a las restituciones debidas por conquistas realizadas contra el Derecho de gentes, lo que sigue: “Primeramente se determinó que todos los conquistadores son obligados a restituir todo el daño, robos y muertes que se hicieron en todas las conquistas, que hasta ahora se han hecho, adonde ellos se hallaron, por los Capitanes, Oficiales y gente de guerra, que pudieron ver la Instrucción de su Majestad y entender el Orden que mandaba tener, el cual debían mirar e informarse si la guerra era justa; y porque no la guardaron, no se pudieron excusar de restituir todo el daño insolidum cada uno de los dichos; y de otra manera no los pueden absolver. Ítem, son obligados in solidum y no se pueden excusar en alguna manera los que dudaron si la guerra era lícita o no, y no se informaron de quienes les pudieran decir la verdad, sino con su duda si era lícita o no la guerra, quisieron ir a ella.
Ítem, se determinó que hubo algunos que pensaron que era buena y justa la guerra, lo cual no es de creer que hubiese algunos destos; pero si los hubo, que con esta ignorancia le parecía que podía quitar a los Indios lo que tenían, por ser idólatras o comer carne humana o sacrificar hombres o por otras razones semejantes o aparentes que los moviesen a pensar ser la guerra lícita… serán obligados a restituir la parte que les cupo.
Ítem, se determinó que la restitución de lo que se hubo en las conquistas y de los daños que se hicieron, se ha de hacer luego, aunque sea en daño de su estado por ser habidos por medios tan ilícitos, como es hurto y rapiña, y no se debe absolver a los tales, si primero no restituyen: y no constando las personas a quienes se hizo el daño… darlo para cosas que sean en beneficio de la república de los Indios, que principalmente fueron damnificados.”
Los religiosos que al Nuevo Mundo llegaron en los primorosos años de la Conquista, no eran varones vulgares ni en linaje, ni en letras, ni en talento. Con razón pudo escribir Fray Bartolomé de Las Casas{38}: “Todos los religiosos dominicos que entonces vinieron eran frailes señalados, porque a sabiendas y voluntariamente se ofrecían a venir, teniendo por cierto que habían de padecer acá sumos trabajos y que no habían de comer pan, ni beber vino, ni probar carne, ni andar los caminos a caballo, ni vestir lienzo ni paño, ni dormir en colchones de lana; sino que lo habían de pasar con los manjares y rigor de la Orden, y aun aquellos muchas veces les había de faltar: y con este presupuesto se movían con gran celo y deseo de padecerlo todo por Dios, con júbilo y alegría; y por esto no venían sino religiosos muy aventajados y desengañados.”
No se amilanaban los misioneros ante los altos poderes del Estado cuando se trataba de defender a los indios. En la Junta celebrada en Barcelona en mil quinientos diez y ocho, para fijar la política a seguir con los indígenas del Nuevo Mundo, se produjo un choque violento entre el Presidente de la Junta, don Juan de Fonseca, y Fray Miguel de Salamanca, y como el primero afirmase que el deber de los predicadores era limitarse a enseñar el Evangelio, “y no se metiesen en los gobiernos que el Rey con sus Consejos obra”, uno de los sacerdotes presentes no vaciló en proclamar que “el oficio de Predicador era mayor que el de Consejero y más alto su ministerio”.
No puede negarse, sin embargo, que las constantes, cristianas y nobilísimas quejas de misioneros y teólogos protestando de los abusos de conquistadores y encomenderos y divulgando todos sus crímenes, sobre todo las obras de Las Casas, en especial su Relación de la Destrucción de las Indias, contribuyeron decisivamente a crear la negra y generalizada leyenda de que la conquista española de América fue algo nefando y los conquistadores varones ignorantes, fanáticos, cruelísimos y sanguinarios, grandes solo para el mal, ansiosos de enriquecerse arrebatando a los indígenas sus bienes, explotándolos sin misericordia en minas y labores industriales y agrícolas.
