Filosofía en español 
Filosofía en español

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Universidad de Madrid
Conferencias dominicales sobre la educación de la mujer
 

octava conferencia
 
Influencia del estudio de las ciencias físicas en la educación de la mujer
 
por
Don José Echegaray,
Ingeniero de Caminos.

 
——
11 de Abril de 1869.
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MADRID,
Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra,
calle del Duque de Osuna, núm. 3.
 
1869




Señoras y señores:
 

Grave es la situación en que me hallo, y esto, que lo habréis oído muchas veces decir y afirmar como recurso oratorio, acaso hoy por la vez primera lo oís con el puro acento de la verdad. Grave es, repito, el apuro en que me hallo: hablar de formas geométricas y de movimientos, hablar de fuerzas y de atracciones, hablar de moléculas y de átomos, hablar, en fin, de las leyes de la naturaleza, de las leyes del universo, de ciencias físicas, de ciencias químicas, de ciencias exactas en una palabra, es hablar de prosa bien prosaica, de prosa la más repulsiva, de prosa la más fea, si me permitís esta palabra; y para mayor conflicto mío y para mayor contraste, ¡he de hablar en prosa y de prosa ante la poesía y la belleza!

Ya veis con cuánta razón decía yo que es grave, muy grave, la situación en que me hallo, aunque, bien lo reconozco, mi situación es harto merecida por osar levantar mi voz aquí, donde voces tan elocuentes han resonado; harto merecida, por el poco acierto que he tenido al escoger este tema; harto merecida aún por atreverme a molestar vuestra atención siquiera sea por breves instantes: por breves instantes, sí, y esta es la única esperanza que puedo daros y el único mérito que puedo alegar para suplicaros que escuchéis benignamente las breves frases que he de dirigiros.

¿Por qué he escogido este tema? ¿Por qué voy a hablar de ciencias exactas, de ciencias físicas, de las grandes leyes de la naturaleza? ¿Por qué? ¿Para qué? Para defenderos, para rechazar una opinión que creo injusta, que creo indigna de vosotras, por más que sea harto vulgar. Hay muchos que opinan (tal es la fuerza de la costumbre y el empuje irresistible de la masa social cuando va caminando en dirección determinada) que la mujer no debe ocuparse en nada serio, grave e importante; que, bien al contrario, sólo las cosas fútiles y ligeras son dignas del bello sexo. Hablarle, por ejemplo, del elegante vestido, del prendido lleno de gusto, del magnífico terciopelo, tan excelente, que no se le ve la trama por mucho que se doble y por mucho que se mire al sol; hablarle del gró que no se arruga por más que se oprima y se oprima; hablarle, en fin, de paseos, de teatros, de placeres y de tantas otras cosas de esta importancia, ya es distinto, ya es aceptable; pero sin que en manera alguna se la pueda ni se la deba ocupar, según decía, en cosas graves, en cosas importantes, en cosas razonables!

Yo creo esta opinión, no sólo infundada, sino altamente ofensiva para vosotras, y voy a rechazarla enérgicamente en nombre de la justicia, de la verdad y de las nuevas ideas, que generosas y elevadas pugnan por regenerar a la mujer, fortificando su espíritu y desarrollando su razón.

La mujer, Señoras, es sentimiento, es poesía, es belleza, no lo niego; pero es también algo más: es un ser racional, es un ser humano, tiene un corazón que sabe latir, tiene ojos que saben llorar, tiene una frente purísima, tras de la que se oculta el pensamiento. La mujer, en una palabra, lo he dicho antes y lo repito ahora, es un ser racional, tan racional como el hombre, por más que en otros tiempos haya podido haber graves personajes que lo dudaran. Hoy es distinto: es cosa cierta y averiguada: podéis estar tranquilas sobre este punto: sí; la mujer es un ser racional. Señoras, sois seres racionales.

Sólo que en la naturaleza las cosas no son tan sencillas, tan fáciles, tan únicas como a primera vista aparecen: bajo la unidad, dentro de la unidad, está la variedad. Así la materia, el barro humano es uno, es siempre barro, y sin embargo, cuando con ese barro humano se fabrica el hombre, ese barro es fuerza, es energía, es vigor; cuando con ese barro humano se fabrica la mujer, es belleza, es elegancia, es hermosura.

