
Universidad de Madrid
Conferencias dominicales sobre la educación de la mujer
La música y la mujer
Conferencia leída
por
Don Francisco Asenjo Barbieri
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25 de Abril de 1869.
——
MADRID,
Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra,
calle del Duque de Osuna, número 3.
1869
Señoras:
Grande ha de ser sin duda vuestra sorpresa al ver la osadía con que yo, un simple músico, me atrevo a dirigiros mi voz aquí, donde tan ilustres sabios, tan brillantes oradores y tan inspirados poetas han regalado vuestros oídos y enriquecido vuestras inteligencias.
Vuestra sorpresa subirá de punto, convirtiéndose en asombro, si tomáis también en consideración que quien ahora os dirige la palabra, lo hace al público por primera vez en su vida, y sin encontrarse con las dotes necesarias para el caso.
¿Cómo, pues, –me diréis– te atreves a tanto?
A esta pregunta solamente podré contestar, diciendo que, no sé si por virtud de mi propia constitución moral, soy y he sido siempre esclavo de la amistad. Por consecuencia, un amigo mío muy querido, cuyos talentos y cuya gracia no ha mucho que habéis tenido ocasión de aplaudir nuevamente, es quien me impulsa y compromete a venir a colocarme en este sitio, especie de piedra de toque en la que vais a experimentar mi insuficiencia.
Con temor muy grande vengo a conferenciar con vosotras; pero si al fin lo hago, es contando con que vuestra benevolencia suplirá mi falta de méritos, y meditando además que si en alguna ocasión yo habría de aventurarme a hablar en público, ninguna se me podría presentar que fuera para mí más tentadora que la presente; porque, a fuer de músico entusiasta y de admirador constante del bello sexo, nunca podré dejar de responder al llamamiento que se me haga en nombre de la Música y de la Mujer, siendo, como son, entrambas, como si dijéramos, la síntesis de la belleza ideal, que hace el encanto de mi existencia.
Voy a hablaros de la música en general, y de sus relaciones íntimas y constantes con la mujer; pero no esperéis de mí, Señoras, una disertación histórico-filosófica, que sería superior a mis fuerzas y además inoportuna; escuchad tan sólo una relación de hechos, más o menos vulgares, que hacen al propósito de llamaros la atención hacia la grande importancia que debe darse por vosotras al estudio y al cultivo de la música. Sin embargo, para dar principio convendrá que examinemos, aunque sea rápidamente, la esencia y los orígenes de lo que se entiende por música.
Todos los sabios que se han ocupado en la materia convienen en que el canto es instintivo en la humanidad, y en que a la revelación divina se debe lo que hoy llamamos melodía, que no fue en su origen otra cosa que una rústica sucesión de sonidos, de que el hombre se valía para expresar sus tristezas, sus alegrías y hasta sus necesidades; llegando por este camino a la formación de la palabra y del lenguaje hablado; con lo cual se prueba la mayor antigüedad de la música sobre la literatura y las demás artes y ciencias.
El hombre, que, dotado del instinto de imitación, oía el melodioso canto de las aves, el suave y acompasado murmullo de las aguas, la poderosa voz del trueno, y todos los demás sonidos y ruidos de la naturaleza, parece posible que tomase de cuanto le rodeaba los elementos apropiados para ir enriqueciendo sus cantos primitivos. De aquí nacerían tal vez las diversas combinaciones de tiempo que engendran lo que llamamos ritmo o compás; así como también, observando el admirable concierto de la creación, y viviendo en familia, el hombre no podía menos de encontrar el necesario complemento de la armonía o canto simultáneo y ordenado, que, con la melodía y el ritmo, constituye la especie de trinidad esencial del arte músico.
Éstas son las bases más racionales sobre las que puede fundarse el origen de la música. Los historiadores, sin embargo, hacen inventores de ella, en la antigüedad, a una multitud de personajes: los egipcios atribuyen su invención a Hermes o a Osiris; los indios, a Brahma; los chinos, a Fo-hi; los hebreos, a Tubal; los griegos, a Apolo, a Cadmo, a Anfión; y aún se refieren tan maravillosas fábulas respecto a Orfeo, a Lino y a otros célebres músicos, que si hubiera yo de contarlas aquí, aunque fuera sumariamente, necesitaría gastar mucho de mis alientos y muchísimo de vuestra paciencia. Pero cumpliendo a mi propósito demostraros cuán relacionada se halla la música con la mujer, no puedo dejar de hacer una excursión por el laberinto de la mitología.