Es indiscutible, y ello no podía menos de ser así dado la naturaleza humana, que entre los conquistadores y los primeros colonizadores hubieron hombres crueles, ávidos de poder, honores y riquezas, poco escrupulosos en los medios empleados para lograrlos; pero siempre la Justicia estuvo dispuesta a castigar toda demasía, dejando caer sobre el culpable el peso de la Ley, sin exceptuar ni a los más altos ni a quienes prestaron los mayores y más gloriosos servicios. Colón hubo de dar estrecha cuenta de su desacertada administración en La Española; Hernán Cortés vio con larga postergación castigados algunos de sus actos; Hernando Pizarro estuvo en dura prisión muchos años por la muerte de Don Diego de Almagro; Pedro de Heredia fue residenciado; a Benalcázar se le enjuició por la muerte dada a Robledo; Gonzalo Pizarro y Carvajal subieron al cadalso; Lope de Aguirre y sus hombres perecieron en las selvas huyendo de la justicia del Rey.
Los españoles que acompañaron a Colón en sus viajes no fueron todos, como generalmente suele creerse, hombres ignorantísimos. No sólo algunos jefes, como los Pinzones y Juan de la Cosa, tenían grandes conocimientos en la Ciencia de la navegación, sino aun obscuros marineros poseían extensa cultura. Entre estos últimos basta recordar a Diego Méndez, quien acompañó en su último viaje al Almirante y realizó, en busca de socorro para éste que se hallaba en dificilísima situación, la memorable hazaña de viajar en una canoa a remo desde Jamaica a Haití. En su testamento, extendido en Sevilla el seis de Julio de mil quinientos treinta y seis, encontrándose en la mayor miseria, nos cuenta sus aventuras y se queja de la ingratitud de Colón, a quien salvó la vida y no le cumplió, según afirma, ninguna de sus promesas. Queriendo crear un mayorazgo y careciendo de toda clase de bienes, lo instituye con unas pocas escrituras guardadas en vieja caja de cedro, un mortero de mármol y nueve libros entre ellos: la Ética de Aristóteles, la Electra de Sófocles, De Bello Judaico de Josefo y cuatro tratados de Erasmo. ¿Cuántos marineros contemporáneos hubieran podido hacer otro tanto?
No, los conquistadores y colonizadores españoles de América no fueron, como tantas veces se ha asegurado, hombres feroces y de escasa cultura. La mayor parte se asemejaban a los conquistadores del Nuevo Reino de Granada, a quienes describía Juan de Castellanos en sus Elegías de Varones Ilustres de las Indias, como:
Gente llana, fiel, modesta, clara.
Leal, humilde, sana y obediente.
Entre los conquistadores, Hernán Cortés escribía excelente prosa castellana y el Licenciado en Derecho don Gonzalo Jiménez de Quesada, conquistador de Nueva Granada, compuso versos, unas memorias históricas con el título de Ratos de Suesca, varios sermones, unos apuntamientos a las historias de Paulo Jovio y un Epítome de la Conquista del Nuevo Reino. Conquistadores más obscuros dejaron notables obras científicas y literarias. Bastará con recordar al genial Ercilla, a Oviedo y a Juan de Castellanos.
El movimiento intelectual en los Virreinatos y Audiencias de América fue, desde los primeros días de la Conquista y la Colonización, muy valioso e intenso. Muchos de los escritores más insignes de la literatura castellana residieron en territorio americano y varios escribieron en él algunas de sus obras más notables. El genial Tirso de Molina estuvo en Santo Domingo; Gutiérrez de Cetina y Mateo Alemán en Méjico; Cervantes pretendió cargo en el Perú; Ercilla escribió en Chile La Araucana; Ojeda, en el Perú, La Cristiada, y Valbuena, en Puerto Rico, El Bernardo. En América escribieron también, Luis de Belmonte, Luis de Rivera, Diego de Mejía, Oviedo, Alvar Núñez, Cabeza de Vaca, Ruy Díaz de Guzmán, Pedro Cieza de León, Fray Bartolomé de Las Casas y Bernal Díaz del Castillo. Don Juan Ruiz de Alarcón, uno de los primeros escritores dramáticos del mundo, que en el Teatro castellano sólo cede ante Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón, si bien toda su vida literaria se desarrolló en España, había nacido en Méjico, poco después de la Conquista. Los mestizos desde el primer día se unieron al movimiento literario, como lo prueba nombre tan ilustre en la Historia de las Letras cual el del Inca Garcilaso de la Vega.