La sensibilidad es siempre sensibilidad, y, sin embargo, una cosa es la sensibilidad en el hombre, y otra cosa muy distinta es en la mujer. La sensibilidad en el hombre es pasión, pasión ardiente; la sensibilidad en la mujer es amor, amor purísimo.

La voluntad es una, es única; y, sin embargo, es doble, y se desdobla y se divide; y es en el hombre fuerza, energía, ímpetu, acción; y es en la mujer resistencia, sí, pero resistencia sublime para resistir dolores tales, que el hombre, ser fuerte e indomable, resistir no podría. Pues de igual suerte la razón, con ser siempre la misma, es también doble, y aún múltiple, por decirlo así. La razón, rayo de luz desprendido de la razón eterna, al llegar al barro y animarlo, se divide en dos rayos de luz, y penetra el uno, rojizo, ardiente, poderoso, bajo la bóveda misteriosa del cráneo del hombre; y penetra a su vez el otro, más bello, más trasparente, más puro, más lleno de luz y de riquísimos colores, en la artística cabeza de la mujer.

Yo pudiera continuar estos ejemplos, pudiera citar otros muchos, y pudiera haceros comprender que siempre en la naturaleza, conservándose las cosas las mismas en su esencia, se dividen, se diversifican y tienen múltiples manifestaciones. Así la flor siempre es flor; y, sin embargo, ¡cuánta diversidad de flores no hay en las campiñas de nuestro planeta y en sus amenos y pintorescos valles! El agua siempre es agua; y, sin embargo, ¡cuántas formas afecta! Unas veces es cristalina fuente, otras cinta de plata que se desliza por la montaña, ya trasparente lago, ya océano magnífico y espumoso.

El hombre siempre es el hombre, la esencia del hombre es siempre la misma; y, sin embargo, la naturaleza ¡cuántos ejemplares no presenta del sexo feo! La mujer siempre es mujer; y, sin embargo (no diré, como iba a decir, ¡cuántas hay!): podría la frase parecer poco respetuosa, poco galante; podría creerse que siento yo que haya tantas: no, seguramente; cuantas más haya tanto mejor; pero no podréis negarme que hay bastantes variantes dentro del género.

De todo esto deduzco yo, de todo esto vengo a concluir que la razón humana es única, siquiera se manifieste de cierto modo en el hombre, siquiera se manifieste de manera especial y propia en la mujer. La mujer, como el hombre, discurre, piensa, juzga, compara, analiza, sintetiza; ejerce, en fin, las múltiples y varias funciones de la razón humana. Luego todo lo que se refiere a la razón puede y debe ser comprendido por la mujer; luego no hay ciencia que sea, ni deba, ni pueda ser, radical y terminantemente ajena al pensamiento femenino. No diré yo de qué modo ha de estudiar la mujer las ciencias exactas: ése es problema muy delicado, muy difícil; pero, sea como quiera, confiemos que llegará día en que la mujer estudie, y estudie con tanto provecho como el hombre las ciencias exactas, y aun las haga progresar en determinada dirección, según las condiciones propias y peculiares de su fuerza creadora, de su fecundo ingenio.

Pero aun admitiendo (lo que no puedo admitir, y admitiré sólo hipotéticamente) que la ciencia sea superior a la mujer, que la ciencia no pueda ponerse en contacto con la mujer, que la inteligencia de la mujer no pueda penetrar los grandes problemas de la naturaleza, los grandes problemas del universo (y digo que acepto esto en hipótesis, pero que lo rechazo de todo en todo en la realidad); aunque esto fuera cierto, la mujer puede estudiar y puede ponerse en contacto con las ciencias, con las ciencias más difíciles, más abstractas, y esto con gran provecho suyo. ¿Por qué? Porque la ciencia no es sólo el procedimiento, el método, el artificio humano para llegar al descubrimiento de la verdad; en la ciencia hay otra cosa, que es la verdad misma. Una cosa es el artificio, el método, el procedimiento para descubrir la verdad y la ley, y otra cosa muy distinta es la verdad misma, es la ley en su elevada pureza. Podrá tal vez (sólo admito esto hipotéticamente), podrá tal vez la inteligencia de la mujer no ser a propósito para comprender el procedimiento, el método, el artificio humano; pero siempre podrá sentir la verdad en sí misma, la ley en su esencia, porque la verdad y la ley son eminentemente bellas, son eminentemente poéticas, y hablan, no sólo a la razón, sino al sentimiento, a la poesía, al instinto de lo bello y al instinto purísimo de lo sublime.