Una de las divinidades más importantes de la antigua Grecia era Apolo, por otros nombres Febo o el Sol, dios de la poesía, de la música, de la medicina y de las bellas artes, a quien se atribuía particularmente la invención de la música. Se daba culto a esta divinidad en muchos y magníficos templos, entre los cuales el más suntuoso era el de Delfos, adonde concurrían de todos los pueblos las gentes ansiosas de consultar los oráculos del Dios. Pensaréis acaso que la persona encargada de transmitir estos oráculos sería algún viejo y ceñudo sacerdote, a la manera que se acostumbraba en los templos de otras divinidades; pero os equivocáis, pues no era sino una mujer, llamada Pitonisa; como si con este hecho hubieran querido significar los griegos que los secretos de Apolo sólo podían ser oídos y explicados por el sentimiento fino y delicado de la mujer.
Ya que de los griegos tratamos, convendrá advertir que daban a la palabra Música unas acepciones mucho más extensas que las que hoy día le damos. Dividíanla en Música teórica o contemplativa, y en Música activa o práctica. A la música teórica correspondían: la Astronomía, o armonía del mundo; la Aritmética, o armonía de los números; la Armónica, que trataba de los sonidos, de los intervalos, &c.; la Rítmica, que trataba de los movimientos; y la Métrica, o prosodia. A la música práctica correspondían: el arte de inventar melodías{1}, el del compás{2}, y finalmente la Poesía. Dividían además la música instrumental en tres clases, a saber: de canto, de instrumentos de viento, y de instrumentos de cuerda, representando estas tres divisiones por otras tantas musas, que se llamaron Meleten, Mnemen y Aœdon.
Cuenta un antiguo historiador que habiendo querido los ciudadanos de Tebas adornar su templo de Apolo con las estatuas de las tres musas antedichas, abrieron un concurso público ofreciendo un premio al escultor que las hiciera más bellas. Llegado el plazo, se presentaron tres escultores, cada uno con sus tres estatuas, y no sabiendo los tebanos a quién adjudicar el premio, por ser todas igualmente hermosas, compraron las nueve y las colocaron en su templo, dando después a cada una el nombre y las atribuciones siguientes:
Clío presidia a la historia; Euterpe, a la música; Melpómene, a la tragedia; Talía, a la comedia; Polimnia, a la elocuencia y a la poesía lírica; Erato, a la poesía erótica y a la elegía; Terpsícore, al baile; Urania, a la astronomía; y Calíope, a la epopeya.
Desde entonces estas nueve hermanas de Apolo, castas y modestas, fueron las representantes de las ciencias y de las artes, y especialmente de la música, como lo indica bien claramente su propio y genérico nombre de Musas; porque la palabra griega musa significa principalmente canto.
Tacharéis acaso, y con harta razón, de vulgar y pedantesca la relación que acabáis de oír; pero me ha sido necesario hacérosla, para que advirtáis que los que trataron de materializar la belleza de la música, no encontraron otro medio mejor de hacerlo que personificándola en mujeres hermosas, puras y sencillas.
Las consecuencias que podrían sacarse de estos hechos son muchas y muy favorables al bello sexo: yo me detendría con gusto a enumerarlas, si no fuera por temor de abusar demasiado de vuestra paciencia; por lo tanto, me limitaré a decir tan sólo que esta personificación que hicieron los griegos prueba por sí misma de la manera más poética y elocuente la íntima relación que existe entre el divino arte de la música y el corazón tierno y apasionado de la mujer.
Llenas están las antiguas historias de hechos que demuestran la grandísima importancia que daban los griegos al estudio y cultivo de la música; en el hogar doméstico, en el teatro y en todas las fiestas públicas y particulares se consideraba como el principal elemento. Los más grandes filósofos, como Pitágoras y Platón, la definían diciendo que era «la ciencia de la armonía o del orden universal, cuya influencia era mayor sobre las costumbres»; por esto en la fachada de la escuela de Pitágoras se leía: Aléjate, profano; que nadie pone aquí su pie si ignora la Armonía.
A propósito de la influencia de la música en las costumbres, y más particularmente en el alma de la mujer, se cuenta que Clitemnestra no faltó a sus deberes de esposa mientras tuvo a su lado un músico dórico, que la dejó su marido al partir para la guerra de Troya; cuyo músico la sostenía en la castidad con la dulzura de sus honestos cantos.