La mujer compartió con el hombre el cultivo de las letras humanas, dejando justo renombre: Sor Juana Inés de la Cruz, doña Leonor de Ovando, la quiteña doña Jerónima de Velasco, la Amarilis peruana y Sor Francisca Josefa de la Concepción, conocida con el nombre de la Madre Castillo.
La Colonización española produjo en el Continente americano una transformación honda y benéfica. Le incorporó a la cultura europea; le dotó de un espléndido idioma común; le enriqueció con multitud de especies animales y vegetales útiles; dio fin a la antropofagia, a los sacrificios humanos, a las crueles costumbres de muchas tribus, a las rizas sangrientas, a las pugnas constantes, a las migraciones violentas, continuas y trágicas, a las deportaciones en masa, a las guerras incesantes e implacables, terminadas muchas veces con el exterminio del vencido, guerras en las que con frecuencia el único móvil era la violencia por la violencia misma.
La unión social entre España y América se hizo, gracias a las ideas filosóficas y morales que predominaban en las escuelas españolas, sobre bases de absoluta igualdad. En la esfera de los principios no existió distinción alguna entre peninsulares, criollos, indios y negros. Católicos fervientes, los españoles, aun los más orgullosos, consideraban a todos los hombres esencialmente iguales. Poco a poco, a medida que el número de criollos crecía, lo fueron Universidades. Obtenían títulos nobiliarios, ceñían llenando todo: municipios, conventos, audiencias y mitras, lograban la dignidad virreinal. La igualdad de las razas era tan absoluta que, para estrecharla mediante vínculos de sangre, después de proclamar la libertad que los indios tenían para casarse con quien tuvieren a bien, se llegó, no ya a tolerar sino a recomendar los matrimonios mixtos, prohibiéndose dictar disposiciones u órdenes que se opusiesen al matrimonio de personas de raza blanca con indios e indias.
No hubo pueblo en la Historia que supiera asimilarse a los vencidos como el pueblo español, ni que tanto hiciera por las naciones que sujetó bajo su dominio. En el Norte del Continente los colonizadores anglosajones exterminaron a los indígenas. España educó a indios y negros, mestizos y mulatos, multiplicando escuelas, colegios y doctas Universidades. En menos de trescientos años, en la forma lenta, pero constante e implacable de los fenómenos de la Naturaleza, forja mezclando su sangre con la sangre indígena, una raza nueva, le infunde su alma, su pensamiento, su religión, su cultura, su lengua, sus instituciones, sus usos y costumbres; la dota de una estructura social, una organización política, económica y jurídica. De tal modo la incorpora a su cultura, que al realizarse la Independencia, los hispanoamericanos igualaban y con frecuencia superaban a los peninsulares. Los hombres más grandes de que en aquellos días puede enorgullecerse el mundo hispánico son americanos: Bolívar, San Martín, Sucre, Bello y Olmedo.
{1} Cristóbal Colón y el Descubrimiento de América.– Historia de la Geografía del Nuevo Continente y de los Progresos de la Astronomía Náutica en los Siglos XV y XVI, por Alejandro de Humboldt.– Traducción de Don Luis Navarro y Calvo.– Madrid.– Sucesores de Hernando.– 1914.– Tomo I.– Pág. 16.
{2} Alejandro de Humboldt.– Cosmos.– Traducción Salusky.– Madrid.– 1855.– Tomo II.– Pág. 315.
{3} Folio IV de Las Profecías.
{4} Conocer los secretos del mundo.
{5} Su juventud.
{6} La carta está dirigida a los Reyes Católicos.
{7} Herrera.— Déc. 1, Libro VI, Cap. 15.
{8} Cristóbal Colón y el Descubrimiento de América.– Historia de la Geografía del Nuevo Continente y de los Progresos de la Astronomía Náutica en los Siglos XV y XVI por Alejandro de Humboldt.– Traducción de Don Luis Navarro y Calvo.– Madrid.– Librería de los Sucesores de Hernando.– Tomo II, Pág. 375.