He aquí, Señoras, un soberbio monumento arquitectónico; en él veréis, mientras la construcción dura, un andamiaje compuesto de maderas, de clavos y de cuerdas, y por todas partes manchas de cal, groseras piedras, toscos obreros. Pero cuando el andamiaje ha desaparecido, queda el monumento arquitectónico, con sus grandes líneas, con sus hermosas proporciones, con su artística belleza. Seguramente podréis dudar, podréis no saber cómo se levantó aquel edificio, podréis no conocer el procedimiento, el método, el artificio de la construcción; pero ya construido, podréis y deberéis admirarlo, y será cosa natural, provechosa, que pongáis en relación vuestro espíritu con aquella obra del humano ingenio.

Pues bien; con más razón, mil veces con más razón, podéis sentir la hermosura de la ley, la hermosura de las grandes verdades de la naturaleza, la belleza artística de la ciencia; porque la ley, la verdad y la ciencia son eminentemente bellas, eminentemente artísticas, eminentemente poéticas!

Pero voy todavía más lejos; no sólo la ciencia es accesible a la mujer como tal ciencia; no sólo puede ser sentida y de ella posesionarse la mujer por la belleza de la verdad y la belleza de la ley, sino por razones aún más concluyentes y más elevadas, por el sentimiento eminentemente religioso que a toda verdad científica acompaña: es imposible estudiar una ciencia, sin ponerse en comunicación con lo infinito; con lo infinito, sí, que se pierde de vista en el espacio; que se pierde aún tras el potente vidrio del microscopio; sin ponerse en comunicación, repito, con esa fuerza sublime que palpita en la naturaleza, y que eleva nuestra alma a los arcanos de lo desconocido, haciéndonos pensar que hay algo superior a las miserias terrestres, que hay algo superior a todo lo que nos rodea, a todo lo que es barro, a todo lo que es humano; que hay algo, en fin, que es infinito, que es eterno, que es imperecedero.

Por eso digo yo que la ciencia es accesible a la mujer bajo estos tres puntos de vista. Como ciencia, porque habla a la razón, y la razón de la mujer es razón; como arte, porque habla al sentimiento artístico y a la poesía; y además porque habla al sentimiento religioso. Si queréis convenceros de esta verdad, y de que en efecto hay un gran sentimiento religioso en el fondo de toda verdad científica, leed un libro de Mr. Flamarion, que os recomiendo: se titula “Dieu dans la nature”, es decir, Dios en la Naturaleza; y allí veréis, al estudiar las grandes leyes del universo, que hay siempre en ellas regularidad, orden, peso, medida, número, y que este armónico conjunto hace brotar en el alma un elevado y purísimo sentimiento. Allí veréis que en el fondo de todas las grandes maravillas de la naturaleza que nos rodean, en la fuente cristalina, en el insondable mar, en el azulado cielo, en el monte coronado de nieve, en el rojizo celaje, en el insecto, en el ave, en la materia muerta, como en la palpitación de la vida, está escrito con sublimes signos el nombre de un ser organizador, soberano, potente, que rige todos estos magníficos y variados movimientos, que da vida y sublimidad a estos grandes cuadros.

Pudiera acudir a la filosofía, a la metafísica, a la psicología y a tantas otras ciencias para demostraros las tres proposiciones que acabo de decir; pero no acudiré a ninguna de ellas, ni siquiera a la historia, en que tantos ejemplos insignes pudiera encontrar. Acudiré a otro procedimiento más sencillo, más nuevo, que no sé si me dará resultados; me valdré de ejemplos, predicaré con el ejemplo. Os voy a explicar en breves palabras, en brevísimas frases (porque sobradamente voy molestando vuestra atención), unas cuantas teorías de la física moderna, de las más elevadas, de las más profundas, de las más difíciles, de las más trascendentes; os voy a explicar lo que son el sonido, la luz, el calor, la electricidad, el magnetismo, y tantos y tantos otros fenómenos del universo. Y cuenta que si no logro hacerme entender, si no me comprendéis, no será culpa vuestra, sino culpa del maestro; será por falta de claridad, orden y método en mí, no por falta de inteligencia en vosotras. De todos modos, pues, mi tesis quedará demostrada; si consigo que me entendáis, porque me habéis entendido; si no me entendéis, porque la culpa será mía, exclusivamente mía, y la tesis quedará en pié ante vosotras; en pié respetuosamente, como debe estar ante concurso tan digno de respeto.