Me he detenido mucho hablando de Grecia, porque esta nación es la cuna y el modelo de las civilizaciones modernas; pues por lo demás, la historia del pueblo hebreo podría haberme dado también cantidad sobrada de asuntos musicales. Los célebres cánticos de Moisés, las trompetas de Jericó, el arpa de David, &c., &c., prueban el religioso amor y la grande ostentación con que los judíos cultivaban la música, asociándola a todas sus ceremonias religiosas y civiles.
Dicen las historias que Rómulo y Remo, fundadores de Roma, aprendieron la música y las demás ciencias de los etruscos, y más particularmente de los griegos. En Roma, 749 años antes de Jesucristo, ya se celebró un triunfo yendo todo el ejército cantando himnos detrás del carro triunfal de Rómulo.
Numa Pompilio instituyó la congregación de los sacerdotes salios, en la que sólo se admitían hijos de las familias patricias o personas de la primera categoría social, los cuales, unidos a los sacerdotes del dios Marte, celebraban grandes fiestas públicas cantando y danzando por las calles de Roma al son de varios instrumentos y al compás del choque de doce escudos, entre los cuales se contaba el célebre escudo sagrado que Numa supuso haber caído del cielo.
La música romana recibió un grande impulso cuando, después de la derrota de Antíoco, rey de Siria, se introdujeron, en Roma las mujeres que cantaban y tocaban instrumentos de cuerda en las fiestas públicas y durante las comidas. Estas mujeres son las que marcan la época del verdadero progreso de la música romana, a la que dieron más suavidad, riqueza y dulzura de la que hasta entonces había tenido; y ved aquí otra vez cuán relacionada se halla la belleza musical con la mujer.
Desde entonces tomó ya un desarrollo tan considerable el estudio de la música, que, según dice Suetonio, en tiempos de Julio César se contaban en Roma sobre doce mil cantores, cantatrices e instrumentistas, a quienes César había protegido tanto, que cuando éste fue asesinado, y al ser quemado públicamente su cadáver, según costumbre, los músicos agradecidos arrojaron los instrumentos a la hoguera del que fue su bienhechor, en muestra de la tristeza que les causó tan trágico acontecimiento.
Viene por fin la época de la redención humana; nace el Hijo de Dios; hace oír su divina palabra, muere en el Gólgota; sus discípulos recorren la tierra difundiendo la nueva doctrina, que combatía los errores del paganismo; y –¡cosa bien singular!– cuando entre los idólatras griegos y romanos todas las fiestas y solemnidades religiosas se celebraban con cánticos e instrumentos, los discípulos de Jesús no solamente no anatematizan la música, sino que, al contrario, se sirven de ella para cantar las glorias del verdadero Dios, siguiendo así los preceptos de David, que dicen:
«Cantad al Señor cántico nuevo.»
«Alabad al Señor en el coro.»
«Alabad al Señor en instrumentos de cuerda y en el órgano.»
«Alabad al Señor en campanas de buen sonido.»
Y probando cuán conveniente es la música para alabar a Dios, dice el evangelista San Juan, al declarar el oficio de los santos: «Oí voces en el cielo como de músicos que tañían y cantaban cántico nuevo delante de Dios y del Cordero.»
La sagrada Escritura afirma también que «el cantar delante de Dios es oficio de los ángeles»; dando a la música con este solo dicho mayor importancia de la que antes le dieron los griegos y romanos.
A propósito de los ángeles, quiero recordaros los dos cuartetos de un soneto de Miguel Sánchez, el Divino, que dicen así:
Cualquiera pecho en voz subida o grave
Bendice de su Dios la mano santa
Que le formó, por cuya merced tanta
Sólo le pide amor con que le alabe.
El ángel, a quien parte mayor cabe
De aqueste oficio, su alabanza canta;
A cuya imitación allá levanta
Su voz el hombre, como puede y sabe.
El cristianismo fue, por decirlo así, mucho más espléndido en materias de música que lo había sido la gentilidad. En el siglo IV San Ambrosio creaba el canto llano, llamado ambrosiano, en cuyo canto se notan vestigios de la antigua música; en el siglo VI San Gregorio el Grande compuso el canto gregoriano; en el siglo VII San Isidoro de Sevilla se distinguió como gran músico; y así sucesivamente hubo una multitud de santos, doctores y filósofos cristianos que se ocuparon en componer y propagar la música por toda Europa, haciéndola brillar particularmente en todas las fiestas de los templos, con las más variadas formas y aplicaciones, y admitiendo, no sólo aquellos cantos apropiados a la devota plegaria, sino hasta los alegres y profanos de los pastores y gentes del pueblo, que también tomaban parte en las fiestas eclesiásticas.