{9} Libro de las Profecías que juntó el Almirante D. Cristóbal Colón, de la recuperación de la Santa ciudad de Hierusalem y del Descubrimiento de las Indias.– Martín Fernández de Navarrete.– Colección de viajes y descubrimientos por mar que hicieron los españoles desde fines del siglo XV.– Tomo II.
{10} Se refiere al Orinoco.
{11} Faltan palabras en la copla hecha por Fray Bartolomé de Las Casas.
{12} Probablemente se refiere a de Reichenau.
{13} El Hemisferio Occidental.
{14} Se refiere a las bocas de la Serpiente y el Dragón.
{15} El Río Orinoco.
{16} De Rebus Oceaninis et Orbe Novo.– Basilea.– 1533.– Década I, Libro VI, Pág. 16.
{17} Génesis II, 7, Versión de los Setenta.
{18} Bernáldez.– Historia de los Reyes Católicos.– Cap. VII.
{19} Lib. I, Capítulo II.
{20} Cardenal d’Ailly.
{21} Cardenal d’Ailly.
{22} Año en que escribía Colón.
{23} Incompletos.
{24} Dos son 1as obras del Cardenal d’Aiily que inspiran a Cristóbal Colón en este pasaje: Vigintiloquiun de concordia astronómicae varitatis cum theologia y Tractatus de concordia astronomicae varitatis cum narratione histórica.
{25} Se dirigen al Obispo de Badajoz, quien tenía a su cargo los negocios de Indias.
{26} Lib. I, Cap. V.
{27} Lib. II, Cap. I.
{28} Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias.– Llorente.– Obras de Fray Bartolomé de Las Casas.– T. I.– Págs. XI y 172.
{29} Archivo de las Indias.– Est. 139. años 1537—45, t. 19, folio 69.
{30} El Progreso del Derecho de Gentes.– Conferencias y Estudios Internacionales, por James Brown Scott.– Espasa-Calpe, S. A.– Madrid.– 1936.– Pág. 118.
{31} Las Casas.– Discurso leído en 1519, en respuesta a Fr. Juan de Quevedo, Obispo de Darién.– Biblioteca de Autores Españoles.– Madrid.– 1873. Tomo 65.
{32} Las Casas.– Tratado Sobre la Esclavitud de los Indios.– Biblioteca de Autores Españoles.– Madrid.– 1873.– Tomo 65.
{33} En 1552 se publicó en Sevilla el resumen de Fray Domingo de Soto, las doce objeciones de Ginés de Sepúlveda y las réplicas de Fray Bartolomé de Las Casas, con el siguiente título: “Aquí se contiene una disputa o controversia entre el Obispo don Fray Bartolomé de Las Casas o Casaus Obispo que fue de la ciudad Real de Chiapa que es en las Indias parte de la Nueva España; y el doctor Ginés de Sepúlveda Coronista del Emperador nuestro señor: sobre que el doctor contendía que las conquistas de las Indias contra los Indios eran lícitas: y el Obispo, por el contrario defendió y afirmó aver sido y ser imposible no serlo tiránicas e iniquas. La cual cuestión se ventiló e disputó en presencia de muchos letrados theologos e juristas en una congregación mando Su Majestad juntar el año de mil e quinientos cincuenta en la villa de Valladolid.”
{34} Washington Irving.– Vida y Viajes de Cristóbal Colón.– Madrid.– 1854.– Págs. 240 y sigs.
{35} Carlos V.
{36} Libro I de Cabildos de Lima, Tomo III, Págs. 157 y siguientes.
{37} Libro I de Cabildos de Lima.– Tomo II.– Pág. 157 y siguentes.– Real Cédula de 17 de Noviembre de 1526, inserta en la Real Cédula de 13 de Marzo de 1536.
{38} Fray Bartolomé de Las Casas. Historia Apologética.
(Ramón Insúa Rodríguez, Historia de la Filosofía en Hispanoamérica, Guayaquil 1949, páginas 11-58.)