Os voy a explicar, repito, lo que son la luz, el sonido, el calor, &c. Tal vez me digáis: «¿para qué explicarnos eso, si lo sabemos perfectamente? Luz es la que brota de nuestros ojos; sonido, el que brota de nuestros labios; calor, el que sentimos en las mejillas cuando el rubor acude a ellas.» Es verdad, no lo niego, no tengo nada que explicar: por eso lo único que he de hacer será poner ante vosotras un espejo para que en ese espejo os miréis. Procedimiento muy natural tratándose de la naturaleza y de vosotras, porque puedo deciros con verdad que hay grandes puntos de contacto entre la naturaleza y la mujer: la naturaleza también es un tanto presumida, gusta de mirarse donde encuentra un pedazo de cristal, ya se lo ofrezca la pura fuente, ya el tranquilo lago, ya el mar inmenso en azulada superficie; y cuando así se mira (y en esto se parece a vosotras), en el Océano como en cristalino espejo, creedme, se encuentra hecha un cielo.

Digo, pues, que voy a explicar qué son el sonido, la luz, el calor, &c., y para ello cumplo mi palabra: tomo un espejo. Imaginad un estanque, no el del Retiro, que es sobradamente prosaico, sino un estanque azul, o, dicho con más poesía, un lago puro, trasparente, tranquilo; imaginad que está rodeado de verdes praderas, que forman como un bellísimo marco de esmeralda. (En rigor, para mi demostración no necesito ni la pradera ni el marco; pero así resultará más bonito.) Imaginad en la orilla de ese estanque un rosal, y suponed que una de las rosas, doblando su tallo y atraída por la frescura del agua, viene a sumergirse en ella. La cosa no es difícil hasta ahora: un lago puro, trasparente, &c., &c.; un marco verde de esmeralda, de puro lujo, y la rosa que se sumerge en el agua. Imaginad que arrojáis una piedrecilla al agua de ese lago. ¿Qué sucede? Sucede lo que ya sabéis y habréis visto mil y mil veces: que alrededor del punto donde arrojasteis la piedrecilla habrá agitación, habrá movimiento, nacerá una ola, un círculo de plata, una onda acuosa, que se irá engrandeciendo, ensanchando y dilatando, y que al fin vendrá a conmover dulcemente la rosa que se sumerge en la linfa del lago. ¿Habéis comprendido esto? No es muy difícil. Pues si habéis comprendido esto, habéis comprendido lo que es el sonido, la luz, el calor, y tantas otras teorías de las más difíciles de la física: he aquí una ciencia pronto aprendida.

Y no es esto una vana imagen: si tuviera tiempo; si me atreviera, que no me atrevo, a molestar vuestra atención, os demostraría que todos los fenómenos de la física, o muchos de ellos, vienen a reducirse a este fenómeno elemental, sencillísimo, primitivo. Imaginad, en efecto, que pulsáis la cuerda de un arpa: alrededor nacerá y crecerá una onda de aire, una esfera vibrante; la vibración de la cuerda se esparcirá por el espacio; y así como por el choque de la piedrecilla que se arroja en el lago las aguas se conmueven, y poco a poco se va extendiendo y engrandeciendo el círculo del movimiento, o sea la vibración acuosa, así alrededor de la cuerda del arpa se extenderán las esferas de la vibración aérea; esferas que, llevando en suspenso, como misterioso ser alado, las vibraciones musicales, trasmitirán el sonido a todos los puntos del espacio hasta llegar a vosotras; y vosotras os conmoveréis dulcemente al contacto del sonido melodioso, como la rosa del lago se conmovió al llegar a ella el bello círculo de plata que por el lago se extendía, porque bien habréis comprendido que vosotras sois, y no podíais menos de ser, la rosa de mi ejemplo.