Así continuaron las cosas hasta el siglo XI, en que el célebre monje benedictino llamado Guido de Arezzo inventó la escala musical y el contrapunto, que hicieron una completa revolución en la música, abriendo ancho camino a los adelantos del arte moderno. Dicha escala se componía sólo de seis notas, que recibieron los nombres de ut, re, mi, fa, sol, la, tomados de la primera sílaba de cada verso del himno de San Juan, que dice:
Ut queant laxis
Resonare fibris
Mira gestorum
Famuli tuorum
Solve polluti
Labii reatum
Sancte Iohannes.
Sería demasiado prolijo enumerar ahora todas las diversas modificaciones que ha ido experimentando el arte hasta quedar como hoy lo practicamos; pero será muy oportuno que os recuerde que la Iglesia católica puso en sus altares a la virgen y mártir romana de los primeros tiempos del Cristianismo, Santa Cecilia, reconociéndola por patrona y abogada de la música. Ved aquí, Señoras, cómo también los cristianos relacionaron la música con una mujer pura y sencilla.
Pero hay más aún: la Iglesia encontró otra mujer superior a Santa Cecilia a quien dar el cetro de la música. La purísima e inmaculada María, prototipo de la belleza ideal, al ser proclamada Reina de los ángeles, que son los músicos del cielo, recibió de hecho y de derecho la más alta y poderosa representación de la música.
Si de estas consideraciones pasamos a otras de orden inferior, hallaremos que en la edad media era el amor de la mujer el secreto y casi exclusivo resorte que en la vida social movía la inspiración de los caballeros, músicos y poetas. «Todo por mi dama», cantaba el trovador en las cortes de amor, en los juegos florales y en las fiestas palacianas.
Así los cantores provenzales llenaron el mundo de tiernas canciones dirigidas al dulce objeto de sus amores; y así también los árabes españoles, a fuer de galantes caballeros, apenas cantaban otra cosa que las tristezas o las alegrías que les ocasionaban sus Zoraidas y Jarifas; y cuando algún caballero cristiano quería elevar su canto, hacía lo que el rey D. Alonso el Sabio nos ha legado en sus preciosos códices de las Cantigas, trovas y más trovas en loor de Santa María; es decir, la mujer: ¡siempre la mujer en contacto con la música y la poesía!
Siguen después en los tiempos del renacimiento casi las mismas costumbres en cuanto a la música, pero tomando este arte un desarrollo asombroso, tanto en su parte especulativa o teórica cuanto en la activa o práctica.
En nuestra España particularmente, y durante la dominación de la casa de Austria, era el estudio de la música uno de los ramos más importantes de la buena educación. Las cátedras de música de las célebres Universidades de Alcalá, Salamanca y otras ciudades eran frecuentadas por todos los grandes ingenios de nuestra patria. En los colegios, conventos, palacios y casas particulares se estudiaba y practicaba tan generalmente la música por hombres y mujeres, que no había persona que no cantase, acompañándose con el arpa, el laúd, la vihuela o la guitarra{3}.
Permitidme ahora que haga una breve digresión para contaros que en Madrid tenemos una calle donde vivió y murió un sacerdote italiano, gran bienhechor de los pobres y gran cultivador de la música, llamado Jacobo Gratij, el cual celebraba en su casa academias musicales a principios del siglo XVII, en las cuales tomaban parte las más ilustres damas y los profesores y aficionados más distinguidos de aquellos tiempos. Ya habréis adivinado que os hablo de la calle del Caballero de Gracia, cuyo nombre, afortunadamente, se conserva desde entonces. ¿Se deberá, tal vez, esta especie de milagro a la intervención de la música?… Pero volvamos al asunto principal.
Acabáis de oír el general aprecio que se hacía de la música en nuestra edad de oro literaria y artística; pero aún no os lo he dicho todo, y conviene recordar que los hombres más eminentes la personificaban en la mujer, siguiendo en esto las costumbres de los tiempos antiguos. El gran Lope de Vega, en su Arcadia, representa alegóricamente a la Música bajo la forma de una gallarda y briosa dama de rostro alegre, tocando una sonora vihuela y cantando las octavas reales siguientes, sobre las cuales llamo muy particularmente vuestra atención:
Están todas las cosas naturales
Ligadas en cadena de armonía,
Los elementos y orbes celestiales,
Aunque contrarios, en igual porfía:
Euclides, Aristóteles y Tales
A voces dicen la excelencia mía,
Porque sin mí moverse no pudiera
Del universo la voluble esfera.
Consuelo el alma, alegro los sentidos,
Esfuerzo el corazón, y a las victorias
Animo los medrosos y afligidos,
Y canto a Dios sus inefables glorias,
A quien los corazones encendidos
De mi dulzura erigen sus memorias:
Soy la que los espíritus expelo,
Y oficio de los ángeles del cielo.
Las fieras traigo a mi divino acento;
Los ciervos, escuchándome, se paran;
Los delfines, con blando movimiento,
Entre el cerúleo mar, mi nombre amparan:
La fuerza del orfeónico instrumento
(Que en esto solo mi valor declaran)
Detuvo el curso del tormento eterno,
Que es dulce en mar, cielo, aire, tierra, infierno.
Ya habréis notado la alusión que hace el poeta a la fábula del músico Orfeo, que bajó a los infiernos movido por el amor a su mujer. Por lo tanto, no deberéis asombraros de que yo, aunque no soy Orfeo, ni mucho menos, me atreva por vosotras a acometer la ardua empresa de hablar en público.
Llegamos, por fin, a los tiempos modernos, y es bien singular lo que sucede: en esta época de materialismo y de frío cálculo, cuando la poesía parece como que trata de marcharse de la tierra, huyendo avergonzada de la prosaica atmósfera que nos envuelve, la música, por su parte, alcanza el mayor grado de esplendor, y se reparte por el mundo infiltrándose más y más en el corazón humano, o, mejor dicho, en el alma de la mujer, que es la encargada de guardar el fuego sagrado de la inspiración musical.
Ved al niño en su cuna, y oiréis la dulce y acompasada cantilena con que su madre lo arrulla y adormece. Bajad al Prado, y veréis los corros de graciosas niñas que, jugando, entonan canciones, alguna de las cuales suele ser tradicional. Entrad en la escuela o en el colegio de señoritas, y oiréis los sonsonetes con que estudian o rezan cantando. Id a una visita, y la hija de la casa os cantará o tocará en el piano la melodía más en boga. Introducíos en el hogar doméstico, y oiréis a las doncellas cantar, como para distraer la imaginación de los ejercicios prosaicos en que se ocupan. Llegaos a escuchar una banda militar, y veréis alrededor de ella las niñeras que zarandean los niños al compás de la música. Entrad en la iglesia cuando haya una función solemne, y veréis la exigua proporción en que se halla el número de hombres respecto al de mujeres. Penetrad en un salón de baile o en un teatro de música, y notaréis que la concurrencia es siempre mucho mayor de mujeres que de hombres. Disponed un concierto, y hallaréis un hombre por cada veinte mujeres para realizarlo. Pero ¡a qué me canso en traer a la memoria lo que todas sabéis!… Baste, pues, a mi propósito dejar consignado que si no fuera por la mujer, no se adivina cómo podría existir hoy el arte musical: y no quiero decir con esto que el hombre moderno sea insensible a los encantos de la música; todo al contrario: el grave magnate y el severo repúblico encuentran, oyéndola, un deleitoso recreo; el joven de buena sociedad concurre a los sitios en que hay música, y suele salir de ellos tarareando alguna melodía favorita; cantan, generalmente, el menestral en sus faenas, el campesino en sus labores, el arriero en su camino, el desterrado en su retiro, el preso en su calabozo, y todos encuentran en el canto un alivio a sus penas o un dulce recuerdo de sus alegrías.
¿Cómo, pues, el hombre, contando con tan buenas disposiciones naturales, desdeña hasta cierto punto el estudio del arte músico?… Este fenómeno se explica, en mi concepto, por el inmoderado afán de adquirir bienes materiales que hoy agita al pensamiento humano y hace acallar los generosos instintos del corazón; pues de no ser así, al propio tiempo que el hombre procura para su cuerpo todas las comodidades de un refinado lujo, procuraría dulcificar su alma con los encantos que le proporcionaría el estudio de la música. Pero volvamos a nuestro asunto principal.