¿Qué es, pues, el sonido? No es más que la vibración, que se extiende, que crece, que toma forma geométrica, que es esfera de vibración, y de esta suerte viene a conmover nuestro ser. Si yo pudiera, si yo tuviera tiempo, os haría comprender la diferencia que existe entre unos y otros sonidos, porque hay sonidos altos y sonidos bajos, que es lo que se llama intensidad del sonido, cual es el misterio físico, geométrico, mecánico de la melodía. Os podría explicar aún en términos claros, sencillos, evidentes, geométricos, qué es lo que se llama armonía; os haría ver que, así como arrojando diversas piedrecillas en el estanque se forman alrededor de ellas muchas olas, muchos círculos, que se cortan, y se tocan, y se unen, y se separan, y forman multitud de figuras geométricas de contornos extraños, de caprichosas labores, de rosas fantásticas en la superficie antes serena del lago, así alrededor del instrumento musical se forman, se cruzan, se cortan, se dividen, se confunden esferas sonoras, que, por decirlo así, pintan, dibujan, trazan en el espacio aquella misma música que viene a regalar nuestros oídos con sus divinos y maravillosos acordes, con su prodigiosa y sublime armonía.

Hay, pues, una relación inmediata, profunda, entre los movimientos combinados y la armonía, entre el movimiento y el sonido. Y esto que digo del sonido, lo pudiera decir de la luz. Mas para explicaros qué es la luz, necesito hablaros dos palabras de lo que es el éter. Existe en la naturaleza una cosa que se llama Éter, pero no creáis que es ese líquido a que acudís cuando estáis atacadas de los nervios; es otra cosa. Es un fluido elástico, eminentemente sutil, un vapor que nadie ha visto, que nadie ha tocado; un aire, una especie de gas semi-espiritual; y sin embargo (creedme bajo mi palabra, que soy incapaz de engañar a nadie) este éter existe, ocupa el espacio infinito, extendiéndose por doquiera, penetrando por todas partes. Pues bien, ese fluido semi-espiritual, ese vapor, ese aire, al vibrar, da origen a la luz. La vibración del éter es la luz, como la del aire es el sonido, como la del agua del lago es la ola, el círculo, la forma geométrica que en el lago se dibujaba.

¿Quién pone en movimiento el éter? El cuerpo que arde: la bujía que usáis, el mechero de gas que veis en la calle, el rayo de luna en las noches tranquilas... en que hay luna, el sol que brilla en el espacio; y así, la bujía, el mechero de gas, la luna, el sol, son cuerpos vibrantes, son las cuerdas del arpa, son la piedrecilla que arrojamos en el estanque. Allí nace la vibración, la agitación, el movimiento, y alrededor de cada uno de esos centros luminosos se extiende la esfera de vibración del éter; y así como alrededor de las cuerdas del arpa se manifiestan y se extienden las esferas de las vibraciones sonoras, así las esferas que crecen alrededor del sol, y que a su alrededor se extienden, y se extienden en los ámbitos del espacio, llegan a nuestro planeta, iluminan las montañas, iluminan los valles, y van llegando a todas partes, y llegan a vosotras, y ¡mirad qué atrevidas! penetran al través del limpio cristal de vuestros ojos y despiertan en el fondo de vuestra retina la impresión luminosa.

Ya veis qué perfecta armonía, qué estrecha relación existe entre todos estos fenómenos y otros, muchos de que os pudiera hablar: relación perfecta, admirable, matemática; porque así como antes os hablaba de notas musicales, de melodía y de armonía en el sonido musical, pudiera hablaros de las notas, de la melodía y de la armonía de la luz. Lo que son notas en la música, ¿qué es en la luz? Son los colores, el azul, el verde, el amarillo, el anaranjado, todos los colores del iris, verdaderas notas musicales de esa sublime gama del espacio. Todos ellos son con relación a la luz, lo que las notas de la escala musical con relación al sonido. También hay armonía en el cielo, orquestas sublimes y sublimes sinfonías.

¿Habéis visto alguna puesta de sol; aquel mar de fuego, aquellos esplendores indescriptibles, aquellos cortinajes de grana, aquellos flecos magníficos de oro, aquellos rayos de plata, toda aquella sorprendente combinación de colores? ¿Sabéis qué es eso? No es otra cosa que una orquesta en el cielo, que una sinfonía en el espacio, que una magnífica inspiración del Mozart de los cielos, con que despide al sol que se pone, o con que saluda en la alborada al sol que nace.