Ha dicho Madama Staël que de todas las bellas artes, la Música es la que obra más inmediatamente en el alma. Esto es muy cierto; pero, si bien se medita, hallaremos que el dicho es incompleto; porque la música también tiene una poderosa influencia en el cuerpo humano para curar ciertas enfermedades.
Dicen las historias que Terpandro, Tales y Tirteo eran lo que los antiguos llamaban médico-músicos. Hipócrates, Galeno y otra multitud de médicos célebres han recomendado el empleo de la música en el tratamiento de ciertas enfermedades, para cuya curación todos los demás remedios son ineficaces. Zalmoxis, célebre médico de la antigüedad, decía que al curar el cuerpo no se debía jamás olvidar el alma, y que era preciso procurar a ésta la calma y la serenidad por medio de la música.
Los médicos modernos consideran como fábulas todos los milagros que la historia relata respecto a las curaciones que hacían los médicos antiguos valiéndose de la música; y sin embargo, la historia moderna registra multitud de casos singulares, en los que, si la música no fue el principal remedio, al menos hubo razón bastante para creer en su activa cooperación curativa. Recordemos algunos de estos casos.
En los Anales de la Academia de Ciencias de París se cita el de un músico que fue atacado de una violenta fiebre continua, acompañada de convulsiones, delirio e insomnio. En un breve instante de lucidez pidió el paciente que tocaran en su cuarto alguna música, y concediéndole lo que pedía, observaron todos los presentes que mientras la música sonaba, las convulsiones cedían, y volvían luego a repetirse, aunque con menos intensidad, cuando la música cesaba; de esta manera, y continuando muy a menudo la música, al cabo de diez días el enfermo estaba curado enteramente.
Lady Roussel, mujer de piadosas costumbres, estando enferma en 1746, fue atacada de una catalepsia, y los médicos la abandonaron, creyéndola muerta. Ya estaba todo prevenido para amortajarla; pero su marido, preocupado por un secreto presentimiento, retardaba obstinadamente el hacerlo. Así pasaron algunos días; y una mañana, estando toda la familia orando alrededor del lecho mortuorio, suenan las campanas de la iglesia vecina, y la supuesta difunta levanta su cabeza, diciendo: «Vamos al templo; que está sonando el último toque.»
Todo el mundo sabe que Felipe V padeció de una cruel melancolía, que rayaba en locura, y que sólo encontró alivio oyendo cantar de continuo al célebre Farinelli.
Por este estilo podrían referirse multitud de hechos, que prueban la grandísima influencia de la música sobre el cuerpo humano. ¿Y qué hay de extraño en esta influencia sobre los seres racionales, cuando también la tiene sobre los irracionales?…
Preguntad a los viajeros que en caravana atraviesan el Desierto, y os dirán que cuando un camello se va cansando y haciendo más lento su paso, le cantan cierta melodía especial, que le anima y hace andar más o menos aprisa y al compás que se le canta.
Recordad lo que sucede en Suiza, donde se paga mayor salario al vaquero o vaquera que canta mejor, por haberse experimentado que las vacas se crían más lucidas y dan más abundante leche cuando la persona que las cuida canta con más dulzura.
Pero dejemos en paz a los irracionales, para citar dos hechos que prueban la influencia de la música también en los últimos momentos de la vida humana. Un hecho es el del emperador Leopoldo, quien, hallándose próximo a su fin, después de haber recibido los sacramentos y de haber ordenado sus asuntos, se hizo rodear de sus músicos de cámara, y oyéndoles tocar, murió tranquilamente. El otro hecho es el del célebre Mirabeau, quien en su agonía pidió que le dieran música, para poder más dulcemente conciliar el sueño eterno.
Apurando la materia, os haré notar que la música tiene aplicación hasta después de la muerte. Sirvan de ejemplo los antiguos romanos, que acostumbraban tocar fuerte una trompeta cerca de los cadáveres, para experimentar si éstos daban o no señales de vida; y sirvan también de ejemplo las preces que canta la Iglesia por el eterno descanso de nuestras almas.
Para destruir ahora la triste impresión que os habrá causado lo que acabo de deciros, voy, finalmente, a hacerme cargo de la influencia que la música ejerce hasta en el lenguaje hablado; y no me refiero a las inflexiones de nuestra voz, ni a los acentos propios de cada palabra, ni a la entonación de la frase, conforme a la índole de cada discurso, porque este estudio merecería una conferencia especial; me refiero tan sólo al empleo que en la conversación familiar hacemos de palabras y de frases tomadas de la música o de sus efectos.