¿Qué es el calor? No tengo tiempo para explicarlo; pero os diré que es la misma vibración, el mismo movimiento de las moléculas que constituyen la materia; porque en la naturaleza, en lo que es materia (no me refiero para nada a las altas cualidades del alma, a la excelencia del espíritu; no me atrevo a llegar a esa región; sólo me ocupo de los fenómenos materiales); porque en la naturaleza, repito, la mayor parte o casi todos los fenómenos se reducen a movimientos, a vibraciones; pero acompasados, regulares, y sujetos a ley, número, peso y medida. Todo vibra en la naturaleza, todo se agita, y podría deciros para valerme de comparaciones familiares, pero en confianza, sin que lo oigan los que a este lado se sientan, y sin que tampoco os sirva de estímulo, que la naturaleza no es otra cosa que un inmenso ataque de nervios.

Ya veis, pues, que la ciencia no es tan áspera, tan repulsiva, tan seca, tan prosaica, como se imaginan algunos, no; la ciencia es reservada, es severa, es pudorosa, es virginal; la ciencia no la halla el que la busca a la ligera; tiene espinas, como la rosa, para quien quiera cogerla al paso; la ciencia es sólo para aquel que por ella se sacrifica, y se quema la frente con el pensamiento, y se abrasa los ojos sobre el libro, y se purifica el corazón y la rinde perpetuo culto, y pasa horas y horas, y días y días entregado a esa oración sublime que se llama estudio; porque el estudio profundo, intenso, puro, es como una oración al Dios de lo creado: la ciencia es buena, es tierna, es amorosa, sólo que no se entrega a la ligera al primer amor que la solicita; ¡ejemplo digno de imitación, Señoras!

Y voy a concluir indicando una idea que varias veces he presentado ya. La ciencia, cuando sanamente se la estudia, cuando puramente se la considera, es religiosa, es eminentemente religiosa. Todos esos soles esparcidos por el espacio, y todos esos magníficos globos de fuego, son como liras gigantescas que con vibraciones de fuego y de luz cantan la gloria de su Dios. Y alrededor de cada uno de esos magníficos astros, como alrededor de la piedrecilla arrojada en el estanque del rosal, nacen ondas de luz, esferas sublimes, que vibrantes llevan la armonía por los espacios, que los inundan de celestiales conciertos, y que cantando siempre la gloria de su Hacedor, se pierden inmensas en las profundidades infinitas del cielo.




Conferencias publicadas

Discurso inaugural, leído por D. Fernando de Castro.

Primera conferencia: Sobre la educación social de la mujer, por D. Joaquín María Sanromá.

Segunda conferencia: Sobre la educación de la mujer por la historia de otras mujeres, por D. Juan de Dios de la Rada y Delgado.

Tercera conferencia: Sobre la educación literaria de la mujer, por D. Francisco de Paula Canalejas.

Del Lujo: artículo leído en la Conferencia dominical del 14 de Marzo de 1869, por D. Antonio María Segovia.

Cuarta conferencia: Acerca de la influencia del Cristianismo en la mujer, la familia y la sociedad, por D. Fernando Corradi.

Quinta conferencia: Sobre la mujer y la legislación castellana, por D. Rafael M. de Labra.

Lectura sobre los lamentos de Jeremías, dada en la quinta Conferencia, por D. Antonio M. García Blanco.

Sexta conferencia: Sobre la higiene de la mujer, por D. Santiago Casas.

Sétima conferencia: Influencia de la madre sobre la vocación y profesión de los hijos, por D. Segismundo Moret y Prendergast.

Estas Conferencias se hallan de venta en la portería de la Universidad, en el Ateneo de Madrid, y en las librerías de Durán, Bailly-Baillière, Leocadio López y San Martín, al precio de un real de vellón.

(contracubierta)

[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 19 páginas más cubiertas. Hemos visto ejemplares de este opúsculo con cubiertas sobre papel verde, que dicen “número 3” en el domicilio del impresor, y no “núm. 3” como en el ejemplar de cubierta azul utilizado; lo que permite colegir que hubo reimpresión. ]