Entre la multitud de refranes castellanos referentes a la música, tenemos particularmente dos, que pueden considerarse como la síntesis y la afirmación de todo cuanto llevo dicho. Recordadlos:
De músico, poeta y loco todos tenemos un poco.
Quien canta, sus males espanta.
Y tenemos también un sinnúmero de modismos o locuciones familiares, con que se prueba nuestra predilección por el lenguaje figurado y epigramático, al propio tiempo que nuestra afición a cuanto se relaciona con la música. Permitidme que, por vía de sainete, os recite un cuentecillo (de no muy buen tono) que he compuesto con algunos de los consabidos modismos. Dice así:
–Un señor de muchas campanillas tenía una hija más alegre que una castañuela, la cual a cencerros tapados se dejaba dar organillo de un pobre trompeta, quien con frases de cascabel gordo había logrado dar en la tecla de que la chica le quisiese. El padre de ésta, que era un pájaro que cantaba en la mano y que no gustaba de templar gaitas, se propuso armar un caramillo y dar al traste con tales amores. A este fin, empezó por apretar las clavijas a la muchacha, diciéndola: «A mí no me vengas con canciones, porque si te empeñas en dar oídos a ese danzante, seré yo capaz de darte un solfeo.» Asustada la chica con esta salida de tono, fingió estar en armonía con su padre, y cantó la palinodia; pero como su amor subía de punto con las dificultades, y como además sabía de coro que no se puede repicar y andar en la procesión, mientras el padre andaba en la danza de sus negocios, ella pian piano se concertaba con su novio. En buenas manos estaba el pandero; y como al fin se canta la gloria, cuentan las crónicas que estos finos amantes lograron poner el cascabel al gato, y cuando todo estuvo a punto de solfa, se casaron, dando después “La Correspondencia” mucho bombo a tan brillante boda.–
He llegado al término de este largo y descosido relato; por él habréis comprendido la grande utilidad de la música, y lo muy relacionado que este divino arte se halla con la mujer en particular, y con la vida humana en general. La música viene del corazón y va al corazón; por lo tanto, vosotras sois las que debéis cultivarla con más ahínco, porque con los arranques de vuestra alma, mejor templada que la del hombre, podéis hacer que desaparezca nuestra natural rudeza, gozando al par vosotras de los inefables consuelos que da la música y de los tiernos encantos que da el amor.
Finalmente, os pido que me perdonéis lo desaliñado y prolijo de mi relato; y concluyo haciendo votos porque todo cuanto llevo dicho no sea para vosotras música celestial.
——
{1} La Melopea.
{2} La Ritmopea.
{3} Vihuela y guitarra eran entonces instrumentos diferentes, aunque análogos.
Conferencias publicadas
Discurso inaugural, leído por D. Fernando de Castro.
Primera conferencia: Sobre la educación social de la mujer, por D. Joaquín María Sanromá.
Segunda conferencia: Sobre la educación de la mujer por la historia de otras mujeres, por D. Juan de Dios de la Rada y Delgado.
Tercera conferencia: Sobre la educación literaria de la mujer, por D. Francisco de Paula Canalejas.
Del Lujo: artículo leído en la Conferencia dominical del 14 de Marzo de 1869, por D. Antonio María Segovia.
Cuarta conferencia: Acerca de la influencia del Cristianismo en la mujer, la familia y la sociedad, por D. Fernando Corradi.
Quinta conferencia: Sobre la mujer y la legislación castellana, por D. Rafael M. de Labra.
Lectura sobre los lamentos de Jeremías, dada en la quinta Conferencia, por D. Antonio M. García Blanco.
Sexta conferencia: Sobre la higiene de la mujer, por D. Santiago Casas.
Sétima conferencia: Influencia de la madre sobre la vocación y profesión de los hijos, por D. Segismundo Moret y Prendergast.
Octava conferencia: Influencia del estudio de las ciencias físicas en la educación de la mujer, por Don José Echegaray.
Novena conferencia: Influencia de las ciencias económicas y sociales en la educación de la mujer, por Don Gabriel Rodríguez.
Estas Conferencias se hallan de venta en la portería de la Universidad, en el Ateneo de Madrid, y en las librerías de Durán, Bailly-Baillière, Leocadio López, San Martín, y Cuesta, al precio de un real de vellón.
(contracubierta)
[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 24 páginas más cubiertas. ]